Mi Tio y Mi Cura by Jean de La Brète - HTML preview

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—Permitidme, permitidme—contestaba el buen hombre, perturbado en elsaboreo de su comida;—creo que la señora de Lavalle va más allá de suidea al emplear esta expresión: agentes del diablo; pero también escierto, que hay muchos hombres, que no son acreedores de una granconfianza.

—Entonces vos sois como Francisco I, ¿preferís las mujeres?—decía yocon mi airecito cándido.

—¡Voto a bríos!—exclamaba mi tía, que había substituido algunaspalabras demasiado enérgicas, por esta frase aprendida a su esposo y quele parecía muy aristocrática—¡voto a bríos!

¡cállate, necia!

Pero el cura le hacía una seña misteriosa y la excelente señora semordía los labios.

—¿Y vuestros héroes, señor cura? ¿Y vuestros griegos? ¿Y

vuestrosromanos?

—¡Oh, los hombres de hoy no se parecen a los de antes!—

replicaba elcura convencido de que decía una gran verdad.

—¿Y los curas?—continuaba yo.

—Los curas están fuera de combate—respondíame con bondadosa sonrisa.

Esta clase de conversación, sembrada de sobreentendidos, gozaba delprivilegio de exasperarme enormemente. Tenía conciencia de que un mundode ideas y sentimientos, que por otra parte no tardaría en descubrir, meestaba cerrado. Dudaba, que el juicio de mi tía sobre la humanidad fueseabsolutamente justo, y comprendía que ignoraba muchas cosas, y quecorría el riesgo de quedar por largo tiempo en mi ignorancia.

Una mañana, meditando sobre esta lamentable situación, ocurrióseme laidea de consultar a las tres personas que me era dado ver todos losdías: Juan el quintero, Petrilla y Susana.

Como esta última había vivido en C***, decidí que sus apreciacionesdebían de estar basadas en una gran experiencia y por consiguiente ladejé para postre.

Arropándome en una capucha, tomé mis zuecos y me dirigí hacia la quinta,situada a un kilómetro de la casa.

Chapuzando, chapoteando y enterrándome, llegué hasta donde estaba Juanque limpiaba su arado.

—¡Buen día, Juan!

—¡Buen día, señorita!—contestó Juan, quitando su bonete de lana, loque permitió a sus cabellos que se pararan tiesos sobre la cabeza. Estaera una peculiaridad de su temperamento; siempre que no estabansometidos a presión, se entregaban a ese pequeño ejercicio.

—Vengo a consultarle sobre una cosa muy, pero muy importante—díjele,haciendo hincapié sobre el adverbio para despertar su inteligencia queyo sabía dispuesta a andar a la briba, así que se la interrogaba.

—Mande usted, señorita.

—Dice mi tía, que todos los hombres son unos bandidos, ¿qué piensausted a este respecto, Juan?

—¡Unos bandidos!—repitió Juan, que agrandó los ojos como si percibieraun monstruo delante de sí.

—Sí, pero es la opinión de mi tía, y quiero tener la de usted.

—¡Caramba! sí, con todo, bien podría ser.

—Pero eso no es una opinión, Juan. Vamos a ver, ¿cree usted sí o no,que los hombres sean generalmente unos bandidos?

Juan apoyó la punta de su nariz sobre el índice de su mano derecha, loque es signo seguro de profunda meditación.

Después de haber reflexionado un minuto me dio esta respuesta, neta ydecisiva:

—Óigame señorita, le diré a usted: puede ser que sea así, y puede serque no.

—¡Cernícalo!—díjele indignada al contemplar tal fenómeno de estupidez.

Abrió los ojos, abrió la boca, abrió las manos, y hubiera abierto todasu persona, si hubiese podido, para expresar más su asombro.

Volví al patio de el Zarzal, renegando del barro, de mis zuecos, de Juany de mí misma.

—¡Petrilla, ven!—grité.

