¿qué lereprochas?
—Es un hombre que no ha bailado conmigo, sino cuadrillas, porque no sévalsar a tres tiempos—exclamé con indignación.
—¡Horrible falta!; Te lo repito, Reina, creo que es absurdo casarse tanjoven; pero a pesar de tu dote y tu belleza, creo que no volverás ahallar jamás un partido semejante. Es un joven bien parecido y tengo lasmejores informaciones respecto a su moralidad y su carácter, fortunainmensa, familia honorable y muy antigua.
—¡Ah, sí, abuelos! como dice Blanca—interrumpí con desdén.
Tengohorror a los abuelos, tío.
—¿Por qué?
—Gente que no pensaba más que en pelear y romperse la cabeza. ¡Quéidiotez!
—¡Ah! pues mira, sé también que el escribiente del tribunal de V...gusta de ti; no tiene abuelos, ¿quieres que le diga que en vista deello, la señorita de Lavalle está dispuesta a casarse con él?
—No os burléis de mi, tío; bien sabéis que soy aristócrata hasta lapunta de los dedos—respondí, aprovechándome de la ocasión para admirarmis afiladas manos.
—Es lo que creo, si no engaña tu aspecto. Y ahora, sobrina, óyeme bien.Aun no conoces al señor de Le Maltour, para formar opinión de él, yquiero absolutamente que le trates con intimidad antes de que des unacontestación definitiva. Voy a escribirle a la señora de Le Maltour, quela resolución depende de ti, y que autorizo a su hijo a que se presenteen el Pavol cuando le plazca.
—Muy bien, mi tío, haced lo que queráis.
Cinco minutos después paseaba yo por el bosque, presa de la más violentaagitación.
—¡Ah, quiere salir con la suya!—decíame mordiendo el pañuelo paraahogar los sollozos;—ya verá cómo recibo a su Le Maltour. Quiero que encuatro días desaparezca de mi vista.
Mi tío no ve ni comprende nada. Me engañaba. Mi tío, a pesar de mirepentina resolución de disimulo, veía claramente, pero se conducía conprudencia. No podía impedir al señor de Couprat que amara a su hija, nirenunciar al proyecto que tanto él como el comandante acariciaban desdehacía tiempo. Por otra parte, convencidísimo que mi cariño no eraprofundo y que era más bien una niñada, pensaba que el mejor remediopara tal capricho era el de enderezar mis pensamientos hacia un hombreque enamorado de mi, se hiciera amar, fundándose en este axioma: el amoratrae al amor.
Su razonamiento, si no hubiese fallado por la base, hubiera sidoperfecto.
Dos días más tarde llegaron al Pavol la señora de Le Maltour y su hijo,con la sonrisa en los labios y la esperanza en la mirada.
La excelenteseñora me dijo cien amabilidades a las que contesté con la cara ceñudade un portero de jesuitas.
El barón era un buen muchacho... ¡aguardad, no quiero decir con esto quefuera un tonto; al contrario! Era inteligente y listo, pero no tenía másque veintitrés años. Era tímido y estaba muy enamorado, circunstanciaque no le despejaba la mente, pero que sería una ingratitud de mi parte,el criticarla.
Al día siguiente volvió sin su madre y trató de conversar conmigo.
—¿Sentís, señorita, que se haya terminado la temporada de los bailes?
—Sí—le respondí en un tono tan brusco como el de Susana.
—¿Os divertisteis la otra noche en casa de los C?...
—No.
—Sin embargo, me pareció una fiesta brillante. ¡Qué lindo vestidollevabais! ¿Os gusta el azul?
—Puesto que lo uso...
El señor de Le Maltour tosió levemente, para darse valor.
—¿Os gustan los viajes, señorita?
—No.
-Es sorprendente. Os hubiera creído de carácter emprendedor y viajero.
—¡Qué idiotez! ¡Tengo miedo a todo!
La conversación duró un poco más en este tono.
