—¿Y qué es lo que te ha movido a confiarme todas estas cosas que tantoreservaste hasta ahora?
—Ante todo perdóname que no te las haya confiado antes. Eran secretosque no me pertenecían... Además, recelaba que no pensarías como yo ylevantarías algún obstáculo a mis planes... Pero hoy has variado mucho;eres más piadoso y amas el nombre de cristiano que posees. Por eso medecidí a abrirte enteramente mi alma y a poner en tus manos fieles yseguras la vida de muchos hombres generosos... Yo soy muy débil, Ricardomío; no soy más que una pobre niña incapaz de luchar ni de resistir...¡No me abandones..., por Dios, no me abandones!...
El joven presintió el peligro mucho más próximo y exclamó:
—¡Acabemos de una vez, María, y sepamos de qué se trata!
—Se trata de un gran merecimiento que puedes contraer para salvarte siabandonas las nefandas sugestiones del mundo y acudes al llamamiento delcielo... En esta villa existe un arma poderosa que en vez de servir aDios, como todo el mundo debe servir, es un temible auxiliar deldemonio. Esta arma es la Fábrica de fusiles... (María se detuvo uninstante, y echando una mirada de temor a su amante, añadió con voztemblorosa): Tú puedes arrancar al demonio esta arma para ponerla enmanos de Dios, entregando la Fábrica a los defensores de la religión,y...
Se detuvo otra vez mirando con espanto el rostro lívido y contraído deljoven marqués, que agarrándola del brazo y sacudiéndola fuertementerugió más que dijo:
—¿Quién te ha sugerido la idea de proponerme eso?... Respóndeme...¿Quién ha sido el miserable, el vil y el canalla que te lo haaconsejado?... ¡Quiero ir ahora mismo a arrancarle la lengua! Dímelo,dímelo, María... De ti no ha nacido ese pensamiento...
Tú no has podidopensar que tu prometido, el marqués de Peñalta, el descendiente detantos caballeros nobles, un militar pundonoroso y leal, pudieraescuchar con calma semejante proposición... Tú no has podido imaginarque el hombre que te adora sea un cobarde traidor a quien sus compañerosescupirían con razón en la cara... Sólo así te puedo perdonar lashorribles palabras que acabas de proferir... Oye, por Dios, María...
Eneste momento tengo la cabeza encendida y el corazón helado... Escuchodentro de mí una voz que me anuncia una gran desgracia. Pues bien, eneste momento te digo que te quiero con toda mi alma..., hasta dar por tila vida con gusto..., pero si el amor que te tengo se multiplicase pormil y no cupiese en este mundo, lo ahogaría, lo apagaría como se apagauna luz..., de un soplo, y me quedaría toda la vida en tinieblas antesque prestarme a tal villanía... ¡Qué digo!... Si el mismo Dios bajase aproponérmela y me amenazase con las penas eternas del infierno, larechazaría...
Preferiría condenarme con los leales a salvarme con lostraidores.
María bajó consternada la cabeza. Al cabo de un rato pudo articulardébilmente:
—No me entiendes, Ricardo, ni yo te entiendo tampoco. Para juzgar lascosas de este mundo nos colocamos en puntos de vista muy distintos. Túmiras por el cristal de las convenciones establecidas por los hombres yyo únicamente por la de la ley de Dios. Para ti el renombre de valiente,la fama de leal y de noble es lo primero. Para mí lo principal es lasalvación del alma... Perdóname si te he ofendido, y que ese honor, alcual rindes tan fervoroso culto, te sirva para no acordarte de lo quehemos hablado.
Ricardo posó sobre la joven una mirada prolongada y triste. Acababa dehacerse cargo de que aquella mujer no podía ser suya; que en aquelcorazón idolatrado, henchido de sentimientos misteriosos, quizá grandesy sublimes, pero incomprensibles para él, ocupaba lugar muy secundario.Una lágrima saltó a sus ojos y se deslizó temblorosa por sus mejillas.
