Juan había detenido el carricoche y nos aguardaba. Era preciso partir.Llorando con toda mi alma tomé las manos del cura y exclamé:
—Señor cura, la vida tiene momentos bastante malos.
—Eso pasará, pasará—respondió con voz entrecortada.—
Adiós, mi hijitaquerida; no me olvides y precávete, precávete...
Y me ayudó a subir precipitadamente al carromato.
Coloqueme en el antiguo sitio de mi tía, aplastado de un lado por unbaúl sin cerradura y del otro por los innumerables atados que componíanmi equipaje, confeccionados por Petrilla con extravagantes formas.
—¡Adiós, mi cura, adiós mi viejo cura!—exclamé.
Hizo un gesto cariñoso y se volvió rápidamente. Vile, a través de mislágrimas, alejarse a toda prisa y ponerse el sombrero, pruebairrecusable de que se encontraba su ánimo no solamente en la másviolenta agitación, sino completamente trastornado.
Luego que hube sollozado unos diez minutos, juzgué a propósito seguir elconsejo de Petrilla, que me repetía en todos los tonos:
—Es preciso ser razonable, señorita, es preciso ser razonable.
Metí mi pañuelo en el bolsillo, y me puse a reflexionar.
Verdaderamente, la vida es una cosa muy rara. ¿Quién habría dicho,quince días antes, que mis sueños se realizarían tan pronto, y que iba aver tan pronto al señor de Couprat?
Esta halagadora idea, dispersó las últimas nubes que obscurecían miánimo, y pensé en la hermosura del firmamento, en las dulzuras de lavida y en el talento que tienen las tías cuando se van al otro mundo.
Mis segundas ideas fueron dedicadas a mi tío. Preocupábame mucho de laimpresión que iba a producirle, pues tenía perfecta conciencia de que elvestido negro y el original sombrero con que me había ataviado Susana,eran muy ridículos. Este desgraciado sombrero me causaba verdaderastorturas, es decir, torturas morales. Hecho de un crespón que databa dela muerte del señor de Lavalle, tenía el aspecto de una galleta elegidapor las babosas para teatro de sus correrías. Evidentemente me afeaba, ycomo tal idea no era soportable, me lo quité de la cabeza, hice de élun envoltijo y me lo eché al bolsillo, cuya amplitud y profundidadhacían honor al talento práctico de Susana.
Atormentábame también el temor de parecer estúpida, pues bien sabía yoque muchas cosas que parecerían naturales para todo el mundo, seríanpara mi un manantial de sorpresas y admiraciones.
Así es que resolví, para no poner en riesgo de burla mi amor propio,disimular cuidadosamente mis asombros.
Tales preocupaciones no me permitieron encontrar largo el camino y mecreía aún muy lejos de C*** cuando nos hallábamos en sus puertas. Nosdirigimos directamente a la estación, atravesando la ciudad con toda larapidez de que eran capaces las piernas secas, de nuestro jamelgo.
Como mi tío, no era ni corpulento ni delgado, habíamelo figurado alto yenjuto de carnes. Figuraos, pues, mi extrañeza, cuando vi un hombrecillode andar pesado acercarse al carricoche y exclamar:
—Buen día, mi sobrina; casi, casi, estoy por creer que he tenido queesperar.
Diome la mano para bajar del coche, y me besó cordialmente, tras de locual, midiéndome de pies a cabeza me dijo:
—No más alta que una elfa, pero terriblemente linda.
—Es también mi opinión, mi tío,—díjele bajando los ojos con modestia.
—Ah ¡esa es tu opinión!
—Ya lo creo. Y la de mi cura y la de... Mas, aquí tenéis una carta queme ha dado el cura para vos, mi tío.
—¿Y porqué no ha venido?
—No podía: algunas ceremonias religiosas le retenían en su parroquia.
—Lo siento; me hubiera alegrado mucho viéndole. ¿No tienes sombrero,sobrina?
—Sí, tío; está en mi bolsillo.
—¿En tu bolsillo? ¿Y porqué?