Petrilla que limpiaba los cacharros de la lechería, acudióinmediatamente, con un manojo de ortigas en la mano, desnudos los brazosy roja la cara como una manzana, y la cofia en la nuca, según sucostumbre.

—¿Cuál es tu opinión acerca de los hombres?—pregunele de pronto.

—Acerca de los hom...

Y Petrilla, de manzana se volvió amapola, dejó caer sus ortigas, tomóuna punta de su delantal, levantó la pierna izquierda y quedó posadasobre la derecha mirándome de un modo embobado.

—¿Y? ¡Responde! ¿Qué piensas de los hombres?

—Señorita, usted sin duda quiere jugar.

—No, no. Hablo seriamente. Contesta pronto.

—¡Caramba! señorita—respondiome Petrilla, parándose de nuevo sobre suspiernas,—si son buenos mozos, creo que se ven cosas algo másdesagradables.

Este modo de examinar la cuestión, me dio que pensar.

—No hablo de lo físico—proseguí yo, alzando los hombros,—

sino de lomoral.

—Yo los encuentro muy simpáticos, por cierto—respondió Petrilla,brillándole los ojos.

—¡Cómo! ¿no los tienes por herejes, bandidos y agentes del diablo?

Petrilla se echó a reír a carcajadas.

—Vea señorita, el modo de hablar de esos herejes es tan dulce, que...

Aquí se interrumpió para darse un gran coscorrón en la cabeza.

Torció sudelantal, bajó los ojos, y me pareció que estaba por tomar las deVilladiego.

—¿Y después? ¡Termina!

—Seguramente, señorita, me vais a hacer decir disparates... y me voy.

Y dirigiéndome la más hermosa de sus reverencias, desapareció en lasprofundidades de su lechería con cuya puerta me dio en la nariz.

—¿Por qué diría disparates?... Vamos; no tengo más que recurrir aSusana; lo que falta es que no quiera hablar.

Entré a la cocina. Susana se preparaba, armada de una escoba, a hacerlafuncionar activamente.

Me pareció que estaba en uno de sus malos días, y pensé que seríaconveniente emplear algunas precauciones oratorias antes de plantear mipregunta.

—¡Qué lindas y brillantes están tus cacerolas!—díjele con amabilidad.

—Se hace lo que se puede—refunfuñó Susana,—y a quien no le guste, quese queje.

—Mira, Susana, tú que haces tan bien el guiso de pollo,

¿quieresenseñarme a hacerlo?

—Eso no os incumbe, señorita; quedaos en vuestros departamentos ydejadme tranquila en mi cocina.

No surtiendo ningún efecto mis medios de corrupción, enderecé el fuegohacia otro punto.

—¿Sabes una cosa, Susana? ¿Sabes que debes haber sido muy linda en tujuventud? En tanto—pensaba, a parte, que si me hubiera tocado ser sumarido, la hubiese puesto a asar en el horno para zafarme de ella.

Había tocado la cuerda sensible, porque Susana dignose sonreírme.

—Todos tenemos nuestra primavera, señorita.

—Susana—proseguí yo, aprovechando aquella repentina blandura parallegar más rápidamente a mi objeto,—tengo ganas de hacerte unapregunta...

—¿Cuál es tu opinión sobre los hombres... y las mujeres?—

añadípensando que era un rasgo de ingenio el extender mis estudios sobreambos sexos.

Apoyose Susana sobre su escoba, tomó su aspecto más avinagrado y merespondió con una convicción contundente:

—Señorita, las mujeres no valen mucho; pero los hombres no valen nada.

—¡Oh!—protesté yo, ¿estás segura de ello?

—Tan cierto, como que os lo digo, señorita.

Y aplicó un escobazo a los restos de legumbres que se hallaban portierra, y los hizo desaparecer con tanta destreza, como si hubieranrepresentado a los bípedos, blanco de su antipatía.