—Tienes razón, María..., no te comprendo... Mi padre fue un hombrehonrado, y tampoco te comprendería... Mi abuelo fue un militar queperdió la vida defendiendo a su patria, y tampoco te comprendería...Pero mi padre y mi abuelo se ofenderían, como yo me ofendo, de quealguno les recordase que debían guardar los secretos que se lesconfiaba.
Ambos guardaron silencio obstinado mirando tristemente al través de loscristales de la gran plaza de Nieva, que las sombras de la nocheempezaban a ocultar. Los transeúntes se retiraban a sus casas con pasotardo y perezoso. Algunas luces brillaban ya en el fondo de lasviviendas. Los pilluelos, que recibían afanosos las pompas de jabón queel chico de la casa de enfrente les arrojaba, habían desaparecido, yaquél, harto de soplar por el canuto, concluyó por dejarlo en el suelo,así como la taza del agua, poniéndose a hacer muecas a Ricardo y María.Pero éstos, graves y rígidos, no le hicieron caso como otras veces, y elniño, sorprendido de hallarlos tan serios, quedose también inmóvilmirándoles fijamente con sus claros y hermosos ojos de querubín.
XIII
EN QUE SE NARRAN LOS TRABAJOS DE UNA VIRGEN CRISTIANA El comandante general que la vacilante república española tenía en laprovincia de...
era bastante bárbaro (dicho sea sin ánimo de inferirleagravio, pues todo hombre tiene derecho a ser lo bárbaro que juzgueconveniente dentro de la sana moral y las buenas costumbres). Lo primeroque hizo, así que tuvo noticia por un soplo de que los carlistas deNieva preparaban una algarada (así la llamaba él) e intentaban nadamenos que apoderarse de la Fábrica de armas, fue llamar al comandanteRamírez y decirle:
—Necesito que antes de una hora salga usted con dos compañías yacompañado del inspector de policía para Nieva; y en cuanto llegue ustedallá me prenda usted y me traiga amarrados codo con codo, ¿lo entiendeusted bien?, amarrados codo con codo, a todos los individuos que vanapuntados en ese papel.
—Está bien, mi general.
—Para custodiarlos no hace falta más que media compañía. Usted, con lorestante de la fuerza, se pone a las órdenes del coronel director hastaque yo disponga otra cosa.
—Está bien, mi general.
Cuando el comandante Ramírez, después de hacer su saludo, salía por lapuerta del despacho, el brigadier volvió a llamarle.
—Oiga usted, Ramírez, ¿cómo le he dicho que trajese a los presos?
—Amarrados codo con codo, mi general.
—Perfectamente. Vaya usted con Dios.
La noche en que las dos compañías llegaron a Nieva era la señalada porlos amigos de don César para dar el grito de guerra y apoderarse de laFábrica. La conspiración estaba bien tramada. A la una de la madrugadadebían reunirse cincuenta hombres en la huerta de un rico hacendadocarlista y otros cincuenta en la bodega de otro para proveerse de armasy uniformes. A las dos en punto marcharían todos hacia la Fábrica, cuyaguardia, encomendada a la sazón al joven marqués de Peñalta, no pasabade veinticinco hombres, y la atacarían ostensiblemente por las puertas,mientras otros escalarían por detrás las tapias. Una vez dentro, seapoderarían rápidamente de los fusiles construidaos, cargándolos sobremulos, que también estaban preparados, pegarían fuego a los talleres yse saldrían a toda prisa de la población. Para cuando fuesen atacadoscontaban llevar ya quinientos o seiscientos hombres bien provistos dearmas y municiones. Don César no dudaba del buen éxito de su atrevidaempresa; pero el maldito soplo tradicional en todas las conspiracioneshabidas y por haber, vino a dar al traste con los proyectos del bravocaballero.