—Porque es espantoso.
—¡Buena razón! ¿A quién se ha visto llevar el sombrero en el bolsillo?No se viaja sin sombrero, hijita. Póntelo pronto, en tanto que yo hagoregistrar tu equipaje.
Algo desconcertada por esta especie de reprimenda, me coloqué elsombrero en la cabeza, no sin comprobar que un viaje en un bolsillo eramuy poco higiénico para tal producto de la industria humana.
Tocome en seguida despedirme de Juan y de Petrilla.
—Ah, señorita—díjome Petrilla,—siento tanto dejaros, como sentiría sidejase la mejor de mis vacas.
—¡Mil gracias!—repúsele entre risa y lloro. Besémonos y adiós.
Besé las mejillas duras y rojas de Petrilla sobre las que, según metemo, algún patán de dulce charla había depositado ya algunos besosfurtivos y sonoros.
—¡Adiós, Juan!
—Hasta la vista señorita—dijo Juan, riendo estúpidamente, lo que es unmodo de demostrar emoción como cualquier otro.
Pocos minutos después, hallábame en el tren, sentada frente a mi tío,completamente desorientada y aturdida por el movimiento del tráfico ypor la novedad de mi posición.
Así que me repuse algo, examiné al señor de Pavol.
Mi tío, de altura mediana, bien formado, de espaldas anchas, manosgruesas, coloradotas y poco cuidadas, no ofrecía a primera vista unaspecto aristocrático. No hablaba mucho y siempre hacíalo con lentitud.Complacíase a veces en usar expresiones enérgicas que producían unefecto muy singular dada la calma con que eran pronunciadas. No teníamás de sesenta años; sin embargo, como era víctima de frecuentes ataquesde gota, su ánimo estaba algo quebrado a causa del sufrimiento físico.Mas, si no tenía ya la vivacidad de la respuesta, aun su boca, por unmovimiento casi imperceptible, expresaba todos los matices que existenentre la ironía, la astucia y la burla franca o solapada, y he vistogente pulverizada por mi tío antes de que sus labios pronunciaran lapalabra.
No era yo, como es natural, suficientemente avezada para hacer tanpronto un estudio profundo del señor de Pavol, pero le observaba con elmayor interés. Él, por su parte, lanzaba de cuando en cuando sobre miuna mirada de observación, mientras leía la carta que yo le habíatraído, como para comprobar que mi fisonomía no contradecía los datosdel cura.
—Me miras con demasiada tenacidad, sobrina, ¿me encuentras tal vez buenmozo?
—De ningún modo.
Mi tío hizo una ligera mueca.
—Eso es franqueza, o yo no entiendo jota. ¿Y por qué estás tan pálida?
—Porque me muero de miedo, tío.
—Miedo, y ¿de qué?
—Marchamos tan rápidamente. ¡Es espantoso!
—Comprendo; es la primera vez que viajas. Tranquilízate, no hay ningúnpeligro.
—Y mi prima, tío, ¿está en el Pavol?
—Por cierto, y está muy deseosa de conocerte.
Dirigiome mi tío algunas preguntas acerca de mi tía, y de mi vida en elZarzal; luego tomó un diario y no abrió la boca hasta llegar a V***.
Subimos entonces en un landó tirado por dos caballos, que debíaconducirnos al Pavol. Y amontonamos, como se pudo, los paquetes groserosde mi equipaje, los que, entre paréntesis, me tenían vejada con latriste figura que hacían en tan elegante vehículo.
Apenas instalada en él, me dio mi tío una bolsa de golosinas paraconfortarme, y se sumió en la lectura de un nuevo diario.
Esta manera de conducirse comenzó a fastidiarme. A más de que no es demi carácter el poder permanecer callada mucho tiempo, tenía una grancantidad de preguntas que satisfacer.
De modo que cuando estuve harta del placer de verme en un carruajehermoso, suave y bien almohadillado, atrevime a romper el silencio.
—Tío—le dije,—si quisierais no leer más, podríamos conversar un poco.
