Marta y María by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Don Mariano, que al oír el grito se había precipitado en la alcoba, elrostro encendido y los cabellos erizados, quiso separar a su hija delcadáver.

—¡Sepárate, hija del alma, ya no tienes madre!

—Sí la tengo..., sí..., ¡aquí está!... ¡Mamá..., mamita!... ¿No esverdad que estás aquí?... ¡Responde!, ¡habla!... ¡Dame un beso, porDios, mamita!... ¡Déjame, papá!...

Déjame..., ahora me lo va a dar...¡Espera un poco, por Dios!... ¡Déjame, papá del alma!... ¡Déjame que medé un beso!...

La niña se había abrazado con fuerza incomprensible al cadáver de sumadre y lo cubría de vivos y sonoros besos. Don Mariano, exaltado de unmodo terrible, casi loco, tiraba de ella brutalmente, como si dearrancarla de aquel sitio dependiese la salvación de todos. María, derodillas en un rincón del cuarto, elevaba los ojos y las manos al cielo,pidiendo la gloria eterna para la difunta.

Al fin, consiguieron arrancar a Marta de allí, trasladándola a otrahabitación. Sin saber lo que hacían, le causaron un gran daño. Lainfeliz no había desahogado bastante su dolor. Con la emoción se lehabían cortado las lágrimas y no volvieron a aparecer.

Pálida,completamente demudada, los ojos fijos en el vacío, ni escuchaba lo quele decían ni quería tomar nada de lo que le daban para calmarla. Nohacía otra cosa que repetir sin cesar en voz baja y enronquecida:

—Mamá..., mamá..., mamá...

El cura se acercó a ella y le dijo:

—Hija mía, cálmate, cálmate. Esta es una prueba que Dios te envía paraque demuestres tu resignación. Lejos de rebelarte contra su voluntad,debes darle las gracias porque se ha acordado de ti.

—¡No diga usted necedades, hombre de Dios!—exclamó la niña con vozcolérica y arrojando sobre él una mirada de desprecio—. ¿Me ha dequerer Dios por llevarme a mi madre?... ¡Pues tiene gracia elcariño!... ¡Tiene gracia el cariño!... ¡Tiene gracia el cariño!...

Y estuvo repitiendo la misma frase algún tiempo con acento irritado.Cuando se hubo calmado un poco, el sacerdote volvió a decirle:

—Hija mía, debieras tomar ejemplo de tu hermana, que sintiendo sudesgracia tanto como tú, está dando pruebas de resignación y fortalezacristianas. Ella no se rebela; acata los designios del Altísimo ycontribuye con sus oraciones al mayor bien y gloria de la que acaba deexpirar.

Marta comprendió que el sacerdote tenía razón. Se arrepintió de sucólera y bajó la cabeza murmurando:

—¡Oh, mi hermana es una santa!

—Tú también puedes serlo, hija mía. El camino de la perfección estáabierto para todo el que quiera seguirlo...

La niña recibió los consuelos del sacerdote y los de las demás personasque la acompañaban, sin contestar ya una palabra. Continuaba del mismomodo pálida, descompuesta, los ojos fijos y sin mover un dedo siquiera.Aquella inmovilidad llegó a inspirar temor, y fueron a avisar a supadre. Al entrar don Mariano en la habitación, Martita sintió unasacudida, y levantándose de pronto arrojose en sus brazos sollozandofuertemente. Estaba salvada.

Los amigos de la casa lograron a fuerza de instancias que don Mariano yMartita se retirasen a descansar unos instantes, mientras ellos sepusieron a dictar las medidas oportunas para la conducción del cadáver yfuneral. María seguía orando en el cuarto de su madre. Las luces pálidasde la aurora sorprendiéronla todavía de rodillas con la mirada puesta enel cielo. Las hachas de cera, que ella misma había cuidado de colocar entorno del lecho mortuorio, ardían melancólicamente, rompiendo con sucruda luz amarilla la tibia claridad que envolvía la estancia. Nadieosaba distraerla de su devota meditación. Los que penetraban en la salay la veían en aquella actitud murmuraban entre sí palabras de sorpresa yse retiraban silenciosamente, conmovidos y admirados.

