—Y se me ha ocurrido... para eso la he llamado a usted... se me haocurrido que el mejor donativo que puedo hacer a esa desgraciada eseste».
Diciéndolo, D. Carlos cogió un libro largo y estrecho, nuevecito, y lopuso delante de sí para que Benina lo cogiera. Era una agenda.
«Vea usted—dijo el buen señor hojeando el libro—: aquí están todos losdías de la semana. Fíjese bien: a un lado, la columna del Debe; aotro, la del Haber. Vea cómo en los gastos se marcan los artículos:carbón, aceite, leña, etc... Pues ¿qué trabajo cuesta ir poniendo aquílo que se gasta, y en esta otra parte lo que ingresa?
—Pero si a la señora no le ingresa nada.
—¡Caramelos!—exclamó Trujillo dando una palmada sobre el libro—. Algohabrá, porque su poco de consumo hacen ustedes, y para ese consumoalguna cantidad, corta o larga, chica o grande, han de tener. Y lo queusted saca de las limosnas, ¿por qué no ha de anotarse? Vamos a ver,¿por qué no ha de anotarse?».
Benina le miró entre colérica y compadecida. Pero más pudo la ira que lalástima, y hubo un momento, un segundo no más, en que le faltó poco paracoger el libro y estampárselo en la cabeza al Sr. D. Carlos. Conteniendosu furor, y para que el monomaníaco de la contabilidad no se loconociera, le dijo con forzada sonrisa: «De modo que el señor apunta lasperras que nos da a los pobres de San Sebastián.
—Día por día—replicó el anciano con orgullo, moviendo más la cabeza—. Ypuedo decirle a usted, si quiere saberlo, lo que he dado en tres meses,en seis, en un año.
—No, no se moleste, señor—indicó Benina, sintiendo otra vez ganas dedarle un papirotazo—. Llevaré el libro, si usted quiere.
La señora se loagradece mucho, y yo también. Pero no tenemos pluma ni lápiz para unremedio.
—Todo sea por Dios. ¿En qué casa, por pobre que esté, no hay recado deescribir? Se ofrece echar una firma, tomar una cuenta, apuntar un nombreo señas de casa para que no se olviden...
Tome usted este lápiz, que yaestá afilado, y lléveselo también, y cuando se le gaste la punta, se lasaca usted con el cuchillo de la cocina».
Y a todas estas, D. Carlos no hablaba de darle ningún socorro positivo,concretando su caridad a la ofrenda del libro, que debía ser fundamentodel orden administrativo en la desquiciada hacienda de Doña FranciscaJuárez. Al verle mover los labios para seguir hablando, y echar mano ala llave puesta en el cajón de la izquierda, Benina sintió grandealegría.
«No hay ni puede haber prosperidad sin administración—
afirmó D. Carlos,abriendo la gaveta y mirando dentro de ella—.
Yo quiero que Franciscaadministre, y cuando administre...
—Cuando
administre,
¿qué?—dijo
Benina
con
el
pensamiento—. ¿Qué nos vausted a dar, viejo loco, más loco que los que están en Leganés? Así sete pudra todo el dinero que guardas, y se te convierta en pus dentro delcuerpo para que revientes, zurrón de avaricia.
—Coja usted el libro y el lápiz, y lléveselo con mucho cuidado... no sele pierda por el camino. Bueno: ¿se ha hecho usted cargo? ¿Me respondede que apuntarán todo?
—Sí, señor... no se escapará ni un verbo.
—Bueno. Pues ahora, para que Francisca se acuerde de mi pobre Pura yrece por ella... ¿Me promete usted que rezarán por ella y por mí?
—Sí, señor: rezaremos a voces, hasta que se nos caiga la campanilla.
—Pues aquí tengo doce duros, que destino al socorro de los necesitadosque no se determinan a pedir limosna porque les da vergüenza...¡pobrecitos! son los más dignos de conmiseración».
Al oír doce duros, Benina abrió cada ojo como la puerta de una casa.¡Cristo, lo que ella haría con doce duros! Ya estaba viendo el descansode muchos días, atender a tantas necesidades, tapar algunas bocas,vivir, respirar, dando de mano al petitorio humillante, y al suplicio dela busca por medios tan fatigosos. La pobre mujer vio el cielo abierto,y por el hueco la docena de pesos, compendio hermosísimo de su felicidaden aquellos días.
