Misericordia by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Entre el algecireño y la chiquilla la vistieron de mala manera, y con laprisa le ponían la ropa del revés. La señora se impacientaba,llamándoles torpes y dando pataditas. Por fin se arregló de cualquiermodo, pasose un peine por el pelo, y dando tumbos se fue a la salitadonde aguardaba el sacerdote, en pie, mirando las fotografías depersonas de la familia, única decoración de la mezquina y pobreestancia.

«Dispénseme usted, Sr. D. Romualdo—dijo la viuda de Zapata, que de laemoción no podía tenerse en pie, y hubo de arrojarse en una silla,después de besar la mano al sacerdote—.

Gracias a Dios que puedomanifestar a usted mi gratitud por su inagotable bondad.

—Es mi obligación, señora...—repuso el clérigo un tanto sorprendido—, ynada tiene usted que agradecerme.

—Y dígame ahora, por Dios—agregó la señora, con tanto miedo de oír unamala noticia, que apenas hablar podía—; dígamelo pronto. ¿Qué ha sido demi pobre Nina?».

Sonó este nombre en el oído del buen sacerdote como el de una perritaque a la señora se le había perdido.

«¿No parece?...—le dijo por decir algo.

—¿Pero usted no sabe...? ¡Ay, ay! Es que ha ocurrido una desgracia, yquiere ocultármelo, por caridad».

Prorrumpió en acerbo llanto la infeliz dama, y el clérigo permanecíaperplejo y mudo. «Señora, por piedad, no se aflija usted... Será, o noserá lo que usted supone.

—¡Nina, Nina de mi alma!

—¿Es persona de su familia, de su intimidad? Explíqueme...

—Si el Sr. D. Romualdo no quiere decirme la verdad por no aumentar mitribulación, yo se lo agradezco infinito... Pero vale más saber... ¿O esque quiere darme la noticia poquito a poco, para que me impresionemenos?...

—Señora mía—dijo el sacerdote con impaciente franqueza, ávido de aclararlas cosas—. Yo no le traigo a usted noticias buenas ni malas de lapersona por quien llora, ni sé qué persona es esa, ni en qué se fundausted para creer que yo...

—Dispénseme, Sr. D. Romualdo. Pensé que la Benina, mi criada, mi amiga ycompañera más bien, había sufrido algún grave accidente en su casa deusted, o al salir de ella, o en la calle, y...

—¿Qué más?... Sin duda, señora Doña Francisca Juárez, hay en esto unerror que yo debo desvanecer, diciendo a usted mi nombre: RomualdoCedrón. He desempeñado durante veinte años el arciprestazgo de SantaMaría de Ronda, y vengo a manifestar a usted, por encargo expreso de losdemás testamentarios, la última voluntad del que fue mi amigo del alma,Rafael García de los Antrines, que Dios tenga en su santa gloria».

Si Doña Paca viera que se abría la tierra y salían de ella escuadronesde diablos, y que por arriba el cielo se descuajaraba, echando de sílegiones de ángeles, y unos y otros se juntaban formando una inmensafalange gloriosa y bufonesca, no se quedara más atónita y confusa.¡Testamento, herencia! ¿Lo que decía el clérigo era verdad, o unaridícula, despiadada burla? ¿Y

el tal sujeto era persona real, o imagenfingida en la mente enferma de la dama infeliz? La lengua se le pegó alpaladar, y miraba a D. Romualdo con aterrados ojos.

«No es para que usted se asuste, señora. Al contrario: yo tengo lasatisfacción de comunicar a Doña Francisca Juárez el término de sussufrimientos. El Señor, que ha probado sin duda ya con creces suconformidad y resignación, quiere premiar ahora estas virtudes,sacándola a usted de la tristísima situación en que ha vivido tantosaños».

A doña Paca le caía un hilo de lágrimas de cada ojo, y no acertaba aproferir palabra. ¡Cuál sería su emoción, cuáles su sorpresa y júbilo,que se borró de su mente la imagen de Benina, como si la ausencia ypérdida de esta fuese suceso ocurrido muchos años antes!