Por fin, toda la gente de fuera se fue retirando, y la misma María seencerró en su cuarto a descansar, que harto lo necesitaba después de laamarga serie de peripecias y los grandes trabajos que había padecido enel espacio de algunas horas. A la del mediodía, reuniéronse en elcomedor el padre y sus dos hijas, para dar comienzo a la triste comida,que todos los que hayan experimentado una desgracia de familiarecordarán con horror; comida en que las lágrimas se mezclan a losmanjares y los sollozos llenan los largos intervalos de silencio. Enesta primera refacción apenas se habla. Ninguno se atreve a levantar losojos para no encontrarse con los de los demás, y tan sólo se dirigenmiradas furtivas y dolorosas al sitio que el ser que acaba de huir deeste mundo para siempre ha dejado vacío. Los manjares se traganmaquinalmente, sin gustarlos, y el pañuelo va más veces a los ojos quela servilleta a los labios. El choque de la vajilla hiere cruelmente losoídos y las escasas palabras que se cambian salen temblorosas y sinaliento de los labios. El espíritu protesta sordamente contra aquellabrutal necesidad que el cuerpo le impone y que le obliga a detener paraun acto tan miserable la expresión de su acerbo dolor y el curso de susmelancólicos pensamientos.

Levantáronse de la mesa con el mismo silencio. María tornó a encerrarseen su cuarto. D. Mariano acompañado de Martita se fue también al suyo.Ambos se sentaron en un sofá y se mantuvieron estrechamente abrazadosuna gran parte de la tarde. Las caricias que mutuamente se prodigabaniban convirtiendo su dolor desesperado en un sentimiento tiernísimo quese deshacía en llanto. Alternativamente se consolaban. La niña asegurabaque desde el cielo su madre velaría por todos y prometía ser buenasiempre y juiciosa y no dar ningún disgusto a su padre. Éste la apretabacontra su corazón y bendecía a su mujer por haberle dado unas hijas tanbuenas y hermosas.

Cuando llegó un criado a avisarles que había señorasde visita, sintieron malestar inconcebible, una impresión desagradable,como si les sacasen de aquel dolor melancólico y tierno para hundirlosotra vez en la desesperación.

Don Mariano adivinó el motivo de aquella visita. Se quería distraerlospara que no percibiese el ruido que habían de hacer los hombres al sacarel cadáver de casa. Y en efecto, un grupo de señoras y algunoscaballeros procuraron con repetidas instancias llevarlos a lashabitaciones interiores; pero fueron inútiles sus gestiones por lo quese refiere a don Mariano: antes rogó encarecidamente a sus amigos, y entono que no daba lugar a réplica, que le dejasen solo, como así lohicieron, llevándose consigo a Martita.

A solas con el dolor, el señor de Elorza sintió más vivo su desconsueloy más profunda su desgracia. En la juventud apenas hay una que no seareparable. Las pasiones, los sentimientos son más intensos, pero tambiénmás fugaces. Se vive de lo porvenir, y al través de las más negras yfuriosas borrascas, nunca deja de lucir algún punto luminoso que nospromete consuelo. Mas en la edad en que se hallaba nuestro caballero noexiste la esperanza, no existe lo porvenir. Cada desgracia que seexperimenta es un nuevo dolor que viene a agregarse a los pasados,esperando los que llegarán más tarde. Los afectos mueren, como loscabellos caen, no encuentran substitución. Don Mariano, con los ojoscerrados y la cabeza tristemente doblada sobre el pecho, dejó volar elpensamiento por todos los sucesos de su ya larga existencia, y en todosellos, prósperos o desdichados, veía la imagen de su esposa, de lainseparable compañera de su vida. La veía despertando en su corazónjuvenil una pasión tierna y ardorosa a la vez; bella y pura como unquerubín, con el rostro fino y ovalado y ojos azules que le miraban conamor.