A las once de la noche el comandante Ramírez y el inspector de policíatenían presos ya a todos los individuos de la junta y a diez o doce delos más caracterizados carlistas de Nieva, los cuales, amarrados ycustodiados por media compañía, según las prevenciones del comandantegeneral, esperaban debajo de los soportales del Ayuntamiento la orden demarcha. La única mujer que iba entre ellos era María. En vano donMariano, con lágrimas en los ojos, suplicó al jefe de la fuerza que lepermitiese llevarla en un coche. El comandante Ramírez manifestó quesentía muchísimo no poder complacerle y que lo único que en su obsequioharía era llevarla suelta y aguardar unos instantes a que le trajesencalzado fuerte y ropa de abrigo, exponiéndose por ello a incurrir en lasiras del general, que era... (Aquí el comandante Ramírez hizo uso deladjetivo que ya hemos tenido el honor de emplear.) Al fin se dio la orden y el teniente emprendió la marcha con los presos.Don Mariano no quiso dejar a su hija. Aunque no llovía en aquel momento,la noche estaba muy húmeda y el piso, según acusaban las polainas de lossoldados, verdaderamente asqueroso. En la villa se hallaban ya casitodos al corriente de lo que pasaba, y muchos bultos negros,silenciosos, ocupaban los balcones, sacándose los ojos para ver cómodesfilaban los presos. Al pasar por cierta calle una voz irritada demujer gritó desde un balcón:
—¡Infames, ya las pagaréis todas en el infierno!
Los
soldados
levantaron
la
cabeza
y
tornaron
a
bajarla,
prosiguiendosilenciosamente su marcha, cuyo rumor acompasado infundía tristeza ymiedo. Todos ellos sentían sobre sus roses una continua descarga demiradas de odio, que, a pesar de no merecer, recibían con la resignacióndel que está avezado a padecer injusticias. Pronto dejaron las últimascasas del pueblo y entraron en la carretera, cuyo primer trozo estabaguarnecido de altos álamos.
El cielo seguía negro y espeso, envolviendo en tinieblas a la tierra.Apenas se percibían los bultos de los árboles cercanos y los de tal casaque otra de labranza construidaa al borde de la carretera. Los pies delos viajeros no producían el ruido seco que cuando caminaban por elempedrado de la villa, sino un chapoteo aún más triste.
El teniente, queera un mancebo de veinte años, bastante simpático, dio la orden decolocarse en dos filas, dejando a los presos en el medio. Después seacercó a ellos, y, preguntándoles si se les ofrecía algo, disculpose confrases corteses de llevarlos atados; pero ya debían tener noticia de queel general era bastante... (El joven teniente hizo uso del mismoadjetivo que su comandante y que nosotros, los primeros, hemos echado avolar.) Los presos murmuraron las gracias encerrándose en un silenciodigno.
Al poco rato comenzó a llover fuertemente. Don Mariano, que nohabía cruzado la palabra con su hija, abrió el paraguas apresuradamentepara taparla y la estrechó largo rato contra su corazón, murmurándole enel oído:
—¡Hija mía, qué trago tan amargo me haces pasar!... Embózate bien...¿Tienes frío?
¡Oh, me las pagará ese bruto!... Iré a Madrid a ver alministro de la Guerra y conseguiré mandarlo a un castillo. ¿Te entra elagua por algún sitio, corazón mío?
¿Quieres mi impermeable?... ¡Mandartraer atada a mi hija!... ¡Ah, grandísimo puerco!
¿De qué cuadra tehabrá sacado este gobierno de sainete?... Si te pones enferma, le matoirremisiblemente... Pero a ti, mentecata, ¿quién te ha metido en estoslíos de conspiraciones sin mi permiso?... ¡Si no te hubiese dejadoarrastrar tanto los zapatos por las iglesias, a estas horas no estaríapasando tales amarguras! ¿Qué tienes tú que ver con los carlistas ni conlos republicanos?... Una niña bien educada se está en su casaquietecita, cuidando de las camisas de su padre y haciendo calceta...,¿estamos?..., y haciendo calceta... ¡Canalla! ¡Miserable! ¡Mandar traeratada a mi hija!... ¡Si le veo no respondo de no echarle las manos alcuello!...
—Cálmate, papá..., cálmate, por Dios... Voy perfectamente... Cuando sesufre por Dios, el sufrimiento se convierte en placer. Nunca me hesentido tan bien como en este momento... y es porque advierto en mialma el consuelo de haber hecho algo por restablecer a Jesús en su santoreino... Lo único que me hace padecer es verte disgustado... ¡Ay, papá,cuánto daría porque tu fe fuese tan viva y ardiente como la mía, paraque despreciases todos los dolores de la tierra y marchases tranquilo ycontento como yo marcho adonde Dios quiera llevarme!