«Doce duros—repitió D. Carlos pasando las monedas de una mano a otra—;pero no se los doy en junto, porque sería fomentar el despilfarro: selos asigno...».
A Benina se le cayeron las alas del corazón.
«Si se los diera, mañana a estas horas no tendría ya ni un céntimo. Leseñalo dos duros al mes, y todos los días 24 puede usted venir arecogerlos, hasta que se cumplan los seis meses, y pasado Septiembre yoveré si debo aumentar o no la asignación.
Eso depende, fíjese usted, deque yo me entere, tocante a si se administra o no se administra, si hayorden o sigue el... el caos.
Mucho cuidado con el caos.
—Bien, señor—manifestó Benina con humildad, pensando que más cuenta letenía conformarse, y coger lo que se le daba, sin meterse en cuestionescon el estrafalario y ruin vejete—. Yo le respondo de que se llevaránlos apuntes con ministración, y no se nos escapará ni una hilacha...¿Con que pasaré los días 24?
Nos viene bien para ayuda de la casa. ElSeñor se lo aumente, y a la señora difunta téngala en su santodescanso... por jamás amén».
D. Carlos, después de anotar, gozando mucho en ello, la cantidaddesembolsada, despidió a Benina con un gesto, y mudándose de capa yencasquetándose el sombrero nuevo, prenda que no salía de la caja sinoen días solemnes, se dispuso a salir y emprender con voluntad segura yfirme pie las devociones de aquel día, que empezaban en Montserrat yterminaban en la Sacramental de San Justo.
«El demontre del viejo—se decía la señá Benina, metiéndose a buen andarpor la calle de las Urosas—, no puede hacer más que lo que le manda sunatural. Válgate Dios: si cosas muy raras cría Nuestro Señor en el aquelde plantas y animales, más raras las hace en el aquel de personas. Noacaba una de ver verdades que parecen mentiras... En fin, otros sonpeores que este D. Carlos, que al cabo da algo, aunque sea por cuenta yapuntación... Peores los hay, y tan peores... que ni apuntan ni dan...El cuento es que con estos dos duros no se me arregla el día, porquequiero devolverle a Almudena el suyo, que bueno es tener con él palabra.Vendrán días malos, y él me servirá... Me quedan veinte reales, de loscuales habré de dar parte a la niña, que está pereciendo, y lo demáspara comer hoy, y... Tendré que decirle a la señora que su pariente nome ha dado más que el libro de cuentas, con el cual y el lápiz pondremosun puchero que será muy rico... caldo de números y substancia deimprenta... ¡qué risa!... En fin, para las mentiras que he de decirla aDoña Paca, Dios me iluminará, como siempre, y vamos tirando. A ver siencuentro a Almudena por el camino, que esta es la hora de subir él a laiglesia. Y si no nos tropezamos en la calle, de fijo está en el café dela Cruz del Rastro».
Dirigiose allá, y en la calle de la Encomienda se encontraron:
«Hijo, entu busca iba—le dijo la Benina cogiéndole por el brazo—. Aquí tienes tuduro. Ya ves que sé cumplir.
— Amri, no tener priesa.
—No te debo nada... Y hasta otra, Almudenilla, que días vendrán en queyo carezca y tú me sirvas, como te serviré yo viceversa... ¿Vienes delcafé?
—Sí, y golvier si querer tú migo. Convidar tigo».
Asintió Benina al convite, y un rato después hallábanse los dossentaditos en el café económico, tomándose sendos vasos de a diezcéntimos. El local era una taberna retocada, con ridículas eleganciasentre pueblo y señorío; dorados chillones; las paredes pintorreadas demarinas y paisajes; ambiente fétido, y parroquia mixta de pobretería yvendedores del Rastro, locuaces, indolentes, algunos agarrados a losperiódicos, y otros oyendo la lectura, todos muy a gusto en aquel vagarbullicioso, entre salivazos, humo de mal tabaco y olores de aguardiente.Solos en una mesa Benina y el marroquí, charlaron de sus cosas: el ciegole contó las barrabasadas de su compañera de vivienda, y ella suentrevista con D. Carlos, y el ridículo obsequio del libro de cuentas yde los dos duros mensuales. De las riquezas que, según voz pública,atesoraba Trujillo (treinta y cuatro casas, la mar de dinero enpapelorios del Gobierno, muchismos miles de miles en el Banco),charlaron extensamente, corriéndose luego a considerar, verbigracia,el sinnúmero de pobres que podrían ser felices con toda aquella guita,que a D. Carlos le venía tan ancha, pues descontando una parte para sushijos, que de natural debían poseerlo, con lo demás se apañaríantantos y tantos que andan por estas calles de Dios ladrando de hambre.Pero como ellos no habían de arreglarlo a su gusto, más cuenta les teníano pensar en tal cosa, y buscarse cada cual su mendrugo de pan comopudiera, hasta que viniese la muerte y después Dios a dar a cada uno sumerecido. Por fin, con extraordinaria gravedad y tono de convicciónprofunda, Almudena dijo a su amiga que todos los dinerales de D. Carlospodían ser de ella, si quisiera.
