Misericordia
Benito Pérez Galdós
Capítulos:I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII,
XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIII,
XXIV, XXV, XXVI, XXVII, XXVIII, XXIX, XXX, XXXI,
XXXII, XXXIII, XXXIV, XXXV, XXXVI, XXXVII,
Dos caras, como algunas personas, tiene la parroquia de San Sebastián...mejor será decir la iglesia... dos caras que seguramente son másgraciosas que bonitas: con la una mira a los barrios bajos, enfilándolospor la calle de Cañizares; con la otra al señorío mercantil de la Plazadel Ángel. Habréis notado en ambos rostros una fealdad risueña, del máspuro Madrid, en quien
el
carácter
arquitectónico
y
el
moral
se
aúnanmaravillosamente. En la cara del Sur campea, sobre una puerta chabacana,la imagen barroca del santo mártir, retorcida, en actitud más biendanzante que religiosa; en la del Norte, desnuda de ornatos, pobre yvulgar, se alza la torre, de la cual podría creerse que se pone enjarras, soltándole cuatro frescas a la Plaza del Ángel. Por una y otrabanda, las caras o fachadas tienen anchuras, quiere decirse, patioscercados de verjas mohosas, y en ellos tiestos con lindos arbustos, y unmercadillo de flores que recrea la vista. En ninguna parte como aquíadvertiréis el encanto, la simpatía, el ángel, dicho sea en andaluz,que despiden de sí, como tenue fragancia, las cosas vulgares, o algunasde las infinitas cosas vulgares que hay en el mundo. Feo y pedestre comoun pliego de aleluyas o como los romances de ciego, el edificiobifronte, con su torre barbiana, el cupulín de la capilla de laNovena, los irregulares techos y cortados muros, con su afeite barato deocre, sus patios floridos, sus hierros mohosos en la calle y en el altocampanario, ofrece un conjunto gracioso, picante, majo, por decirlo deuna vez. Es un
rinconcito
de
Madrid
que
debemos
conservar
cariñosamente,como anticuarios coleccionistas, porque la caricatura monumental tambiénes un arte. Admiremos en este San Sebastián, heredado de los tiemposviejos, la estampa ridícula y tosca, y guardémoslo como un lindomamarracho.
Con tener honores de puerta principal, la del Sur es la menos favorecidade fieles en días ordinarios, mañana y tarde. Casi todo el señorío entrapor la del Norte, que más parece puerta excusada o familiar. Y nonecesitaremos hacer estadística de los feligreses que acuden al sagradoculto por una parte y otra, porque tenemos un contador infalible: lospobres. Mucho más numerosa y formidable que por el Sur es por el Nortela cuadrilla de miseria, que acecha el paso de la caridad, al modo deguardia de alcabaleros que cobra humanamente el portazgo en la fronterade lo divino, o la contribución impuesta a las conciencias impuras quevan a donde lavan.
Los que hacen la guardia por el Norte ocupan distintos puestos en elpatinillo y en las dos entradas de este por las calles de las Huertas ySan Sebastián, y es tan estratégica su colocación, que no puedeescaparse ningún feligrés como no entre en la iglesia por el tejado. Enrigurosos días de invierno, la lluvia o el frío glacial no permiten alos intrépidos soldados de la miseria destacarse
al
aire
libre
(aunquelos
hay
constituidos
milagrosamente para aguantar a pie firme lasinclemencias de la atmósfera), y se repliegan con buen orden al túnel opasadizo que sirve de ingreso al templo parroquial, formando en dos alasa derecha e izquierda. Bien se comprende que con esta formidableocupación del terreno y táctica exquisita, no se escapa un cristiano, yforzar el túnel no es menos difícil y glorioso que el memorable paso delas Termópilas. Entre ala derecha y ala izquierda, no baja de docena ymedia el aguerrido contingente, que componen ancianos audaces, indómitasviejas, ciegos
machacones,
reforzados
por
niños
de
una
acometividadirresistible (entiéndase que se aplican estos términos al arte de lapostulación), y allí se están desde que Dios amanece hasta la hora decomer, pues también aquel ejército se raciona metódicamente, para volvercon nuevos bríos a la campaña de la tarde. Al caer de la noche, si nohay Novena con sermón, Santo Rosario con meditación y plática, oAdoración Nocturna, se retira el ejército, marchándose cada combatientea su olivo con tardo paso. Ya le seguiremos en su interesante regreso alescondrijo donde mal vive. Por de pronto, observémosle en su rudo lucharpor la pícara existencia, y en el terrible campo de batalla, en el cualno hemos de encontrar charcos de sangre ni militares despojos, sinopulgas y otras feroces alimañas.