Don Mariano sintió que un torrente de palabras irritadas y coléricas sele agolpaban a la garganta, pero no pudo darle salida. Lo único que hizofue echarle el impermeable encima a su hija, dejando escapar una especiede gruñido de elocuencia conmovedora.
Cesó de llover al fin. Sintiose un leve soplo de viento ábrego y laespesa capa del cielo comenzó a enrarecerse despidiendo tenue y escasaclaridad, que hizo resaltar las siluetas de los soldados y los árboles ylos enormes bultos de las montañas que cerraban el valle. El silencio enla comitiva era sepulcral. Los presos no cambiaban entre sí palabraalguna, devorando su rabia y tristeza. En la campiña tampoco seescuchaba ninguno de los gratos ruidos que acrecientan el misterio de lanoche y llenan el alma de suave melancolía. Sólo al pasar por delante dealguna casa se oía dentro el gruñido amenazador de un perro queprotestaba contra el desfile de la tropa a hora tan inusitada y tal vezque otra el no más dulce murmullo del sargento Alcaraz, que maldecía dela noche, de su suerte y de la madre que le había parido.
El viento siguió soplando cada vez más vivo; un viento tibio y húmedoque los presos encontraban asaz siniestro. Los árboles que bordaban lasorillas de la carretera se retorcieron angustiados, dejando caer toda elagua de que estaban cargados. En la escasa claridad del cielo comenzarona resaltar los bultos de grandes nubarrones negros que rodabanvelozmente por la atmósfera cual si viniesen perseguidos de cerca poralgún monstruo de la noche. Detrás de estas nubes no se percibía el azuloscuro del firmamento, sino un espeso manto gris que parecíaimpenetrable. No obstante, el viento, cuyo ímpetu iba siempre enaumento, logró desgarrarlo, al fin, por algunos sitios, formando gratosagujeros, en el fondo de los cuales se percibía el suave fulgurar dealguna estrella. Las grandes nubes negras venían a taparlos; pero elmanto se desgarraba por otros parajes a toda prisa y las diminutasestrellas tornaban a hacer guiños amables a la tierra. Al cabo, una granluz argentada bañó súbitamente toda la campiña. La luna había aparecidoentre dos nubes, bella y esplendorosa como una virgen que abre lasventanas de su aposento. Mas apenas hubo echado una mirada curiosa anuestra comitiva, cuando los nubarrones se estrecharon, poniendo venda asus ojos y dejando a la tierra triste y sombría. De nuevo volvió aaparecer en lo alto y otra vez tornó a ocultarse, mirando resbalar pordelante de sí una legión presurosa de nubes de todas formas y tamañosque volaban a regiones desconocidas. En el espacio de media horapresentose y ocultose un número incalculable de veces, ofreciéndose alos ojos de los viajeros como un navío presto a sumergirse en aquelocéano inquieto y tenebroso.
Por último, sosegó la tempestad del cielo. Poco a poco habían idodesapareciendo detrás de las montañas los espesos nubarrones quemanchaban la faz del firmamento.
Unos cuantos que habían quedadorezagados y que a largos intervalos, cruzando por delante de la luna,sumían a la tierra en las tinieblas, también traspusieron los picos delas montañas. Y quedó el firmamento sereno y límpido, desplegando suoscuro manto tachonado de estrellas. La luna trazaba un círculo luminosoa su alrededor, en el cual, como reina orgullosa, no permitía brillarningún otro astro. El dilatado valle pareció estremecerse suavemente deplacer al sentir el beso de la luz. Y de sus bosquecillos de naranjos, yarroyos sosegados y blancos caseríos esparcidos aquí y allá dejó escaparmillones de reflejos que se perdieron con dulce misterio en el aire.