«Comprendo—prosiguió el buen sacerdote enderezando su cuerpo yaproximando el sillón para tocar con su mano el brazo de DoñaFrancisca—, comprendo su trastorno... No se pasa bruscamente delinfortunio al bienestar, sin sentir una fuerte sacudida. Lo contrariosería peor... Y puesto que se trata de cosa importante, que debe ocuparcon preferencia su atención, hablemos de ello, señora mía, dejando paradespués ese otro asunto que la inquieta... No debe usted afanarse tantopor su criada o amiga... ¡Ya parecerá!».

Esta frase llevó de nuevo al espíritu de Doña Paca la idea de Nina y elsentimiento de su misteriosa desaparición. Notando en el ya parecerá de D. Romualdo una intención benévola y optimista, dio en creer que elbuen señor, después que despachase el asunto principal, le hablaría delcaso de la anciana, que sin duda no era de suma gravedad. Pronto lamente de la señora con rápido giro de veleta tornó a la idea de laherencia, y a ella se agarró, dejando lo demás en el olvido; yobservando el presbítero su ansiedad de informes, se apresuró asatisfacerla.

—Pues ya sabrá usted que el pobre Rafael pasó a mejor vida el 11 deFebrero...

—No lo sabía, no, señor. Dios le haya dado su descanso... ¡ay!

—Era un santo. Su único error fue abominar del matrimonio, despreciandolos excelentes partidos que sus amigos le proponíamos. Los últimos añosvivió en un cortijo llamado las Higueras de Juárez...

—Lo conozco. Esa finca fue de mi abuelo.

—Justamente: de D. Alejandro Juárez... Bueno: pues Rafael contrajo enlas Higueras la afección del hígado que le llevó al sepulcro a loscincuenta y cinco años de edad. ¡Lástima de mocetón, casi tan alto comoyo, señora, con una musculatura no menos vigorosa que la mía, y un pechocomo el de un toro, y aquel rostro rebosando vida!...

—¡Ay!...

—En nuestras cacerías del jabalí y del venado, nunca conseguí cansarle.Su amor propio era más fuerte que su complexión fortísima. Desafiaba loschubascos, el hambre y la sed... Pues vea usted aquel roble quebrarsecomo una caña. A los pocos meses de caer enfermo se le podían contar loshuesos al través de la piel... se fue consumiendo, consumiendo...

—¡Ay!...

—¡Y con qué resignación llevaba su mal, y qué bien se preparó para lamuerte, mirándola como una sentencia de Dios, contra la cual no debehaber protesta, sino más bien una conformidad alegre! ¡Pobre Rafael, quépedazo de ángel!...

—¡Ay!...

—Yo no vivía ya en Ronda, porque tenía intereses en mi pueblo que meobligaron a fijar mi residencia en Madrid. Pero cuando supe la gravedaddel amigo queridísimo, me planté allá...

Un mes le acompañé y asistí...¡Qué pena!... Murió en mis brazos.

—¡Ay!...».

Estos ayes eran suspiros que a Doña Paca se le salían del alma, comopajaritos que escapan de una jaula abierta por los cuatro costados. Connoble sinceridad, sin dejar de acariciar en su pensamiento la probableherencia, se asociaba al duelo de D.

Romualdo por el generoso solterónrondeño.

«En fin, señora mía: murió como católico ferviente, después de otorgartestamento...

—¡Ay!...

—En el cual deja el tercio de sus bienes a su sobrina en segundo grado,Clemencia Sopelana, ¿sabe usted? la esposa de D. Rodrigo del Quintanar,hermano del Marqués de Guadalerce.

Los otros dos tercios los destina,parte a una fundación piadosa, parte a mejorar la situación de algunosde sus parientes que, por desgracias de familia, malos negocios u otrasadversidades y contratiempos, han venido a menos. Hallándose usted y sushijos en este caso, claro está que son de los más favorecidos, y...

—¡Ay!... Al fin Dios ha querido que yo no me muera sin ver el término deesta miseria ignominiosa. ¡Bendito sea una y mil veces el que da y quitalos males, el Justiciero, el Misericordioso, el Santo de losSantos!...».