Recordaba perfectamente las pocas veces que de novio se había enfadadocon ella y la ninguna razón que le asistía en casi todas. ¡Gertrudistenía un genio tan apacible y un carácter tan débil! Siempre concluíapor hacerla llorar. La veía el día de su matrimonio, vestida con sutraje de raso negro (estaba aún de luto por su padre el marqués deRevollar), sobre el cual la blancura de su tez y el oro de sus cabellosresaltaban de un modo deslumbrador. Cierto personaje de Madrid que habíaasistido a la boda, le dijo llevándole a un rincón de la sala: «Elorza,se casa usted con una de las mujeres más hermosas de España; se lo digoyo, que he visto muchas en mi vida.» El mismo día se habían ido a viajarpor los países extranjeros. Recordaba, como si aun la estuviesesintiendo, la impresión embriagadora, inefable, tal vez la más dulce ydichosa de la existencia, que le produjo el hallarse repentinamente asolas con su amada, cuando el cochero dio un latigazo a los caballos yoyeron los adioses de los deudos y amigos que los despedían a la puertadel palacio de Revollar. Todas las peripecias encantadoras de aquelviaje estaban clavadas en la memoria del señor de Elorza. Después,recordaba la extraña sensación de placer y sobresalto que experimentó altener el primer hijo y la impresión deliciosamente cruel que su mujer lecausó teniéndole fuertemente asido, sin querer soltarle, en aquellosmomentos de angustia. Pero ¡ay!, al poco tiempo la pobre Gertrudis sepuso enferma y nunca más volvió a recobrar una salud perfecta. A pesarde esto jamás se había entibiado su amor.

Él la cuidaba con esmero,procurando por cuantos medios estaban en su mano hacerle más llevaderoslos dolores, y ella agradecía sus sacrificios viendo en él unaProvidencia que se los mitigaba con sus caricias. Después detranscurridos muchos años y cuando ya nadie hacía caso de los males dela buena señora, todavía don Mariano era quien más la compadecía aunquefingiese mirar sus achaques con desdén.

Ella lo comprendía perfectamentey le seguía reservando en su corazón el mismo puesto privilegiado que enla juventud. La armonía de sentimientos generosos y tiernos en ambos, elcariño que tenían depositado en sus hijas, la profunda estimación que seprofesaban y el recuerdo, siempre presente, de sus apasionados amores,habían compenetrado de tal suerte su existencia que ninguno de los dosla comprendía sin tener el otro a su lado. Era la unión íntima perfectay absoluta ordenada por Dios, y que los hombres pocas veces obedecen.

Un rumor triste, fatídico, que escuchó detrás de las paredes de sucuarto, le hizo levantar la cabeza y clavar los ojos atónitos en elvacío. Sí; no cabía duda; se la llevaban, se la llevaban. Don Mariano searrojó de bruces sobre el sofá y hundió el rostro en los almohadonespara reprimir los gritos.

—¡Esposa mía! ¡Esposa de mi alma!... Te llevan..., te llevan parasiempre... ¡Ay, qué horror!...

Y las lágrimas del buen caballero se filtraban por el tejido del damascoy su atlética figura se agitaba convulsivamente a impulsos de losgemidos. Después sintió una gran curiosidad, una de esas terriblescuriosidades que suelen fascinar en tales momentos y dejar señalindeleble en la memoria del que las ha satisfecho. Atendió con cuidado yno tardó en escuchar el sordo rumor de la muchedumbre y más tarde elcanto fúnebre, desgarrador de los clérigos, casi debajo de los balcones.Entonces se levantó velozmente y alzó con discreción una de lascortinas. Y vio el ataúd, el ataúd negro y dorado flotando como unabarca sobre la muchedumbre. El cielo estaba nublado y tenía un colorgris que sombreaba la gran plaza de Nieva. Las olas de la multitud seextendían por todo su ámbito con vaivén acompasado. Y la barca sealejaba, se alejaba llevándose para siempre su tesoro, precedida de unagran cruz de plata en medio de dos cirios encendidos.

Dejó caer la cortina y arrojose de nuevo sobre el sofá, murmurandopalabras incoherentes. No supo el tiempo que estuvo así. La luz tambiénfue huyendo, dejando el cuarto en la sombra, y todo quedó en silencio...Todo, menos su pensamiento, que le hablaba sin cesar, y el pecho, que serompía en sollozos.

Y así estuvo mucho tiempo, mucho tiempo. Al cabo notó que la puerta delcuarto se abría suavemente. Volvió la cabeza y vio a su hija María, quevino a sentarse silenciosamente a su lado. Pero él, como si presintieraun nuevo dolor, no le preguntó nada, no le dijo nada. Contentose conapretarle la mano y cerró de nuevo los ojos.