Retíreme a mi cuarto a meditar el misantrópico axioma enunciado porSusana, bastante desalentada, pensando que yo no valía gran cosa, y quea mis desconocidos amigos, los hombres, se les daba el humillante valordel cero.

V.

SIN embargo, mis estudios me parecieron insuficientes y decidícontinuarlos con ayuda de las novelas de la biblioteca.

Un lunes, día de feria, mi tía, el cura y Susana tuvieron que ir a C***Mi tía decidió, como siempre, que yo quedara al cuidado de Petrilla, yfue esta vez la primera, que en mi vida, me encantó tal decisión. Estabamás que segura de mi libertad de acción, puesto que Petrilla se ocupabamás de la vaca lechera que de mis inspiraciones. Para estas excursionestraía el quintero al patio, a las ocho de la mañana, una especie decarromato, que en el lugar llamaban maringola. Aparecía mi tía detiros largos, con la cabeza cubierta por un sombrero redondo, de fieltronegro, al que había adicionado un barbiquejo de un color violetadesvaído.

Plantábaselo audazmente en la punta del rodete. Hiciera caloro frío, arropábase con pieles, pues había adoptado desde su casamientola idea de que una señora de distinción no debía ponerse en camino sinllevar sobre sí el cuero de algún animal.

Creía firmemente que, vestida de ese modo, quedaban borradas las máculasde su origen.

Sentábase en el fondo del carricoche, en una silla sobre la que se poníaun almohadón, a fin de que no sufriera esa delicada porción delindividuo, cuyo nombre evita toda decente péñola.

Susana, que estaba encargada de dirigir el caballo que se manejaba solo,colocábase hacia la derecha en el banco de adelante y el cura subía a sulado.

Y ya así, simultáneamente, volvíanse hacia mí.

—¡No hagas travesuras—decía mi tía,—y cuidadito con ir a la huerta!

—¡No me revuelva la cocina!—gritaba Susana,—y para almorzar,conténtese con la ternera fiambre.

El cura no decía ni palabra, pero me sonreía con cariño y hacía un gestoque quería decir:

—Lo que es por mi, de buena gana te llevaría; pero ella no ha querido.

Este memorable lunes, sucedió lo mismo de siempre. Di algunos pasossobre la carretera y pronto les vi desaparecer, zarandeados comoárganas.

Sin perder un segundo puse en ejecución mi proyecto, desde tiempo atrásmaduro. Tratábase de tomar posesión de la biblioteca, cuya llaveocurriósele confiscar malhadadamente al cura; pero no era niña yo paradesalentarme por tan poco.

Corrí a buscar una escalera, que arrastré hasta la ventana de labiblioteca, y con esfuerzos sobrehumanos conseguí levantarla y apoyarlasólidamente contra la pared. Trepé con agilidad por los escalones, rompíun cristal con una piedra, que llevaba en la mano, y quitando luego lospedazos de vidrios que quedaban aún en el marco, pasé por la aberturaaquella la parte superior de mi cuerpo y me dejé resbalar hacia adentro.

Caí de cabeza sobre el piso, me hice un enorme chichón en la frente y alotro día me trajo el cura un ungüento para disolverlo.

Así que me levanté y desperté del aturdimiento en que el golpe me habíasumido, fue mi primer cuidado, urgar en los cajones de una viejaescribanía, en busca de una llave igual a la que había hecho desaparecerel cura. Mis pesquisas no duraron mucho; después de dos o tresinfructuosas experiencias di con lo que buscaba.

Después de haber suprimido tanto como me fue posible, los indicios de lafractura de la ventana, me instalé en un sillón, y mientras reposaba demis fatigas hirieron mi vista las obras de Walter Scott, colocadas enfrente de mí. Tomé al azar una de ellas, y me retiré, llevando a micuarto, como si hubiera sido un tesoro, La linda joven de Perth.

