—¿Qué te traigo?—murmuró la mujer negra tambaleándose y cerrando losojos—. Aguárdate un poquitín. Tengo sueño, Jai».
Cayó nuevamente en profundo sopor, y Almudena, que había requerido elpalo con intenciones de usarlo como infalible remedio de la embriaguez,tuvo lástima y suspiró fuerte, mascullando estas o parecidas palabras:«Pegar ti otro día».
Casi no es hipérbole decir que la señá Benina, al salir de SantaCasilda, poseyendo el incompleto duro que calmaba sus mortalesangustias, iba por rondas, travesías y calles como una flecha. Consesenta años a la espalda, conservaba su agilidad y viveza, unidas a unaperseverancia inagotable. Se había pasado lo mejor de la vida en unajetreo afanoso, que exigía tanta actividad como travesura, esfuerzoslocos de la mente y de los músculos, y en tal enseñanza se habíafortificado de cuerpo y espíritu, formándose en ella el templeextraordinario de mujer que irán conociendo los que lean esta puntualhistoria de su vida.
Con increíble presteza entró en una botica de lacalle de Toledo; recogió medicinas que había encargado muy de mañana;después hizo
parada
en
la
carnicería y
en
la
tienda
de
ultramarinos,llevando su compra en distintos envoltorios de papel, y, por fin, entróen una casa de la calle Imperial, próxima a la rinconada en que está elAlmotacén y Fiel Contraste.
Deslizose a lo largo del portal angosto,obstruido y casi intransitable por los colgajos de un comercio decordelería que en él existe; subió la escalera, con rápidos andareshasta el principal, con moderado paso hasta el segundo; llegó jadeanteal tercero, que era el último, con honores de sotabanco. Dio vuelta a unpatio grande, por galería de emplomados cristales, de suelo desigual, acausa de los hundimientos y desniveles de la vieja fábrica, y al finllegó a una puerta de cuarterones, despintada; llamó... Era su casa, lacasa de su señora, la cual, en persona, tentando las paredes, salió alruido de la campanilla, o más bien afónico cencerreo, y abrió, no sin laprecaución de preguntar por la mirilla, cuadrada, defendida por una cruzde hierro.
«Gracias a Dios, mujer...—le dijo en la misma puerta—.
¡Vaya unas horas!Creí que te había cogido un coche, o que te había dado un accidente».
Sin chistar siguió Benina a su señora hasta un gabinetillo próximo, yambas se sentaron. Excusó la criada las explicaciones de su tardanza porel miedo que sentía de darlas, y se puso a la defensiva, esperando a verpor dónde salía doña Paca, y qué posiciones tomaba en su irasciblegenio. Algo la tranquilizó el tono de las primeras palabras con que fuerecibida; esperaba una fuerte reprimenda, vocablos displicentes. Perola señora parecía estar de buenas, domado, sin duda, el áspero carácterpor la intensidad del sufrimiento. Benina se proponía, como siempre,acomodarse al son que le tocara la otra, y a poco de estar junto a ella,cambiadas las primeras frases, se tranquilizó.
«¡Ay, señora, qué día! Yoestaba deshecha; pero no me dejaban, no me dejaban salir de aquellabendita casa.
—No me lo expliques—dijo la señora, cuyo acentillo andaluz persistía,aunque muy atenuado, después de cuarenta años de residencia en Madrid—.Ya estoy al tanto. Al oír las doce, la una, las dos, me decía yo: 'Pero,Señor, por qué tarda tanto la Nina?'. Hasta que me acordé...
—Justo.
—Me acordé... como tengo en mi cabeza todo el almanaque...
de que hoy esSan Romualdo, confesor y obispo de Farsalia...
—Cabal.
—Y son los días del señor sacerdote en cuya casa estás de asistenta.
—Si yo pensara que usted lo había de adivinar, habría estado mástranquila—afirmó la criada, que en su extraordinaria capacidad paraforjar y exponer mentiras, supo aprovechar el sólido cable que su ama learrojaba—. ¡Y que no ha sido floja la tarea!