«¿Míos? ¿Has dicho que todo lo de D. Carlos puede ser mío?
Tú estásloco, Almudenilla.
— Tudo tuya... por la bendita luz. Si no creer mí, priebar tú y ver.
—Vuélvemelo a decir: que todo el dinero de D. Carlos puede ser mío,¿cuándo?
—Cuando querer ti.
—Lo creeré, si me explicas cómo ha de ser ese milagro.
—Mí sabier cómo... Dicir ti secreto.
—Y si tú puedes hacer que todo el caudal de ese viejo loco, un suponer,pase a ser de otra persona, ¿por qué te conformas con la miseria, porqué no lo coges para ti?».
Replicó a esto Almudena que la persona que hiciera el milagro, cuyosecreto él poseía, había de tener vista. Y el milagro era seguro, por labendita luz; y si ella dudaba, no tenía más que probarlo, haciendopuntualmente todo cuanto él le dijera.
Siempre fue Benina algo supersticiosa, y solía dar crédito a cuantashistorias sobrenaturales oía contar; además, la miseria despertaba enella el respeto de las cosas inverosímiles y maravillosas, y aunque nohabía visto ningún milagro, esperaba verlo el mejor día. Un poco desuperstición, un mucho de ansia de fenómenos estupendos y nunca vistos,y otro tanto de curiosidad, la impulsaron a pedir al marroquíexplicaciones concretas de su ciencia o arte de magia, pues esto habíade ser seguramente. Díjole el ciego que todo consistía en saber el artey modo de pedir lo que se quisiera a un ser llamado Samdai.
«¿Y quién es ese caballero?
—El Rey de baixo terra.
—¿Cómo? ¿Un Rey que está debajo de la tierra? Pues el diablo será.
—Diablo no: Rey bunito.
—¿Eso es cosa de tu religión? ¿Tú qué religión tienes?
—Ser eibrío.
—Vaya por Dios—dijo Benina, que no había entendido el término—. ¿Y a eseRey le llamas tú, y viene?
—Y dar ti tuda que pedir él.
—¿Me da todo lo que le pida?
— Siguro».
La convicción profunda que Almudena mostraba hizo efecto en la infelizmujer, quien, después de una pausa en que interrogaba los ojos muertosde su amigo y su frente amarilla lustrosa, rodeada de negros cabellos,saltó diciendo:
«¿Y qué se hace para llamarlo?
—Yo diciendo ti.
—¿Y no me pasa nada por hacerlo?
— Naida.
—¿No me condeno, ni me pongo mala, ni me cogen los demonios?
—No.
—Pues ve diciendo; pero no engañes, no engañes, te digo.
— N'gañar no ti...
—¿Podemos hacerlo ahora?
—No: hacirlo a las doce del noche.
—¿Tiene que ser a esa hora?
— Siguro, siguro...
—¿Y cómo salgo yo de casa a media noche?... Amos, déjame a mí depamplinas. Verdad que podría decir, un suponer, que se ha puesto malo D.Romualdo y tengo que velarlo... Bueno: ¿qué hay que hacer?
— N'cesitas cosas mochas. Comprar tú cosas. Lo primiero candil debarro. Pero comprarlo has tú sin hablar paliabra.
—Me vuelvo muda.
—Muda tú... Comprar cosa... y si hablar no valer.
—Válgate Dios... Pues bueno: compro mi candil de barro sin chistar, yluego...».
Almudena ordenó después que había de buscar una olla de barro con sieteagujeros, con siete nada más, todo sin hablar, porque si hablaba novalía. ¿Pero dónde demontres estaban esas ollas con siete agujeros? Aesto replicó el ciego que en su tierra las había, y que aquí podíansuplirse con los tostadores que usan las castañeras, buscando el quetuviese siete bujeros, ni uno más ni uno menos.