—Con mucho gusto, sobrina—respondió mi tío doblando inmediatamente sudiario.—Creí serte grato dejándote entregada a tus pensamientos. ¿Dequé vamos a disertar? ¿De la cuestión de Oriente, de economía política,de trajes de muñecas o de las costumbres de los cafres?
—Todo eso me importa poco, y respecto a las costumbres de los cafres,creo, tío, que sé tanto como vos.
—Es muy posible—replicó el señor de Pavol, sorprendido de miaplomo.—Pues bien, elige tema.
—Decidme, tío, ¿no sois algo impío?
—¡Eh! ¿qué diablo dices, sobrina?
—Os pregunto, tío, si no sois algo hereje y tarambana.
—¿Te burlas de mi? exclamó mi tío.
—No os enojéis, mi tío; comienzo un estudio de costumbres másinteresante que el de los cafres. Quiero saber si mi tía tenía razón aldecir que todos los hombres eran unos herejes.
—Que, ¿le faltaba el sentido común?
—Tuvo mucho el día que se fue al otro mundo; pero fue la únicavez—respondí con calma.
El señor de Pavol me miró con evidente sorpresa.
—¡Ah, sobrina! ¡Tienes una claridad para expresarte! Qué,
¿no tellevabas bien con la señora de Lavalle?
—Cabal. Me era muy antipática y me ha pegado más de una vez.Preguntádselo al cura, a quien echó a la calle porque me defendía. Y¿cómo es posible, tío, que me hayáis dejado tanto tiempo con ella? Erauna mujer de baja estofa, y vos no la queríais mucho que digamos.
—Cuando tus padres murieron, Reina, mi mujer estaba muy enferma, y mefelicité de que mi cuñada se hubiera querido encargar de tí. Te volví aver cuando tenías seis años; te encontré entonces alegre, y bien trataday después, a fe, casi, casi te olvidé; lo que siento profundamente hoy,puesto que no eras feliz.
—¿Me tendréis siempre a vuestro lado, desde ahora, tío?
—Sí, por cierto—respondió el señor de Pavol, con vivacidad.
—Cuando digo siempre... digo hasta mi casamiento, porque yo, me casarépronto.
—¡Te casarás pronto! ¿Cómo es eso? tienes aún la leche en los labios yhablas de casarte. Las jóvenes del día tienen furia por casarse.
—¿Que mi prima no es de mis mismas ideas?
—Sí—respondió mi tío, algo ceñudo.
—Tanto mejor—dije restregándome las manos.—Y mi prima
¿es alta?
—Alta y linda—respondió complacido el señor de Pavol,—
una diosa encarne y hueso y la alegría de mis ojos. De aquí a un instante teconvencerás de ello, pues ya llegamos.
En efecto, entrábamos a una gran calle de olmos que conducía alcastillo.
Mi prima nos aguardaba sobre la escalinata.
Me recibió en sus brazos con la majestuosidad de una reina que otorgauna gracia a un súbdito.
—¡Dios mío, qué hermosa sois!—le dije, contemplándola con sorpresa.
Por cierto que es muy raro hallar bellezas indiscutibles; la de mi primase imponía y no podía ser discutida. No gustaba siempre, porque sufisonomía era altiva y a veces algo dura, pero aun los que menos laadmiraban, veíanse obligados a decir con mi tío: Es terriblemente linda.
Tenía cabellos castaños, que le nacían desde el borde de la frente; unperfil griego de pureza perfecta, un cutis soberbio, y ojos azules conpestañas obscuras y bien trazadas cejas.
De elevada estatura y bien desarrollada, hubiera representado más dediez y ocho años, si su boca, a pesar de un arco algo desdeñoso queamenazaba acentuarse con el correr del tiempo, no hubiese tenidomovimientos infantiles. Su porte y su gesto eran acompasados y algo aldescuido, aunque armoniosos sin rebuscamiento. Un amigo del señor dePavol dijo en broma un día que a los veinticinco años se parecería rasgoa rasgo a Juno; el nombre le quedó.