Desconcertado por mi laconismo y el interés con que con la mayorimpertinencia del mundo, seguía yo las evoluciones de una mosca que sepaseaba por un brazo de mi poltrona, levantose el barón, algo cortado yabrevió la visita.
Acompañole mi tío hasta la puerta del jardín, y volvió enojado en buscamía.
—Esto no puede continuar así, Reina. Es una insolencia
¡caramba! tantopara mi como para ese pobre mozo, que es tímido y a quien desconciertaspor completo. El señor de Le Maltour no es una persona a quien se puedatratar como a un títere, sobrina. Nadie te obliga a casarte con él, peroquiero que le trates con amabilidad. Bien sabe Dios si tienes buenalengua cuando quieres. Trata de que eso suceda mañana; el señor de LeMaltour almorzará con nosotros.
—Bueno, tío, hablaré, perded cuidado.
—Pero no vayas a decir tonterías.
—Me
inspiraré
en
la
ciencia,
tío—le
contesté
majestuosamente.
—¿Cómo? en...
—No os aflijáis, haré lo que me exigís, hablaré sin cesar.
—No, sobrina, no se trata de...
Dejé que mi tío confiara sus pensamientos a los muebles del salón, ycorrí a la biblioteca en busca de lo que necesitaba para poner enpráctica la idea que acababa de ocurrírseme.
Y llevé a mi cuarto la filosofía de Malebranche y un estudio sobre laTartaria.
El Malebranche casi me dio un arrebato cerebral y lo dejé para arrojarmesobre la Tartaria, que me ofreció más recursos.
Hasta media noche estuve estudiando atentamente, no sin protestar decuando en cuando contra los habitantes de Bukharia, que se rebozan connombres tan extravagantes. Sin embargo, conseguí recordar algunosdetalles del país y varias palabras extrañas, cuya significaciónignoraba por completo. Me acosté restregándome las manos.
—Veremos—me decía,—si Le Maltour resiste a esta prueba.
¡Ah miquerido tío, convenceos de que he de salir con la mía y de que de aquí apocas horas me habré deshecho de ese intruso!
Al día siguiente el barón se presentó con el aspecto desconcertado, delque camina sobre vidrios. Yo le recibí tan amablemente, que se repuso,al mismo tiempo que se disiparon los temores del señor de Pavol.
Los de Couprat y el cura almorzaban con nosotros.
Oprimíaseme el corazónal ver a Pablo conversando alegremente con Blanca, mientras que yo mehallaba condenada a soportar las atenciones tímidas del señor LeMaltour, cuya cara bonita me atacaba los nervios.
—He cambiado de idea desde ayer—le dije repentinamente;—
me gustanmuchísimo los viajes.
—Comparto vuestro gusto, señorita; viajar es la más interesantedistracción.
—¿Y vos habéis viajado?
—Sí, algo.
—¿Conocéis los Ruddar, los Shakird-Pische, los Usbecks, los Tadjies,los Molahs, los Dehbaschi, los Pend-Baschi y los Alamanos?—leinterrogué de un tirón mezclando razas, clases y dignidades.
—¿Y qué es todo eso?—preguntó aturdido el barón.
—¡Cómo! ¿no habéis ido nunca a Tartaria?
—No, jamás.
—¡No haber estado en Tartaria!—exclamé con desdén.—¿A lo menosconoceréis a Nasr-Ullah-Bahadin-Kham-Melia-el-Munemim-Bird-Bhic-Blor yel diablo a cuatro?
Añadí algunas sílabas de mi cosecha al nombre de Nasr-Ullah, para hacermayor efecto, pensando que la sombra de ese buen hombre no saldría de latumba a echármelo en cara. Mi tío y los invitados mordíanse los labiospara no reírse al ver la fisonomía del señor de Le Maltour, que delatabael mayor desconcierto y Blanca exclamó:
—¿Has perdido la cabeza, Reina?
