Marta y María by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Llegó la vez a Isidorito, teniendo la mala suerte de ponerse en berlina:¡y allí fue ella para la señorita de Mory! Isidorito, aunque nadasimpático, infundía general respeto por su fama de estudioso y sensato:así que la mayoría de las niñas y pollos se contentaron con ponerle enberlina por «demasiado serio», por «tener poco pelo», por

«bailar muymal», por «estudiar con exceso», por «gastar levitas muy largas»,etcétera; pero al llegar a la señorita de Mory, ésta, que esperaba conimpaciencia su turno, le puso en berlina con fruición nada disimulada,por «muy pesado de cabeza y ligero de estómago». Isidorito, al tenernoticia de las causas por que le habían puesto en berlina, conoció condolor de dónde partía aquella saeta envenenada, pero no tuvo ánimos paramanifestarlo y prefirió guardar sobre este punto un silencio noble yprudente al mismo tiempo.

La primogénita de los señores de la casa, como de costumbre, no tomabaparte en el juego. Estaba sentada al lado de su madre totalmenteabstraída de lo que la rodeaba, con los ojos fijos en el vacío. Por surostro un poco marchito, pero siempre hermoso, se esparcía una intensa ysingular palidez, y todo su cuerpo ofrecía señales de inquietud yzozobra. Apenas contestaba a las preguntas que de vez en cuando le hacíadoña Gertrudis, y eso con tal brevedad, que cortaba en la buena señoralas ganas de menudearlas. Cuatro o cinco veces se había levantado ya dela silla y había ido hacia el balcón, permaneciendo largo rato detrás deél con la frente apoyada en los cristales sin que nadie supiera lo quemiraba. La plaza de Nieva estaba como en la primer noche en que lavimos, obscura y sembrada de charcos de agua donde se reflejabantristemente los rayos de los faroles de petróleo que ardían en lasesquinas. Ni un alma la cruzaba aquella noche. En vano se sacaba losojos por penetrar las tinieblas de los soportales. Los vecinos todos sehabían retirado ya a sus casas, perfectamente convencidos de que lahumedad es causa de muchas enfermedades. Los balcones del café de laEstrella eran los únicos que estaban iluminados. La lluvia difundía porla atmósfera un rumor levísimo que apenas traspasaba los cristales parallegar a los oídos de la joven.

A Rosarito le tocó hacer la sultana. El pollo del pelo por la frentecolocó un sillón en medio de la sala y la hizo sentarse en él; despuéspuso delante un cojín de terciopelo.

Los caballeros zegríes yabencerrajes de la tertulia comenzaron a desfilar por delante de ella,doblando la rodilla en su presencia y esperando humildemente suresolución.

Rosario, con la notable aptitud que tienen todas las mujerespara hacer el papel de reinas, los iba rechazando con gesto de soberanodesdén. Únicamente cuando llegó el pollo de las mazurcas, y se mostrótemblando a sus pies, dignose la bella cuanto feroz sultana alargarle elpañuelo que tenía en la mano y elegirle como amante como justo premio asus notabilísimas corbatas y sus no menos excepcionales chaquets.Después marcharon ambos en triunfo a una de las alcobas del harem, o loque es igual, dieron dos vueltas por el salón y se fueron a sentar en elsofá, donde antes se hallaban.

La diminuta tertulia, después de agotar los no muy variados recursos deljuego de prendas, permaneció inactiva y acomodada en el ángulo de lasala, entablando en voz baja una vivísima plática entrecortada de risasy exclamaciones, donde los jóvenes de ingenio tuvieron ocasión delucirlo a expensas de algún desventurado a quien despellejaron sinpiedad. Los que no lo tenían se contentaban con sonreír y aplaudirestúpidamente los chistes de los otros. Se daban interminables bromas alas niñas, sobre los aspirantes a sus respectivas manos, y aquéllas sedefendían como de costumbre, con las clásicas respuestas: «No sé por quédice usted eso.—Le han informado a usted muy mal.—Entra en casa comoamigo y nada más, etcétera.» Las sonrisas maliciosas y la expresión dereserva que acompañaban a estas respuestas decían bien claro que a lasniñas no les disgustaba la broma.