Una mañana de Marzo, ventosa y glacial, en que se helaban las palabrasen la boca, y azotaba el rostro de los transeúntes un polvo que por lofrío parecía nieve molida, se replegó el ejército al interior delpasadizo, quedando sólo en la puerta de hierro de la calle de SanSebastián un ciego entrado en años, de nombre Pulido, que debía detener cuerpo de bronce, y por sangre alcohol o mercurio, según resistíalas temperaturas extremas, siempre fuerte, sano, y con unos colores quedaban envidia a las flores del cercano puesto. La florista se replegótambién en el interior de su garita, y metiendo consigo los tiestos ymanojos de siemprevivas, se puso a tejer coronas para niños muertos. Enel patio, que fue Zementerio de S. Sebastián, como declara el azulejoempotrado en la pared sobre la puerta, no se veían más seres vivientesque las poquísimas señoras que a la carrera lo atravesaban para entraren la iglesia o salir de ella, tapándose la boca con la misma mano enque llevaban el libro de oraciones, o algún clérigo que se encaminaba ala sacristía, con el manteo arrebatado del viento, como pájaro negro queahueca las plumas y estira las alas, asegurando con su mano crispada lateja, que también quería ser pájaro y darse una vuelta por encima de latorre.
Ninguno de los entrantes o salientes hacía caso del pobre Pulido, porqueya tenían costumbre de verle impávido en su guardia, tan insensible a lanieve como al calor sofocante, con su mano extendida, mal envuelto enraída capita de paño pardo, modulando sin cesar palabras tristes, quesalían congeladas de sus labios. Aquel día, el viento jugaba con lospelos blancos de su barba, metiéndoselos por la nariz y pegándoselos alrostro, húmedo por el lagrimeo que el intenso frío producía en susmuertos ojos. Eran las nueve, y aún no se había estrenado el hombre. Díamás perro que aquel no se había visto en todo el año, que desde Reyesvenía siendo un año fulastre, pues el día del santo patrono (20 deEnero) sólo se habían hecho doce chicas, la mitad aproximadamente queel año anterior, y la Candelaria y la novena del bendito San Blas, queotros años fueron tan de provecho, vinieron en aquel con diarios desiete chicas, de cinco chicas: ¡valiente puñado! «Y me paice amí—
decía para sus andrajos el buen Pulido, bebiéndose las lágrimas yescupiendo los pelos de su barba—, que el amigo San José también nosvendrá con mala pata... ¡Quién se acuerda del San José del primer año deAmadeo!... Pero ya ni los santos del cielo son como es debido. Todo seacaba, Señor, hasta el fruto de la festividá, o, como quien dice, la probeza honrada. Todo es por tanto pillo como hay en la política pulpitante, y el aquel de las suscriciones para las vítimas. Yo queDios, mandaría a los ángeles que reventaran a todos esos que en lospapeles andan siempre inventando vítimas, al cuento de jorobarnos alos pobres de tanda. Limosna hay, buenas almas hay; pero liberales porun lado, el Congrieso dichoso, y por otro las congriogaciones, los metingos y discursiones y tantas cosas de imprenta, quitan lavoluntad a los más cristianos... Lo que digo: quieren que no haiga pobres, y se saldrán con la suya. Pero pa entonces, yo quiero saberquién es el guapo que saca las ánimas del Purgatorio... Ya, ya sepudrirán allá las señoras almas, sin que la cristiandad se acuerde deellas, porque... a mí que no me digan: el rezo de los ricos, con labarriga bien llena y las carnes bien abrigadas, no vale... por Dios vivoque no vale».