Mi admiración por mi espléndida prima se trocó en verdadera pasión y mitío se divertía con mi encariñamiento y mi entusiasmo.
—¿No has visto nunca mujeres lindas, sobrina?
—No he visto nada; como que he pasado mi vida en un desierto.
—Podías mirarte al espejo, Reina; el señor de Couprat te había dichoque eras linda.
—¿Pablo de Couprat?—exclamé.
—Cierto—dijo mi tío,—me he olvidado hablarte de él. Parece que seguareció en el Zarzal un día de tormenta.
—Bien lo recuerdo—respondí ruborizándome.
—¿Vendrá a almorzar el lunes, Blanca?
—Sí, papá, el comandante ha escrito aceptando la invitación.
¿Quién teha vestido así, Reina?
—Susana, una reducción de mi tía en cuestión de mal gusto yestupidez—contesté con fastidio.
—Desde mañana remediaremos la miseria de tu guardarropa, sobrina. Ten,sin embargo, un poco de respeto por la memoria de la señora de Lavalle.No la querías, pero ha muerto: ¡descanse en paz! Vamos a comer; enseguida Juno te acompañará a tus habitaciones.
Una parte de la noche, me la pasé en la ventana, soñando deliciosamente,y contemplando las masas sombrías de los elevados árboles de aquelPavol, donde yo debía reír, llorar, divertirme, desolarme y vercumplirse mi destino.
Me sentí tan feliz, que aquella noche mi cura no fue en mis recuerdosmás que un punto imperceptible.
IX.
MAS, suplico que no se me crea de corazón liviano e inconstante, porqueeste olvido fue solamente momentáneo y tres días después de mi llegadaal Pavol, escribía a mi cura la siguiente carta:
«Mi querido cura: Tengo tantas cosas que deciros, tantos descubrimientosque participaros, tantas confidencias que haceros, que no sé por dóndeempezar. Figuraos que aquí es el cielo más lindo que en el Zarzal, quelos árboles son más altos, las flores más frescas, que todo es risueño,que un tío es una feliz invención de la naturaleza, y que mi prima esbella como una hada.
«Por más que me digáis, me riñáis y me prediquéis, mi querido cura, nome quitaréis de la cabeza que si Francisco I amaba mujeres tan lindascomo Blanca de Pavol, tenía por cierto, mucho juicio. Vos mismo, señorcura, os enamoraríais de ella, si la vierais. Sin embargo, os declaro,sus modales de reina me intimidan algo, a mi, a quien nada intimida. Yluego es alta... me hubiera gustado mucho más que fuera baja... mehubiese consolado.
«No os hablaré de mi tío, porque sé que lo conocéis, pero me parecedesde luego que lo voy a querer mucho y él lo mismo a mí.
«Es una gran dicha tener linda cara, señor cura, mucho mayor de lo quevos me decíais; se agrada a todo el mundo. Cuando sea abuela, lescontaré a mis nietecillos, que ése fue el primer descubrimientodelicioso que hice al entrar a la vida. Pero de aquí a allá, hay tiempo.
«Aunque mi vida sea aquí una continua sorpresa, ya estoy, con todo,bastante acostumbrada al Pavol y al lujo que me rodea. Sin embargo,muchas veces lanzaría exclamaciones de asombro si no me retuviera elmiedo de quedar en ridículo; oculto mis impresiones, pero a vos, queridocura, bien puedo deciros que a menudo me sorprendo y embeleso.
«Anteayer fuimos a V*** para comprarme un ajuar, puesto que los trabajosde Susana son decididamente unas atrocidades.
No nos hagamos ilusiones,mi pobre cura; a pesar de vuestra admiración por ciertos vestidos míos,he llegado aquí hecha un mamarracho, un mamarracho horrible.
«¡Cuán agradable cosa es una ciudad! Me he extasiado y maravillado antelas calles, las tiendas, las casas, las iglesias, y Blanca se ha reídode mi, porque ella llama a V*** una bicoca.