—Habrás tenido que dar un gran almuerzo. Ya me lo figuro.
¡Y que noserán cortos de tragaderas los curánganos de San Sebastián, compañeros yamigos de tu D. Romualdo!
—Todo lo que le diga es poco.
—Cuéntame: ¿qué les has puesto?—preguntó ansiosa la señora, que gustabade saber lo que se comía en las casas ajenas—. Ya estoy al tanto. Lesharías una mayonesa.
—Lo primero un arroz, que me quedó muy a punto. ¡Ay, Señor, cuánto loalabaron! Que si era yo la primera cocinera de toda la Europa... que sipor vergüenza no se chupaban los dedos...
—¿Y después?
—Una pepitoria que ya la quisieran para sí los ángeles del cielo. Luego,calamares en su tinta... luego...
—Pues aunque te tengo dicho que no me traigas sobras de ninguna casa,pues prefiero la miseria que me ha enviado Dios, a chupar huesos deotras mesas... como te conozco, no dudo que habrás traído algo. ¿Dóndetienes la cesta?».
Viéndose cogida, Benina vacilé un instante; mas no era mujer que searredraba ante ningún peligro, y su maestría para el embuste le sugiriópronto el hábil quite: «Pues, señora, dejé la cesta, con lo que traje,en casa de la señorita Obdulia, que lo necesita más que nosotras.
—Has hecho bien. Te alabo la idea, Nina. Cuéntame más. ¿Y
un buensolomillo, no pusiste?
—¡Anda, anda! Dos kilos y medio, señora. Sotero Rico me lo dio de losuperior.
—¿Y postres, bebidas?...
—Hasta Champaña de la Viuda. Son el diantre los curas, y de nada seprivan... Pero vámonos adentro, que es muy tarde, y estará la señoradesfallecida.
—Lo estaba; pero... no sé: parece que me he comido todo eso de que hashablado... En fin, dame de almorzar.
—¿Qué ha tomado? ¿El poquito de cocido que le aparté anoche?
—Hija, no pude pasarlo. Aquí me tienes con media onza de chocolatecrudo.
—Vamos, vamos allá. Lo peor es que hay que encender lumbre. Pero prontodespacho... ¡Ah! también le traigo las medicinas. Eso lo primero.
—¿Hiciste todo lo que te mandé?—preguntó la señora, en marcha las doshacia la cocina—. ¿Empeñaste mis dos enaguas?
—¿Cómo no? Con las dos pesetas que saqué, y otras dos que me dio D.Romualdo por ser su santo, he podido atender a todo.
—¿Pagaste el aceite de ayer?
—¡Pues no!
—¿Y la tila y la sanguinaria?
—Todo, todo... Y aún me ha sobrado, después de la compra, para mañana.
—¿Querrá Dios traernos mañana un buen día?—dijo con honda tristeza laseñora, sentándose en la cocina, mientras la criada, con nerviosaprontitud, reunía astillas y carbones.
—¡Ay! sí, señora: téngalo por cierto.
—¿Por qué me lo aseguras, Nina?
—Porque lo sé. Me lo dice el corazón. Mañana tendremos un buen día,estoy por decir que un gran día.
—Cuando lo veamos te diré si aciertas... No me fío de tus corazonadas.Siempre estás con que mañana, que mañana...
—Dios es bueno.
—Conmigo no lo parece. No se cansa de darme golpes: me apalea, no medeja respirar. Tras un día malo, viene otro peor.
Pasan años aguardandoel remedio, y no hay ilusión que no se me convierta en desengaño. Mecanso de sufrir, me canso también de esperar. Mi esperanza es traidora,y como me engaña siempre, ya no quiero esperar cosas buenas, y lasespero malas para que vengan... siquiera regulares.
—Pues yo que la señora—dijo Benina dándole al fuelle—, tendría confianzaen Dios, y estaría contenta... Ya ve que yo lo estoy... ¿no me ve? Yosiempre creo que cuando menos lo pensemos nos vendrá el golpe de suerte,y estaremos tan ricamente,
acordándonos
de
estos
días
de
apuros,
ydesquitándonos de ellos con la gran vida que nos vamos a dar.