Enciertos parajes se extendían grandes sábanas argentadas donde sepercibían con admirable claridad las siluetas de los árboles y vallados;en otros se acumulaban las sombras protegiendo el sueño de las plantas.El anchuroso valle así iluminado ofrecía un aspecto de lago dormido.
Después de caminar bastante tiempo por el medio, nuestra comitiva tocóen las montañas que lo cercaban. Era necesario trasponerlas para entraren la campiña que rodea a... La carretera penetraba por los sitios másaccesibles, ciñendo el costado de uno de los montes con declive bastantepronunciado. El horizonte se estrechaba de modo extraordinario. Alcomenzar la subida, el teniente mandó hacer alto delante de un enormemesón situado al pie de la carretera, y haciendo llamar al dueño leobligó a levantarse y a servir vitualla a la tropa. Los presos entraronen la casa y descansaron buen rato. Y otra vez emprendieron la marchasubiendo con calma el áspero repecho.
La briosa vegetación del valle había desaparecido. Los montes, que secerraban cada vez más, dejando apenas paso a la carretera, estabanvestidos únicamente de helecho.
De vez en cuando se tropezaba con elagujero de alguna mina de carbón, abierta sobre el camino. Don Marianono pudo resistir a la tentación de hablar del ferrocarril de Nieva, y seacercó al teniente mostrándole por dónde iba el trazado de Sotolongo yexplicándole ampliamente las ventajas que llevaba sobre el de Miramar.El piso estaba bastante más enjuto a causa de la pendiente, y la lunaseguía desde lo alto esclareciendo la ruta, posando su dulce y tranquilamirada sobre los viajeros. Oyéronse los acordes de una guitarra. ¡Cuándodejó de sonar la guitarra en una marcha de soldados españoles! Y una vozde timbre varonil, con acento del Mediodía, cantó: Como
cosita
propia
te
miraba
yo,
te
miraba
yo;
pero
quererte
como
te
quería,
eso
se
acabó,
eso se acabó.
Cuatro o cinco soldados esparcidos en distintos puntos acusaron tambiénsu origen meridional, gritando al concluirse la estrofa: «¡Olé, olé!»Aquella canción, nacida en el ardiente suelo de Andalucía, fue unavarilla mágica que ahuyentó la tristeza de los corazones. Las montañasseveras, poseídas de súbito enternecimiento, hicieron resonar la voz delsoldado, conduciéndola muy lejos al través de sus gargantas yquebraduras.
Entabláronse animadas conversaciones en la tropa que sesuspendían cada vez que el soldado andaluz lanzaba al aire una copla.Los presos continuaban en su obstinado silencio.
Todos marchaban perezosamente, con la boca entreabierta, gozando, sindarse cuenta, del cambio favorable que la noche había experimentado. Depronto, al salvar una de las numerosas revueltas de la carretera, en elsitio más fragoso de la divisoria, oyose el disparo de un fusil. Unsoldado vino a tierra. Casi al mismo tiempo el grito formidable de ¡Viva Carlos Séptimo! fue lanzado al espacio. Al levantar la cabezavieron todos no a mucha distancia y en pie sobre una de las rocas quedominaban el camino, a un hombre de grandes bigotes blancos vestido conzamarra y boina. Los presos reconocieron inmediatamente en él alpresidente de la Junta, don César Pardo. El teniente ordenó en batalla ala tropa temiendo una emboscada, y mandó hacer fuego; pero la descargano dio resultado. Disipado el humo, tornaron a ver a don César cargandotranquilamente su arma. Al dispararla, gritó otra vez con más fuerza:
—¡Viva Carlos Séptimo!
—¡Mal rayo te parta, viejo zorro, me has destrozado un brazo!—exclamóel sargento Alcaraz llevando la mano a la herida.
—¡Segunda fila, apunten, fuego!—dijo el teniente.
Tampoco se consiguió nada. Don César disparó de nuevo, gritando:
—¡Viva la religión!
Entonces el teniente ordenó con voz colérica:
—¡Fuego a discreción!