En mi vida había leído una novela, y caí en un éxtasis, en unarrobamiento de que no podría dar idea. Aunque viviese novecientossesenta y nueve años como el buen Matusalém, no olvidaría jamás laimpresión que me hizo la lectura de La linda joven de Perth.

Experimentaba la misma alegría, que debe sentir un prisionero a quien sesaca del calabozo y se transporta entre árboles, flores y sol; o másbien el júbilo de un músico que oye ejecutar por primera vez y de unmodo ideal la obra de su corazón y de su mente.

El mundo que me era desconocido, y que con tanta inconsciencia anhelabaconocer, se me revelaba de pronto. Tan repentinamente entró la luz en miinteligencia, que creía haber sido hasta entonces estúpida e idiota. Meentusiasmé, me embriagué con aquella novela repleta de color, de vida yde movimiento.

Cuando bajé por la noche al comedor, donde el cura, que comía connosotros, me esperaba con impaciencia, bajé soñando.

Mirome él con profunda lástima, y me preguntó con el mayor interés, cómome había pasado aquel accidente.

—¿Accidente?—exclamé sorprendida.

—Tienes la frente amoratada, mi pequeña Reina.

—La tonta habrá subido a algún árbol o a alguna escalera—

observó mitía.

—Sí, a una escalera—respondí,—es verdad.

—¡Pobrecita!—exclamó el cura desolado,—y ¿caíste de boca?

Yo hice una inclinación afirmativa.

—¿Y te has puesto árnica, hijita?

—¡Bah, no vale la pena!—prosiguió mi tía;—comed vuestra sopa, señorcura, y no os ocupéis de esa atolondrada; bien merecido le está.

El cura no dijo, pues, nada, me hizo una seña amistosa y me examinófurtivamente.

Mas yo no prestaba mayor atención a lo que sucedía en torno mío. Pensabaen la encantadora Catalina Glover, en el noble Enrique Smith, de quienme había enamorado, provisionalmente, y hete aquí, que sin el menorpreámbulo estallé en sollozos.

—¡Dios mío!—exclamó el cura levantándose rápidamente.—

¡QueridaReinita, mi buena hijita!

—No le hagáis caso está enojada porque no la hemos llevado a C***.

Pero el cura, que sabía que yo odiaba el llanto y que era bastanteorgullosa como para demostrar delante de mi tía una pena causada porella, se me acercó, me preguntó en secreto por qué lloraba y se esforzóen consolarme.

—No es nada, mi bueno y querido cura—díjele yo enjugando mis lágrimasy echándome a reír.—Tengo horror del dolor físico, me duele la cabeza yluego, debo estar horrorosa.

—Como de costumbre—dijo mi tía.

El cura me miró con aire preocupado. No estaba contento de miexplicación; pensaba que algo anormal había pasado durante el día. Meaconsejó que me acostara sin pérdida de tiempo; y lo hice con todadiligencia.

Estaba avergonzada de haberlos divertido con mi llanto; tanto más cuantoque yo misma no sabía por qué había llorado. ¿Fue de placer o defastidio? No hubiera podido decirlo, y me adormecí con la idea de queera inútil tratar de analizarlo.

Durante el mes que siguió, devoré la mayor parte de las obras de WalterScott. Desde aquel entonces hasta hoy he tenido, ciertamente, alegríasreales y profundas, pero por grandes que hayan sido, no sabría decir sihan sobrepujado mucho en intensidad a las que sentí mientras miinteligencia brotaba de su niebla, como de su crisálida, una mariposa.

Pasaba de arrobamiento a arrobamiento, de éxtasis a éxtasis. Y

meolvidaba de todo, para no pensar más que en mis novelas y en lospersonajes que excitaban mi imaginación.