—Ya no aspiro a la buena vida, Nina—declaró casi llorando la señora—:sólo aspiro al descanso.
—¿Quién piensa en la muerte? Eso no: yo me encuentro muy a gusto en estemundo fandanguero, y hasta le tengo ley a los trabajillos que paso.Morirse no.
—¿Te conformas con esta vida?
—Me conformo, porque no está en mi mano el darme otra.
Venga todo antesque la muerte, y padezcamos con tal que no falte un pedazo de pan, ypueda uno comérselo con dos salsas muy buenas: el hambre y la esperanza.
—¿Y soportas, además de la miseria, la vergüenza, tanta humillación,deber a todo el mundo, no pagar a nadie, vivir de mil enredos, trampas yembustes, no encontrar quien te fíe valor de dos reales, vernosperseguidos de tenderos y vendedores?
—¡Vaya si lo soporto!... Cada cual, en esta vida, se defiende comopuede. ¡Estaría bueno que nos dejáramos morir de hambre, estando lastiendas tan llenas de cosas de substancia! Eso no: Dios no quiere que anadie se le enfríe el cielo de la boca por no comer, y cuando no nos dadinero, un suponer, nos da la sutileza del caletre para inventar modosde allegar lo que hace falta, sin robarlo... eso no. Porque yo prometopagar, y pagaré cuando lo tengamos. Ya saben que somos pobres... que hayformalidad en casa, ya que no haigan otras cosas. ¡Estaría bueno quenos afligiéramos porque los tenderos no cobran estas miserias, sabiendo,como sabemos, que están ricos!...
—Es que tú no tienes vergüenza, Nina; quiero decir, decoro; quierodecir, dignidad.
—Yo no sé si tengo eso; pero tengo boca y estómago natural, y sé tambiénque Dios me ha puesto en el mundo para que viva, y no para que me dejemorir de hambre. Los gorriones, un suponer, ¿tienen vergüenza? ¡Quia!...lo que tienen es pico... Y
mirando las cosas como deben mirarse, yo digoque Dios, no tan sólo ha criado la tierra y el mar, sino que son obrasuya mismamente las tiendas de ultramarinos, el Banco de España, lascasas donde vivimos y, pongo por caso, los puestos de verdura... Todo esde Dios.
—Y la moneda, la indecente moneda, ¿de quién es?—
preguntó con lastimeroacento la señora—. Contéstame.
—También es de Dios, porque Dios hizo el oro y la plata...
Los billetes,no sé... Pero también, también.
—Lo que yo digo, Nina, es que las cosas son del que las tiene... y lastiene todo el mundo menos nosotras... ¡Ea! date prisa, que sientodebilidad. ¿En dónde me pusiste las medicinas?... Ya: están sobre lacómoda. Tomaré una papeleta de salicilato antes de comer... ¡Ay, quétrabajo me dan estas piernas! En vez de llevarme ellas a mí, tengo yoque tirar de ellas. (Levantándose con gran esfuerzo.) Mejor andaría yocon muletas. ¿Pero has visto lo que hace Dios conmigo? ¡Si esto pareceburla! Me ha enfermado de la vista, de las piernas, de la cabeza, de losriñones, de todo menos del estómago. Privándome de recursos, dispone queyo digiera como un buitre.
—Lo mismo hace conmigo. Pero yo no lo llevo a mal, señora.
¡Bendito seael Señor, que nos da el bien más grande de nuestros cuerpos: el hambresantísima!».