Doña Gertrudis se había dormido. Don Mariano y sus prosélitos seguíanrecorriendo de un cabo a otro el salón, enfrascados en profundasdisquisiciones acerca de la baja probable de la propiedad inmueble.María continuaba con la frente pegada a los cristales, sumida, alparecer, en una de sus largas y frecuentes meditaciones a que ya estabanacostumbrados los de casa, en realidad explorando con ojos ansiosos lassombras que envolvían la plaza de Nieva, sin atender poco ni mucho a lafrívola conversación que los amigos de la casa sostenían. De prontocreyó oír un extraño rumor a lo lejos y se estremeció, se abstrajocuanto pudo de los ruidos de la sala y prestó atención profunda y llenade zozobra a aquel lejano rumor, que fue poco a poco creciendo en elsilencio de la noche, haciéndose cada vez más claro y preciso. No era unrumor confuso y fantástico, como los que produce el viento o la mar,sino firme y bien definido, perfectamente claro para sus oídos. Prontose convirtió en el ruido acompasado y característico de la muchedumbreque marcha ordenadamente. Los ojos atónitos de la joven distinguieron ala luz del farol las puntas de las bayonetas y los roses charolados dela tropa. Los tertulianos todos al escuchar los pasos acudieron entropel a los balcones y vieron, con sorpresa, desfilar por delante de lacasa dos compañías de soldados que cruzaron la plaza y se perdieron enlas encrucijadas de la villa.

Los amigos de don Mariano se miraron con sorpresa.

—¿Qué vendrá a hacer esta tropa a tales horas?—preguntó una señora.

—No comprendo adónde pueda ir—repuso don Mariano—. Para dirigirse alinterior de la provincia, aunque vengan del Occidente, no necesitabanpasar por aquí; tienen el valle de Cañedo a su disposición, que es uncamino mucho más breve.

—Hoy precisamente he paseado con el capitán de carabineros—dijo donMáximo—

y no me ha dicho una palabra de la venida de esa tropa.

—No lo sabría; lo más probable es que venga de marcha y no haga más quepernoctar aquí para continuar mañana su camino—dijo el señor de Ciudad.

—Rara marcha lleva—apuntó don Mariano—, pero en fin..., podrá ser...,podrá ser.

Los jóvenes volvieron a sus sitios y se olvidaron al instante delsuceso, anudando la rota y alegre conversación. Los viejos siguieron supaseo, haciendo interminables comentarios e infinitas hipótesis acercade aquella visita inesperada. María continuó obstinadamente pegada a loscristales del balcón, velada a los ojos de sus amigos por las grandescortinas de damasco.

En el grupo juvenil donde la sensible señorita de Delgado figuraba,contra los deseos vehementemente expresados de Rosarito, que asegurabasobre su honrada palabra que la citada señorita la había tenido a ellaen brazos muchas veces, y que cuando iba a confesarse siendo niña, y laseñorita de Delgado se hallaba en casa, le besaba la mano como a una persona mayor, se empezó a discutir con extraordinario fuego acerca dela música. Uno de los mancebos más elegantes, que se había preparado enMadrid para cinco carreras especiales consecutivamente, sostenía laprimacía de los maestros alemanes, asegurando que no había óperas como Roberto, Hugonotes y Profeta, ni música sinfónica que pudiera competircon la de Beethoven y Mozart. Las señoras, poderosamente secundadas porlos demás hombres, venían por los fueros de la música italiana.

—¡No nos maree usted con sus alemanes, Severino! ¡Vaya una música la deesos señores! ¡A mí me suena lo mismo que una jauría de perros ladrando!

—Eso no es más que al principio; si usted continuase oyéndola, llegaríaa tomarle el gusto: sucede lo mismo que con las aceitunas y la cerveza.

—Pues si ha de pasar uno malos ratos antes de acostumbrarse,francamente, no merece la pena. Vea usted cómo con la música italiana noacontece eso y gusta desde el primer día.

—¡Claro, porque la mayor parte de la música italiana no es más que unatonadilla que se acompaña con cuatro guitarras!