—No, absolutamente. Le pregunto al señor si comparte mi simpatía porNasr-Ullah, un hombre que según parece, poseía todos los vicios. Pasabala vida degollando al prójimo, sumiendo a los embajadores en calabozosdonde los dejaba pudrir, y por último, era un hombre de energía, queignoraba por completo ese horrible defecto, que se llama timidez. Y supaís ¡qué país! Allí reinan todas las enfermedades y por eso mismo megustaría llevar a mi marido. La tisis, la viruela, vómitos que duranseis meses, úlceras, lepra, un gusano que llaman richta, que roe a laspersonas, y para extirparlo se...
—Basta, Reina, basta. Déjanos almorzar tranquilos.
—¿Qué queréis tío? La Tartaria me atrae. ¿Y a vos?—
pregunté al barón.
—Lo que decís de ella, no es muy halagüeño.
—Para los que no tienen sangre en las venas—
respondídespreciativamente.—Cuando me case, iré a Tartaria.
—A Dios gracias, no dependerá de ti, sobrina.
—Ya lo creo que sí, tío; haré mi voluntad, no la de mi marido, a quienllevaré a Bukharia para que le coman los gusanos.
—¿Cómo? Comido por...—murmuró tímidamente el barón.
—Sí señor, lo que habéis oído. He dicho: comido por los gusanos, porquesegún mi modo de ver la más encantadora luz de la vida de una mujer, esla de la viudez...
El alto y poderoso barón Le Maltour, aunque de raza de héroes, noresistió a esa prueba. Y comprendiendo el sentido oculto de miscaprichos tártaros, se fue y no volvió más.
Mi tío se enojó, pero no se me importó. Hice una pirueta y le dije conaire sentencioso:
—Tío, quien quiere el fin pone los medios.
XV.
SIEMPRE cumplí la promesa que hice al cura, y le escribía conpuntualidad dos veces por semana.
Esta costumbre le pareció tan dulce y halagadora, que cuando interrumpíde golpe la regularidad de nuestra correspondencia, quedó sumergido eninquietudes y tristeza.
Absorta por mis quebrantos, permanecí quince días sin darle señales devida; después, cediendo a sus instancias, comencé a expedirle misivaspor el estilo de ésta:
«Señor Cura:—Acabo de descubrir que los hombres son estúpidos. ¿No osparece así? Y echando al diablo las conveniencias sociales, os abrazo».
O de esta otra:
«¡Ah, mi pobre cura, creo que he descubierto el manantial de agua fría,de que hablábamos tres meses ha! ¡La felicidad no existe, es un engaño,un mito; todo lo que queráis, menos realidad!
«¡Adiós! ¡Si la muerte no nos volviese tan feos, querría morir!
¡Morir,sí, mi cura! ¡Habéis leído bien!»
Él me contestaba correo por correo.
«Hijita querida:—¿Qué significa el tono de tus últimas cartas?
Hacetres semanas parecías tan feliz en medio de la gloria y la alegría detus éxitos sociales. No, no, Reinita, la felicidad no es un mito, y serátu herencia; pero en este momento la imaginación te domina, te ofusca, ypor consiguiente, impídete ver con claridad. No has seguido mi consejo,Reina; has abusado de tus fogatas, ¿verdad? Pobre hijita; venme a ver, yconversaremos de tus preocupaciones.»
Yo le respondí:
«Señor Cura:—La imaginación es una tonta, la vida un estropajo, y lasociedad un harapo que brilla mucho desde lejos, pero que bien mirado,no sirve para nada, a no ser para colocarla en un árbol a guisa deespantapájaros. Tengo ganas de entrar en la Trapa, mi querido cura. ¡Ah!si tuviese seguridad de que de cuando en cuando se me permitiría bailarcon apuestos caballeros, como algunos que conozco, tened por por ciertoque iría a refugiarme allí y a enterrar mi juventud y mi belleza.