Al llegar aquí en su meditación, acercósele un sujeto de baja estatura,con luenga capa que casi le arrastraba, rechoncho, como de sesenta años,de dulce mirar, la barba cana y recortada, vestido con desaliño; yponiéndole en la mano una perra grande, que sacó de un cartucho que sinduda destinaba a las limosnas del día, le dijo: «No te la esperabas hoy:di la verdad. ¡Con este día!...
---Sí que la esperaba, mi Sr. D. Carlos—replicó el ciego besando lamoneda—, porque hoy es el universario, y usted no había de faltar,aunque se helara el cero de los terremotos (sin duda quería decir termómetros).
—Es verdad. Yo no falto. Gracias a Dios, me voy defendiendo, que no esflojo milagro con estas heladas y este pícaro viento Norte, capaz deencajarle una pulmonía al caballo de la Plaza Mayor. Y tú, Pulido, tencuidado. ¿Por qué no te vas adentro?
—Yo soy de bronce, Sr. D. Carlos, y a mí ni la muerte me quiere. Mejorse está aquí con la ventisca, que en los interiores, alternando con esasviejas charlatanas, que no tienen educación...
Lo que yo digo: laeducación es lo primero, y sin educación,
¿cómo quieren que haiga caridad?... D. Carlos, que el Señor se lo aumente, y se lo dé degloria...».
Antes de que concluyera la frase, el D. Carlos voló; y lo digo así,porque el terrible huracán hizo presa en su desmedida capa, y alláveríais al hombre, con todo el paño arremolinado en la cabeza, dandotumbos y giros, como un rollo de tela o un pedazo de alfombraarrebatados por el viento, hasta que fue a dar de golpe contra lapuerta, y entró ruidosa y atropelladamente, desembarazando su cabeza deltrapo que la envolvía. «¡Qué día...
vaya con el día de porra!»—exclamabael buen señor, rodeado del enjambre de pobres, que con chillidosplañideros le saludaron; y las flacas manos de las viejas le ayudaban acomponer y estirar sobre sus hombros la capa. Acto continuo repartió lasperras, que iba sacando del cartucho una a una, sobándolas un poquitoantes de entregarlas, para que no se le escurriesen dos pegadas; ydespidiéndose al fin de la pobretería con un sermoncillo gangoso,exhortándoles a la paciencia y humildad, guardó el cartucho, que aúntenía monedas para los de la puerta del frontis de Atocha, y se metió enla iglesia.
Tomada el agua bendita, don Carlos Moreno Trujillo se dirigió a lacapilla de Nuestra Señora de la Blanca. Era hombre tan extremadamentemetódico, que su vida entera encajaba dentro de un programairreductible, determinante de sus actos todos, así morales como físicos,de las graves resoluciones, así como de los pasatiempos insignificantes,y hasta del moverse y del respirar.
Con un solo ejemplo se demuestra elpoder de la rutinaria costumbre en aquel santo varón, y es que, viviendoen aquellos días de su ancianidad en la calle de Atocha, entraba siemprepor la verja de la calle de San Sebastián y puerta del Norte, sin quehubiera para ello otra razón que la de haber usado dicha entrada en lostreinta y siete años que vivió en su renombrada casa de comercio de laPlazuela del Ángel. Salía invariablemente por la calle de Atocha, aunquea la salida tuviera que visitar a su hija, habitante en la calle de laCruz.
Humillado ante el altar de los Dolores, y después ante la imagen de SanLesmes, permanecía buen rato en abstracción mística; despacito recorríatodas las capillas y retablos, guardando un orden que en ninguna ocasiónse alteraba; oía luego dos misitas, siempre dos, ni una más ni unamenos; hacía otro recorrido de altares, terminando infaliblemente en lacapilla del Cristo de la Fe; pasaba un ratito a la sacristía, donde conel coadjutor o el sacristán se permitía una breve charla, tratando deltiempo, o de lo malo que está todo, o bien de comentar el cómo y elpor qué de que viniera turbia el agua del Lozoya, y se marchaba por lapuerta que da a la calle de Atocha, donde repartía las últimas monedasdel cartucho. Tal era su previsión, que rara vez dejaba de llevar lacantidad necesaria para los pobres de uno y otro costado: comoaconteciera el caso inaudito de faltarle una pieza, ya sabía el mendigoque la tenía segura al día siguiente; y si sobraba, se corría el buenseñor al oratorio de la calle del Olivar en busca de una mano desdichadaen que ponerla.
