Súbitamente, antes de que le viesen y le hiciesen cara,Tiburcio hizo caer por tierra mortalmente heridos a dos de los cuatroeunucos. No fue larga la lucha con los otros dos. Morsamor peleó contrael uno, Tiburcio peleó contra el otro, y ambos perecieron también.
Sin un leve instante de reposo, Tiburcio tocó en la puerta con el pomode su espada y gritó alto para que le oyese quien estaba dentro:
—¡Urbási! ¡Urbási! Abre. Ten confianza en nosotros. Venimos a salvarte.
La puerta se abrió enseguida y Urbási se mostró bajo el dintel,serenamente hermosa, como una aparición del cielo. Desalumbrado,extático quedó Morsamor al contemplar de cerca tanta hermosura. Luego serepuso haciendo un esfuerzo, y con la mano izquierda, desnuda de lamanopla que en la escarcela guardaba, asió a Urbási de la diestra, yguiado siempre por Tiburcio, buscó por donde había venido la únicasalida del harén.
Al llegar al salón, donde el rey yacía muerto, Morsamor retrocedióhorrorizado.
En torno del salón no había cundido el incendio porque eran los muros desólida mampostería, revestida de mármoles, que sin arder se calcinaban;pero lo interior del salón parecía un infierno: medroso torbellino dehumo y de llamas.
Inevitable era pasar por allí. Tiburcio dio el ejemplo. Se diría que asu paso se apartaban las llamas y el humo como si le conociesen yrespetasen.
Vergüenza tuvo Morsamor de quedarse atrás, pero temía que, si Urbásiseguía andando, prendiese el fuego en su larga y flotante vestidura,cuya fimbria tocaba y se extendía sobre el pavimento. Morsamor,entonces, tomó a Urbási en sus brazos, recogiéndole cuidadosamente lafalda; atravesó con rapidez y valentía por el salón incendiado; y,precedido de Tiburcio llegó sano y salvo hasta el arranque de la grandeescalera.
Hechizado y orgulloso de su dulce carga, nada le fatigaba su peso, yMorsamor no la hubiera soltado a no exigir ella descender la escalerapor su pie.
Rápidamente la bajaron, asidos de nuevo de la mano Morsamor y Urbási.
Con cariñoso afecto estrechó Morsamor la mano de Urbási, blanca, suave yadmirablemente formada.
Al llegar al último tramo, ella estrechó también la mano de Morsamor; yde su fresca boca, que a él pareció cáliz de perlas y rubíes, colmadodel aroma y del néctar que aspiran y beben los inmortales, salieron envoz baja y suave estas dulces palabras:
—Me has salvado la vida. Tómala si lo deseas. Eres su dueño.
Absorto en su alegría, nada acertaba a contestar Morsamor, cuando se viocercado de multitud de gente, así del pueblo como de los mismosaventureros que militaban bajo sus órdenes.
Entusiasmados todos por sushazañas, le aclamaban por héroe, casi le adoraban como a un semidiós yle levantaban en hombros para llevarle en triunfo.
En aquel bullicio y alborozo Urbási y Morsamor se separaron. Y él estuvolargo rato desesperado e inquieto, en medio del aplauso popular y de lamultitud que le vitoreaba, hasta que vio por dicha que a no muchadistancia, Urbási en compañía del viejo brahmán Narada, subía en unpalanquín e iba a salir fuera del recinto murado. Antes de salir, ella,que tenía en él la vista fija, le miró con amor e hizo ondear en su manoun blanco cendal, como despidiéndose. Su larga mirada fue elocuentísimay decía con toda claridad: hasta que pronto, muy pronto volvamos avernos.
-XXIV-
En un extremo de la ciudad y en espacioso edificio, Morsamor con toda sugente estaba acuartelado. No llegaban a ciento ochenta, porque más deciento habían perecido en la batalla.