—Papá—pronunció la joven después de largo rato de silencio—, hemospadecido una desgracia inmensa, una de esas desgracias que hacenlevantar los ojos al cielo hasta a los más descreídos en demanda deconsuelo. Sólo Dios tiene la clave de ellas, conoce su porqué y sabeenderezarlas a un resultado ventajoso para nosotros. Esta desgracia meha afianzado en una resolución que hace ya algún tiempo tenía tomada: lade consagrarme a Dios para siempre... Conozco por mil señales que Él mellama, y sería en verdad muy ingrata si no atendiese a su llamamiento...Yo no sirvo para el mundo... Todas sus diversiones me causan tedio; así,pues, no hago ningún sacrificio encerrándome en un convento... Además,desde allí puedo mejor pedir por vosotros y seros más útil que aquí...La idea de matrimonio, que tú me has insinuado, repugna a mi corazón, enel cual ha echado por fortuna raíces otro amor más puro, que esinmortal... Esta resolución no debe cogerte de sorpresa... Yo creo queno debes sentirla... En este momento solemne en que la desgracia pesasobre ti tal vez te servirá de consuelo el saber que vas a tener unahija asegurada de todo engaño, de toda traición, que vive felizsirviendo a su Dios y pidiendo por vosotros...

María había hablado deteniéndose a menudo como si esperase que su padrela interrumpiera. Pero concluyó y aun transcurrió un largo intervalo desilencio sin que aquél se acordase de despegar los labios. Al fin lajoven le preguntó tímidamente:

—¿No me dices nada, papá?

—Nada—repuso éste sin mirarla.

—¿Pero me das tu consentimiento para poner por obra mi propósito?

—Sí.

—¡Oh, ya lo sabía!... Tú eres muy bueno... y bastante piadoso... Tú noeres como otros padres ciegos que prefieren entregar sus hijas a lospeligros del mundo a dejarlas para siempre esclavas de Señor, recogidasen una santa casa... Gracias, papá, gracias...

Yo temía, la verdad,temía que no te pareciese bien mi resolución... Pero Dios te ha tocadoen el corazón... Ahora te dejo... me está esperando Marta... Adiós,papá...

déjame darte un beso... Adiós.

Y la puerta tornó a abrirse y cerrarse suavemente. El señor de Elorzacontinuó inmóvil, en la misma postura que le había dejado su hija,sentado, con las manos enlazadas y la cabeza inclinada sobre el pecho.

El cuarto quedó en tinieblas. Los ruidos de lo exterior se fueronapagando lentamente. Un dolor inmenso, agudo, cruel palpitaba sólo enaquella estancia, y unos ojos fijos, atónitos, sin lágrimas, reflejabanlos átomos de claridad que aún vagaban perdidos por el ambiente.

¿Cuánto tempo permaneció así?

Los pajarillos que vinieron a posarse a la madrugada sobre los hierrosde los balcones acaso pudieran dar respuesta. Pero la palidez de unasmejillas, el lívido círculo que rodeaba ciertos ojos y las profundasarrugas que surcaban una frente la daban, sin duda, más exacta.

XV

GOCÉMONOS, AMADO

En la pequeña y linda iglesia de las monjas Bernardas de Nieva habíagran movimiento. El sacristán, ayudado de tres monagos, las dosdemandaderas de convento y un marica de la población, célebre por supericia en vestir los santos, armaban un trajín insoportable sacudiendocon zorros y plumeros los retablos de los altares. No tenían escrúpuloen colocarse de pie sobre ellos y hasta encaramarse sobre los mismossantos, cuando así lo requería la necesidad de quitar el polvo a algunamoldura o poner un cirio en el paraje designado. La madre abadesa desdeel coro, con la frente pegada a las rejas, dictaba sus órdenes como ungeneral en jefe, con vececita delgada y áspera.

Aquí un candelabro; allá un ramo de flores; subir un poco más esalámpara; poner derecha la corona a esa Virgen...

En lo interior del convento también reinaba agitación. Un grupo demonjas contemplaba, desde la puerta de una celda, cómo otra compañeradaba la última mano al pobre lecho que estaba arreglando, después dehaber colgado el crucifijo reglamentario sobre la cabecera. Una granbandeja de plata descansaba sobre la mesa, también reglamentaria, depino. Cuando la monja dejó lista la cama, salió de la celda, dirigiendobreves palabras a las otras al pasar. Después volvió con un lío de ropaen la mano, que todas se apresuraron a tomar en las suyas abriéndolo,extendiéndolo y dándole mil vueltas. Era un hábito completo de novicia;la túnica de franela blanca, la toca de lienzo, los zapatos, el rosario,la cruz de bronce, etc. Las monjas contemplaba con afán cada uno de losobjetos como si se tratase de algo que jamás hubiesen visto, emitiendoen voz baja muchas y diversas opiniones.