«¿Y ello ha de comprarse también sin hablar?
—Sin hablando naida».
Luego era forzoso procurarse un palo de carrash, madera de África, queaquí llaman laurel. Un vendedor de garrotes, en el primer tinglado cabe las Américas, lo tenía. Había que comprárselo sin pronunciar palabra.Bueno: pues reunidas estas cosas, se pondría el palo al fuego hasta quese prendiera bien...
Esto había de ser el viernes a las cinco en punto.Si no, no valía.
Y el palo estaría ardiendo hasta el sábado, y el sábadoa las cinco en punto se le metía en el agua siete veces, ni una más niuna menos.
«¿Todo callandito?
—Hablar naida, naida».
Luego se vestía el palo con ropas de mujer, como una muñeca, y bienvestidito se le arrimaba a la pared, poniéndole derecho, amos, en pie.Delante se colocaba el candil de barro, encendido con aceite, y se letapaba con la olla, de modo que no se viese más luz que la que saldríapor los siete bujeros, y a corta distancia se ponía la cazuela conlumbre para echar los sahumerios, y se empezaba a decir la oración una yotra vez con el pensamiento, porque hablada no valía. Y así se estaba lapersona, sin distraerse, sin descuidarse, viendo subir el humo delbenjuí, y mirando la luz de los siete agujeros, hasta que a las doce...
«¡A las doce!—repitió Benina sobresaltada—. ¡Y al dar las docecampanadas viene... sale, se me aparece!...
—El Rey de baixo terra: pedir tú lo que quierer, y darlo ti él.
—Almudena, ¿tú crees eso? ¿Cómo es posible que ese señor, sin más quelas cirimonias que has contado, me dé a mí lo que ahora es de DonCarlos Trujillo?
—Verlo tú, si queriendo.
—Pero con tanto requesito, si una se descuida un poco, o se equivocaen una sola palabra del rezo mental...
—Tener tú cuidado mocha.
—¿Y la oración?
—Mi enseñarla ti; dicir tú: Semá Israel Adonai Elohino AdonaiIshat...
—Calla, calla: en la vida digo yo eso sin equivocarme. Como no seacastellano neto yo no atino... Y también te aseguro que tengo mieditisde esas suertes de brujería... quita, quita... Pero
¡ah! ¡si fueraverdad, qué gusto, cogerle a ese zorrocloco de D.
Carlos todo sudinero... amos, la mitad que fuera, para repartirlo entre tantospobrecitos que perecen de hambre!... Si se pudiera hacer la prueba,comprando los cacharros y el palitroque sin hablar, y luego... Pero no,no... cualquier día iba a venir acá ese Rey Mago... También te digo quesuceden a veces cosas muy fenómenas, y que andan por el aire los quellaman espíritus o, verbigracia, las ánimas, mirando lo que hacemos yoyéndonos lo que hablamos. Y otra: lo que una sueña, ¿qué es? Pues cosasverdaderas de otro mundo, que se vienen a este... Todo puede ser, todopuede ser... Pero yo, qué quieres que te diga, dudo mucho que le den auna tanto dinero, sin más ni más. Que para socorrer a los pobres, unsuponer, se quite a los ricos medio millón, o la mitad de medio millón,pase; pero tantas, tantismas talegas para nosotros... no, esa nocuela.
— Tuda, tuda la que haber en el Banco, millonas mochas, lotería, tuda pa ti, hiciendo lo que decir ti.
—Pues si eso es tan fácil, ¿por qué no lo hacen otros? ¿O es que tú solotienes el secreto? ¡El secreto tú solo! Amos, cuéntaselo al Nuncio,que aquí no nos tragamos esas papas... Yo no te digo que no seaposible... y si supiera yo hacer la prueba, la haría, con mil pares...Vuélveme a decir la receta de lo que ha de comprar una sin hablar...».