Cargados de riquísimo botín,consolábanse los vivos de la muerte de sus compañeros de armas.
Limitadoel incendio a la gran cámara, el alcázar dio extraordinarias riquezas alos que, después de Morsamor, le entraron a saco. Los caballos y loselefantes, de que Tiburcio y los suyos se habían apoderado, cedidosluego o vendidos a Balarán, príncipe de los brahmanes, produjeroncuantiosa suma de rupias.
La rebelión triunfante, había entronizado a Balarán, invistiéndole deomnímodos poderes; concediéndole lo que en Europa llamamos la dictadura.
Era Balarán de nobilísima prosapia, de majestuosa presencia y de bellorostro resplandeciente en juventud lozana; era celebrado por su profundoconocimiento de los Vedas, de las Leyes de Manú, de los Puranas y demáslibros sagrados, y de todos los sistemas filosóficos-ortodoxos yheterodoxos de la India; y era venerado además por su energía, por su feinquebrantable en los altos destinos de su religión y de su casta, y porotras raras virtudes aparentes o verdaderas.
Gozaba, por último, depingüe y casi regio patrimonio, parte del cual había consumido,comprometiéndole todo en la conjura.
Fundamento tenía su propósito de que fuese seguido el ejemplo queacababa de dar; de que la rebelión se propagase a otros Estados y de quese extirpase de la India el predominio del Islam.
Así quedaría suambición plenamente satisfecha; llevaría él con justo título el nombrede Balarán; el mismo nombre del pasmoso hermano de Crishna. Y asílograría él ser Brahmatma o jefe supremo de su casta, de su secta y delimperio que en ella se fundase.
Repugnaba Morsamor ser mero y dócil instrumento del brahmán ambicioso.Harto conocía que era delirio aspirar a más. Lo razonable, pues, eraretirarse con sus aventureros, volviendo todos a Goa victoriosos yopulentos como nababos. Sólo un interés personalísimo retenía a Morsamoren Benarés. La bella Urbási había cautivado su alma. Necesitaba volver averla, declararle su amor y pedirle el cumplimiento de lo prometido enaquellas dulces palabras que ella pronunció, dejándolas grabadas en elcentro de su corazón: Me has salvado la vida. Tómala si lo deseas.
Eressu dueño.
Harto presentía Morsamor lo aventurado y peligroso de su nueva empresa.No quiso comprometer en ella sino a los que le fuesen completamenteadictos y estuviesen resueltos a arrostrar el enojo de Balarán y aresistir el poder que ellos habían contribuido a poner en sus manos.
Morsamor convocó, pues, a su gente, expuso su determinación depermanecer en Benarés con algunos pocos aventureros que quisiesenacompañarle y reconociendo que todos habían cumplido ya con elcompromiso y la obligación que contrajeron, los dejó en libertad devolver a Goa, conducidos por buenos guías y con el espléndido botín quehabían conquistado.
Deplorando o aparentando deplorar la separación, ciento veinteabandonaron a Miguel de Zuheros. Con él sólo quedaron sesenta valientesde los más devotos a su persona. No hay que decir que el fiel Tiburcioquedó también con él.
Después de esto, de noche y con misterioso recato, el anciano Naradavino a visitar a Morsamor. Previos muy corteses saludos y sin otropreámbulo, Narada, dijo lo siguiente:
—La verdad, sin jactancia, es que yo he fomentado y estimulado laambición de Balarán desde mucho tiempo ha, infundiendo en su alma miardiente deseo de sacudir el yugo de los muslimes.