Con tal efusión rompió en llanto la desdichada Doña Francisca, cruzandolas manos y poniéndose de hinojos, que el buen sacerdote, temeroso deque tanta sensibilidad acabase en una pataleta, salió a la puerta, dandopalmadas, para que viniese alguien a quien pedir un vaso de agua.

XXXIII

Acudió el propio Frasquito con el socorro del agua, y D.

Romualdo, encuanto la señora bebió y se repuso de su emoción, dijo al desmedradocaballero: «Si no me equivoco, tengo el honor de hablar con D. FranciscoPonte Delgado... natural de Algeciras... Por muchos años. ¿Es ustedprimo en tercer grado de Rafael Antrines, de cuyo fallecimiento tendránoticia?

—¿Falleció?... ¡Ay, no lo sabía!—replicó Ponte muy cortado—. ¡PobreRafaelito! Cuando yo estuve en Ronda el año 56, poco antes de la caídade Espartero, él era un niño, tamaño así. Después nos vimos en Madriddos o tres veces... Él solía venir a pasar aquí temporadas de otoño; ibamucho al Real, y era amigo de los Ustáriz; trabajaba por Ríos Rosas enlas elecciones, y por los Ríos Acuña... ¡Oh, pobre Rafael! ¡Excelenteamigo, hombre sencillo y afectuoso, gran cazador!... Congeniábamos entodo, menos en una cosa: él era muy campesino, muy amante de la vidarústica, y yo detesto el campo y los arbolitos. Siempre fui hombre depoblaciones, de grandes poblaciones...

—Siéntese usted aquí—le dijo D. Romualdo, dando tan fuerte palmetazo enun viejo sillón de muelles, que de él se levantó espesa nube de polvo.

Un momento después, habíase enterado el galán fiambre de suparticipación en la herencia del primo Rafael, quedándose en tal maneraturulato, que hubo de beberse, para evitar un soponcio, toda el agua quedejara Doña Francisca.

No estará de más señalar ahora la perfecta concordancia entre la personadel sacerdote y su apellido Cedrón, pues por la estatura, la robustez yhasta por el color podía ser comparado a un corpulento cedro; que entreárboles y hombres, mirando los caracteres de unos y otros, también hayconcomitancias y parentescos. Talludo es el cedro, y además, bello,noble, de madera un tanto quebradiza, pero grata y olorosa. Pues delmismo modo era D. Romualdo: grandón, fornido, atezado, y al propiotiempo excelente persona, de intachable conducta en lo eclesiástico,cazador, hombre de mundo en el grado que puede serlo un cura, deapacible genio, de palabra persuasiva, tolerante con las flaquezashumanas, caritativo, misericordioso, en suma, con los procedimientosmetódicos y el buen arreglo que tan bien se avenían con su desahogadaposición. Vestía con pulcritud, sin alardes de elegancia; fumaba sintasa buenos puros, y comía y bebía todo lo que demandaba elsostenimiento de tan fuerte osamenta y de musculatura tan recia. Enormespies y manos correspondían a su corpulencia. Sus facciones bastas yabultadas no carecían de hermosura, por la proporción y buen dibujo;hermosura de mascarón escultórico, miguel-angelesco, para decorar unaimposta, ménsula o el centro de una cartela, echando de la bocaguirnaldas y festones.

Entrando en pormenores, que los herederos de Rafael anhelaban conocer,Cedrón les dio noticias prolijas del testamento, que tanto Doña Pacacomo Ponte oyeron con la religiosa atención que fácilmente se supone.Eran testamentarios, además del Sr. Cedrón, D. Sandalio Maturana y elMarqués de Guadalerce. En la parte que a las dos personas allí presentesinteresaba, disponía Rafael lo siguiente: a Obdulia y a Antoñito, hijosde su primo Antonio Zapata, les dejaba el cortijo de Almoraima, perosólo en usufructo. Los testamentarios les entregarían el producto deaquella finca, que dividida en dos mitades pasaría a los herederos delAntonio y de la Obdulia, al fallecimiento de estos. A Doña Francisca y aPonte les asignaba pensión vitalicia, como a otros muchos parientes, conla renta de títulos

de

la

Deuda,

que

constituían

una

de

las

principalesriquezas del testador.