Repitió Almudena las fórmulas y reglas del conjuro, añadiendodescripción tan viva y pintoresca del Rey Samdai, de su rostrohermosísimo, apostura noble, traje espléndido, de su séquito, queformaban arregimientos de príncipes y magnates, montados en camellosblancos como la leche, que la pobre Benina se embelesaba oyéndole, y sia pie juntillas no le creía, se dejaba ganar y seducir de la ingenuapoesía del relato, pensando que si aquello no era verdad, debía serlo.¡Qué consuelo para los miserables poder creer tan lindos cuentos! Y sies verdad que hubo Reyes Magos que traían regalos a los niños, ¿por quéno ha de haber otros Reyes de ilusión, que vengan al socorro de losancianos, de las personas honradas que no tienen más que una muda decamisa, y de las almas decentes que no se atreven a salir a la calleporque deben tanto más cuanto a tenderos y prestamistas? Lo que contabaAlmudena era de lo que no se sabe. ¿Y no puede suceder que alguno sepalo que no sabemos los demás?... ¿Pues cuántas cosas se tuvieron pormentira y luego salieron verdades? Antes de que inventaran el telégrafo,¿quién hubiera creído que se hablaría con las Américas del Nuevo Mundo,como hablamos de balcón a balcón con el vecino de enfrente? Y antes deque inventaran la fotografía, ¿quién hubiera pensado que se puede unaretratar sólo con ponerse? Pues lo mismo que esto es aquello. Haymisterios, secretos que no se entienden, hasta que viene uno y dice talpor cual, y lo descubre... ¡Pues qué más, Señor!... Allá estaban lasAméricas desde que Dios hizo el mundo, y nadie lo sabía... hasta quesale ese Colón, y con no más que poner un huevo en pie, lo descubre todoy dice a los países: «Ahí tenéis la América y los americanos, y la cañade azúcar, y el tabaco bendito... ahí tenéis Estados Unidos, y hombresnegros, y onzas de diez y siete duros». ¡A ver!
No había acabado el marroquí su oriental leyenda, cuando Benina vioentrar en el café a una mujer vestida de negro. «Ahí tienes a esafandangona, tu compañera de casa.
—¿Pedra? Maldita ella. Sacudir ella yo esta mañana. Venir, siguro, conla Diega...
—Sí, con una viejecica, muy chica y muy flaca, que debe de ser másborracha que los mosquitos. Las dos se van al mostrador, y piden dos tintas.
— Señá Diega enseñar vicio ella.
—¿Y por qué tienes contigo a esa gansirula, que no sirve para nada?».
Contole el ciego que Pedra era huérfana; su padre fue empleado en elMatadero de cerdos, con perdón, y su madre cambiaba en la calle de laRuda. Murieron los dos, con diferencia de días, por haber comido gato.Buen plato es el micho; pero cuando está rabioso, le salen pintas en lacara al que lo
come,
y
a
los
tres
días,
muerte
natural
por
calenturas perdiciosas. En fin, que espicharon los padres, y la chica se quedó enla puerta de la calle, sentadita. Era hermosa: por tal la celebraban; suvoz sonaba como las músicas bonitas.
Primero se puso a cambiar, y luegoa vender churros, pues tenía tino de comercianta; pero nada le valió subuena voluntad, porque hubo de cogerla de su cuenta la Diega, que enpocos días la enseñó a embriagarse, y otras cosas peores. A los tresmeses, Pedra no era conocida. La enflaquecieron, dejándola en los purospellejos, y su aliento apestaba. Hablaba como una carreterona, y teníaun toser perruno y una carraspera que tiraban para atrás. A veces pedíapor el camino de Carabanchel, y de noche se quedaba a dormir encualquier parador. De vez en cuando se lavaba un poco la cara, compraba agua de olor, y rociándose las flaquezas, pedía prestada una camisa,una falda, un pañuelo, y se ponía de puerta en la casa del Comadreja, calle de Mediodía Chica. Pero no tenía constancia paranada, y ningún acomodo le duró más de dos días. Sólo duraba en ella elgusto del aguardiente; y cuando se apimplaba, que era un día sí y otrotambién, hacía figuras en medio del arroyo, y la toreaban los chicos.Dormía sus monas en la calle o donde le cogía, y más bofetadas tenía ensu cara que pelos en la cabeza. Cuerpo más asistido de cardenales no seconoció jamás, ni persona que en su corta edad, pues no tenía más queveintidós años, aunque representaba treinta, hubiera visitado tan amenudo las prevenciones de la Inclusa y Latina. Almudena la trataba, conbuen fin, desde que se quedó huérfana, y al verla tan arrastrada, dábalede tres cosas un poco: consejos, limosna y algún palo. Encontrola un díacurándose sus lamparones con zumo de higuera chumbo, y aliñándose lasgreñas al sol.