Nada a pesar de miempeño hubiéramos hecho todavía, si un imprevisto suceso no hubierareanimado el espíritu reacio de Balarán, atizando su ambición con la iray los celos y prestándole actividad y arrojo. La bella Urbási, a quienBalarán pretendía y adoraba rendido, desapareció de su magníficavivienda; fue víctima de misterioso rapto. No bastó la habilidad de losraptores y no bastó el secreto con que la ejercieron, para que Balarándejase de presumir y aun de tener por seguro que el tirano Abdul benHixen, ardiendo por Urbási en lascivos amores, era quien la había robadoy quien en su harén la guardaba cautiva. Entonces Balarán no vaciló uninstante. Forjó su plan y lo realizó con presteza de acuerdo conmigo. Lafama de tus bizarrías había llegado hasta nosotros. Consideramos útil tuauxilio y yo fui a buscarte. Harto bien sabes lo demás por haber sidotan principal actor en todo. Lo que tú ignoras es que Urbási se halla denuevo en grave peligro. Ha desdeñado al rey muslime y se le haresistido, pero no desdeña menos a Balarán, el cual la adora y estáresuelto a hacerla suya de grado o por fuerza.
—No será, no será mientras yo viva—interrumpió Morsamor con ímpetuapasionado—. Yo liberté y salvé a Urbási, y Urbási será mía o pereceréen la demanda.
—No sé cómo ponderarte—dijo Narada—la alegría y la confianza que tusnobles palabras infunden en mi pecho. Bien puedo ya declarártelo todosin recelo alguno. Urbási, nobilísima doncella, huérfana de padre ymadre, es venerada por mí como una deidad y amada como el más tierno delos padres puede amar a la mejor de sus hijas en quien se mira como enun espejo y en quien contempla el limpio dechado de todas lasexcelencias y perfecciones. Por sus venas azules corre la etérea ypurísima sangre de nuestros antiquísimos richis, héroes y monarcas,celebrados en leyendas divinas y en inmortales epopeyas. La naturaleza,pródiga con Urbási, la adornó de todos sus primores y prestó a su alma ya su cuerpo gentileza tal que bien pudiera creerse que cuantos son losnúmenes que pueblan y dirigen los tres mundos, acudieron en la hora delnacimiento de ella otorgándole cada uno el don más precioso y la másalta virtud de que dispone. Ilustrada luego la mente de Urbási porsuperior inteligencia, ha concebido el ideal completo de la mujer. YUrbási con voluntad firme y constante, ha logrado realizarle en símisma, tanto en lo íntimo del espíritu como en la visible y terrenalapariencia. Sabe, sin hacer le ello alarde, las ciencias reveladas yocultas de los brahmanes. Y sin ignorar el conjunto de las sesenta ycuatro artes de amor y deleite, que constituyen la padmini o hembrahumana de mérito supremo, es casta, inocente e inmaculada virgen, así enel sentir y en el pensar como de hecho. No; el claro y abundantemanantial de amorosas venturas, el tesoro de hechizos, el cáliz colmadode licor de celestial bienandanza, que con el auxilio de los dioses ellaha creado y en sí tiene, no puede ni debe tocar a labios impuros,apagando su sed, ni puede ser entregado para que le goce y profane aquien no sobresalga entre el vulgo de los mortales con eminenciadesmedida.
—¿Es posible—interpuso Morsamor, con cierto despecho—que ella, encuyas encarecidas alabanzas te quedas corto, se complazca tanto en supropio valer, le tome por objeto de culto y se haga incapaz de amar aotro ser humano? Yo que la amo, yo que la adoro, ¿he de perder laesperanza de ser correspondido?
—Urge que lo sepas todo—replicó Narada—. No hay vagar para rodeos nidisimulos. Urbási, desde que llegó a ser núbil, se sintió atormentadapor amor sin objeto; pero no sin objeto, sino por objeto a su verimaginario, que columbraba su mente en la vaga penumbra de confusosrecuerdos, en las casi borradas impresiones que anteriores existenciasacaso han dejado en el alma. El ser que Urbási fingía, recordaba ocreaba, (¿por qué no confesártelo, si ella lo confiesa?) se parecía a ti¡oh venturoso Miguel de Zuheros! Antes de que te viese, Urbási te amaba.Te vio, y tú fuiste su salvador. En el día, Urbási te idolatra. Ellacree que los cisnes de alas de oro, fatídicos nuncios del destino,vinieron a pronosticar su amor por ti y tu amor por ella, comopronosticaron a Damayanti que Nal debía ser su enamorado esposo. YUrbási, no menos enamorada que Damayanti, desdeñaría por ti, no sólo aBalarán, sino a Indra, a Varuna y a los demás dioses, que desde elBaikounta bajasen a pretenderla. Por ti se siente Urbási capaz de losmayores sacrificios.