Ya pasaba de los sesenta la por tantos títulos infeliz Doña FranciscaJuárez de Zapata, conocida en los años de aquella su decadencialastimosa por doña Paca, a secas, con lacónica y plebeyafamiliaridad. Ved aquí en qué paran las glorias y altezas de este mundo,y qué pendiente hubo de recorrer la tal señora, rodando hacia laprofunda miseria, desde que ataba los perros con longaniza, por los años59 y 60, hasta que la encontramos viviendo inconscientemente de limosna,entre agonías, dolores y vergüenzas mil. Ejemplos sin número de estascaídas nos ofrecen las poblaciones grandes, más que ninguna esta deMadrid, en que apenas existen hábitos de orden, pero a todos losejemplos supera el de doña Francisca Juárez, tristísimo juguete deldestino. Bien miradas estas cosas y el subir y bajar de las personas enla vida social, resulta gran tontería echar al destino la culpa de loque es obra exclusiva de los propios caracteres y temperamentos, y buenamuestra de ello es doña Paca, que en su propio ser desde el nacimientollevaba el desbarajuste de todas las cosas materiales. Nacida en Ronda,su vista se acostumbró desde la niñez a las vertiginosas depresiones delterreno; y cuando tenía pesadillas, soñaba que se caía a la profundísimahondura de aquella grieta que llaman Tajo. Los nacidos en Ronda debende tener la cabeza muy firme y no padecer de vértigos ni cosa tal,hechos a contemplar abismos espantosos. Pero doña Paca no sabíamantenerse firme en las alturas: instintivamente se despeñaba; sucabeza no era buena para esto ni para el gobierno de la vida, que es laseguridad de vista en el orden moral.
El vértigo de Paquita Juárez fue un estado crónico desde que la casaron,muy joven, con D. Antonio María Zapata, que le doblaba la edad,intendente de ejército, excelente persona, de holgada posición por sucasa, como la novia, que también poseía bienes raíces de mucha cuenta.Sirvió Zapata en el ejército de África, división de Echagüe, y despuésde Wad-Ras pasó a la Dirección del ramo. Establecido el matrimonio enMadrid, le faltó tiempo a la señora para poner su casa en un pie de vidafrívola y aparatosa que, si empezó ajustando las vanidades al marco delas rentas y sueldos, pronto se salió de todo límite de prudencia, y notardaron en aparecer los atrasos, las irregularidades, las deudas.Hombre ordenadísimo era Zapata; pero de tal modo le dominaba su esposa,que hasta le hizo perder sus cualidades eminentes; y el que tan biensupo administrar los caudales del ejército, veía perderse los suyos,olvidado del arte para conservarlos. Paquita no se ponía tasa en elvestir elegante, ni en el lujo de mesa, ni en el continuo zarandeo debailes y reuniones, ni en los dispendiosos caprichos. Tan notorio fue yael desorden, que Zapata, aterrado, viendo venir el trueno gordo, hubode vencer la modorra en que su cara mitad le tenía, y se puso a hacernúmeros y a querer establecer método y razón en el gobierno de suhacienda; pero ¡oh triste sino de la familia!
cuando más engolfadoestaba el hombre en su aritmética, de la que esperaba su salvación,cogió una pulmonía, y pasó a mejor vida el Viernes Santo por la tarde,dejando dos hijos de corta edad: Antoñito y Obdulia.
Administradora y dueña del caudal activo y pasivo, Francisca no tardó endemostrar su ineptitud para el manejo de aquellas enredosas materias, ya su lado surgieron, como los gusanos en cuerpo corrupto, infinitaspersonas que se la comían por dentro y por fuera, devorándola sincompasión. En esta época desastrosa, entró a su servicio Benigna, que sidesde el primer día se acreditó de cocinera excelente, a las pocassemanas hubo de revelarse como la más intrépida sisona de Madrid. Quétal sería la moza en este terreno, que la misma doña Francisca, de unamiopía radical para la inspección de sus intereses, pudo apreciar larapacidad minuciosa de la sirviente, y aun se determinó a corregirla.