¡Qué diría del Zarzal!Después de una sesión de tres horas en casa de la modista, mi prima, quees muy devota, se fue a confesar; mientras yo acompañada de la sirvientahice algunas compras. Mi tío habíame dado dinero para que lo gastara encosas útiles y prácticas; pero ¿querréis creer que no sé darme cuenta delo útil ni de lo práctico?
«Empecé por entrar a una confitería y llenarme de masas y pastelillos;humildemente acúsome. Mi cura: tengo una gran pasión por las masas y lospastelillos. Entregada estaba a este ejercicio tan agradable comoprovechoso (con lo que estaréis de acuerdo, porque al fin y al cabo,tenemos obligación de alimentar este cuerpo de barro), cuando noté enuna tienda de enfrente unos objetos muy bonitos. Atravesé en seguida yme compré cuarenta y dos hombrecillos de terracota: todos los que habíaen la casa. Después de tal compra, no sólo no me quedó un céntimo, sinoque me había endeudado; pero ¿qué importa?
puesto que soy rica. Mi primarió mucho; pero mi tío me reprendió. Pretendió hacerme comprender que larazón debe ser el lastre de la cabeza humana; que sirve en todo tiempo,y que sin ella no se hace más que tonteras. Por ejemplo: se compracuarenta y dos hombrecillos de terracota, en vez de proveerse de mediasy camisas. Escuché su discurso en actitud contrita y humillada, queridocura, pero al final, que fue muy bien dicho, mi carácter indómito dio ala razón un cuerpo desairado, una nariz larga, romana, y una fisonomíaseca y desabrida: este personaje se parecía a mi tía de tal modo, queincontinenti tomé ojeriza a la razón. Tal ha sido el resultado de laelocuencia desplegada por mi tío. El caso es que tengo diseminados en micuarto cuarenta y dos hombrecillos que lloran, ríen y gesticulan, y quepor lo menos estoy contenta.
«Ayer por la noche he hablado con Blanca, del amor, señor cura. ¿Cómo medecíais que no existía sino en los libros y que no tenía nada que vercon las jóvenes?
«¡Ah, mi cura, mi cura; mucho me temo que me hayáis engañado muchasveces como a una tonta!
«Frecuentaremos la sociedad así que pasen las primeras semanas de luto.Mi tío dice que soy muy joven todavía; pero tampoco puedo quedar sola enel Pavol. Si quisieran obligarme a ello, bien sabéis, señor cura, que nome quedarían más que dos caminos que tomar: tirarme por la ventana oprender fuego al castillo.
«Parece que tengo mucha razón en creer en un gran éxito, pues además deser linda, poseo un buen dote.
«Blanca me ha enseñado que una linda cara sin dote vale poco; pero quelas dos cosas reunidas forman un conjunto perfecto y un caso raro. Soy,pues, mi querido cura, un manjar sabroso, delicado y suculento que serácodiciado, solicitado y tragado en un abrir y cerrar de ojos, si es quelo permito. Pero tranquilizaos, no lo permitiré; no lo permitiré a menosque... Pero ¡chist!
«Por último, señor cura, os diré sin explicaros el por qué, que aguardoel lunes con impaciencia. Ese día sucederá algo que hará latir micorazón, un acontecimiento que desde ahora me da ganas de saltar a másno poder, de arrojar al aire el sombrero, de bailar y de hacer locuras.¡Dios mío, que cosa linda es la vida!
«Sin embargo, nada es perfecto en la tierra; vos no estáis aquí, y osextraño mucho. No puedo deciros ¡cuánto os extraño, mi pobre cura! Megustaría tanto haceros admirar el castillo y sus jardines tan bienarregladitos y tan poco parecidos al Zarzal.
Todo está en orden, hastaen sus más mínimos detalles, y de veras, me creo en el paraíso terrenal.A cada momento tengo nuevos motivos de alegría y admiración, y a cadainstante también quisiera haceros partícipe de ellos; os busco, osllamo, pero los ecos de este hermoso parque permanecen mudos.