Por seguirte lo abandonaría todo, e imitando aSavitri fiel consorte de Satyavat, acosaría sin temor a Yama, dios de lamuerte, para sacarte de entre sus manos, como tú la sacaste a ella, yestrecharte luego apasionadamente en sus hermosos brazos.
Al oír a Narada, el corazón de Morsamor latía y saltaba agitadísimo porjúbilo inefable.
Morsamor se echó a los pies de Narada para mostrar sugratitud besándolos. Narada le alzó, le abrazó y se despidió de él,designando el momento en que volvería para llevarle donde Urbási estaba.
-XXV-
En una quinta, a corta distancia de la ciudad, secretamente estaba tododispuesto para la boda que había de ser clandestina, sin festín para losconvidados, sin baile y sin música. No por eso dejaba de estar revestidode costosos tapices y de otros raros adornos, el salón donde se elevabael pandal, estrado o sitio consagrado a la ceremonia.
En compañía de Narada, Morsamor entró allí primero. Llevaba el viejobrahmán vestimenta litúrgica de escarlata, sobre cuyo fondo carmesí sedestacaba la barba blanquísima y luenga.
Morsamor, ataviado con esmero yelegancia, parecía más joven y más gentil que nunca. De su cinto,bordado de oro, pendían la espada, la daga y la primorosa escarcela;coleto de finísimo ante, lleno de prolijas labores, cubría su pecho ysus espaldas. Las mangas acuchilladas, así como los gregüescos eran deblanco raso. La calza muy ceñida, de elástico punto de seda, hacía queluciesen las bien modeladas formas de sus ágiles piernas musculosas apar que enjutas. Muy lindo gabán colgaba airosamente de sus hombros.Tenía la mano derecha libre y desnuda, y en la izquierda los guantes deámbar y la graciosa gorra de Milán con airón de blancas y rizadasplumas, prendido a la gorra por una piocha de esmeraldas y rubíes.
Narada, al contemplar a Morsamor a la luz de las muchas lámparas que enel estrado había, no pudo menos de decirle que competía con el divinoHari, cuando se casó Rukmini en el magnífico palacio de Duarika.
No tardó la bella Urbási en aparecer sobre el estrado. La acompañabancuatro matronas casadas y la seguían sus siervas, y los pocosconvidados, amigos íntimos o parientes de su familia.
La presencia de Urbási, deslumbradora de hermosura, excitó la admiraciónde todos. En el alma de Morsamor se avivó con violencia el amorosofuego.
El andar de Urbási más parecía de deidad que de criatura humana. Sinoprimir su esbelto talle, le ceñía amplia zona de púrpura recamada deperlas, sosteniendo las flotantes ropas talares de cándido lino, quedescendían en artísticos pliegues y dejaban adivinar la armoniosacorrección del delicado cuerpo. La doble redondez del firme pecho, sincompresión ni arrimo, se estremecía suavemente, al moverse la hermosa,entreviéndose por la transparencia de la tela su puro color de rosa ynieve. Recogidas con gracia en alto las abundantes crenchas de susnegros cabellos, dejaban ver el cuello despejado y cuan bien puesta seerguía sobre él la noble cabeza. Verde-obscuras y hondas como la mar,eran las pupilas de sus ojos; su brillo como el del sol; y la sonrisa desu fresca boca, como presentimiento del Paraíso.
