Misericordia by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Muy buena, sí, y debemos socorrerla... No faltaba más...

darle decomer... Pero créame, Doña Paca, no hará usted nada de provecho sin miprima. Y para que no dude más, y se quite quebraderos de cabeza, estamisma tarde, anochecido, se la mando.

—Bueno, hija, que venga, y se encargará de la casa... Y a propósito:aquí hay una gallina asada que se va a perder. Ya me indigesta tantagallina. ¿Quieres llevártela?

—¿Cómo no? Venga.

—También quedaron cuatro chuletas. Ponte ha comido fuera.

—Vengan.

—¿Te lo mando con Hilaria?

—No, que me lo llevo yo misma. Vamos a ver cómo me arreglo. Lo pongotodo en un plato, y el plato en una servilleta...

así; agarro mis cuatropuntas...

—¿Y este pedazo de pastel?... Es riquísimo.

—Lo envuelvo en un periódico, y ¡hala, que es tarde! Y toda esta fruta,¿para qué la quiere? Pues apenas ha traído manzanas y naranjas... Demeacá... las pongo en mi pañuelo...

—Vas a ir cargada como un burro.

—No importa... ¡A lo que estamos, tuerta! Mañana vendré por aquí, a vercómo anda esto, y a decirle a usted lo que tiene que hacer... Pero,cuidadito, que no salgamos con echarse en el surco y volver a lasandadas. Porque si mi señora suegra se tuerce en cuanto yo vuelva laespalda, y empieza a derrochar y hacer disparates...

—No, no, hija... ¡Qué cosas tienes!

—Claro, que si se me dice tanto así, yo no me meto en nada.

Con su panse lo coma, y cada palo aguante su vela. Pero yo quiero que usted tenga conduta y no pase malos ratos, ni se vea, como hasta ahora, entre lasuñas de los usureros.

—¡Ay, si cuanto dices es la pura razón! Tú sí que sabes, tú sí quevales, Juliana. Cierto que tienes el geniecillo un poco fuerte; pero¿quién no ha de alabártelo, si con ese ten con ten has domado a miAntonio? De un perdido has hecho un hombre de bien.

—Porque no me achico; porque desde el primer día le administré elbautismo de los cinco mandamientos; porque le chillo en cuanto le veocerdear un poco; porque le hago andar derecho como un huso, y me tienemás miedo que los ladrones a la Guardia civil.

—¡Y cómo te quiere!

—Es natural. Se hace una querer del marido, enjaretándose los calzonescomo me los enjareto yo... Así se gobiernan las casas chicas y lasgrandes, señora, y el mundo.

—¡Qué salero tienes!

—Alguna sal me ha puesto Dios, sobre todo en la mollera. Ya lo irá ustedconociendo. Ea, que me marcho. Tengo que hacer en casa».

Mientras esto hablaban suegra y nuera, en la salita Obdulia y Pontedepartían acerca de aquella, diciendo la niña que jamás perdonaría asu hermano haber traído a la familia una persona tan ordinaria comoJuliana, que decía diferiencia, petril y otras barbaridades. Noharían nunca buenas migas. Al despedirse, Juliana dio besos a Obdulia, ya Frasquito un apretón de manos, ofreciéndose a plancharle lascamisolas, al precio corriente, y a volverle la ropa, por lo mismo omenos de lo que le llevaría el sastre más barato. Además, también sabíaella cortar para hombre; y si quería probarlo, encargárale un traje,que de fijo no saldría menos elegante que el que le hicieran loscortadores de portal que a él le vestían. Toda la ropa de su Antonio sela hacía ella, y que dijeran si andaba mal el chico... ¡a ver! Pues a sutío Bonifacio le había hecho una americana que estrenó para ir al pueblo(Cadalso de los Vidrios) el día del Santo, y tanto gustó allí la prenda,que se la pidió prestada el alcalde para cortar otra por ella. Dio lasgracias Ponte, mostrándose escéptico, con galantería, en lo concernientea las aptitudes de las señoras para la confección de ropa masculina, yla despidieron todos en la puerta, ayudándola a cargarse los diversosbultos, atadijos y paquetes que gozosa llevaba.

