Que ni él prometió casarse
25
Ni pensó jamás en ello.
¡Tanto mudan á los hombres
Fortuna, poder y tiempo!
En vano porfiaba Inés
103
Con amenazas y ruegos;
Cuanto más ella importuna
Está Martínez severo.
Abrazada á sus rodillas
Enmarañado el cabello,
5
La hermosa niña lloraba
Prosternada por el suelo.
Mas todo empeño es inútil,
Porque el capitán Don Diego
No ha de ser Diego Martínez
10
Como lo era en otro tiempo.
Y así llamando á su gente,
De amor y piedad ajeno,
Mandóles que á Inés llevaran
De grado ó de valimiento.
15
Mas ella antes que la asieran,
Cesando un punto en su duelo,
Así habló, el rostro lloroso
Hacia Martínez volviendo:
«Contigo se fué mi honra,
20
Conmigo tu juramento;
Pues buenas prendas son ambas,
En buen fiel las pesaremos.»
Y la faz descolorida
En la mantilla envolviendo,
25
Á pasos desatentados
Salióse del aposento.
104
V
Era entonces de Toledo
Por el rey gobernador
El justiciero y valiente
Don Pedro Ruiz de Alarcón.
5
Muchos años por su patria
El buen viejo peleó;
Cercenado tiene un brazo,
Mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
10
Los jueces en derredor,
Los corchetes á la puerta
Y en la derecha el bastón.
Está, como presidente
Del tribunal superior,
15
Entre un dosel y una alfombra
Reclinado en un sillón,
Escuchando con paciencia
La casi asmática voz
Con que un tétrico escribano
20
Solfea una apelación.
Los asistentes bostezan
Al murmullo arrullador,
Los jueces medio dormidos
Hacen pliegues al ropón,
25
Los escribanos repasan
Sus pergaminos al sol,
105
Los corchetes á una moza
Guiñan en un corredor,
Y abajo en Zocodover
Gritan en discorde son
Los que en el mercado venden
5
Lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto,
En faz de grande aflicción,
Rojos de llorar los ojos,
Ronca de gemir la voz,
10
Suelto el cabello y el manto,
Tomó plaza en el salón
Diciendo á gritos: «¡Justicia,
Jueces; justicia, señor!»
Y á los pies se arroja humilde
15
De Don Pedro de Alarcón,
En tanto que los curiosos
Se agitan al rededor.
Alzóla cortés Don Pedro
Calmando la confusión
20
Y el tumultuoso murmullo
Que esta escena ocasionó,
Diciendo:
—Mujer, ¿qué quieres?
—Quiero justicia, señor.
—¿De qué?
—De una prenda hurtada.
25
—¿Qué prenda?
—Mi corazón.
106
—¿Tú le diste?
—Le presté.
—¿Y no te le han vuelto?
—No.
—¿Tienes testigos?
—Ninguno.
—¿Y promesa?
—¡Sí, por Dios!
Que al partirse de Toledo
5
Un juramento empeñó.
—¿Quién es él?
—Diego Martínez.
—¿Noble?
—Y capitán, señor.
—Presentadme al capitán,
Que cumplirá si juró.—
10
Quedó en silencio la sala,
Y á poco en el corredor
Se oyó de botas y espuelas
El acompasado son.
Un portero, levantando
15
El tapiz, en alta voz
Dijo:—El capitán Don Diego.—
Y entró luego en el salón
Diego Martínez, los ojos
Llenos de orgullo y furor.
20
—¿Sois el capitán Don Diego,
Díjole Don Pedro, vos?—
Contestó altivo y sereno
107
Diego Martínez:
—Yo soy.
—¿Conocéis á esta muchacha?
—Ha tres años, salvo error.
—¿Hicísteisla juramento
De ser su marido?—
—No.
5
—¿Juráis no haberlo jurado?
—Sí juro.—
—Pues id con Dios.
—¡Miente!—clamó Inés llorando
De despecho y de rubor.
—Mujer, ¡piensa lo que dices!...
10
—Digo que miente, juró.
—¿Tienes testigos?
—Ninguno.
—Capitán, idos con Dios,
Y dispensad que acusado
Dudara de vuestro honor.—
15
Tornó Martínez la espalda
Con brusca satisfacción,
É Inés, que le vió partirse,
Resuelta y firme gritó:
—Llamadle, tengo un testigo.
20
Llamadle otra vez, señor.—
Volvió el capitán Don Diego,
Sentóse Ruiz de Alarcón,
La multitud aquietóse
Y la de Vargas siguió:
25108
—Tengo un testigo á quien nunca
Faltó verdad ni razón.