Cuando el cura me explicaba un problema, pensaba yo en Rebecca a quienhabía dejado en coloquio con el templario; cuando me daba una lección dehistoria, veía desfilar ante mis ojos los encantadores héroes, entre losque mi corazón inconstante había elegido ya una quincena de maridos, ycuando me reprendía, no le oía ni la mitad, hallándome ocupada enconfeccionar un traje parecido al de Isabel de Inglaterra o al de AmyRobsart.

—¿Qué has estudiado hoy?—preguntábame al llegar.

—Nada.

—¿Cómo nada?

—Me fastidia el estudio—decía yo con tono cansado.

El pobre cura estaba consternado. Preparaba largos discursos y me losespetaba de un tirón, pero producían el mismo efecto que si los hubieradirigido a un piel roja.

Por último súbitamente me volví triste. Si bien mi tía no me pegaba,desquitábase en cambio diciéndome cosas chocantes.

Había adivinado que me dolía ser tan pequeña y no perdía ocasión deherir ese punto vulnerable; me llamaba fenómeno y me repetía que erafea.

Poco tiempo antes, hallábame yo misma muy linda y tenía mucho másconfianza en mi opinión, que en la de mi tía. Pero trabando relación conlas heroínas de Walter Scott, surgió en mi espíritu la duda. Eran tanlindas, que yo me desolaba pensando que era necesario parecérseles paraser amada.

El cura perdía poco a poco su sonrisa y su color. Observábame condesconsuelo, y pasaba el tiempo en sorber narigadas de rapé, con olvidode todas las reglas del arte, y en tratar de adivinar mi secreto, paralo que empleaba maquiavélicos medios; pero yo era impenetrable.

Vile un día dirigirse hacia la biblioteca, pero buen cuidado tenía yo deno dejar la llave en la cerradura; volvió sobre sus pasos moviendo lacabeza y pasándose las manos entre el cabello que, más alborotado quenunca, producía el efecto de un penacho.

Yo me había escondido tras una puerta y le oí murmurar cuando pasó cercade mi:

—Volveré con la llave.

Esta decisión me contrarió profundamente. Con seguridad iba a descubrirmi secreto, y no iba a poder continuar mis lecturas queridas.

Inmediatamente corrí a buscar otras novelas más, que llevé a mi cuarto ylas reemplacé en los estantes con libros tomados al azar; pero a pesarde mis precauciones, tenía, por cierto, que el cuadro de papel con quehabía substituido al vidrio roto, era un indicio acusador.

Ese día, examinando unas cartas halladas en la escribanía, descubrí elorigen de mi tía. Era un arma contra ella, y resolví no tardar enusarla.

Al día siguiente, en el almuerzo, estuvo de muy mal humor.

En taldisposición de ánimo, si no hallaba pretexto para provocarme, loinventaba.

Soñaba yo con el amable Buckingham, que me parecía delicioso con suinsolencia, sus hermosos trajes, sus lazos de cintas y su ingenio, y mepreguntaba por qué causa se desesperaba Alicia Bridgeworth, de verse ensu casa, cuando mi tía me dijo sin preámbulos.

—¡Qué fea está usted hoy, Reina!

Yo salté en la silla.

—Aquí tiene—le dije pasándole el salero.

—No pido la sal, tonta. Se está volviendo tan estúpida como fea.

Es de notar que mi tía no me tuteaba nunca. Desde el día en que fuemujer de mi tío, creyó ponerse a la altura de su situación, suprimiendoel tú de su vocabulario. Trataba de usted hasta a sus conejos.

—No soy de su opinión—le repuse secamente,—me encuentro muy linda.

—¡Qué disparate!—exclamó mi tía.—¡Linda, usted! ¡Un fenómeno del altode la estufa!

—Es mejor parecerse a una planta delicada que a un hombremalogrado—repliquele.

Pero mi tía creía firmemente que había sido una belleza y no soportababromas al respecto.

—He sido linda, señorita; tan linda que a mi y a mi hermana los vecinosnos llamaban unas diosas.

—¿Su hermana se parecía a usted, mi tía?