Enjusticia, debo decir que Benigna (entre los suyos llamada Benina, y Nina simplemente por la señora) tenía cualidades muy buenas que, encierto modo, compensaban, en los desequilibrios de su carácter, aqueldefecto grave de la sisa. Era muy limpia, de una actividad pasmosa, queproducía el milagro de agrandar las horas y los días. Además de esto,Doña Francisca estimaba en ella el amor intenso a los niños de la casa;amor sincero y, si se quiere, positivo, que se revelaba en la vigilanciaconstante, en los exquisitos cuidados con que sanos o enfermos lesatendía. Pero las cualidades no fueron bastante eficaces para impedirque el defecto promoviera cuestiones agrias entre ama y sirviente, y enuna de estas, Benina fue despedida. Los niños la echaron muy de menos, ylloraban por su Nina graciosa y soboncita.
A los tres meses se presentó de visita en la casa. No podía olvidar a laseñora ni a los nenes. Estos eran su amor, y la casa, todo lo materialde ella, la encariñaba y atraía. Paquita Juárez también tenía especialgusto en charlar con ella, pues algo (no sabían qué) existía entre lasdos que secretamente las enlazaba, algo de común en la extraordinariadiversidad de sus caracteres.
Menudearon las visitas. ¡Ay! la Benina nose encontraba a gusto en la casa donde a la sazón servía. En fin, que yala tenemos otra vez en la domesticidad de Doña Francisca; y tan contentaella, y satisfecha
la
señora,
y
los
pequeñuelos
locos
de
alegría.Sobrevino en aquel tiempo un aumento de las dificultades y ahogos de lafamilia en el orden administrativo: las deudas roían con diente voraz elpatrimonio de la casa; se perdían fincas valiosas, pasando sin sabercómo, por artes de usura infame, a las manos de los prestamistas. Comocarga preciosa que se arroja de la embarcación al mar en los apuros delnaufragio, salían de la casa los mejores muebles, cuadros, alfombrasriquísimas: las alhajas habían salido ya... Pero por más que sealigeraba el buque, la familia continuaba en peligro de zozobra y desumergirse en los negros abismos sociales.
Para mayor desdicha, en aquel funesto periodo del 70 al 80, los dosniños padecieron gravísimas enfermedades: tifoidea el uno; eclampsia yepilepsia la otra. Benina les asistió con tal esmero y solicitud tanamorosa, que se pudo creer que les arrancaba de las uñas de la muerte.Ellos le pagaban, es verdad, estos cuidados con un afecto ardiente. Poramor de Benina, más que por el de su madre, se prestaban a tomar lasmedicinas, a callar y estarse quietecitos, a sudar sin ganas, y a nocomer antes de tiempo: todo lo cual no impidió que entre ama y criadasurgiesen cuestiones y desavenencias, que trajeron una segundadespedida. En un arrebato de ira o de amor propio, Benina saliódisparada, jurando y perjurando que no volvería a poner los pies enaquella casa, y que al partir sacudía sus zapatos para no llevarsepegado en ellos el polvo de las esteras... pues lo que es alfombras, yano las había.
En efecto: antes del año, apareciose Benina en la casa. Entró, anegadoen lágrimas el rostro, diciendo: «Yo no sé qué tiene la señora; yo no séqué tiene esta casa, y estos niños, y estas paredes, y todas las cosasque aquí hay: yo no sé más sino que no me hallo en ninguna parte. Encasa rica estoy, con buenos amos que no reparan en dos reales más omenos; seis duros de salario...
Pues no me hallo, señora, y paso lanoche y el día acordándome de esta familia, y pensando si estarán bien ono estarán bien. Me ven suspirar, y creen que tengo hijos. Yo no tengo anadie en el mundo más que a la señora, y sus hijos son mis hijos, puescomo a tales les quiero...». Otra vez Benina al servicio de DoñaFrancisca Juárez, como criada única y para todo, pues la familia habíadado un bajón tremendo en aquel año, siendo tan notorias las señales deruina, que la criada no podía verlas sin sentir aflicción profunda.Llegó la ocasión ineludible de cambiar el cuarto en que vivían por otromás modesto y barato. Doña Francisca, apegada a las rutinas y sindeterminación para nada, vacilaba. La criada, quitándole en momentos tancríticos las riendas del gobierno, decidió la mudanza, y desde la callede Claudio Coello saltaron a la del Olmo. Por cierto que hubo no pocasdificultades para evitar un desahucio vergonzoso: todo se arregló con lagenerosa ayuda de Benina, que sacó del Monte sus economías, importantestres mil y pico de reales, y las entregó a la señora, estableciéndosedesde entonces comunidad de intereses en la adversa como en la prósperafortuna. Pero ni aun en aquel rasgo de caridad hermosa desmintió lapobre mujer sus hábitos
de
sisa,
y
descontó
un
pico
para
guardarlocuidadosamente en su baúl, como base de un nuevo montepío, que era paraella necesidad de su temperamento y placer de su alma.