—¡Calle usted, hombre, calle usted! No diga usted sacrilegios. ¡Quiereusted comparar ese galimatías que ni ellos mismos entienden con elsublime final de la Lucía o con el aria de tiple de la Favorita, queempieza: «Oh miooo Ferna... a... a...

an... do... riii... raaa... ri...ra.., ro... riiira...!»

—¡Ah, si usted hubiera oído el cuarto acto de Hugonotes! ¡Qué músicatan dramática! ¡Aquello sí que expresa!... ¡Se le ponen a uno los pelosde punta!... ¡Qué dúo aquel tan grandioso: «La... sciami... paar...tiiir... la... sciami... paar... tiiiir... riira...

riri... riri...ra... roo... rir... ra... roo... laa... to... rii... ro... raa...!»

—¿Pero podrá haber nada más dulce que el concertante de la Sonámbula,que empieza: «Tooo... ra... ri... ro... ra... roooo... laa... riii...roo... raa... rora... rooo... tii...

ra... ri... roo...?»

—¡No es posible, no es posible!—dijeron varios a un tiempo.

—Sobre todo, la música italiana conmueve el corazón, mientras que laalemana no hace más que aturdir los oídos—apuntó la señorita deDelgado.

—Es verdad—afirmó su hermana la viuda.

—Yo creo—siguió la señorita—que el objeto de la música esconmover..., elevar el alma, hacernos derramar lágrimas...,transportarnos a regiones ideales, lejos del mundo prosaico en quevivimos... Porque la verdad es que la prosa se va apoderando de tal modode la sociedad que pronto va a parecer ridículo hablar de cosas que nosean materiales y sórdidas.

—Cierto—volvió a afirmar la viuda.

—La música sigue el camino de la prosa como todo lo demás... ¿No oyenustedes qué tonterías cantan ahora, qué pasacalles tan desabridos? ¡Ygracias que no sea algún trozo indecente de una zarzuela bufa! En lascanciones ya no se habla de amor; ya no hay más que frases con doblesentido que ocultan alguna suciedad.

—Creo que usted sabe varias canciones románticas muy lindas y las cantaadmirablemente—dijo el pollo del pelo por la frente, apercibido comosiempre a proporcionar a la tertulia algún nuevo solaz.

—No, señor..., no lo crea usted... Antes cantaba alguna, pero ya se mehan olvidado...

—Por mi parte—manifestó el pollo con sonrisa altamente diplomática—ypienso que también por parte de todos estos señores, le agradeceríamuchísimo que rebuscase en su memoria y nos hiciese conocer alguna...,¿no es verdad, señores?

—Sí, sí, Margarita, cante usted, por Dios, alguna.

—¡Si no me acuerdo!

—Vamos, ya se acordará usted... Empezando, la irá usted sacando poco apoco.

—Me parece que no podrá ser... Además, yo me las acompañaba conguitarra...

—¿No hay en casa alguna guitarra?—se apresuró a preguntar el pollo,levantándose de su silla.

A la guitarra que trajo Marta le faltaban dos o tres cuerdas y fuemenester echárselas, en cuya operación se invirtió algún tiempo. Despuésse tardó también un poco en templarla. Una vez templada, la señorita deDelgado declaró terminantemente que no cantaría porque no se acordaba denada. La tertulia se conmovió profundamente y trató con reiteradassúplicas de infundirle un recuerdo fresco de alguna preciosa melodía.Mas como la cantante no abandonaba el instrumento y seguía haciéndolesonar dulcemente, volvieron todos a guardar silencio y a esperar conansia la canción. Sin embargo, cuando ya estaba a punto de emitir laprimer nota, la sensible señorita hizo nuevas y rotundas declaracionesen el mismo sentido que las primeras, lo cual afligió de tal modo a latertulia, y en particular al pollo del pelo por la frente, que de buengrado habría concedido a la cantante en aquel momento toda la memoria deque disponía, con tal de que no le dejase en mal lugar. Por último, laseñorita fijó los ojos en el techo y, con voz bastante dulce aunquetemblorosa, entonó la siguiente canción:

Esperanza

halagüeña

a

mis

sentidos,

endulzas

de

mi

pena

el

amargor;

¡ay!,

no

eres

un

bien

imaginario,

eres

el

bálsamo

grato

al

corazón.