—Mucho; éramos mellizas.

—¡Qué desgraciado sería su marido!—dije yo con tono convencido.

Mi tía lanzó una imprecación, que no dejaré repetir a mi pluma.

—Al fin y al cabo—proseguí con calma,—usted tiene naturalmente elgusto de una mujer del pueblo, mientras que yo, yo...

Pero quedé boquiabierta a mitad de la frase; mi tía acababa de romper unplato con el mango de su cuchillo. Lo que yo había dicho, inutilizabatodos sus esfuerzos para ocultarme su origen, y me vengaba completamentede toda su maldad para conmigo.

—¡Es usted una serpiente!—exclamó con voz estrangulada.

—No lo creo, mi tía.

—¡Una serpiente!

—Ya lo ha dicho,—respondí tranquilamente.

—¡Una serpiente cobijada en mi seno!—repitió mi tía, que estabademasiado colérica para hacer gastos de imaginación.

Moví la cabeza, y pensé que a ser yo serpiente, seguramente rehusaríahallarme en semejante situación.

—Permitidme—proseguí,—he estudiado ese animal en mi historia natural,y nunca he visto que tuviese la costumbre de cobijarse en el seno denadie.

Mi tía, que se desconcertaba siempre que hacía yo alusión a mislecturas, no contestó nada, pero la expresión de su fisonomía, mepareció tan poco tranquilizadora que me esquivé cantando a desgañitarme:

—¡Érase que se era, un tío de Pavol, de Pavol, de Pavol!

Nos hallábamos a mediados de Junio. Las mariposas volaban por todaspartes, las moscas zumbaban, el aire estaba impregnado de mil perfumes;en una palabra, el día me pareció tan espléndido que olvidé mi prudenciaordinaria. Tomé mi libro y fui a instalarme en un prado a la sombra deuna parva de heno.

Se me oprimía el corazón pensando en las palabras de mi tía.

La verdades que era desolador el ser tan pequeñita, tan pequeñita. ¿Quién podríaamarme así? Pero me consolaba leyendo Peveril del Pic. Era esta una demis novelas preferidas, entre las de Walter Scott, precisamente a causade Fenella, cuya altura era a buen seguro, más exigua que la mía.

Yo amaba, idolatraba a Buckingham. Me encolerizaba con Fenella, porquele decía cosas verdaderamente muy duras, y en el momento en que seescapa por la ventana, detuve mi lectura para exclamar.

—¡Ah, tontuela, un hombre tan delicioso!

Al pronunciar estas palabras levanté los ojos, y lancé un gran grito alver al cura de pie, delante de mí.

Estaba cruzado de brazos y me miraba estupefacto. Parecía tanconsternado como ese personaje de los cuentos de hadas, que ve susdiamantes trocados en avellanas.

Me levanté algo avergonzada, pues le había engañado abominablemente.

—¡Oh, Reina!...—comenzó.

—Mi querido cura—exclamé yo estrechando a Peveril del Pic contra micorazón,—¡dejadme continuar, os lo ruego, os lo suplico!

—Reina, mi Reinita, nunca hubiera creído eso en ti.

Esta dulzura me enterneció, tanto más que no tenía la conciencia muylimpia, mas con una táctica eminentemente femenina me apresuré a cambiarde asunto.

—Era una distracción, señor cura, soy tan desgraciada.

—¿Desgraciada, Reina?

—¿Creéis que sea divertido tener una tía como la mía? No me pega ya, escierto, pero me dice cosas que me apenan mucho.

¡Qué bien conocía a mi cura! Ya había olvidado su resentimiento y sussermones; tanto más cuanto que en mis palabras había un gran fondo deverdad.

—¿Y es por eso, que estás tan triste, hijita?

—Sí, por cierto, señor cura. Figuraos que mi tía me repite en todos lostonos que soy un fenómeno, que soy fea como un susto.