Pues señor, entró D. Carlos en la iglesia, como he dicho, por la puertaque llamaremos del Cementerio de San Sebastián, y las ancianas y ciegosde ambos sexos que acababan de recibir de él la limosna, se pusieron apicotear, pues mientras no entrara o saliera alguien a quien acometer,¿qué habían de hacer aquellos infelices más que engañar su inanición ysus tristes horas, regalándose con la comidilla que nada les cuesta, yque, picante o desabrida, siempre tienen a mano para con ella saciarse?En esto son iguales a los ricos: quizás les llevan ventaja, porquecuando tocan a charlar, no se ven cohibidos por las convenienciasusuales de la conversación, que poniendo entre el pensamiento y lapalabra gruesa costra etiquetera y gramatical, embotan el gusto inefabledel dime y direte.
«¿No vus dije que D. Carlos no faltaba hoy? Ya lo habéis visto. Decirahora si yo me equivoco y no estoy al tanto.
—Yo también lo dije... Toma... como que es el aniversario del mes, día24; quiere decir que cumple mes la defunción de su esposa, y Don Carlosbendito no falta este día, aunque lluevan ruedas de molino, porque otromás cristiano, sin agraviar, no lo hay en Madrid.
—Pues yo me temía que no viniera, motivado al frío que hace, y penséque, por ser día de perra gorda, el buen señor suprimía la festividá.
—Hubiéralo dado mañana, bien lo sabes, Crescencia, que D.
Carlos sabecumplir y paga lo que debe.
—Hubiéranos dado mañana la gorda de hoy, eso sí; pero quitándonos lachica de mañana. Pues ¿qué crees tú, que aquí no sabemos de cuentas? Sinagraviar, yo sé ajustarlas como la misma luz, y sé que el D. Carlos,cuando se le hace mucho lo que nos da, se pone malo por ahorrarsealgunos días, lo cual que ha de saberle mal a la difunta.
—Cállate, mala lengua.
—Mala lengua tú, y... ¿quieres que te lo diga?... ¡adulona!
—¡Lenguaza!».
Eran tres las que así chismorreaban, sentaditas a la derecha, según seentra, formando un grupo separado de los demás pobres, una de ellasciega, o por lo menos cegata; las otras dos con buena vista, todasvestidas de andrajos, y abrigadas con pañolones negros o grises. La señá Casiana, alta y huesuda, hablaba con cierta arrogancia, como quientiene o cree tener autoridad; y no es inverosímil que la tuviese, puesen donde quiera que para cualquier fin se reúnen media docena de sereshumanos, siempre hay uno que pretende imponer su voluntad a los demás,y, en efecto, la impone. Crescencia se llamaba la ciega o cegata,siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando delenvoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa manode largas uñas. La que en el anterior coloquio pronunciara frasesaltaneras y descorteses tenía por nombre Flora y por apodo laBurlada, cuyo origen y sentido se ignora, y era una viejecilla pequeñay vivaracha, irascible, parlanchina, que resolvía y alborotaba elmiserable cotarro, indisponiendo a unos con otros, pues siempre teníaque decir algo picante y malévolo cuando los demás repartijaban, ynunca distinguía de pobres y ricos en sus críticas acerbas. Sus ojuelossagaces, lacrimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza y la malicia.Su nariz estaba reducida a una bolita roja, que bajaba y subía al moverde labios y lengua en su charla vertiginosa. Los dos dientes que en susencías quedaban, parecían correr de un lado a otro de la boca,asomándose tan pronto por aquí, tan pronto por allá, y cuando terminabasu perorata con un gesto de desdén supremo o de terrible sarcasmo,cerrábase de golpe la boca, los labios se metían uno dentro de otro, yla barbilla roja, mientras callaba la lengua, seguía expresando lasideas con un temblor insultante.