—¿Quién?
—Un hombre que de lejos
Nuestras palabras oyó,
Mirándonos desde arriba.
5
—¿Estaba en algún balcón?
—No, que estaba en un suplicio
Donde ha tiempo que expiró.
—¿Luego es muerto?
—No, que vive.
—Estáis loca, ¡vive Dios!
10
¿Quién fué?
—El CRISTO de la Vega
Á cuya faz perjuró.—
Pusiéronse en pie los jueces
Al nombre del Redentor,
Escuchando con asombro
15
Tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
De sorpresa y de pavor,
Y Diego bajó los ojos
De vergüenza y confusión.
20
Un instante con los jueces
Don Pedro en secreto habló,
Y levantóse diciendo
Con respetuosa voz:
«La ley es ley para todos,
25
Tu testigo es el mejor,
109
Mas para tales testigos
No hay más tribunal que Dios.
Haremos... lo que sepamos;
Escribano, al caer el sol
Al CRISTO que está en la vega
5
Tomaréis declaración.»
VI
Es una tarde serena,
Cuya luz tornasolada
Del purpurino horizonte
Blandamente se derrama.
10
Plácido aroma las flores
Sus hojas plegando exhalan,
Y el céfiro entre perfumes
Mece las trémulas alas.
Brillan abajo en el valle
15
Con suave rumor las aguas,
Y las aves en la orilla
Despidiendo al día cantan.
Allá por el Miradero
Por el Cambrón y Visagra
20
Confuso tropel de gente
Del Tajo á la vega baja.
Vienen delante Don Pedro
De Alarcón, Ibán de Vargas,
Su hija Inés, los escribanos,
25
Los corchetes y los guardias;
Y detrás monjes, hidalgos,
110
Mozas, chicos y canalla.
Otra turba de curiosos
En la vega les aguarda,
Cada cual comentariando
El caso según le cuadra.
5
Entre ellos está Martínez
En apostura bizarra,
Calzadas espuelas de oro,
Valona de encaje blanca,
Bigote á la borgoñona,
10
Melena desmelenada,
El sombrero guarnecido
Con cuatro lazos de plata,
Un pie delante del otro,
Y el puño en el de la espada.
15
Los plebeyos de reojo
Le miran de entre las capas,
Los chicos al uniforme
Y las mozas á la cara.
Llegado el gobernador
20
Y gente que le acompaña,
Entraron todos al claustro
Que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el CRISTO
Cuatro cirios y una lámpara,
25
Y de hinojos un momento
Le rezaron en voz baja.
Está el CRISTO de la Vega
La cruz en tierra posada,
111
Los pies alzados del suelo
Poco menos de una vara;
Hacia la severa imagen
Un notario se adelanta,
De modo que con el rostro
5
Al pecho santo llegaba.
Á un lado tiene á Martínez,
Á otro lado á Inés de Vargas,
Detrás al gobernador
Con sus jueces y sus guardias.
10
Después de leer dos veces
La acusación entablada,
El notario á Jesucristo
Así demandó en voz alta:
—« Jesús, Hijo de María,
15
Ante nos esta mañana
Citado como testigo
Por boca de Inés de Vargas,
¿Juráis ser cierto que un día
Á vuestras divinas plantas
20
Juró á Inés Diego Martínez
Por su mujer desposarla? »
Asida á un brazo desnudo
Una mano atarazada
Vino á posar en los autos
25
La seca y hendida palma,
Y allá en los aires «¡Sí JURO!»
Clamó una voz más que humana.
Alzó la turba medrosa
112
La vista á la imagen santa...
Los labios tenía abiertos,
Y una mano desclavada.
CONCLUSIÓN
Las vanidades del mundo
Renunció allí mismo Inés,
5
Y espantado de sí propio
Diego Martínez también.
Los escribanos temblando
Dieron de esta escena fe,
Firmando como testigos
10
Cuantos hubieron poder.
Fundóse un aniversario
Y una capilla con él,
Y Don Pedro de Alarcón
El altar ordenó hacer,
15
Donde hasta el tiempo que corre,
Y en cada un año una vez,
Con la mano desclavada
El crucifijo se ve.
DON ANTONIO DE TRUEBA
CANTOS DE PÁJARO
Tengo yo un pajarillo
20
Que el día pasa
Cantando entre las flores
113
De mi ventana;
Y un canto alegre
Á todo pasajero
Dedica siempre.