Propúsole que se fuera con él, poniendo cada cual lamitad del alquiler de la casa, y comprometiéndose ella a cortar de raízel vicio de la bebida. Discutieron, parlamentaron; diose solemnidad alconvenio, jurando los dos su fiel observancia ante un emplasto viscoso ysobre un peine de rotas púas, y aquella noche durmió Pedra en el cuartode Santa Casilda. Los primeros días todo fue concordia, sobriedad en elbeber; pero la cabra no tardó en tirar al monte, y... otra vez laendiablada hembra divirtiendo a los chicos y dando que hacer a los delOrden.
«No poder mí con ella. B'rracha siempre. Es un dolor... un dolor. Yoestar ella migo por lástima...».
Al ver que las dos mujeres, después de atizarse un par de tintas,miraban burlonas al ciego y a Benina, esta tuvo miedo y quiso retirarse.
« Dir tú no, Amri. Quedar migo—le dijo el ciego cogiéndola de unbrazo.
—Temo que armen bronca estas indinas... Acá vienen ya».
Aproximáronse las tales, y pudo la Benina ver y examinar a su gusto elrostro de Pedra, de una hermosura desapacible y que despedía.
Morena,
defacciones
tan
regulares
como
pronunciadas, magníficos ojos negros, cejasque al juntarse culebreaban, boca sucia y bien rasgueada, que no parecíahecha para sonreír, cuerpo derecho y esbeltísimo en su flaqueza ydesaliño, la compañera de Almudena era una figura trágica, y como talimpresionó a Benina, aunque esta no expresaba su juicio sino pensandoque le daría miedo encontrarse con tal persona, de noche, en lugarsolitario.
De la Diega no podía determinarse si era joven o entre-vieja.
Por laestatura parecía una niña; por la cara escuálida y el cuello rugoso,todo pliegues, una anciana decrépita; por los ojos, un animalejovivaracho. Su flaqueza era tan extremada, que Benina no pudo menos decomentarla mentalmente con una frase andaluza que usar solía su señora:«Esta es de las que sacan espinas con los codos».
Pedra se sentó, dando los buenos días, y la otra quedose en pie, sinalzar del suelo más que la cabeza de Almudena, en cuyos hombros diofuertes palmetazos.
« Tati quieta—le dijo este enarbolando el palo.
—Cuidado con él, que es malo y traicionero...—indicó la otra.
— Jai... ¿verdad que eres malo y pegar tú mí?
—Yo ero beno; tú mala, b'rracha.
—No lo digas, que se escandalizará la señora anciana.
—Anciana no ser ella.
—¿Tú qué sabes, si no la ves?
—Decente ella.
—Sí que lo será, sin agraviar. Pero a ti te gustan las viejas.
—Ea, yo me voy, señora, que lo pasen bien—dijo Benina, azoradísima,levantándose.
—Quédese, quédese... ¡Si es groma!».
La Diega la instó también a quedarse, añadiendo que habían comprado undécimo de la Lotería, y ofreciéndole participación.
«Yo no juego—replicó Benina—: no tengo cuartos.
—Yo sí—dijo el marroquí—: dar vos una pieseta.
—Y la señora, ¿por qué no juega?
—Mañana sale. Seremos ricas, ricachonas en efetivo—dijo la Diega—. Yo,si me la saco, San Antonio me oiga, volveré a establecerme en la callede la Sierpe. Allí te conocí, Almudena.
¿Te acuerdas?
—No mi cuerda, no...
—Vos conocisteis en Mediodía Chica, por la casa de atrás.
—A este le llamaban Muley Abbas.
—Y a ti Cuarto e kilo, por lo chica que eres.
—Poner motes es cosa fea. ¿Verdad, Almudenita? Las personas decentes sellaman por el santo bautismo, con sus nombres de cristiano. Y estaseñora, ¿qué gracia tiene?
—Yo me llamo Benina.
—¿Es usted de Toledo, por casualidad?
—No, señora: soy... dos leguas de Guadalajara.
—Yo de Cebolla, en tierra de Talavera... y dime una cosa:
¿por qué estagorrinaza de Pedrilla te llama a ti Jai? ¿Cuál es tu nombre en tureligión y en tu tierra cochina, con perdón?
—Llamarle mi Jai porque ser morito él—dijo la trágica remed