Perocreo que este género de distracciones no está muy de acuerdo con laregla de la Orden. Dadme algunos datos al respecto, señor cura, yconvenceos de que no sois sino un soñador optimista al pretender que lafelicidad existe y que me está destinada. Vivís como un ratón dentro deun queso, no porque seáis egoísta, e ignoráis las catástrofes que puedenestallar sobre la cabeza de las gentes que viven en el mundo.
«Ya no tengo ilusiones, mi buen cura. Soy una viejecilla arrugada,apocada y descalabrada, (en lo moral, se entiende, porque, hoy por hoy,estoy más linda que nunca), una viejecilla que ya no cree en nada, queno espera nada, y que no se da cuenta de cómo la tierra es tan tonta,como para seguir girando todavía, cuando mis ensueños y quimeras estándestrozados, pulverizados y reducidos a átomos imperceptibles.
«Si se pudiera, despojar a mi persona moral de esta envoltura de carne,que, estoy de acuerdo en ello, engaña al ojo del observador, mi personamoral digo, no sería más que un esqueleto, un árbol muerto,completamente muerto, sin savia y sin hojas, un árbol que tiende haciael cielo sus largos brazos secos y descarnados. Con tal de que lo moralno arruine a lo físico...
«Ah, señor cura, ¡tiemblo con sólo pensarlo! ¿No es cierto que esterrible no abrigar la menor ilusión a los diez y seis años?
«Hasta la vista, mi viejo cura».
Dos días después de haber expedido esta epístola, que debía dar al curala más triste idea del estado de mi alma, decidió mi tío llevarnos apaseo al monte San Miguel.
Ese día había algo nefasto en el ambiente; lo presentí. Mi tío y elcomandante habían celebrado la víspera una conferencia secreta yprolongada. Pablo parecía inquieto, nervioso y mi prima tenía aspectosoñador.
Mi tío y Juno, que tenían pasión por el monte San Miguel, me lohicieron conocer con fruición; y en cuanto a mi, tras de no importársememucho el arte arquitectónico, miraba todo a través del sombrío velo demi mal humor positivamente insoportable.
—¡Cómo cansa el trepar por tantos escalones!—decía yo, quejándome acada paso.
—No son más que seiscientos, prima.
—¡Oh! entonces me quedo aquí.
—Vamos, sobrina, ¡caramba! al fin y al cabo no estáis enferma dereumatismo.
Y mi tío, me contaba la historia del monte y el incidente de Montgomery,mientras subíamos por aquellos peldaños hollados por tantasgeneraciones.
¿Pero qué se me daba a mi de Montgomery, de los bastiones, de lamaravillosa abadía, de las inmensas salas, ni del mundo de recuerdos queduerme allí desde hace siglos? Me hubiera guardado bien de despertarlos,puesto que tenía que observar cosas cien veces más interesantes en elrostro del regordete caballero que colmaba a Blanca de atenciones ycumplidos, sin pensar siquiera en mí.
¡Qué estúpida había sido yo! No ver antes su amor.
Por serla grato, se extasiaba ante la menor piedrecilla, mientras queyo, de tiempo en tiempo, le lanzaba miradas terribles; pero ni sedignaba notarlas.
—Henos ya en la sala de los caballeros. Veamos, Reina, ¿qué dices deella?
—Digo, tío, que si los caballeros estuviesen en ella, tendría algúnencanto.
—¿Que no lo encuentras en ella misma?
—De ningún modo. Veo grandes chimeneas, pilares con esculturillasarriba, pero ni un caballero a quien hacer girar la cabeza... ¡bah, todoeso no sirve para nada!
—Nunca se me había ocurrido este modo de apreciar la arquitecturafeudal—exclamó, riendo, mi tío.
Atravesamos corredores obscuros, que me amedrentaron.
—Nos vamos a romper la mollera—gemía yo, aferrándome al brazo delcomandante, mientras que Pablo ofrecía el suyo a Blanca.
—¿Estamos tristes, Reinita?—me preguntó quedo el comandante.
—Habláis como mi cura—respondí emocionada.
—Vamos a ver: ¿Queréis tener confianza en mi?