Oyendo estas cosas, Frasquito se atusaba sobre la oreja los ahuecadosmechones de su melena, sin darse un segundo de reposo. Doña Francisca,en verdad, no sabía lo que le pasaba: creía soñar. En un acceso defebril júbilo, salió al pasillo gritando: «¡Nina, Nina, ven yentérate!... ¡Ya somos ricas!...

¡digo, ya no somos pobres!...».

Pronto acudió a su mente el recuerdo de la desaparición de su criada, yvolviendo al lado de Cedrón, le dijo entre sollozos:

«Perdóneme; ya nome acordaba de que he perdido a la compañera de mi vida...

—Ya parecerá—repitió el clérigo, y también Frasquito, como un eco:

—Ya parecerá.

—Si se hubiera muerto—indicó Doña Francisca—, creo que la intensidad demi alegría la haría resucitar.

—Ya hablaremos de esa señora—dijo Cedrón—. Antes acabe de enterarse delo que tanto le interesa. Los testamentarios, atentos a que usted, lomismo que el señor, se hallan en situación muy precaria, por causas queno quiero examinar ahora, ni hay para qué, han decidido... para eso ypara mucho más les autoriza el testador, dándoles facultadesomnímodas... han decidido, mientras se pone en regla todo loconcerniente al testamento, liquidación para el pago de derechos reales, etcétera, etcétera...

han decidido, digo...».

Doña Paca y Frasquito, de tanto contener el aliento, hallábanse yapróximos a la asfixia.

«Han decidido, mejor dicho, decidieron o decidimos... de esto hace dosmeses... señalar a ustedes la cantidad mensual de cincuenta duros comoasignación provisional, o si se quiere anticipo, hasta que determinemosla cifra exacta de la pensión.

¿Está comprendido?

—Sí, señor; sí, señor... comprendido, perfectamente comprendido—clamaronlos dos al unísono.

—Antes hubieran uno y otro recibido este jicarazo—dijo el clérigo—; perome ha costado un trabajo enorme averiguar dónde residían. Creo que hepreguntado a medio Madrid... y por fin... No ha sido poca suerteencontrar juntas en esta casa a las dos piezas, perdonen el término decaza, que vengo persiguiendo como un azacán desde hace tantos días».

Doña Paca le besó la mano derecha, y Frasquito Ponte la izquierda. Amboslagrimeaban.

«Dos meses de pensión han devengado ustedes ya, y ahora nos pondremos deacuerdo para las formalidades que han de llenarse, a fin de que uno yotro perciban desde luego...».

Llegó a creer Ponte que hacía una rápida ascensión en globo, y se agarrócon fuerza a los brazos del sillón, como el aeronauta a los bordes de labarquilla.

«Estamos a sus órdenes—manifestó Doña Francisca en alta voz; y para sí—:Esto no puede ser; esto es un sueño».

La idea de que no pudiera Nina enterarse de tanta felicidad, enturbió laque en aquel momento inundaba su alma. A este pensamiento hubo deresponder, por misteriosa concatenación, el de Ponte Delgado, que dijo:«¡Lástima que Nina, ese ángel, no esté presente!... Pero no debemossuponer que le haya pasado ningún accidente grave. ¿Verdad, Sr. D.Romualdo? Ello habrá sido...

—Me dice el corazón que está buena y sana, que volverá hoy...—declaróDoña Paca con ardiente optimismo, viendo todas las cosas envueltas enrosado celaje—. Por cierto que... Perdone usted, señor mío: hay talconfusión en mi pobre cabeza... Decía que... Al anunciarse el señor D.Romualdo en mi casa, yo creí, fijándome sólo en el nombre, que era ustedel dignísimo sacerdote en cuya casa es asistenta mi Benina. ¿Meequivoco?