—¡Ay! este rosario me parece que tiene las cuentas más gordas.—No,hermana, tome el suyo y verá cómo son iguales.—Voy a ver por gusto...Es verdad, son iguales..., ¡qué tonta!—La franela está demasiadotiesa.—Es que no la han mojado bien.—La toca está planchada.—¡Jesúsmío, qué puntadas!... ¡Esto no es coser, es hilvanar!...—¿Quién hahecho esta túnica?—La hermana Isabel.—¡Pues se ha lucido!—No digaeso, hermana, que tal vez ella lo haría peor.—¡Yo, peor!...

¡Anda,anda! Nunca en mi vida hice una chapucería semejante.—¡Cuántas habráhecho, hermana!—¡Nunca, nunca!—repitió la monja en tono colérico—. Alos siete años ya sabía yo coser mejor.

En aquel momento apareció la superiora en el pasillo. La monja que habíareprendido a su compañera se destacó del grupo para decirle:

—Madre, la hermana Luisa acaba de jactarse de coser mejor que lahermana Isabel y se ha impacientado mucho porque le dije que no debíahacerlo.

—¿Es verdad, hija mía?—preguntó en tono severo la superiora.

La hermana Luisa bajó la cabeza.

La superiora meditó unos instantes; después le dijo:

—Hija, ya tiene bien sabido que aquí nadie debe jactarse de hacer nadamejor que otra... Debes creerte la última, porque acaso lo serás... Hacetiempo que vienes siendo poco humilde y es necesario que empecemos acorregirte ese vicio... Por lo pronto, ve a pedir perdón a la hermanaIsabel de tu falta y en seguida enciérrate en la celda a rezar unrosario a la Virgen... Después, cuando esté en el locutorio con lanovicia, te presentarás allí y te pondrás de rodillas para que la gentevea que estás castigada.

La hermana Luisa inclinó aún más la cabeza y se alejó con pasoprecipitado. La monja triunfante sonrió con el borde de los labios.

A la misma hora los criados de la casa de Elorza iban y venían de unlado a otro con diversos objetos en la mano. Pedro, el viejo cochero,daba cera a la carretela de lujo, mientras dos mozos de cuadra limpiabanlos caballos. Martín, el cocinero, preparaba un espléndido refresco. Lasdoncellas subían y bajaban desde el piso principal al cuarto de laseñorita María, que estaba lleno de gente, a pesar de no haber aúnsonado las diez de la mañana. Las quince o veinte damas, que apenaspodían revolverse en aquel sitio, hablaban a un tiempo, como es natural,haciendo de aquel silencioso y elegante retiro un insufrible gallinero.

De pie, en medio de él, se hallaba la primogénita del señor de Elorza, amedio vestir, y en torno suyo unas cuantas señoras, algunas de ellas derodillas, que la estaban aderezando lo mismo que si fuese una Virgen demadera. Reinaba gran emoción en todas. Ya le habían puesto un preciosovestido de raso blanco guarnecido por delante desde el pecho hasta lospies con una franja de azahar. Una la estaba calzando en aquel momentocon diminutos y elegantísimos zapatos de la misma tela, mientras otracosía precipitadamente algunas flores que se le habían caído. Por laparte de arriba le estaban poniendo una guirnalda de azahar en lacabeza: había gran marejada con tal motivo. Amparito Ciudad sostenía quela guirnalda era demasiado grande y que no dejaba ver bien el hermosocabello de su amiga, mientras las demás creían que no había necesidad dealigerarla. Después de vivo altercado se convino en adoptar un términomedio, quitando algunas florecitas a la guirnalda, aunque pocas. Se oíanfrecuentes exclamaciones de las que no tomaban parte en el tocado.

—¡Ay, qué valor se necesita, Dios mío!

—¡Esta sí que es verdadera vocación!... ¡Una chica tan joven y tanguapa!