Si

lejos

de

la

vista

de

mi

amada

me

lleva

de

los

hados

el

rigor,

tan

sólo

es

la

esperanza

quien

mitiga

mi tormento cruel y mi aflicción.

—¡Bravo!, ¡bravo!—¡Qué bonita!—¡Qué dulce!—¡Qué melancólica!—Sigausted, por Dios, Margarita, siga usted.

La señorita de Delgado siguió de esta manera:

Si

recuerdo

en

la

noche

solitaria

el

nombre

de

la

prenda

de

mi

amor,

se

presenta

hechicera

a

mi

memoria

la

imagen

de

su

rostro

encantador:

y

eres,

esperanza,

quien

me

anuncia

que

amante

corresponde

a

mi

pasión,

y

sólo

tu

dulzura

es

quien

mitiga

mi tormento cruel y mi aflicción.

Al llegar a este punto y cuando el auditorio se preparaba a saborear lasinefables dulzuras de una nueva estrofa, más apasionada tal vez y máspatética que las anteriores, cuando la señorita de Delgado apoyabalánguidamente sus dedos carnosos sobre las cuerdas del instrumento y lacabeza más lánguidamente aun sobre el pecho en testimonio de amargoduelo, acaeció en la casa de los señores de Elorza uno de esos sucesosterribles y extraños, más terribles aun por lo inopinados, a tal puntosorprendentes, que suspenden y cortan por un instante el uso de lapalabra; una escena extraordinaria, realizada con tal brevedad que no datiempo a reflexionar, y deja sumidos a los espectadores en profundaconsternación, sin haber podido intervenir en ella.

Abriose con violencia la puerta de la sala, y los ojos de loscircunstantes vueltos hacia ella vieron con asombro el rostro pálido deun criado que exclamó dirigiéndose a su amo:

—¡Señor, señor!

—¿Qué ocurre?—preguntó don Mariano con el acento enérgico que empleanlos caracteres bien templados cuando adivinan un peligro.

—¡Los soldados están ahí!

—¿Y qué tengo yo que ver con los soldados, majadero?—replicó con vozcolérica.

—¡Es... que vienen a prenderle!

—No es verdad—gritó una voz desde el pasillo.

Y al mismo tiempo seis u ocho figuras taparon la puerta por detrás delcriado. Los primeros que se dejaron ver fueron un oficial muy joven conun uniforme de marcha y un caballero no muy bien parecido con gabánabrochado y llevando en la mano bastón con borlas.

Por detrás de ellos se veían los roses y los fusiles de algunossoldados. El hombre del bastón, que era al parecer quien había hablado,avanzó dos pasos por la sala y sin quitarse siquiera el sombrero,preguntó a don Mariano con tono áspero:

—¿Es usted don Mariano Elorza?

La mirada del anciano caballero centelleó de indignación.

—Ante todo, quítese usted el sombrero.

El hombre del bastón, un poco cortado por la actitud del caballero y lasmiradas del concurso, se quitó el sombrero.

—Ahora, ¿qué se le ofrece a usted?

—¿Es usted don Mariano Elorza?

—No; soy el excelentísimo señor don Mariano de Elorza.

—Es lo mismo.

—No es lo mismo.

—Bien, dejemos discusiones: traigo orden de prender a su hija doñaMaría.

Toda la energía del señor de Elorza se desvaneció de golpe como unasombra al escuchar estas monstruosas palabras. Quedó algunos momentosextático y petrificado, con la mirada apagada, como el que acaba de verun milagro y no quiere creer a sus propios ojos. Después, recobrándosesúbito, se lanzó sobre el hombre del bastón y sacudiéndole fuertementepor la solapa, le dijo con voz de trueno:

—¿Y quién es usted, insolente, para pensar en cosa semejante?

—Soy el jefe de orden público de la provincia, y le advierto que siusted intenta la menor resistencia, haré uso de la fuerza que traigo.