Un tiroteo incesante partió de la media compañía formada en batalla.Pero el solitario enemigo ni huía ni caía. En pie sobre la roca, sinintentar siquiera guarecerse detrás de alguna piedra, seguía cargando ydisparando su arma, repitiendo siempre con voz terrible:
—¡Viva Carlos Séptimo! ¡Viva la religión!
Raro era el disparo que no ocasionase alguna baja en la tropa. La lunailuminaba su rostro altivo y feroz surcado de arrugas.
—¿Me conocéis?—gritó sin dejar de hacer fuego—. Soy don César Pardo,cristiano viejo y carlista de los pies a la cabeza.
—¡Eres un ladrón!—contestó un soldado.
—Oye, chiquito; te tiembla mucho el pulso y tus balas pasan muy lejos.
—¡Allá va ésa!
—¡Nada..., no has acertado!... Si trajese diez hombres conmigo, ¡cómocorreríais todos, falderillos!
—Haced lo que queráis, muchachos... ¡A matar ese perro!—gritó elteniente en el colmo de la irritación.
Los soldados se lanzaron veloces a la montaña y se pusieron a treparlacon la agilidad de gatos monteses. La rabia de que estaban poseídosredoblaba sus fuerzas.
Pero al mismo tiempo el teniente, que habíaarrebatado el fusil a uno de los soldados, disparó sobre don César y levolcó.
—Basta, muchachos..., volveos..., ya cayó el milano—tornó a gritar conacento de triunfo.
—¡No tiene más que una pata herida!... ¡Todavía le queda elpico!—repuso el cabecilla con voz ronca.
Y, en efecto, con el muslo atravesado consiguió incorporarse y cargar sufusil, que disparó inmediatamente sobre los que subían. Éstos lanzabanrugidos de cólera mientras se iban agarrando a los helechos o hincabanlas uñas en el musgo para trepar más presto.
—¡Venid, venid, cobardes!—decía don César trasportado también por elfuror—.
Venid a aprender a pelear... ¿Veis cómo se bate un oficialcarlista?... ¿Veis cómo vale por cincuenta republicanos?... Contadmañana vuestra hazaña al general Bum Bum que os ha enviado... ¡Que osden la cruz laureada, valientes! ¡Allá va ese tiro por don Carlos!... Yasé que lleváis una niña presa, bravos soldados de la república... Alláva ese otro por doña Margarita... ¿Te ha sabido mal la peladilla,muchacho?... ¡Oh, me alegro que ya estéis aquí! ¡Viva Carlos...!
No pudo acabar. Un soldado, que había llegado a la cima, le puso elcañón del fusil en la frente, y le deshizo la cabeza, diciendo:
—¡Muere, cochino!
Lo mató sin hacer caso de las voces de sus compañeros, que gritaban:
—¡Déjamelo a mí; déjamelo a mí!
Al llegar con las mejillas pálidas y los ojos inyectados, todosdispararon sobre el cuerpo inanimado del terrible cabecilla, que prontoquedó espantosamente destrozado.
Una vez concluido aquel acto debarbarie, engendrado por la cólera, los soldados quedaron silenciosos.Calmada la irritación, se hicieron cargo de que habían luchado contra unhombre solo y no quedaron satisfechos de sí mismos. A su despecho sesentían poseídos de admiración.
—¡Tenía agallas el viejo!—dijo uno, limpiándose unas gotas de sangreque le habían saltado a la cara.
—¡Bien reñido estaba con la vida!—manifestó otro.
—La verdad es, muchachos, que uno por uno este viejo se hubiera tragadoa la media compañía con trapos y todo—concluyó por apuntar un tercero,sin que nadie protestase.
En la tropa habían resultado cinco heridos. Colocáronlos como pudieronen andas improvisadas y emprendieron nuevamente la marcha. Lo mismo lossoldados que los presos caminaban silenciosos y tristes, profundamenteimpresionados por el trágico suceso que acababa de ocurrir. El cieloseguía tan plácido y sereno como antes, y en medio de él la luna, queacababa de alumbrar con su luz tibia y poética aquella lucha desigual,seguía esparciéndola sobre la comitiva, que ascendía lentamente por lacarretera y sobre el lívido y destrozado cadáver que dejaban atrás,encima de la roca.