—Yo no tengo tristezas ni confianza en nadie—contesté de malmodo.—Susana decía que los hombres eran unos papanatas, y yo compartolas opiniones de Susana.
—¡Oh, oh!—dijo el comandante, mirándome con un aire tan bondadoso, quetuve miedo de estallar en sollozos;—¡tanta misantropía en tantajuventud!
No contesté nada, y como en aquel momento llegábamos a una espaciosaterraza, me escapé de su brazo y corrí a esconderme tras una enormearcada. Apoyé la cabeza sobre una de aquellas vetustas piedras y me echéa llorar.
—¡Ah!—pensaba,—cuánta razón tenía mi cura, al decirme, hace muchotiempo, mucho, que no se discute con la vida, sino que se le sufre! Todami lógica no vale nada ante las circunstancias. ¡Qué triste es, Diosmío, qué triste es verse tratada como una chiquilina sin importancia!
Y miraba a través de mis lágrimas, aquellos arenales tan célebres, queme parecían desolados, y aquel monumento cuya mole me oprimía y causabavértigos; pero sin darme cuenta de ello, sentía una especie de alivio enla afinidad misteriosa que había entre aquella naturaleza triste y mispropios pensamientos; en la contemplación de aquellos murallones quearrojaban su sombra melancólica sobre la tierra y el pasado.
De vuelta a casa y ya en el tren, me interrogó mi tío.
—Y bien, Reina, en resumidas cuentas, ¿cuál es tu impresión sobre elmonte San Miguel?
—Que allí, será muy fácil morir de miedo, y enfermar de reumatismo.
En el trayecto de la estación de V*** al Pavol, reflexionaba yo, en lapoca duración de las cosas de la tierra. No hacía aún tres meses querecorría el mismo camino, bajo la influencia de mis ensueños defelicidad, y con la embriaguez de mis hipótesis alegres a cerca delporvenir, que cría tan bello!... mientras que entonces, me pareció elcamino cubierto con jirones de mi dicha.
Era bastante tarde, cuando llegamos al castillo; sin embargo, mi tíollamó a Blanca a su despacho diciéndole que tenía que hablar con ellamuy seriamente. Y yo me acosté, llorando con todas mis fuerzas, y con laconvicción de que la espada de Damocles pendía sobre mi cabeza.
Desde algún tiempo atrás, Juno se había hecho más íntima conmigo. Todaslas mañanas venía a sentarse a mi cama y conversábamos indefinidamente.Al día siguiente a las siete, entró en mi cuarto con aspecto sereno,tranquilo y con aquella encantadora sonrisa que transformaba su altanerafisonomía, y que tal vez sólo yo conocía bien.
—Reina—díjome sin preámbulos—Pablo ha pedido mi mano.
El hilo se había roto y la espada de Damocles me cayó sobre el corazón.¡Qué poco sentido común el de ese rey! ¡Atar una espada de tanto pesocon un hilo tan débil! ¿No dice la historia que fue de un cabello? estoypor creerlo.
Sin duda alguna, yo esperaba esta revelación, pero mientras los hechosno se verifican, ¿qué criatura humana no abriga en el fondo de sucorazón un poco de esperanza? Palidecí tanto, que Blanca lo notó, pormás que la alcoba estaba sumida en una media sombra.
—¿Qué tienes, Reina? ¿Estás enferma?
—Un calambre—murmuré con voz débil.
—Voy a buscar éter—dijo, levantándose diligentemente.
—No, no—proseguí, haciendo un violento esfuerzo para recuperar mialtivez que se desvanecía.—Ya ha pasado, Blanca, ya ha pasado.
—¿Sufres de eso a menudo, Reinita?
—No... algunas veces. No es nada; no hablemos más de ello.
Blanca se pasó la mano por la frente, como quien quiere arrojar unimportuno pensamiento, pero yo continué conversando con tanta entereza,que en breve pareció libre de su preocupación.
—Y tú, Juno, ¿qué piensas decidir?