—Creo que sí.

—Es propio de las grandes almas caritativas esconderse, negar su propiapersonalidad, para de este modo huir del agradecimiento y de lapublicidad de sus virtudes... Vamos a cuentas, Sr. D. Romualdo, y hágameel favor de no hacer misterio de sus grandes virtudes. ¿Es cierto quepor la fama de estas le proponen para obispo?

—¡A mí!... No ha llegado a mí noticia.

—¿Es usted de Guadalajara o su provincia?

—Sí, señora.

—¿Tiene usted una sobrina llamada Doña Patros?

—No, señora.

—¿Dice usted la misa en San Sebastián?

—No, señora: la digo en San Andrés.

—¿Y tampoco es cierto que hace días le regalaron a usted un conejo decampo?...

—Podría ser... ja, ja... pero no recuerdo...

—Sea como fuere, Sr. D. Romualdo, usted me asegura que no conoce a miBenina.

—Creo... vamos, no puedo asegurar que me es desconocida, señora mía.Antójaseme que la he visto.

—¡Oh! bien decía yo que... Sr. de Cedrón, ¡qué alegría me da!

—Tenga usted calma. Veamos: ¿esa Benina es una mujer vestida de negro,así como de sesenta años, con una verruga en la frente?...

—La misma, la misma, Sr. D. Romualdo: muy modosita, algo vivaracha, apesar de su edad.

—Más señas: pide limosna, y anda por ahí con un ciego africano llamadoAlmudena.

—¡Jesús!—exclamó con estupefacción y susto Doña Paca—.

Eso no, ¡válgameDios! eso no... Veo que no la conoce usted».

Y con una mirada puso por testigo a Frasquito de la veracidad de sudenegación. Miró también Ponte al clérigo, después a la señora,atormentado por ciertas dudas que inquietaron su conciencia.

«Benina

esun

ángel—se

permitió

decir

tímidamente—. Pida o no pida limosna, y estoyo no lo sé, es un ángel, palabra de honor.

—¡Quite usted allá!... ¡Pedir mi Benina... y andar por esas calles conun ciego!...

—Moro, por más señas—indicó D. Romualdo.

—Yo debo manifestar—dijo Ponte con honrada sinceridad—, que no hacemuchos días, pasando yo por la Plaza del Progreso, la vi sentada al piede la estatua, en compañía de un mendigo ciego, que por el tipo mepareció... oriundo del Riff».

El aturdimiento, el vértigo mental de Doña Paca fueron tan grandes, quesu alegría se trocó súbitamente en tristeza, y dio en creer que cuantodecían allí era ilusión de sus oídos; ficticios los seres con quieneshablaba, y mentira todo, empezando por la herencia. Temía un despertarlúgubre. Cerrando los ojos, se dijo:

«¡Dios mío, sácame de tan terribleduda; arráncame esta idea!...

¿Es esto mentira, es esto verdad? ¡Yoheredera de Rafaelito Antrines; yo con medios de vivir!... ¡Ninapidiendo limosna; Nina con un riffeño!...

—Bueno—exclamó al fin con súbito arranque—. Pues viva Nina, y viva consu moro, y con toda la morería de Argel, y véala yo, y vuelva a casa,aunque se traiga al africano metido en la cesta».

Echose a reír D. Romualdo, y explicando el cuándo y cómo de conocer aBenina, dijo que por un amigo suyo, coadjutor en San Andrés, clérigo demucha ilustración y humanista muy aprovechado, que picaba en las lenguasorientales, había conocido al árabe Almudena. Con él vio a una mujer quele acompañaba, de la cual le dijeron que a una señora viuda servía,andaluza por más señas, habitante en la calle Imperial.

«No pude menosde relacionar estas referencias con la señora Doña Francisca Juárez, aquien yo no había tenido el gusto de ver todavía, y hoy, al oír a ustedlamentarse de la desaparición de su criada, pensé y dije para mí: «Si lamujer que se ha perdido es la que yo creo, busquemos el caldero yencontraremos la soga; busquemos al moro, y encontraremos a la odalisca;digo, a esa que llaman ustedes...