—¿Está usted bien seguro de que es a mi hija a quien viene usted aprender?

—Sí, señor, traigo orden de prender a la señorita doña María Elorza.Ruego a usted que me la entregue sin pérdida de tiempo.

—Aquí está—dijo María saliendo del hueco del balcón y avanzando haciael jefe de los esbirros.

—¡Pero eso no puede ser!—rugió de nuevo don Mariano deteniendo a suhija—.

¡Este hombre está loco o viene equivocado!

—¿Está usted dispuesta a seguirme?—preguntó el comisario a la joven.

—Sí, señor—contestó ésta con firmeza.

—Pues vamos.

Don Mariano se llevó las manos al rostro y exclamó con un grito dedolor:

—¡Hija mía de mi alma! ¿Qué has hecho?

—Nada que pueda deshonrarme ni deshonrarte—replicó la niña levantandosu rostro hermoso y altivo y saliendo precipitadamente del salón.

Don Mariano fue detenido por todos sus amigos que le habían rodeado;pero viéndose inmediatamente solo, porque todos, advertidos por un gritode Marta, acudieron a socorrer a doña Gertrudis, presa de un síncope, searrojó también como un relámpago fuera de la sala.

XII

ANTECEDENTES

Algún tiempo antes de los sucesos que acabamos de narrar, los amores deRicardo y María, que se habían ido desvaneciendo gradualmente como lasnotas de una hermosa melodía, hasta el punto de no saber el mismoRicardo si realmente existían o se habían extinguido por completo, siaun era el amante de la primogénita de Elorza, o si no tenía sobre sucorazón otros derechos que los que se conceden a un antiguo y estimadoamigo; estos amores, decimos, habían cobrado, sin que nadie supiese aqué atribuirlo, repentina e inesperada vida, como si a una luz próxima amorir por falta de aceite, le echasen alguna buena cantidad de esecombustible. Todos se mostraban sorprendidos de verlos juntos charlandocomo antes, en un ángulo de la sala, larguísimos ratos, abstraídos decuanto les rodeaba, habitando en ese rincón del cielo que los amantesencuentran tan fácilmente lo mismo en la soledad que entre lamuchedumbre. A la sorpresa sucedía la complacencia en los amigos, y a lacomplacencia las hipótesis sobre la mayor o menor proximidad de la épocadel matrimonio y las conjeturas acerca de los motivos que habían operadotal cambio en la conducta de los novios. Los maliciosos, guiñando el ojoal decirlo, sostenían que de los tres enemigos del alma la carne era elmás temible, y que Dios había dicho:

«crescite et multiplicamini», yque era tontería oponerse a las leyes de la naturaleza.

Las señorasmanifestaban, bajando la vista, que en todos los estados se podía muybien servir a Dios y que no eran las más flojas penitencias las queimponían el cuidado de los hijos, su educación y el gobierno de la casa.

Mas de todas suertes, el hecho era que las cosas habían cambiado sinsaber por qué, y que señoras y caballeros se alegraban de ello,esperando que los ilustres novios les proporcionasen pronto un díaagradable. El regocijo de don Mariano era tan grande, que se traslucíaen los ojos cada vez que los dirigía hacia la gentil pareja, y milhermosos ensueños, en que siempre figuraba un enjambre de nietezuelosrubios y traviesos como lo había sido su hija, venían por la noche aacariciarle en las soledades de su lecho feudal. Doña Gertrudis, como decostumbre, encontraba muy bien la conducta de María. He aquí ahora cómose había efectuado el suceso.

Cierta mañana, en que el joven marqués de Peñalta se despertó mástemprano que otras veces, observando por el balcón de su cuarto que elcielo estaba limpio (contra su costumbre inveterada), le vino en apetitoel dar un paseo por los alrededores de la villa, y pensando y haciendose vistió rápidamente y se echó a la calle en busca de aire puro. Masantes de salir del casco de la villa y cruzando por delante de la casade Elorza, tropezó casualmente con María, que iba hacia la iglesia consu doncella. Le dio un salto el corazón y un poco turbado se detuvo asaludarla. La niña le abocó con aquel gesto alegre y travieso, lleno aun mismo tiempo de malicia y de candor, que por ser peculiar de sucarácter, no había podido vencer con ningún esfuerzo.