XXXVII

No queriendo ser Obdulia inferior a su cuñada, ni aparecer en la casacon menos autoridad y mangoneo que la intrusa chulita, dijo a su madreque no podrían arreglarse decorosamente con una criada para todo, ypues Juliana impuso la cocinera, ella imponía la doncella... ¡así!Discutieron un rato, y tales razones dio la niña en apoyo de la nuevafuncionaria, que no tuvo más remedio Doña Francisca que reconocer sunecesidad. Sí, sí:

¿cómo se habían de pasar sin doncella? Paradesempeñar cargo tan

importante,

había

elegido

ya

Obdulia

a

una

muchachafinísima educada en el servicio de casas grandes, y que se hallaba librea la sazón, viviendo con la familia del dorador y adornista de laEmpresa fúnebre. Llamábase Daniela, era una preciosidad por la figura, yun portento de actividad hacendosa. En fin, que Doña Paca, con talpintura, deseaba que fuese pronto la doncella fina para recrearse en elservicio que le había de prestar.

Por la noche llegó Hilaria, que se inauguró dando a Doña Francisca unrecado de Juliana, el cual parecía más bien una orden. Decía su primaque no pensara la señora en hacer más compras, y que cuando notase lafalta de alguna cosa necesaria, le avisase a ella, que sabía como nadietratar el género, y sacarlo bueno y arreglado. Ítem: que reservase laseñora la mitad lo menos del dinero de la pensión, para ir desempeñandolas infinitas prendas de ropa y objetos diversos que estaban en Peñíscola, dando la preferencia a las papeletas cuyo vencimientoestuviese al caer, y así en pocos meses podría recobrar sin fin de cosasde mucha utilidad. Celebró Doña Paca la feliz advertencia de Juliana,que era la previsión misma, y ofreció seguirla puntualmente, o más bienobedecerla. Como tenía

la

cabeza

tan

mareada,

efecto

de

los

inauditosacontecimientos de aquellos días, de la ausencia de Benina, y ¿por quéno decirlo? del olor de las flores que embalsamaban la casa, no le habíapasado por las mientes el revisar las resmas de papeletas que en varioscartapacios guardaba como oro en paño. Pero ya lo haría, sí señora, yalo haría... y si Juliana quería encargarse de comisión tan fastidiosacomo el desempeñar, mejor que mejor. Contestó la nueva cocinera que lomismo servía ella para el caso que su prima, y acto continuo empezó adisponer la cena, que fue muy del gusto de Doña Paca y de Obdulia.

Al día siguiente se agregó a la familia la doncella; y tan necesarioscreían hija y madre sus servicios, que ambas se maravillaban de habervivido tanto tiempo sin echarlos de menos. El éxito de Daniela el primerdía fue, pues, tan franco y notorio como el de Hilaria. Todo lo hacíabien, con arte y presteza, adivinando los gustos y deseos de las señoraspara satisfacerlos al instante. ¡Y qué buenos modos, qué dulce agrado,qué humildad y ganas de complacer! Diríase que una y otra joventrabajaban desafiadas y en competencia, apostando a cuál conquistaríamás pronto la voluntad de sus amas. Doña Francisca estaba en susglorias, y lo único que la afligía era la estrechez de la habitación, enla cual las cuatro mujeres apenas podían revolverse.

Juliana, la verdad sea dicha, no vio con buenos ojos la entrada de ladoncella, que maldita la falta que hacía; pero por no chocar tan pronto,no dijo nada, reservándose el propósito de plantarla en la calle cuandose consolidase un poco más el dominio que había empezado a ejercer. Enotras materias aconsejó y llevó a la práctica disposiciones tanatinadas, que la misma Obdulia hubo de reconocerla como maestra en artede gobierno. Ocupábanse además en buscarles casa; pero con talescondiciones de comodidad, ventilación y baratura la quería, que no erafácil decidirse hasta no revolver bien todo Madrid. Claro es queFrasquito ya se había ido con viento fresco a su casa de pupilos(Concepción Jerónima, 37), y tan contento el hombre.