Según el rito, la novia debía acabar de adornarse en el pandal, enpresencia de todos, y las cuatro matronas casadas procedieron a hacerlo.De diamantes y perlas eran las joyas con que la adornaron. Pusieron unadiadema sobre su frente; en sus pequeñas orejas, a guisa de zarcillos,dos gruesos solitarios asidos a sendos y sutiles aretes; junto a loshombros y en las finas muñecas de los desnudos brazo y en las gargantasde los pies ligeros, brazaletes y ajorcas; y varios anillos en losafilados dedos de las manos y también en los dos dedos gruesos de ambospies, cuyo admirable dibujo no estragó jamás rudo calzado de cuero, ycuya desnudez dejaba ver la nítida blancura de la piel sonrosada y ellimpio nácar de las pulidas uñas, sobre las elegantes sandalias.
En la cabeza de Urbási las cuatro matronas echaron por último un rojo ytransparente velo.
Recitando himnos con entonada melopeya, Narada invocó a los lares y alos manes, genios protectores del hogar y espíritus de los antepasados.
Dos purohitas o brahmanes que oficiaban asistiendo a Narada, pusieronen la mano derecha de Morsamor algunos hilos de azafrán, enlazados porlarga cinta a otros hilos de azafrán que pusieron en la mano izquierdade Urbási.
Narada asió después la diestra de Morsamor y la unió a la diestra deUrbási. Sobre ambas manos juntas fueron todos los asistentes vertiendoalgunas gotas de agua lustral perfumada.
Morsamor enseguida dio a Urbási algunas hojas de betel picante.
Entonces se renovó la invocación, dirigiéndola Narada a los más egregiosseres divinos, a la propia Trimurti con el complemento femenino deSarasvati, esposa de Brahma; de Laksmi, esposa de Vishnú, y de Uma,esposa de Siva.
En amplio canastillo de flexibles entretejidos juncos, de pie yabrazándose se colocaron los novios; y cuantos allí asistían derramaronsobre sus cabezas puñados de arroz que tomaban de otros canastillosmenores.
Morsamor asió luego el táli, largo cordón de seda y oro en cuyosextremos resplandecían dos esmeraldas. Morsamor enredó el táli a lagarganta de Urbási, dándole tres vueltas y sujetándole con triplelazada. La novia miraba hacia el Oriente mientras que el novio así laprendía.
Sentados ambos después en blandos cojines, comieron juntos, sobre anchashojas de plátano, butiro fresco extendido en leves y esponjadas tortasde flor de harina, y miel de azahar a la postre: manjares simbólicos deiniciación en los misterios orientales, para aprender a reprobar lo maloy a elegir lo bueno.
En el centro del pandal se levantaba el ara, donde había algunasbrasas. Los purohitas echaron sobre las brasas canela, sándalo,espliego y otras plantas y yerbas secas y fragantes. Se levantó llama yNarada la avivó más con libaciones de soma divino.
Narada entonces habló así con Agni, dios del fuego, devorador de laofrecida hostia, conductor alado del holocausto:
—¡Oh, tú que te ocultas en el seno de los seres todos, que sin ti noserían, escúchame, Agni, tú que animas el universo. Concede a Urbási lalealtad y la firmeza que Satchi consagró a su marido cuando él laabandonó, y lleno de remordimientos, huyó a empequeñecerse y aesconderse en el tallo hueco de una de las flores de loto que cubrían ellago donde tú le hallaste, más allá de los montes de Himabat, en losúltimos términos de la tierra. Movido tú por las súplicas de Satchi y deacuerdo con los dioses, corriste por la tierra, volaste con tus alas dellamas por el aire y el éter, y hasta penetraste en el agua, tu temidamadre, para encontrar a Satacrátu en su penitente y escondido refugio!El pecado de Satacrátu vino a recaer entonces y a diluirse en todas lascriaturas, y recobrando él sus bríos, las hizo dichosas, venció altirano Nahucha y volvió a reinar en los tres mundos. ¡Oh, Agni, haz queUrbási sea para Morsamor tan regeneradora y purificante como DaraSatacrátu fue Satchi! Oye también y sé testigo, ¡oh Agni, del solemnejuramento de amor y de fidelidad, que van a pronunciar ambos esposos!