—No se habla de otra cosa en la villa... ¡Todo el mundo anda revueltocon el dichoso monjío!

—¡Dichosa ella, querida! Yo no sé si tendré valor para ver laceremonia.

—Pues yo, aunque me cueste una enfermedad, la he de ver.

Algunas derramaban ya lágrimas llevándose el pañuelo a los ojos; otrasse contaban al oído los preparativos para la fiesta y las circunstanciasque habían acompañado a la determinación de la joven. Se hablaba muchode una carta que ésta había escrito al marqués de Peñalta despidiéndosede él y disculpándose. Algunas compadecían a Ricardo, mientras otrasmurmuraban que no le faltaría novia para casarse. Después de todo, siDios la llamaba a Sí por ese camino, ¿había razón para apartarse de Élporque un muchacho estuviese enamorado de ella? ¡Si lo dejase porotro!... Pero siendo por Dios, no había motivo para quejarse. Este erael mismo argumento que resplandecía en la carta de la señorita deElorza. Escrita y remitida a Ricardo quince días antes de aquel en queestamos, decía así al pie de la letra:

«Mi querido Ricardo: Aunque hace ya tiempo que nuestras relacionesamorosas se han roto tácitamente y por virtud de providencialescircunstancias más que por iniciativa de mi voluntad, juzgo obligatorioel darte algunas explicaciones acerca de la resolución que he tomado yque tú conocerás seguramente. No puedo ni debo olvidar que has sido miprometido con el beneplácito de mis padres y el cariño sincero de micorazón.

Antes de renunciar para siempre al mundo, debo manifestarte que no tengoabsolutamente ninguna queja de tu conducta para conmigo. Has sidosiempre bueno, leal y cariñoso y me has estimado en más de lo quemerezco. Hasta tal punto es así, que por ningún hombre de este mundo tecambiaría si hubiese de quedar en él, y me juzgaría muy dichosallamándome tu esposa, si no me juzgase mucho más siéndolo de Cristo. Lapreferencia que establezco no puede ofender ni aun disgustar a un joventan bueno y tan piadoso como tú. De aquí en adelante ya no existe elamor terrenal entre nosotros; sólo queda una amistad pura y suavísima,amándonos en el sagrado corazón de Jesús. No te olvidaré en mis pobresoraciones. Olvídame tú cuanto te sea posible. Eres bueno, eres noble,hermoso y rico; busca una mujer que te merezca más que yo te merecía, ycásate y sé feliz. Yo rogaré siempre por vosotros.

Adiós.

María.»

—¿Podía haber píldora mejor dorada? No, no; Ricardo no tenía derecho aquejarse.

Mientras el grueso de las señoras ponía interminables glosas a estedocumento, las que vestían a la nueva prometida de Jesús andaban cercade concluir su tarea y daban la última mano al tocado con la mismacomplacencia que un artista da las últimas pinceladas a un cuadro,alejándose y acercándose infinitas veces para hacerse cargo del efectoque produce. Aquí un alfiler; el cuello un poco más abierto para dejarver la hermosa garganta de alabastro; algunos rizos sobre la frentesaliendo al desgaire por entre las flores de azahar; pegar un botón queha saltado...

María ayudaba con vivos movimientos a sus nuevas camaristas. Todasadmiraban su serenidad. ¡Y, en efecto, la joven desposada no podíamostrar un rostro más jovial en aquellos momentos! Advertíase, noobstante, cierta agitación en aquella alegría. Sus movimientos erandemasiado vivos y resueltos, como si tratase de ocultar el leve temblorde sus manos y el estremecimiento que corría por todo su cuerpo. ¿Era unestremecimiento de placer?

¡Oh, sí, María sentía un inmenso placer!