Como se ve, tenía el vicio del descuento, que en cierto modo, por otrolado, era la virtud del ahorro. Difícil expresar dónde se empalmaban yconfundían la virtud y el vicio. La costumbre de escatimar una partegrande o chica de lo que se le daba para la compra, el gusto deguardarla, de ver cómo crecía lentamente su caudal de perras, sesobreponían en su espíritu a todas las demás costumbres, hábitos yplaceres. Había llegado a ser el sisar y el reunir como cosa instintiva,y los actos de este linaje se diferenciaban poco de las rapiñas yescondrijos de la urraca. En aquella tercera época, del 80 al 85, sisabacomo antes, aunque guardando medida proporcional con los mezquinoshaberes de Doña
Francisca.
Sucediéronse
en
aquellos
días
grandesdesventuras y calamidades. La pensión de la señora, como viuda deintendente, había sido retenida en dos tercios por los prestamistas; losempeños sucedían a los empeños, y por librarse de un ahogo, caía prontoen mayores apreturas. Su vida llegó a ser un continuo afán: lasangustias de una semana, engendraban las de la semana siguiente: raroseran los días de relativo descanso. Para atenuar las horas tristes,sacaban fuerzas de flaqueza, alegrando con afectadas fantasmagorías losratos de la noche, cuando se veían libres de acreedores molestos y dereclamaciones enfadosas. Fue preciso hacer nuevas mudanzas, buscando labaratura, y del Olmo pasaron al Saúco, y del Saúco al Almendro.Por esta fatalidad de los nombres de árboles en las calles dondevivieron, parecían pájaros que volaban de rama en rama, dispersados porlas escopetas de los cazadores o las pedradas de los chicos.
En una de las tremendas crisis de aquel tiempo, tuvo Benina que acudirnuevamente al fondo de su cofre, donde escondía el gato o montepío,producto de sus descuentos y sisas. Ascendía el montón a diez y sieteduros. No pudiendo decir a su señora la verdad, salió con el cuento deque una prima suya, la Rosaura, que comerciaba en miel alcarreña, lehabía dado unos duros para que se los guardara. «Dame, dame todo lo quetengas, Benina, así Dios te conceda la gloria eterna, que yo te lodevolveré doblado cuando los primos de Ronda me paguen lo del pejugar...ya sabes... es cosa de días... ya viste la carta».
Y revolviendo en el fondo del baúl, entre mil baratijas y líos detrapos, sacó la sisona doce duros y medio y los dio a su ama diciéndole:«Es todo lo que tengo. No hay más: puede creerlo; es tan verdad como quenos hemos de morir».
No podía remediarlo. Descontaba su propia caridad, y sisaba en sulimosna.
Tantas desdichas, parecerá mentira, no eran más que el preámbulo delinfortunio grande, aterrador, en que el infeliz linaje de los Juárez yZapatas había de caer, la boca del abismo en que sumergido le hallamosal referir su historia. Desde que vivían en la calle del Olmo, DoñaFrancisca fue abandonada de la sociedad que la ayudó a dar al viento sufortuna, y en las calles del Saúco y Almendro desaparecieron las pocasamistades que le restaban. Por entonces la gente de la vecindad, lostenderos chasqueados y las personas que de ella tenían lástima empezarona llamarla Doña Paca, y ya no hubo forma de designarla con otronombre. Gentezuelas desconsideradas y groseras solían añadir al nombrefamiliar algún mote infamante: Doña Paca la tramposa, la Marquesa delinfundio.