Tipo contrario al de la Burlada era el de señá Casiana: alta,huesuda, flaca, si bien no se apreciaba fácilmente su delgadez porllevar, según dicho de la gente maliciosa, mucha y buena ropa debajo delos pingajos. Su cara larguísima como si por máquina se la estirarantodos los días, oprimiéndole los carrillos, era de lo más desapacible yfeo que puede imaginarse, con los ojos reventones, espantados, sinbrillo ni expresión, ojos que parecían ciegos sin serlo; la nariz degancho, desairada; a gran distancia de la nariz, la boca, de labiosdelgadísimos, y, por fin, el maxilar largo y huesudo. Si vale compararrostros de personas con rostros de animales, y si para conocer a laBurlada podríamos imaginarla como un gato que hubiera perdido el peloen una riña, seguida de un chapuzón, digamos que era la Casiana como uncaballo viejo, y perfecta su semejanza con los de la plaza de toros,cuando se tapaba con venda oblicua uno de los ojos, quedándose con elotro libre para el fisgoneo y vigilancia de sus cofrades. Como en todaregión del mundo hay clases, sin que se exceptúen de esta divisióncapital las más ínfimas jerarquías, allí no eran todos los pobres lomismo. Las viejas, principalmente, no permitían que se alterase elprincipio de distinción capital. Las antiguas, o sea las que llevabanya veinte o más años de pedir en aquella iglesia, disfrutaban depreeminencias que por todos eran respetadas, y las nuevas no teníanmás remedio que conformarse. Las antiguas disfrutaban de los mejorespuestos, y a ellas solas se concedía el derecho de pedir dentro, juntoa la pila de agua bendita. Como el sacristán o el coadjutor alterasenesta jurisprudencia en beneficio de alguna nueva, ya les había caídoque hacer. Armábase tal tumulto, que en muchas ocasiones era forzosoacudir a la ronda o a la pareja de vigilancia. En las limosnascolectivas y en los repartos de bonos, llevaban preferencia las antiguas; y cuando algún parroquiano daba una cantidad cualquiera paraque fuese distribuida entre todos, la antigüedad reclamaba el derecho ala repartición, apropiándose la cifra mayor, si la cantidad no erafácilmente divisible en partes iguales. Fuera de esto, existían lapreponderancia moral, la autoridad tácita adquirida por el largodominio, la fuerza invisible de la anterioridad. Siempre es fuerte elantiguo, como el novato siempre es débil, con las excepciones que puedendeterminar en algunos casos los caracteres. La Casiana, carácter duro,dominante, de un egoísmo elemental, era la más antigua de las antiguas; la Burlada, levantisca, revoltosilla, picotera y maleante, era la másnueva de las nuevas; y con esto queda dicho que cualquier suceso trivialo palabra baladí eran el fulminante que hacía brotar entre ellas lachispa de la discordia.
La disputilla referida anteriormente fue cortada por la entrada osalida de fieles. Pero la Burlada no podía refrenar su reconcomio, yen la primera ocasión, viendo que la Casiana y el ciego Almudena (dequien se hablará después) recibían aquel día más limosna que los demás,se deslenguó nuevamente con la antigua, diciéndole: «Adulona, más queadulona, ¿crees que no sé que estás rica, y que en Cuatro Caminos tienescasa con muchas gallinas, y muchas palomas, y conejos muchos? Todo sesabe.
—Cállate la boca, si no quieres que dé parte a D. Senén para que teenseñe la educación.
—¡A ver!...
—No vociferes, que ya oyes la campanilla de alzar la Majestad.
—Pero, señoras, por Dios—dijo un lisiado que en pie ocupaba el sitio máspróximo a la iglesia—. Arreparen que están alzando el SantísimoSacramento.
—Es esta habladora, escorpionaza.
—Es esta dominanta... ¡A ver!... Pues, hija, ya que eres caporala, notires tanto de la cuerda, y deja que las nuevas alcancemos algo de lalimosna, que todas semos hijas de Dios...