Tiene mi pajarillo
5
Siempre armonías
Para alegrar el alma
Del que camina...
¡Oh cielo santo,
Por qué no harán los hombres
10
Lo que los pájaros!
Cuando mi pajarillo
Cantos entona,
Pasajeros ingratos
Cantos le arrojan:
15
Mas no por eso
Niega sus armonías
Al pasajero.
Tiende las leves alas,
Cruza las nubes
20
Y canta junto al cielo
Con voz más dulce:
«Paz á los hombres
Y gloria al que en la altura
Rige los orbes!»
25
Y yo sigo el ejemplo
Del ave mansa
Que canta entre las flores
De mi ventana,
114
Porque es sabido
Que poetas y pájaros
Somos lo mismo.
LA PEREJILERA
Al salir el sol dorado
Esta mañana te vi
5
Cogiendo, niña, en tu huerto
Matitas de perejil.
Para verte más de cerca
En el huerto me metí,
Y sabrás que eché de menos
10
Mi corazón al salir.
Tú debiste de encontrarle,
Que en el huerto le perdí.
«Dámele, perejilera,
Que te le vengo á pedir.»
DON JOSÉ SELGAS Y CARRASCO
LA MODESTIA
15
Por las flores proclamado
Rey de una hermosa pradera,
Un clavel afortunado
Dió principio á su reinado
Al nacer la primavera.
20
Con majestad soberana
Llevaba y con noble brío
115
El regio manto de grana,
Y sobre la frente ufana
La corona de rocío.
Su comitiva de honor
Mandaba, por ser costumbre,
5
El céfiro volador,
Y había en su servidumbre
Hierbas y malvas de olor.
Su voluntad poderosa,
Porque también era uso,
10
Quiso una flor para esposa,
Y regiamente dispuso
Elegir la más hermosa.
Como era costumbre y ley,
Y porque causa delicia
15
En la numerosa grey,
Pronto corrió la noticia
Por los estados del rey.
Y en revuelta actividad
Cada flor abre el arcano
20
De su fecunda beldad,
Por prender la voluntad
Del hermoso soberano.
Y hasta las menos apuestas
Engalanarse se vían
25
Con harta envidia, dispuestas
Á ver las solemnes fiestas
Que celebrarse debían.
Lujosa la Corte brilla:
116
El rey, admirado, duda,
Cuando ocultarse sencilla
Vió una tierna florecilla
Entre la hierba menuda.
Y por si el regio esplendor
5
De su corona le inquieta,
Pregúntale con amor:
—«¿Cómo te llamas?»—«Violeta,»
Dijo temblando la flor.
—«¿Y te ocultas cuidadosa
10
Y no luces tus colores,
Violeta dulce y medrosa,
Hoy que entre todas las flores
Va el rey á elegir esposa?»
Siempre temblando la flor,
15
Aunque llena de placer,
Suspiró y dijo: «Señor,
Yo no puedo merecer
Tan distinguido favor.»
El rey, suspenso, la mira
20
Y se inclina dulcemente;
Tanta modestia le admira;
Su blanda esencia respira,
Y dice alzando la frente:
«Me depara mi ventura
25117
Esposa noble y apuesta;
Sepa, si alguno murmura,
Que la mejor hermosura
Es la hermosura modesta.»
Dijo, y el aura afanosa
5
Publicó en forma de ley,
Con voz dulce y melodiosa,
Que la violeta es la esposa
Elegida por el rey.
Hubo magníficas fiestas,
10
Ambos esposos se dieron
Pruebas de amor manifiestas,
Y en aquel reinado fueron
Todas las flores modestas.
DON PEDRO A. DE ALARCÓN
EL MONT-BLANC
¡Heme al fin en la cumbre soberana!...
15
¡Nieve perpetua..., soledad doquiera!...
¿Quién sino el hombre, en su soberbia insana,
Á hollar estos desiertos se atreviera?
Aquí enmudece hasta la voz del viento...;
Profundo mar parece el horizonte...,
20
Única playa el alto firmamento...,
Anclada nave el solitario monte.
118
¡Nada en torno de mí!... ¡Todo á mis plantas!
Obscuros bosques, relucientes ríos,
Lagos, campiñas, páramos, gargantas...
¡Europa entera yace á los pies míos!
¡Y cuán pequeña la terrestre vida,
5
Cuán relegado el humanal imperio
Se ve desde estos hielos donde anida
El Monte Blanco, el rey del hemisferio!
¡De aquí tiende su cetro sobre el mundo!