No tenía Doña Pacahabitación para él, y aun acomodarle en el pasillo habría sido difícil,por estar lleno de plantas tropicales y alpestres; además, no erapertinente ni decoroso que un señor reputado por elegante y algocalavera, viviese en compañía de cuatro mujeres solas, tres de lascuales eran jóvenes y bonitas.

Fiel a la estimación que a Doña Franciscadebía, la visitaba Ponte diariamente mañana y tarde, y un sábado anunciópara el siguiente domingo la excursión al Pardo, en que se proponíareverdecer sus aficiones y habilidades caballerescas.

¡Con qué placer y curiosidad salieron las cuatro al balcón prestado delvecino para ver al jinete! Pasó muy gallardo y tieso en un caballotegrandísimo, y saludó y dio varias vueltas, parando el caballo y haciendomil monerías. Agitaba Obdulia su pañuelo, y Doña Paca, en la efusión desu amistoso cariño, no pudo menos de gritarle desde arriba: «Por Dios,Frasquito, tenga mucho cuidado con esa bestia, no vaya a tirarle alsuelo y a darnos un disgusto».

Picó espuelas el diestro jinete, trotando hacia la calle de Toledo paratomar la de Segovia y seguir por la Ronda hasta incorporarse con susamigos en la Puerta de San Vicente. Cuatro jóvenes de buen humorformaban con Antonio Zapata la partida de ciclistas en aquella excursiónalegre, y en cuanto divisaron a Ponte y su gigantesca cabalgadura,saludáronle con vítores y cuchufletas. Antes de partir en dirección a laPuerta de Hierro, hablaron Frasquito y Zapata del asunto queprincipalmente les reunía, diciendo este que al fin, con no pocasdificultades, había conseguido la orden para que fuesen puestos enlibertad Benina y su moro. Partieron gozosos, y a lo largo de lacarretera empezó el match entre el jinete del caballo de carne y losdel de hierro, animándose y provocándose recíprocamente con alegresvoces e imprecaciones familiares. Uno de los ciclistas, que era campeónlaureado, iba y venía, adelantándose a los otros, y todos corrían másveloces que el jamelgo de Frasquito, quien tenía buen cuidado de nohacer locuras, manteniéndose en un paso y trote moderados.

Nada les ocurrió en el viaje de ida. Reunidos allá con Polidura y otrosamigos pedestres, que habían salido con la fresca, almorzaron gozosos,pagando por mitad, según convenio, Frasquito y Antonio; visitaronrápidamente el recogimiento de pobres, sacaron a los cautivos, y a latarde se volvieron a Madrid, echando por delante a Benina y Almudena. Noquiso Dios que la vuelta fuese tan feliz como la ida, porque uno de losciclistas, llamado, y no por mal nombre, Pedro Minio, de la piel deldiablo, había empinado el codo más de la cuenta en el almuerzo, y dio enhacer gracias con la máquina, metiéndose y sacándose por angosturaspeligrosas, hasta que en uno de aquellos pasos fue a estrellarse contraun árbol, y se estropeó una mano y un pie, quedándose inutilizado paracontinuar pedaleando. No pararon aquí las desdichas, y más acá de laPuerta de Hierro, ya cerca de los Viveros, el corcel de Frasquito, quesin duda estaba ya cargado del vertiginoso girar con que las bicicletaspasaban y repasaban delante de sus ojos, sintiéndose además malgobernado, quiso emanciparse de un jinete ridículo y fastidioso. Pasaronunas carretas de bueyes con carga de retama y carrasca para los hornosde Madrid, y ya fuera que se espantase el jaco, ya que fingiera elespanto, ello es que empezó a dar botes y más botes, hasta que logródespedir hacia las nubes a su elegante caballero. Cayó el pobre Pontecomo un saco medio vacío, y en el suelo se quedó inmóvil, hasta queacudieron sus amigos a levantarle. Herida no tenía, y por fortunatampoco sufrió golpe de cuidado en la cabeza, porque conservaba suconocimiento, y en cuanto le pusieron en pie empezó a dar voces, rojocomo un pavo, apostrofando al carretero que, según él, había tenido laculpa del siniestro.