¡A ver!
—¡Silencio, digo!
—¡Ay, hija... ni que fuas Cánovas!».
Más adentro, como a la mitad del pasadizo, a la izquierda, había otrogrupo, compuesto de un ciego, sentado; una mujer, también sentada, condos niñas pequeñuelas, y junto a ella, en pie, silenciosa y rígida, unavieja con traje y manto negros.
Algunos pasos más allá, a cortadistancia de la iglesia, se apoyaba en la pared, cargando el cuerposobre las muletas, el cojo y manco Elíseo Martínez, que gozaba elprivilegio de vender en aquel sitio La Semana Católica. Era, despuésde Casiana, la persona de más autoridad y mangoneo en la cuadrilla, ycomo su lugarteniente o mayor general.
Total: siete reverendos mendigos, que espero han de quedar bienregistrados aquí, con las convenientes distinciones de figura, palabra ycarácter. Vamos con ellos.
La mujer de negro vestida, más que vieja, envejecida prematuramente,era, además de nueva, temporera, porque acudía a la mendicidad porlapsos de tiempo más o menos largos, y a lo mejor desaparecía, sin dudapor encontrar un buen acomodo o almas caritativas que la socorrieran.Respondía al nombre de la señá Benina (de lo cual se infiere queBenigna se llamaba), y era la más callada y humilde de la comunidad, siasí puede decirse; bien criada, modosa y con todas las trazas deperfecta sumisión a la divina voluntad. Jamás importunaba a los parroquianos que entraban o salían; en los repartos, aun siendoleoninos, nunca formuló protesta, ni se la vio siguiendo de cerca ni delejos la bandera turbulenta y demagógica de la Burlada. Con todas ycon todos hablaba el mismo lenguaje afable y comedido; trataba conmiramiento a la Casiana, con respeto al cojo, y únicamente se permitíatrato confianzudo, aunque sin salirse de los términos de la decencia,con el ciego llamado Almudena, del cual, por el pronto, no diré más sinoque es árabe, del Sus, tres días de jornada más allá de Marrakesh.Fijarse bien.
Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buenaeducación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesanteque, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenasperceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos,grandes y obscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad ylos fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus compañerasde oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas coyunturas, noterminaban en uñas de cernícalo.
Eran sus manos como de lavandera, y aúnconservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida en lafrente; sobre ella pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algomejor apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergenio y laexpresión sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesto delíneas, parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo enpenitencia. Faltábanle sólo el crucifijo y la llaga en la frente, sibien podría creerse que hacía las veces de esta el lobanillo del tamañode un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada másarriba del entrecejo.
A eso de las diez, la Casiana salió al patio para ir a la sacristía(donde tenía gran metimiento, como antigua), para tratar con D. Senénde alguna incumbencia desconocida para los compañeros y por lo mismo muycomentada. Lo mismo fue salir la caporala, que correrse la Burladahacia el otro grupo, como un envoltorio que se echara a rodar por elpasadizo, y sentándose entre la mujer que pedía con dos niñas, llamadaDemetria, y el ciego marroquí, dio suelta a la lengua, más cortante yafilada que las diez uñas lagartijeras de sus dedos negros y rapantes.
«¿Pero qué, no creéis lo que vos dije? La caporala es rica, mismamenterica, tal como lo estáis oyendo, y todo lo que coge aquí nos lo quita alas que semos de verdadera solenidá, porque no tenemos más que eldía y la noche.
—Vive por allá arriba—indicó la Crescencia—, orilla en ca los Paúles.
—¡Quiá, no, señora! Eso era antes. Yo lo sé todo—prosiguió la Burlada,haciendo presa en el aire con sus uñas—. A mí no me la da ésa, y hetomado lenguas. Vive en Cuatro Caminos, donde tiene corral, y en élcría, con perdón, un cerdo; sin agraviar a nadie, el mejor cerdo deCuatro Caminos.
—¿Ha visto usted la jorobada que viene por ella?
—¿Que si la he visto? Esa cree