—Benigna de Casia... de Casia, sí, señor, de donde viene la broma de quees parienta de Santa Rita».

Añadió el Sr. de Cedrón que, no por sus merecimientos, sino por laconfianza con que le distinguían los fundadores del Asilo de ancianos yancianas de la Misericordia, era patrono y mayordomo mayor del mismo;y como a él se dirigían las solicitudes de ingreso, no daba un paso porla calle sin que le acometieran mendigos importunos, y se veíacontinuamente asediado de recomendaciones y tarjetazos pidiendo laadmisión.

«Podríamos creer—añadió—, que es nuestro país inmensa gusanerade pobres, y que debemos hacer de la nación un Asilo sin fin, dondequepamos todos, desde el primero al último. Al paso que vamos, prontoseremos el más grande Hospicio de Europa... He recordado esto, porque miamigo Mayoral, el cleriguito aficionado a letras orientales, me habló derecoger en nuestro Asilo a la compañera de Almudena.

—Yo le suplico a usted, mi Sr. D. Romualdo—dijo Doña Franciscaenteramente trastornada ya—, que no crea nada de eso; que no haga ningúncaso de las Beninas figuradas que puedan salir por ahí, y se atenga a lapropia y legítima Nina; a la que va de asistenta a su casa de ustedtodas las mañanas, recibiendo allí tantos beneficios, como los herecibido yo por conducto de ella.

Esta es la verdadera; esta la quehemos de buscar y encontraremos con la ayuda del Sr. de Cedrón y de sudigna hermana Doña Josefa, y de su sobrina Doña Patros... Usted menegará que la conoce, por hacer un misterio de su virtud y santidad;pero esto no le vale, no señor. A mí me consta que es usted santo, y queno quiere que le descubran sus secretos de caridad sublime; y como meconsta, lo digo. Busquemos, pues, a Nina, y cuando a mi compañía vuelva,gritaremos las dos:

¡Santo, santo, santo!».

Sacó en limpio de esta perorata el Sr. de Cedrón que Doña FranciscaJuárez no tenía la cabeza buena; y creyendo que las explicaciones y elcontender sobre lo mismo no atenuarían su trastorno, puso punto final enaquel asunto, y se despidió, quedando en volver al día siguiente para elexamen de papeles, y la entrega, mediante recibo en regla, de lascantidades devengadas ya por los herederos.

Duró largo rato la despedida, porque tanto Doña Paca como Frasquitorepitieron, en el tránsito desde la salita a la escalera, susexpresiones de gratitud como unas cuarenta veces, con igual número debesos, más bien más que menos, en la mano del sacerdote. Y cuandodesapareció por las escaleras abajo el gran Cedrón, y se vieron solos depuerta adentro la dama rondeña y el galán de Algeciras, dijo ella:«Frasquito de mi alma, ¿es verdad todo esto?

—Eso mismo iba yo a preguntar a usted... ¿Estaremos soñando? ¿Usted quécree?

—¿Yo?... no sé... no puedo pensar... Me falta la inteligencia, me faltala memoria, me falta el juicio, me falta Nina.

—A mí también me falta algo... No sé discurrir.

—¿Nos habremos vuelto tontos o locos?...

—Lo que yo digo: ¿por qué nos niega D. Romualdo que su sobrina se llamaPatros, que le proponen para Obispo, y que le regalaron un conejo?

—Lo del conejo no lo negó... dispense usted. Dijo que no se acordaba.

—Es verdad... ¿Y si ahora, el D. Romualdo que acabamos de ver nosresultase un ser figurado, una creación de la hechicería o de las artesinfernales... vamos, que se nos evaporara y convirtiera en humo,resultando todo una ilusión, una sombra, un desvarío?...

—¡Señora, por la Virgen Santísima!

—¿Y si no volviese más?

—¡Si no volviese!... ¡Que no vuelve, que no nos entregará la...los...!».