Aprovechando la confusión, el caballo, ansioso delibertad, escapó desbocado hacia Madrid, sin dejarse coger de lostranseúntes que lo intentaron, y en pocos minutos Zapata y sus amigos leperdieron de vista.

Ya habían traspuesto Benina y Almudena, en su tarda andadura, la líneade los Viveros, cuando la anciana vio pasar veloz como el viento, eljamelgo de Ponte, y comprendió lo que había pasado. Ya se lo temía ella,porque no estaba Frasquito para tales bromas, ni su edad le consentíatan ridículos alardes de presunción. Mas no quiso detenerse a saber locierto del lance, porque anhelaba llegar pronto a Madrid para quedescansase Almudena, que sufría de calenturas y se hallaba extenuado.Paso a paso avanzaron en su camino, y en la Puerta de San Vicente, yacerca de anochecido, sentáronse a descansar, esperando ver pasar a losexpedicionarios con la víctima en una parihuela. Pero no viéndoles enmás de media hora que allí estuvieron, continuaron su camino por laVirgen del Puerto, con ánimo de subir a la calle Imperial por la deSegovia. En lastimoso estado iban los dos: Benina descalza, desgarrada ysucia la negra ropa; el moro envejecido, la cara verde y macilenta; unoy otro revelando en sus demacrados rostros el hambre que habíanpadecido, la opresión y tristeza del forzado encierro en lo que másparece mazmorra que hospicio.

No podía apartar la Nina de su pensamiento la imagen de Doña Paca, nicesaba de figurarse, ya de un modo, ya de otro, el acogimiento que en sucasa tendría. A ratos esperaba ser recibida con júbilo; a ratos temíaencontrar a Doña Francisca furiosa por el aquel de haber ella pedidolimosna, y, sobre todo, por andar con un moro. Pero nada ponía tantaconfusión y barullo en su mente como la idea de las novedades que habíade encontrar en la familia, según Antonio con vagas referencias ledijera al salir del Pardo. ¡Doña Paca, y él, y Obdulia eran ricos!¿Cómo? Ello fue cosa súbita, traída de la noche a la mañana por D.Romualdo... ¡Vaya con Don Romualdo! Le había inventado ella, y de lossenos obscuros de la invención salía persona de verdad, haciendomilagros, trayendo riquezas, y convirtiendo en realidades los soñadosdones del Rey Samdai ¡Quia! Esto no podía ser. Nina desconfiaba,creyendo que todo era broma del guasón de Antoñito, y que en vez deencontrar a Doña Francisca nadando en la abundancia, la encontraríaahogándose, como siempre, en un mar de trampas y miserias.

XXXVIII

Temblorosa llegó a la calle Imperial, y habiendo mandado al moro que searrimara a la pared y la esperase allí, mientras ella subía y seenteraba de si podía o no alojarle en la que fue su casa, le dijoAlmudena: «No bandonar tú mí, amri.

—¿Pero estás loco? ¿Abandonarte yo ahora que estás malito, y los dosandamos tan de capa caída? No pienses tal desatino, y aguárdame. Tepondré ahí enfrente, a la entrada de la calle de la Lechuga.

—¿No n'gañar tú mí? ¿ Golver ti pronta?

—En seguidita que vea lo que ocurre por arriba, y si está de buen templemi Doña Paca».

Subió Nina sin aliento, y con gran ansiedad tiró de la campanilla.Primera sorpresa: le abrió la puerta una mujer desconocida, jovenzuela,de tipito elegante, con su delantal muy pulcro. Benina creía soñar. Sinduda los demonios habían levantado en peso la casa para cargar con ella,dejando en su lugar otra que parecía la misma y era muy diferente. Entróla prófuga sin preguntar, con no poco asombro de Daniela, que al prontono la conoció. ¿Pero qué significaban, qué eran, de dónde habían salidoaquellos jardines, que formaban como alameda de preciosos arbustos desdela puerta, en todo lo largo del pasillo?