—Mi padre me ha dicho, Reina, que este matrimonio colmaría todas susaspiraciones.
—Y a ti ¿te gusta?
—Esa unión me gusta, por cierto; reúne todas las conveniencias, perohasta ahora, yo no amo a Pablo sino como a primo.
—¿Qué defecto le encuentras?
—No le encuentro ninguno, a no ser el de no gustarme lo bastante. Es unexcelente joven, pero no es mi tipo. No es tan lindo como yo quisiera, yluego ese apetito normando que le caracteriza... ¡Preciso te seráconvenir conmigo que está desprovisto de poesía!
—Sin embargo, comer cuando se tiene ganas, me parece una cosa muynatural—respondí conteniendo mis lágrimas.
—En fin ¿qué quieres? Pienso que nuestros caracteres no se avienen.
—¿Entonces, lo desairas, Juno?
—He pedido un mes para contestar, Reinita. Me encuentro perpleja; puestemo causar una decepción a mi padre. Por otra parte, ese casamientoreúne bajo los otros puntos de vista todo lo que yo puedo desear; en fines un cumplido caballero.
—Mas, supuesto que no le amas, Blanca...
—Mi padre me asegura que le amaré después, y que para ser felices en elhogar, no es necesario el amor.
—¿Cómo puedes creer semejante cosa?—exclamé saltando deindignación.—De veras que mi tío profesa doctrinas abominables.
A esto Blanca me respondió con toda calma, que su padre era el buensentido en persona y que había notado siempre que rara vez se equivocabaen sus apreciaciones y que por consiguiente se hallaba dispuesta a darleoídos.
—Pablo te quiere mucho, Juno—murmuré yo casi sin voz.
—Sí, desde hace tiempo.
—¿Lo sabías?
—Sin duda; una mujer siempre se da cuenta de esas cosas. Y
tú, ¿no lohabías notado?
—Sí... algo—le contesté, enviando a mi pasada estupidez un suspirolleno de melancolía.
Blanca no dejó después de explicarme la tardanza de Pablo en pedir sumano; aquella demora no obedecía más que al temor de una negativa.
Yo pensaba lo mismo y me vestí febrilmente, pensando que influida por supadre, concluiría por dar su consentimiento.
Yo en su lugar, habría dicho que sí en un segundo, y me hubiera casadoquince días después.
¡Ay! mis sueños se habían desvanecido... y caí en un enorme desaliento.
XVI.
CONVÍNOSE en que Pablo pasaría algún tiempo sin venir al Pavol, y ¡cosaincreíble, inaudita! desde el día en que Blanca dejó de verle, pareciócasi decidida a otorgarle su mano.
Hablábamos de él constantemente, hasta combinábamos los trajes de boda,y yo daba pruebas de una resignación estoica, digna de los antiguoshombres.
Pero esta resignación era sólo aparente.
Mi desaliento aumentaba, mis ojos se circuían de ojeras, y concluí porpensar que no siéndome soportable la vida lejos del hombre que amaba, lomás sencillo era irme al otro mundo.
Evidentemente, este proyecto era bastante doloroso, pero me aferré a élcon entusiasmo; lo meditaba y lo acariciaba, con una alegría casienfermiza. Pero con todo, juro por mi honor, que jamás se me pasó por laidea asfixiarme, o tragar veneno, medios de finalizar tan gratos a lasgentes de nuestra época. No; leí no sé en qué libro, que una joven habíamuerto de pena a causa de un amor contrariado, y decreté que seguiría suejemplo.
Tomada esta resolución, y confirmándome mi desmejorada cara en mispensamientos lúgubres, pensé que sería correcto y conveniente advertiral cura, y que por otra parte no podía morir sin estrecharle la mano.
Bien determinada a ello, entré una mañana en el despacho de mi tío y lepedí permiso para ir al Zarzal.
—Más vale escribir al cura que venga, Reina.
—No podrá, tío; nunca tiene un céntimo.