Está visto que Dios quería probar a la dama rondeña, porque a lascalamidades del orden económico añadió la grande amargura de que sushijos, en vez de consolarla, despuntando por buenos y sumisos, agobiaransu espíritu con mayores mortificaciones, y clavaran en su corazónespinas muy punzantes. Antoñito, defraudando las esperanzas de su mamá,y esterilizando los sacrificios que se habían hecho para encarrilarle enlos estudios, salió de la piel del diablo. En vano su madre y Benina,sus dos madres más bien, se desvivían por quitarle de la cabeza lasmalas ideas: ni el rigor ni las blanduras daban resultado. Se repetía elcaso de que, cuando ellas creían tenerle conquistado con carantoñas ymimos, él las engañaba con fingida sumisión, y escamoteándoles lavoluntad, se alzaba con el santo y la limosna.
Era muy listo para elmal, y hallábase dotado de seducciones raras para hacerse perdonar sustravesuras. Sabía esconder su astuta malicia bajo aparienciasagradables; a los diez y seis años engañaba a sus madres como si fueranniñas; traía falsos certificados de exámenes; estudiaba por apuntes delos compañeros, porque vendía los libros que se le habían comprado. Alos diez y nueve años, las malas compañías dieron ya carácter grave asus diabluras; desaparecía de la casa por dos o tres días, seembriagaba, se quedó en los huesos. Uno de los principales cuidados delas dos madres era esconder en las entrañas de la tierra la poca monedaque tenían, porque con él no había dinero seguro. La sacaba con arteexquisito del seno de Doña Paca, o del bolso mugriento de Benina.Arramblaba por todo, fuera poco, fuera mucho. Las dos mujeres no sabíanqué escondrijos inventar, ni en qué profundidades de la cocina o de ladespensa esconder sus mezquinos tesoros.
Y a pesar de esto, su madre le quería entrañablemente, y Benina leadoraba, porque no había otro con más arte y más refinado histrionismopara fingir el arrepentimiento. A sus delirios seguían comúnmente díasde recogimiento solitario en la casa, derroche de lágrimas y suspiros,protestas de enmienda, acompañadas de un febril besuqueo de las caras delas dos madres burladas... El blando corazón de estas, engañado por tanbonitas demostraciones, se dejaba adormecer en la confianza cómoda yfácil, hasta que, de improviso, del fondo de aquellas zalamerías,verdaderas o falsas, saltaba el ladronzuelo, como diablillo de trampa enel centro de una caja de dulces, y... otra vez el muchacho a suscorrerías infames, y las pobres mujeres a su desesperación.
Por desgracia o por fortuna (y vaya usted a saber si era fortuna odesgracia), ya no había en la casa cubiertos de plata, ni objeto algunode metal valioso. El demonio del chico hacía presa en cuanto encontraba,sin despreciar las cosas de valor ínfimo; y después de arramblar por losparaguas y sombrillas, la emprendió con la ropa interior, y un día, allevantarse de la mesa, aprovechando un momento de descuido de sus madresy hermana, escamoteó el mantel y dos servilletas. De su propia ropa nose diga: en pleno invierno andaba por las calles sin abrigo ni capa,respetado de las pulmonías, protegido sin duda contra ellas por el fuegointerior de su perversidad. Ya no sabían Doña Paca y Benina dóndeesconder las cosas, pues temían que les arrebatara hasta la camisa quellevaban puesta. Baste decir que desaparecieron en una noche lasvinajeras, y un estuchito de costura de Obdulia; otra noche dos planchasy unas tenacillas, y sucesivamente elásticas usadas, retazos de tela, ymultitud de cosas útiles aunque de valor insignificante. Libros nohabía ya en la casa, y Doña Paca no se atrevía ni a pedirlos prestados,temerosa de no poder devolverlos. Hasta los de misa habían volado, ytras ellos, o antes que ellos, gemelos de teatro, guantes en buen uso, yuna jaula sin pájaro.