«Adiós, mi querido cura, no os beso, porque no se besa a un cura (no séporqué); pero os envío todo cuanto hay para vos en mi corazón, y esetodo está lleno de cariño.
«Os quiero con toda el alma, señor cura.— Reina».
Una mañana, hallábame aún en mi lecho, semidormida, morrongueando conbeatitud, abriendo de cuando en cuando un ojo, para contemplar mi cuartoalegre y confortable, mis hombrecillos de terracota y los árboles queveía por la ventana abierta, cuando entró Blanca, de bata, cabellossueltos y cara preocupada.
—Estás tan linda como la más linda de las heroínas de Walter Scott—ledije contemplándola con admiración.
—Reinita me dijo sentándose a los pies de mi cama,—vengo a charlarcontigo.
—Me alegro. Pero no estoy bien despierta todavía y puede que misideas...
—¿Aun cuando se trate de casamiento?—prosiguió Blanca, que ya conocíami opinión sobre tema tan serio.
—¿De
casamiento?
Ya
estoy
despierta—exclamé,
incorporándomerápidamente.
—¿Deseas casarte, Reina?
—¡Si deseo casarme! ¡Vaya con la pregunta! Ya lo creo, y lo más prontoposible. Amo a los hombres, los quiero mucho más que a las mujeres,excepto cuando las mujeres son tan lindas como tú.
—No se debe decir que se ama a los hombres—dijo Blanca con tonosevero.
—¿Por qué?
—No sé bien el por qué, pero te aseguro que el decirlo no es propio deuna niña.
—¡Tanto peor!... Yo pienso así; respondí hundiéndome en mis frazadas.
—¡Qué niña!—exclamó Blanca, mirándome con una especie de piedad que mepareció chocante.—He venido a hablarte de papá, Reina.
—¿Qué pasa?
-Escucha: Yo, como tú, quiero casarme hoy o mañana. Papá ha rechazado yavarios partidos, pero eso no me importa mucho, porque no tengo prisa.Esperaría tranquilamente hasta los veinte años; pero desearía saber sisiempre se opondrá a que me case.
—Pregúntaselo.
—¡Ah! ahí está el busilis—prosiguió Blanca, algo turbada;—
te declaroque papá me da miedo, o más bien dicho, me intimida.
Me levanté, apoyándome en el codo, y sorprendida separé los cabellos queme caían sobre la cara, para ver mejor a mi prima.
Desde aquel instante,Blanca se vino a bajo, para mi, de las nubes olímpicas en que la habíacolocado, y descubrí bajo aquel cuerpo de Juno, una niña que no volveríajamás a intimidarme.
—A mi no me asusta nadie—exclamé, tomando mi almohada y largándola depaseo al medio del cuarto.
Blanca me miró con asombro.
—¿Qué haces, Reina?
—¡Oh! es una costumbre. Cuando estaba en el Zarzal, lanzaba siempre mialmohada por los aires, para hacer rabiar a Susana, a quien este modo deproceder sacaba de quicio.
—Como Susana no está aquí, te aconsejo que renuncies a tal costumbre.Pero, volviendo a lo que decíamos, dime, ¿te sientes con valor como paratener con mi padre una discusión sobre el matrimonio, que tan sin cesarcritica?
—Sí, sí; mi especialidad es la discusión. Ya verás. Hoy mismo ataco ami tío y arreglo todo.
Durante la comida dirigí a mi prima toda una serie de gestos paranotificarle que iba a entrar en batalla.
Mi tío, que presentía un peligro, nos observaba de reojo, y Blanca, yadesconcertada con eso, me incitaba a desistir de mi empresa. Pero yoeché pelillos al mar, tosí con fuerza, y salté resueltamente alpalenque.
—¿Tío, se puede tener hijos sin casarse?
—No por cierto—respondiome el tío, a quien hizo gracia la pregunta.
—¿Sería una desgracia, si desapareciera la humanidad?
—¡Hum! he ahí una cuestión difícil de resolver. Los filántroposresponderían: sí; los misántropos: no.
—Con todo ¿su opinión, tío?