Benina se restregaba los ojos,creyendo hallarse aún bajo la acción de las estúpidas somnolencias delPardo, en las fétidas y asfixiantes cuadras. No, no; no era aquella sucasa, no podía ser, y lo confirmaba la aparición de otra figuradesconocida, como de cocinera fina, bien puesta, de semblantealtanero... Y mirando al comedor, cuya puerta al extremo del pasillo seabría, vio...

¡Santo Dios, qué maravilla, qué cosa...! ¿Era sueño? No,no, que bien segura estaba de verlo con los ojos corporales. Encima dela mesa, pero sin tocar a ella, como suspendido en el aire, había unmontón de piedras preciosas, con diferentes brillos, luces y matices,encarnadas unas, azules o verdes otras. ¡Jesús, qué preciosidad! ¿AcasoDoña Paca, más hábil que ella, había efectuado el conjuro del rey Samdai, pidiéndole y obteniendo de él las carretadas de diamantes yzafiros? Antes de que pudiera comprender que todo aquel centellear devidrios procedía de los colgajos de la lámpara del comedor, iluminadospor una vela que acababa de encender Doña Paca para revisar loscuchillos que de la casa de préstamos acababa de traerle Juliana,apareció esta en la puerta del comedor, y cortando el paso a la pobrevieja, le dijo entre risueña y desabrida:

—«Hola, Nina, ¿tú por aquí? ¿Has parecido ya? Creímos que te habías idoal Congo... No pases, no entres; quédate ahí, que nos vas a ponerperdidos los suelos, lavados de esta tarde...

¡Bonita vienes!... Quitaallá esas patas, mujer, que manchas los baldosines...

—¿En dónde está la señora?—dijo Nina, volviendo a mirar los diamantes yesmeraldas, y dudando ya que fueran efectivos.

—La señora está aquí... Pero te dice que no pases, porque vendrás llenade miseria...».

En aquel momento apareció por otro lado la señorita Obdulia, chillando:«Nina, bien venida seas; pero antes de que entres en casa, hay quefumigarte y ponerte en la colada... No, no te arrimes a mí. ¡Tantos díasentre pobres inmundos!... ¿Ves qué bonito está todo?».

Avanzó Juliana hacia ella sonriendo; pero al través de la sonrisa, hubode vislumbrar Nina la autoridad que la ribeteadora había sabidoconquistar allí, y se dijo: «Esta es la que ahora manda. Bien se leconoce el despotismo». A las arrogancias revestidas de benevolencia conque la acogió la tirana, respondió Nina que no se iría sin ver a suseñora.

«Mujer, entra, entra—murmuró desde el fondo del comedor, con voz ahogadapor los sollozos la señora Doña Francisca Juárez.

Manteniéndose en la puerta, le contestó Benina con voz entera: «Aquíestoy, señora, y como dicen que mancho los baldosines, no quiero pasar;digo que no paso... Me han sucedido cosas que no le quiero contar por noafligirla... Lleváronme presa, he pasado hambres... he padecidovergüenzas, malos tratos... Yo no hacía más que pensar en la señora, yen si tendría también hambre, y si estaría desamparada.

—No, no, Nina: desde que te fuiste, ¡mira qué casualidad!

entró lasuerte en mi casa... Parece un milagro, ¿verdad? ¿Te acuerdas de lo quehablábamos, aburriditas en esta soledad, ¡ay!

en aquellas noches demiseria y sufrimientos? Pues el milagro es una verdad, hija, y ya puedescomprender que nos lo ha hecho tu Don Romualdo, ese bendito, esearcángel, que en su modestia no quiere confesar los beneficios que tú yyo le debemos... y niega sus méritos y virtudes... y dice que no tienepor sobrina a Doña Patros... y que no le han propuesto para Obispo...Pero es él, es él, porque no puede haber otro, no, no puede haberlo, querealice estas maravillas».