Y mis ojos se llenaron de lágrimas, como que el tal tema me dolía en elalma.

El buen cura muy emocionado, restregose la nariz, con aire perplejo. Muydistante estaba de participar de las ideas de mi tía a ese respecto ymiraba el modo que podría emplear para disipar mi tristeza, sindespertar en mi alma ni el orgullo, ni la vanidad, ni ningún elemento depecado.

—Vamos, Reina; es preciso no apegarse mucho a cosas que pronto sedesvanecen.

—Entretanto, esas cosas existen—repliqué, coincidiendo, en elpensamiento, a dos siglos de distancia, con la más linda mujer deFrancia.

—Por otra parte encontrarás personas que no pensarán como la señora deLavalle.

—¿Es usted de esas personas señor cura? ¿Me encuentra usted bonita?

—Pero... sí—respondió el cura, con aire lastimoso.

—¿Muy bonita?

—Pero... sí—respondió en el mismo tono el cura.

—¡Ah, qué contenta estoy!—exclamé saltando.—¡Cómo os quiero, señorcura!

—Todo esto está muy bien, Reina; pero has cometido una grave falta. Tehas introducido en la biblioteca con riesgo de desnucarte, y has leídolibros, que probablemente yo no te hubiera dado nunca.

—¡Walter Scott, señor cura; son de Walter Scott! Mi literatura hablamuy bien de él.

Y le conté todas las impresiones. Hablé con volubilidad y mucho tiempo,radiante de ver que no solamente se olvidaba el cura de reñirme, sinoque escuchaba con interés lo que le refería.

En vista de mi entusiasmo y mi alegría, reaparecidos como por encanto,le volvieron también súbitamente los colores y el aire risueño.

—Bien—me dijo,—te permito leer a Walter Scott; sin embargo, yo mismolo reeleré para hablar de ello contigo, pero prométeme no volver a hacermás travesuras.

Se lo prometí de todo corazón, y desde entonces tuvimos nuevo asuntopara discusiones y porfías, porque naturalmente, nunca fuimos de lamisma opinión.

Con todo, pronto el interés que me inspiraban mis novelas, fuedesvanecido por un acontecimiento sorprendente, inaudito, que acaeció enel Zarzal, algunas semanas después. Uno de esos acontecimientos que noconmueven las bases de los imperios, pero que siembran perturbaciones enel corazón o en la imaginación de las jóvenes.

VI.

ERA un domingo.

Los domingos asistíamos regularmente a la misa cantada, que era el únicooficio de la mañana, pues el cura no tenía teniente.

Mi tía entrabaprimero en nuestro banco blasonado; seguíala yo, Susana luego y Petrillacerraba la marcha.

Nuestra iglesia era vieja y pobre.

El primitivo color de las paredes desaparecía bajo una especie de mohoverdoso producto de la humedad; el piso en vez de ser unido, estabaformado por una cantidad de baches y montículos que invitaban a losfieles a romperse la nuca y a aprovechar de su presencia en un sitiosantificado, para subir más pronto al cielo; el altar estaba adornadocon figuras de ángeles, pintadas por el carretero de la aldea quien selas echaba de artistas; dos o tres santos se contemplaban con sorpresa,admirados de verse tan feos. Cuantas veces he pensado, mirándolos, que aser yo santa y representarme

los

mortales

de

tan

odiosa

manera,

seríaabsolutamente sorda a sus plegarias; pero tal vez los santos no tienenmi carácter. Por una ventana sin vidrios mostraba una rosa su frenteperfumada, y con su frescura y belleza parecía protestar del mal gustodel hombre.

Poseíamos un harmonium, del que vibraban sólo tres notas; a veces elnúmero crecía hasta cinco, pues este instrumento era caprichoso y andabasegún la temperatura, como los romadizos de nuestro sochantre, quienrugía durante dos horas con una convicción tan ingenua y profunda de queposeía una hermosa voz, que era imposible criticarle.