Las rosetas encarnadas de sus pómulos así lo decían; el brillo inusitadode los ojos también lo pregonaba. Tenía los labios secos y las ventanasde la nariz sonrosadas y más abiertas que de ordinario. La cándidafrente estaba surcada por una leve y prolongada arruga que anunciaba elvivo deseo, el ansia inquieta y sensual que debajo de ella se ocultaba.Era el ansia henchida de gozo del glotón que se encuentra frente a suplato favorito después de largo ayuno. Por aquel rostro encendido,brillante, pasaba una muchedumbre de soplos cálidos, cargados decongojas, sobresaltos y anhelos voluptuosos, en revuelta y vagaconfusión. Iba a ser la esposa de Jesucristo y encerrarse para siempreentre cuatro paredes, pasando toda la vida en misterioso coloquio, cuyasdulzuras aun no había gustado por completo. Una gran curiosidad ladominaba, la irritaba en grado indecible. Siempre le había fascinadoaquel coro del convento de San Bernardo, donde la media luz quepenetraba por las altas claraboyas dormía con místico sosiego sobre lossillones de roble. ¡Cuántas veces, viendo cruzar una figura blanca ysilenciosa y sentarse allá en el fondo, se había estremecido! Era untemblor dulce, voluptuoso, que le hacía apetecer con ansia la entrada enaquel fantástico recinto. Las monjas con sus blancas y esbeltas figurasle parecían seres sobrenaturales, ángeles bajados a la tierracasualmente y que no tardarían en remontar vuelo. Fijose particularmenteen una porque era joven y hermosa. Cuando la veía entrar en el coro noapartaba de ella los ojos. La belleza severa y correcta de aquellareligiosa y su mirada límpida y firme le causaban una impresión que nose explicaba. En su pecho nació cierta inclinación extravagante haciaella y vivo y ardiente deseo de ser su amiga o más bien su discípula, depostrarse ante ella y decirle:

«¡Enseñadme, dirigidme!» ¡Oh, si lepermitiera darle un beso por pequeño que fuese!

Cierta tarde le acometióuna tentación inmensa de pedírselo. El templo se hallaba desierto. Echóuna mirada hacia atrás y vio que la hermosa monja penetraba en el coro yse arrodillaba cerca de la reja; y sin reparar en lo que hacía sedirigió a ella, diciéndole con voz temblorosa: «Madre, ¿me deja usteduna mano para que la bese?»

La monja le hizo una seña graciosa de que nopodía ser, pero levantándose le tendió el crucifijo de su rosario consonrisa tan dulce y protectora que María, al besarlo, sintioseprofundamente conmovida.

Siempre que entraba en la iglesia del convento sentía la mismaembriaguez, una especie de somnolencia voluptuosa que penetraba en suser como una caricia. De aquel coro venía un murmullo lánguido y tiernoque le llamaba, invitándola a dejar los placeres del mundo por otros másdulces y misteriosos que había comenzado a gustar sin conocerlos aúnenteramente. Jesús le había ya otorgado valiosos regalos en susoraciones, pero no se entregaría por completo, bien seguro, no seolvidaría en los brazos de la esposa, no se daría todo Él con el amorinfinito, inmortal que pedía con ansia, sino dentro de aquel recintosilencioso y poético donde ningún ruido podía turbarlos.

Había llegado por fin el día de satisfacer su anhelo. Dentro de una horaestaría en aquel coro misterioso que tanto le había hecho soñar, ycruzaría con su flotante túnica al través de los rayos tibios de luz delas altas claraboyas. Sentía impaciencia por que el momento llegase.Estaba nerviosa, inquieta, pero risueña. Nunca se encontró mássatisfecha de sí misma. Las amigas no se cansaban de exaltar su virtud yheroísmo; la villa la contemplaba con asombro, y en torno de ella no seescuchaban más que lisonjas y frases de admiración. María se hallabarealmente sobre un pedestal. Y, como todo el que se encuentra bajo lasmiradas del público, nuestra joven procuraba ocultar las emociones desu alma mostrando un semblante sereno y alegre. Era su día, era el díade la gran batalla, y componía las arrugas de la frente y la expresiónde su mirada lo mismo que un general cuando suena la hora del ataque.

No obstante, de vez en cuando dirigía miradas de sobresalto a uno de losrincones del gabinete. En aquel rincón, sentada, con las manos en elrostro, estaba su hermana sollozando. Al fin, no pudiendo contenerse,dejó plantadas a las camaristas, y se fue hacia Marta, y bajando elrostro hasta tocar con el de ella, le dijo:

—No llores, querida mía, no llores más... No nos sucede ningunadesgracia para que te aflijas tanto... Piensa, al contrario, en el granfavor que Dios me otorga al llamarme a ser su esposa... ¡Debierasalegrarte, pichona!... Vamos, no llores más, ¡mira que me estás quitandoel valor!...