Al decir esto, la cara fláccida y desmayada del buen Frasquito expresabaun terror trágico. Se pasó la mano por los ojos, y lanzando un graznido,cayó en el sillón con un accidente cerebral, semejante al de la nochelúgubre, entre las calles de Irlandeses y Mediodía Grande.

XXXIV

Gracias a los cuidados de Doña Paca, asistida de las chicas de lacordonera, pronto se repuso Ponte de aquella nueva manifestación de sumal, y al anochecer, conversando con la dama rondeña, convinieron ambosen que D. Romualdo Cedrón era un ser efectivo, y la herencia una verdadincuestionable. No obstante, entre la vida y la muerte estuvieron hastael siguiente día, en que se les apareció por segunda vez la imagen delbenéfico sacerdote, acompañado de un notario, que resultó antiguoconocimiento de Doña Francisca Juárez de Zapata.

Arreglado el asunto,previo examen de papeles, en lo que no hubo dificultad, recibieron losherederos de Rafaelito Antrines, a cuenta de su pensión, cantidad debilletes de Banco que a entrambos pareció fabulosa, por causa, sin duda,de la absoluta limpieza de sus respectivas arcas. La posesión deldinero, acontecimiento inaudito en aquellos tristes años de su vida,produjo en Doña Paca un efecto psicológico muy extraño: se le anubló lainteligencia; perdió hasta la noción del tiempo; no encontraba palabrascon qué expresar las ideas, y estas zumbaban en su cabeza como lasmoscas cuando se estrellan contra un cristal, queriendo atravesarlo parapasar de la obscuridad a la luz. Quiso hablar de su Nina, y dijo mildisparates. Como se oye un rumor de lejanas disputas, de las cuales sólose perciben sílabas y voces sueltas, oía que Frasquito y los otros dosseñores hablaban del asunto; creyó entender que la fugitiva parecería,que ya se había encontrado el rastro, pero nada más... Los tres hombresestaban en pie, el notario junto a Cedrón. Chiquitín y con perfil decotorra, parecía un perico que se dispone a encaramarse por el tronco deun árbol.

Despidiéronse al fin los amables señores con ofrecimientos y cortesaníasafectuosas, y solos la rondeña y el de Algeciras, se entretuvieron,durante mediano rato, en dar vueltas de una parte a otra de la casa,entrando sin objeto ni fin alguno, ya en la cocina, ya en el comedor,para salir al instante, cambiando alguna frase nerviosa cuando uno conotro se tropezaban. Doña Paca, la verdad sea dicha, sentía que se leaguaba la felicidad por no poder hacer partícipe de ella a su compañeray sostén en tantos años de penuria. ¡Ah! Si Nina entrara en aquelmomento,

¡qué gusto tendría su ama en darle la gran sorpresa,mostrándose primero

muy

afligida

por

la

falta

de

cuartos,

y

enseñándoledespués el puñado de billetes! ¡Qué cara pondría!

¡Cómo se le alargaríanlos dientes! ¡Y qué cosas haría con aquel montón de metálico! Vamos, queDios, digan lo que dijeren, no hace nunca las cosas completas. Así en lomalo como en lo bueno, siempre se deja un rabillo, para que lo desuelleel destino.

En las mayores calamidades, permite siempre un suspiro; enlas dichas que su misericordia concede, se le olvida siempre algúndetalle, cuya falta lo echa todo a perder.

En uno de aquellos encuentros, de la sala a la cocina y de la cocina ala alcoba, propuso Ponte a su paisana celebrar el suceso yéndose los dosa comer de fonda. Él la convidaría gustoso, correspondiendo con tancorto obsequio a su generosa hospitalidad. Respondió Doña Francisca queella no se presentaría en sitios públicos mientras no pudiera hacerlocon la decencia de ropa que le correspondía; y como su amigo le dijeraque comiendo fuera de casa se ahorraba la molestia de cocinar en lapropia sin más ayuda que las chiquillas de la cordonera, manifestó ladama que, mientras no volviese Nina, no encendería lumbre, y que todocuanto necesitase lo mandaría traer de casa de Botín. Por cierto que sele iba despertando el apetito de