El Danubio opulento, el Po anchuroso,
10
El luengo Rhin y el Ródano profundo,
Hijos son de los hijos del Coloso.
Debajo de él... los Alpes se eslabonan
Como escabeles de su trono inmenso:
Debajo de él... las nubes se amontonan
15
Cual humo leve de quemado incienso.
¡Sobre él... los cielos nada más! La tarde
Le invidia al verlo de fulgor ceñido...
Llega la noche, y aún su frente arde
Con reflejos de un sol por siempre hundido.
20
Allá turnan con raudo movimiento
Una y otra estación... Él permanece
Mudo, inmóvil, estéril. ¡Monumento
De la implacable eternidad parece!
Ni el oso atroz ni el traicionero lobo
25
Huellan jamás su excelsitud nevada...
Huérfano vive del calor del globo...
¡En él principia el reino de la nada!
Por eso, ufano de su horror profundo,
119
Dichoso aquí mi corazón palpita...
¡Aquí solo con Dios..., fuera del mundo!
¡Solo, bajo la bóveda infinita!
¡Y qué süave, deleitosa calma
Brinda á mi pecho esta región inerte!...
5
Así concibe fatigada el alma
El tardo bien de la benigna muerte.
¡Morir aquí! De los poblados valles
No retornar á la angustiosa vida:
No escuchar más los lastimosos ayes
10
De la cuitada humanidad caída:
Desparecer, huyendo de la tierra,
Desde esta cima que se acerca al cielo:
Por siempre desertar de aquella guerra,
De eterna libertad tendiendo el vuelo...
15
Tal ansia acude al corazón llagado,
Al mirarte, ¡oh Mont-Blanc! , erguir la frente
Sobre un mísero mundo atribulado
Por el cierzo y el rayo y el torrente.
¡Tú nada temes! De tu imperio yerto
20
Sólo Dios es señor, fuerza y medida:
¡Cómo el ancho Océano y el Desierto,
Tú vives sólo de tu propia vida!
La tierra acaba en tu glacial palacio;
Tuya es la azul inmensidad aérea:
25
Tú ves más luz, más astros, más espacio...;
¡Parte eres ya de la mansión etérea!
¡Adiós! Retorno al mundo... Acaso un día
Ya de la tierra el corazón no lata,
120
Y sobre su haz inanimada y fría
Tiendas tu manto de luciente plata...
Será entonces tu reino silencioso
Cuanto hoy circunda y cubre el Oceano...
¡Adiós!... Impera en tanto desdeñoso
5
Sobre la insania del orgullo humano.
EL SECRETO
« ¡Yo no quiero morirme! »
—Dice la niña,
Tendiendo hacia su madre
Dos manecitas
10
Calenturientas,
Cual dos blancos jazmines
Que el viento seca...
Un silencio de muerte
La madre guarda...
15
¡Ay! ¡si hablara, vertiera
Mares de lágrimas!
Besa á la niña,
¡Y aun le fingen sus labios
Una sonrisa!
20
Del cuello de la madre
La hija se cuelga
Y, pegada á su oído,
Pálida y trémula,
Con sordo acento,
25
Dícele horrorizada:
121
—« Oye un secreto:
¿Sabes por qué á morirme
Le temo tanto?
Porque luego me llevan,
Toda de blanco,
5
Al cementerio...,
¡Y de verme allí sola
Va á darme miedo!»
—« Hija de mis entrañas!
(Grita la madre)
10
Dios querrá que me vivas...;
Y, aunque te mate,
Descuida, hermosa;
Que tú en el cementerio
No estarás sola. »
DON GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
RIMAS
II
15
Saeta que voladora
Cruza, arrojada al azar,
Sin adivinarse dónde
Temblando se clavará;
Hoja que del árbol seca
20
Arrebata el vendaval,
Sin que nadie acierte el surco
Donde á caer volverá;
122
Gigante ola que el viento
Riza y empuja en el mar,
Y rueda y pasa, y no sabe
Qué playa buscando va;
Luz que en cercos temblorosos
5
Brilla, próxima á expirar,
Ignorándose cuál de ellos
El último brillará;
Eso soy yo, que al acaso
Cruzo el mundo, sin pensar
10
De dónde vengo, ni adónde
Mis pasos me llevarán.
VII
Del salón en el ángulo obscuro,
De su dueño tal vez olvidada,
Silenciosa y cubierta de polvo
15
Veíase el arpa.
¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas
Como el pájaro duerme en las ramas,
Esperando la mano de nieve
Que sabe arrancarlas!
20
¡Ay! pensé; ¡cuántas veces el genio
As