—Tú te habrás levantado temprano, por supuesto, para oír misa.

—¡Oh!, no—repuso Ricardo sonriendo—; salía a dar un paseo por elcampo, que debe de estar muy hermoso.

—Bien, pues hoy no hay paseo; te secuestro y te llevo conmigo amisa—dijo la niña en tono resuelto y con cierta inflexión de vozadorable. Y acompañando el hecho al dicho le tomó por la mano y le llevócogido de esta guisa unos cuantos pasos.

¡Venturoso Ricardo; qué otra cosa mejor podía apetecer en aquel momentoque verse secuestrado de tan gentil manera! No supo decir palabra en losprimeros momentos; embargole la emoción y una lágrima se deslizó por surostro honrado y varonil.

—¡Oh, María, si supieses qué feliz me haces!—le dijo en voz baja ytemblorosa—.

Si tú quisieras llevarme, ¿adónde no iría yo contigo? Túno puedes comprender lo que ansío que me hables, que me sonrías, que medirijas. Busco con afán los medios de agradarte y no los encuentro. Dimecon qué puedo complacerte, con qué puedo deshacer el hielo que secanuestros amores. Y lo buscaré aunque sea a costa de mi vida. Si no tequisiera más que a ningún otro ser de este mundo, tanto como el recuerdobendito de mi madre, ¡cuánto tiempo hace que hubiera huido de ti parasiempre!... Pero es de tal suerte mi amor, tan poderoso, tan vivo, tanabsorbente, que ha logrado concluir con todo mi orgullo... y temo quellegue a concluir con mi dignidad—añadió sordamente.

La joven le miró fijamente, agradecida y admirada de tan sincero cariño,y repuso con jovialidad:

—Por lo pronto, para complacerme, vendrás a misa conmigo, ¿no esverdad?

—Sí, querida mía.

—¿Vendrás mañana también y todos los demás días?

—Sí, hermosa; no deseo otra cosa.

—¡No sabes lo que me alegro, Ricardo!

—¿De veras?

—Sí; te quiero mucho, pero te quiero bueno y piadoso, porque antes queen todo lo demás debemos pensar en nuestra salvación y en hacer el mayorbien que podamos en este mundo.

El joven sintiose en aquel momento enternecido, saboreando las gotas decariño que su amada dejaba caer sobre sus labios.

Nada hay que haga cambiar tan presto nuestras ideas más arraigadas ynuestros juicios más firmes como la voz de la mujer querida. Ricardo eraun creyente tibio, como la generalidad de los hombres en nuestra época,que odiaba las exageraciones y miraba con cierta repugnancia lasprácticas religiosas. Pues bien, por arte de encantamiento, esto es, porarte de aquella voz dulce y de aquellos ojos más dulces aún, que lemiraban con elocuente expresión, se despojó súbitamente de sus opinionesanticlericales, transformándose en un decidido campeón del altar y en unfervoroso devoto de todos los santos y santas de la corte celestial.Pensó con alegría que lo que su novia ejecutaba, después de todo, nadatenía de censurable; que su piedad y su misticismo eran el reflejo de unnoble y elevado espíritu; que esta misma piedad era la prenda más segurade su felicidad conyugal, pues la guardaría de las vanidades a que otrasmujeres se entregan después de casadas; que nada tenía de particular quela pobrecita desease que su novio fuese creyente y devoto, dadas susideas acerca de la salvación eterna, y que en este concepto él habíahecho muy mal en contrariarla de un modo tan obstinado, hiriéndola en lomás vivo de su fe sencilla y admirable. En fin, concluyó por resolverque él era un bárbaro incapaz de sacramentos ni de entender losmisterios adorables que puede encerrar un corazón consagrado a Dios, yMaría una santa que le había sufrido con demasiada paciencia. Penetradoen parte de esta idea y en parte infinitamente más grande de la emociónque le produjo la inesperada ternura de su novia, repuso con acentoconmovido:

—Escucha, María..., ya sabes que yo no soy ni he sido