Nina no contestó sílaba, y arrimándose a la puerta, sollozaba.

«Yo de buena gana te recibiría otra vez aquí—afirmó Doña Francisca, acuyo lado, en la sombra, se puso Juliana, sugiriéndole por lo bajo loque había de decir—; pero no cabemos en casa, y estamos aquí muyincómodas... Ya sabes que te quiero, que tu compañía me agrada más queninguna... pero...

ya ves... Mañana estaremos de mudanza, y se te haráun hueco en la nueva casa... ¿Qué dices? ¿Tienes algo que decirme? Hija,no te quejarás: ten presente que te fuiste de mala manera, dejándome sinuna miga de pan en casa, sola, abandonada...

¡Vaya con la Nina!Francamente, tu conducta merece que yo sea un poquito severa contigo...Y para que todo hable en contra tuya, olvidaste los sanos principios quesiempre te enseñé, largándote por esos mundos en compañía de unmorazo... Sabe Dios qué casta de pájaro será ese, y con qué sortilegioshabrá conseguido

hacerte

olvidar

las

buenas

costumbres.

Dime,confiésamelo todo: ¿le has dejado ya?

—No, señora.

—¿Le has traído contigo?

—Sí, señora. Abajo está esperándome.

—Como eres así, capaz te creo de todo... ¡hasta de traérmele a casa!

—A casa le traía, porque está enfermo, y no le voy a dejar en medio dela calle—replicó Benina con firme acento.

—Ya sé que eres buena, y que a veces tu bondad te ciega y no miras porel decoro.

—Nada tiene que ver el decoro con esto, ni yo falto porque vaya conAlmudena, que es un pobrecito. Él me quiere a mí... y yo le miro como unhijo».

La ingenuidad con que expresaba Nina su pensamiento no llegó a penetraren el alma de Doña Paca, que sin moverse de su asiento, y con loscuchillos en la falda, prosiguió diciéndole:

«No hay otra como tú para componer las cosas, y retocar tus faltas hastaconseguir que parezcan perfecciones; pero yo te quiero, Nina; reconozcotus buenas cualidades, y no te abandonaré nunca.

—Gracias, señora, muchas gracias.

—No te faltará qué comer, ni cama en qué dormir. Me has servido, me hasacompañado, me has sostenido en mi adversidad. Eres buena, buenísima;pero no abuses, hija; no me digas que venías a casa con el moro de losdátiles, porque creeré que te has vuelto loca.

—A casa le traía, sí, señora, como traje a Frasquito Ponte, porcaridad... Si hubo misericordia con el otro, ¿por qué no ha de haberlacon este? ¿O es que la caridad es una para el caballero de levita, yotra para el pobre desnudo? Yo no lo entiendo así, yo no distingo... Poreso le traía; y si a él no le admite, será lo mismo que si a mí no meadmitiera.

—A ti siempre... digo, siempre no... quiero decir... es que no tenemoshueco en casa... Somos cuatro mujeres, ya ves...

¿Volverás mañana?Coloca a ese desdichado en una buena fonda... no, ¡qué disparate! en elHospital... No tienes más que dirigirte a D. Romualdo... Dile de miparte que yo le recomiendo... que lo mire como cosa mía... ¡ay, no sé loque digo!... como cosa tuya, y tan tuya... En fin, hija, tú verás...Puede que os alberguen en la casa del Sr. de Cedrón, que debe ser muygrande... tú me has dicho que es un casetón enorme que parece unconvento... Yo, bien lo sabes, como criatura imperfecta, no tengo lavirtud en el grado heroico que se necesita para alternar con lapobretería sucia y apestosa... No, hija, no: es cuestión de estómago yde nervios... De asco me moriría, bien lo sabes. ¡Pues digo, con lamiseria que traerás sobre ti!... Yo te quiero, Nina; pero ya conoces miestómago... Veo una mota en la comida, y ya me revuelvo toda, y estoymala tres días... Llévate tu ropa, si quieres mudarte... Juliana te darálo que necesites...