Las luchas, las alegrías, los dolores de estos pobresdiablos que nos movemos por la tierra, ¡qué valor tienen, qué significanante la paz augusta de los cielos! Para ellos lo mismo pesa la caída deun imperio que la de una hoja, lo mismo suena el suspiro de una niñaenamorada que el estertor de un moribundo. «La naturaleza es sorda—dijoel gran Leopardi—y no sabe compadecer.»
Pero María caminaba con los ojos clavados en el firmamento, mirándolo deun modo muy diverso. Allí donde el poeta no encontraba sino una voluntadciega incapaz para el bien, la piadosa niña veía un Dios providente ymisericordioso, tan misericordioso como terrible, que acogía en su senoa los buenos y mandaba a los malos a penar eternamente; un Dios que,como nosotros, se ablandaba con las súplicas y las lágrimas. Sintioseconmovida pensando en la suerte que correría ante la justicia divina elalma del que acababa de expirar, y por un movimiento vivo y espontáneode su corazón, dijo con alta y sonora voz:
—Por el alma del difunto don César Pardo: «Padre nuestro que estás enlos cielos, santificado sea tu nombre; venga a nos el tu reino, hágasetu voluntad así en la tierra como en el cielo.»
Los presos contestaron rezando con fervor. Algunos soldados hicieron lomismo.
Después siguieron caminando en silencio, sin que se escuchase másque el ruido de su fatigosa respiración, y tal vez que otra las quejasde los heridos, no muy bien acomodados en sus parihuelas. Salvaron, alfin, el punto más alto de los montes divisorios y comenzaron a bajarhacia el extenso valle de... Rayaba ya el alba en los confines delOriente. El oscuro azul del cielo por aquel lado se desvanecía en unaclaridad pálida y triste que borraba también el centelleo de lasestrellas. Los viajeros sintieron un vientecillo fresco y desagradable.Muy pronto se extendió una gran franja dorada sobre las colinas deLevante, y la comitiva pudo contemplar a su placer el dilatado valle quetenía a los pies. Algunos jirones de niebla se alzaban lentamente delfondo de los arroyos que lo surcaban, y allá, al Occidente, una grancortina de montañas negras, en cuyas cimas aun blanqueaba la nieve,cerrábalo bruscamente arrojando sobre él un manto de sombra. A pesar deesta sombra, los ojos de los viajeros, conocedores del terreno,distinguieron en la misma falda de la negra cortina la aguja de la torrede la catedral. Los presos y sus custodios llegaron al llano yatravesaron el valle de un cabo a otro, empleando en ello mucho tiempo,a causa principalmente del cuidado que exigían los heridos. Por último,tocaron a las ocho de la mañana en las primeras casas de los arrabalesde...
Los habitantes de la capital habían tenido noticia del repentino golpeque su gobernador militar había dado a los carlistas de Nieva, y unagran muchedumbre, reunida en las calles, esperaba impacientemente paraver desfilar a los presos. Estaba compuesta en su casi totalidad por loque durante el período revolucionario se llamó pueblo soberano, esto es,por todos los pilluelos y ganapanes de la ciudad, a los cuales seagregaban algunas personas dignas, aunque ociosas, y casi todas lascomadres de los arrabales.
Al ver de lejos la comitiva, la multitud se agitó tempestuosamente, yhubo un sordo clamor general:
—¡Ya están ahí, ya están ahí! Dicen que tenían preparado para estanoche el asesinato de todos los liberales de Nieva. ¡Ah, tunos! ¡Graciasque han caído antes en la ratonera!
—Hay que desengañarse—manifestó un gordo y colorado caballero deaspecto bonachón—, todos los carlistas son unos pillos o unos tontos.Yo no emplearía con ellos otros medios que el exterminio..., ¡el hierroy el fuego!
—Vamos a cantarles el trágala cuando pasen—dijo un chico desarrapadoa otros dos elegantes que le acompañaban.
La gente avanzó cuando ya los tuvieron cerca, poniéndose los quepudieron en pie sobre el pretil de la carretera. Al ver los herido