—Es que no es nada divertido el viaje.
—No es preciso que vos me acompañéis, tío, por eso os ruego que no lohagáis, me estorbaríais. Quiero ir sola con la vieja ama de llaves, sies que me lo permitís.
—Haz como quieras. Mi carruaje, te llevará hasta C***, donde te seráfácil hallar otro que te lleve hasta el Zarzal. ¿Cuándo quieres ir?
—Mañana temprano, tío; deseo sorprender al cura. ¡Ah! me quedaré adormir en la casa parroquial.
—Bueno. Te mandaré el coche a C***, de aquí dos días.
Trata, pues, dehallarte allí de vuelta, pasado mañana a las tres.
Y me miró atentamente por bajo de sus espesas cejas, restregándose labarba con aire preocupado.
—¿Estás enferma, Reina?
—No, tío.
—Sobrinita—díjome atrayéndome a sí, he llegado casi a desear que no secumplan mis deseos.
Le miré asombrada, porque tenía la firme convicción de que no habríavisto nada.
Contesele con mucha sangre fría, que ignoraba lo que quería decirme, queera muy feliz, y que hacía votos para que todos sus proyectos tuvieranéxito. Me abrazó con cariño y se retiró.
Partí, pues, al siguiente día de mañana, sin querer aceptar la compañíade Blanca que deseaba ir conmigo.
En el camino medité en las palabras de mi tío.
—Lo sabe todo—pensé.—¡Dios mío, cuán poco perspicaz soy, a pesar demis pretensiones! Aun cuando el casamiento de Juno no se verifique, ¿dequé me serviría, si Pablo está enamorado de ella? Ahora, ya no puedequerer a otra. No entiendo a mi tío.
Ya no creía como antes, que fuese posible enamorarse de muchas a la vez.Juzgando por mi, pensaba que un hombre no puede amar dos veces en suvida, sin ofrecer al mundo el espectáculo de un fenómeno extraordinario.
Una vez reglamentados así los latidos del corazón de la gente barbuda,mis pensamientos tomaron otro curso, y me regocijé con la idea de ver ami cura. Y decidí saltarle al cuello, para demostrar el desprecio queprofesaba a la etiqueta.
Una vez en la casa parroquial, no entré por la puerta, sino por el clarode una empalizada, que conocía desde tiempo inmemorial y me dirigí apaso de carga hacia la ventana del comedor donde el cura debía estaralmorzando.
Esta ventana era muy baja, pero yo era tan chica, que para mirar haciaadentro de la habitación tuve que subirme a un tronco de árbol quecoloqué contra el muro a modo de banco.
Pasé la cabeza con toda precaución por entre medio de la yedra, queformaba espeso marco a la ventana, y descubrí a mi cura.
Estaba en la mesa y comía con aire triste. Sus lozanas mejillas habíanperdido parte de su color y redondez, y los abundantes cabellos blancosno estaban revueltos como en otros tiempos, sino que se achataban sobreel cráneo, con indecible desolación.
—¡Ah, mi pobre y bondadoso cura!
Salté del tronco, corrí a la puerta, perdí mi sombrero en la carrera, yme precipité en el comedor, como una bomba.
El cura se levantó sorprendido. Su dulce y amable fisonomía resplandecióde júbilo al apercibirme, y por no romper con las tradiciones de laetiqueta, sino en un ímpetu de ternura y emoción, me arrojé en susbrazos y lloré largo rato sobre su pecho.
Sé que no hay nada más impropio en el mundo que llorar sobre el pecho deun cura, que mi tío, Juno y todas las matronas de la tierra se habríancubierto la faz ante tan escandaloso espectáculo; pero mi ingreso en laescuela de la compostura databa de muy poco tiempo para hacerme perderla espontaneidad de mi naturaleza. Por otra parte, tengo por seguro quesólo los tontos, los farsantes y las personas sin corazón pueden tenerla pretensión de no sacrificar jamás las leyes de la conveniencia soci