—No he pensado nada al respecto. Sin embargo, como hallo que laProvidencia hace bien cuanto hace, voto por la perpetuación de la humanaespecie.
—Entonces, tío, no sois consecuente con vuestras ideas, cuandocriticáis el matrimonio.
—¿Ah, sí?—dijo mi tío.
—Puesto que no se puede tener hijos sin casarse y votáis al mismotiempo por la propagación del género humano, se deduce de ahí que debéisaceptar el matrimonio para todo el mundo.
—¡Caramba!—prosiguió el señor de Pavol moviendo los labios con talexpresión de burla, que Blanca se enrojeció, ¡eso se llama argumentar!¿Qué es; pues, según tú, el matrimonio, sobrina?
—El matrimonio—exclamé entusiasmada,—es la más hermosa de lasinstituciones que existen en la tierra. La unión perpetua con lapersona amada, y se canta y se baila y se besan la mano... ¡Ah, sí, esencantador!
—¿Se besan la mano? ¿Por qué la mano, sobrina?
—Porque yo... en fin, yo pienso así—exclamé dedicando a mi pasado unasonrisa llena de misterios.
—El matrimonio entrega una víctima al verdugo—murmuró mi tío.
—¡Ah!
Juno y yo protestamos con la mayor energía.
—¿Y quién es la víctima, papá?
—¡El hombre, canarios!
—Pues, peor para los hombres—repliqué, que se defiendan.
Lo que es yo,estoy decidida a volverme verdugo.
—Pero ¿a qué quieren venir a parar ustedes, señoritas?
—A esto, mi tío: a que Blanca y yo, somos partidarias sinceras delmatrimonio, y que hemos resuelto poner en práctica nuestras teorías. Yyo, deseo que sea cuanto antes.
—¡Reina!—gritó mi prima estupefacta con mi audacia.
—No digo, sino la verdad, Blanca; únicamente diré que tú, te resuelvesa esperar un tiempo; pero yo no tengo esa paciencia.
—¿De veras, sobrina? Sin embargo, supongo que no tienes inclinación pornadie.
—Sí, por cierto—dijo Blanca riendo,—¿a quién conoce?
Desde que estaba en el Pavol, mucho había pensado en mi amor y en Pablode Couprat, y más de una vez habíame preguntado si debía o no revelartal secreto a mi prima. Pero después de madurar bien la cosa, llegué aresolver con el árabe, que el silencio es oro. Pero a pesar de eso, alescuchar la afirmación de Blanca, estuve a punto de divulgarlo; sinembargo, logré dominarme.
—En todo caso, amaré a alguien, mañana o pasado; porque no se puedevivir sin amar.
—Y ¿de dónde has sacado, esas ideas, Reina?
—Pero, de la vida, tío—le respondí tranquilamente.—
Recordad lasheroínas de Walter Scott: recordad cuánto aman y cómo son amadas.
—¡Ah!... ¿y el cura te ha permitido leer novelas y te ha dadoconferencias sobre el amor?
—¡Pobre cura! ¡Si supierais lo que le he hecho rabiar con eso!
Y encuanto a las novelas, tío, no quería dejármelas leer de ningún modo.Llegó hasta llevarse la llave de la biblioteca; pero, rompiendo unvidrio, entré por la ventana.
—¡Pues ya prometías! Y en seguida ¿te diste a soñar y divagar acercadel amor?
—Nunca divago, y sobre todo, sobre ese tema; porque sé bien de lo quetrato.
—¡Canarios!—dijo mi tío riendo.—Sin embargo, acabas de decirnos queno quieres a nadie.
—¡Es cierto!—repliqué rápidamente, medio turbada con miindiscreción.—Pero ¿no creéis tío, que la reflexión pueda suplir a laexperiencia?
—¡Cómo no! ¡Ya lo creo! sobre todo, tratándose de semejante asunto. Yluego me parece que tú tienes buena cabeza.
—Tengo lógica, tío, de ahí todo. Decid y ¿no se ama a más hombre que almarido?