¿Oyes lo que te digo? ¿Por qué callas? Ya, ya teentiendo. Te haces la humilde para disimular mejor tu soberbia... Todote lo perdono; ya sabes que te quiero, que soy buena para ti... En fin,tú me conoces... ¿Qué dices?

—Nada, señora, no he dicho nada, ni tengo nada que decir—

murmuró Ninaentre dos suspiros hondos—. Quédese con Dios.

—Pero no te irás enojada conmigo—añadió con trémula voz Doña Paca,siguiéndola a distancia en su lenta marcha por el pasillo.

—No, señora... ya sabe que yo no me enfado...—replicó la ancianamirándola más compasiva que enojada—. Adiós, adiós».

Obdulia condujo a su madre al comedor diciéndole: «¡Pobre Nina!... Seva. Pues mira, a mí me habría gustado ver a ese moro Muza y hablar conél... ¡Esta Juliana, que en todo quiere meterse!...».

Atontada por crueles dudas que desconcertaban su espíritu, DoñaFrancisca no pudo expresar ninguna idea, y siguió revisando loscubiertos desempeñados. En tanto, Juliana, conduciendo a la Nina hastala puerta con suave opresión de su mano en la espalda de la mendiga, ladespidió con estas afectuosas palabras: «No se apure, señá Benina, quenada ha de faltarle... Le perdono el duro que le presté la semanapasada, ¿no se acuerda?

—Señora Juliana, sí que me acuerdo. Gracias.

—Pues bien: tome además este otro duro para que se acomode esta noche...Váyase mañana por casa, que allí encontrará su ropa...

—Señora Juliana, Dios se lo pague.

—En ninguna parte estará usted mejor que en la Misericordia, y siquiere, yo misma le hablaré a D. Romualdo, si a usted le da vergüenza.Doña Paca y yo la recomendaremos... Porque mi señora madre política hapuesto en mí toda su confianza, y me ha dado su dinero para que se loguarde... y le gobierne la casa, y le suministre cuanto puedanecesitar. Mucho tiene que agradecer a Dios por haber caído en estasmanos...

—Buenas manos son, señora Juliana.

—Vaya por casa, y le diré lo que tiene que hacer.

—Puede que yo lo sepa sin necesidad de que usted me lo diga.

—Eso usted verá... Si no quiere ir por casa...

—Iré.

—Pues, señá Benina, hasta mañana.

—Señora Juliana, servidora de usted».

Bajó de prisa los gastados escalones, ansiosa de verse pronto en lacalle. Cuando llegó junto al ciego, que en lugar próximo le esperaba, lapena inmensa que oprimía el corazón de la pobre anciana reventó en unllorar ardiente, angustioso, y golpeándose la frente con el puñocerrado, exclamó: «¡Ingrata, ingrata, ingrata!

—No yorar ti, amri—le dijo el ciego cariñoso, con habla sollozante—.Señora tuya mala ser, tú ángela.

—¡Qué ingratitud, Señor!... ¡Oh mundo... oh miseria!...

Afrenta de Dioses hacer bien...

Dir nosotros luejos... dirnos, amri... Dispreciar ti mondo malo.

—Dios ve los corazones de todos; el mío también lo ve...

Véalo, Señor delos cielos y la tierra, véalo pronto».

XXXIX

Dicho lo que antecede, se limpió las lágrimas con mano temblorosa, ypensó en tomar las resoluciones de orden práctico que las circunstanciasexigían.

« Dirnos, dirnos—replicó Almudena cogiéndola del brazo.

—¿A dónde?—dijo Nina con aturdimiento—. ¡Ah! lo primero a casa de D.Romualdo».

Y al pronunciar este nombre se quedó un instante lela, enteramenteidiota.

—« R'maldo mentira—declaró el ciego.

—Sí, sí, invención mía fue. El que ha llevado tantas riquezas a laseñora será otro, algún D. Romualdo de pega... hechura del demonio...No, no, el de pega es el mío... No sé, no sé. Vámonos, Almudena.Pensemos en que tú estás malo, que necesitas pasar la noche bienabrigadito.