Morsamor y Urbási, en efecto, extendidas las manos sobre el ara y cercadel fuego prestaron el juramento debido.
Así terminó el acto religioso.
En aquella misma noche, sin demora ni reposo, a fin de sustraerse a lacelosa furia, a la venganza y al poder de Balarán, Morsamor y Urbási,depuestas las galas y en traje de camino emprendieron un largo viaje.
-XXVI-
Muchos días, fugitivo de Balarán, caminó Morsamor con su dulcecompañera. Dejándose persuadir por Narada, había creído en ellevantamiento general de toda la India, en favor del predominiobrahmánico, y no juzgó prudente ni seguro tratar de volver a Goa, nidirigirse a otro lugar que no estuviese fuera de los límites de laIndia.
En grandes barcas que de antemano contrató Narada, Morsamor había pasadoel Ganges, y había ido hacia el nordeste, esquivando los sitiospoblados.
Con él iban, todos a caballo, Tiburcio y los sesenta valientes devotos asu persona. En ligero palanquín que veinte robustos negros sostenían yllevaban turnando, iba la bella Urbási, asistida sólo por su siervafavorita Rohini. Completaban la caravana treinta poderosas mulas,alquiladas a dos ricos banianes en quienes Narada fiaba mucho y que sehabían comprometido a ir a donde se les mandase, cuidando y guiando lasmulas con el auxilio de cinco hábiles naires. Las mulas llevaban a lomoel espléndido equipaje de Urbási, abundancia de víveres, cuanto serequiere para desplegar tiendas en el campo y otros objetos útiles a lacomodidad y regalo de los ilustres viajeros y al alivio de sus fatigas.
Harto presentía Morsamor que el Brahmatma, con gran golpe de gente deguerra, había salido a perseguirle, aunque no había podido hastaentonces darle alcance por la mucha delantera que Morsamor y los suyoshabían tomado.
Sin tropiezo vi encuentro alguno desagradable, llegaron los que huían auna vastísima e intrincada selva, resplandeciente de lozana pompa yflorida verdura.
La frondosidad era tan densa por algunos puntos, que era menesterabrirse paso rompiendo y destrozando con la segur los enormes bejucos ydemás plantas enredaderas que, formando festones y guirnaldas, pendían yse entrelazaban de unos árboles en otros. Las alimañas esquivas yferoces huían a la aproximación de la hueste, pero no faltaban seresanimados, más mansos y menos recelosos del hombre, que apenas seapartaban al sentirle llegar, y hasta que se adelantaban y mostrabancomo si acudiesen a darle la bienvenida. A veces, con alegre desentono,graznaban los pavos reales, desplegando la brillante rueda de suspintadas plumas.
Zumbaban las abejas que en los huecos de añosos árboleslabraban sus panales. Las libélulas y las mariposas de los más nítidoscolores y variados matices poblaban y esmaltaban el ambiente.
Laabundancia de hojas en lo más alto de las plantas formaba verde toldo,por el cual se filtraba tamizada y tenue la lumbre solar, mitigando susardores y formando caprichosos cambiantes de refulgente claridad y desombra apacible. El kokila y otras aves cantoras entonaban sus trinosy gorjeos. Un vientecillo suave que apenas movía los más tiernos tallosy renuevos, esparcía con sus alas el grato aroma de las flores,trasladaba a larga distancia las aladas semillas y llevaba de unoscálices a otros el polen fecundante. Arroyuelos de agua cristalinacorrían serpenteando y murmurando por el somero cauce que naturalmentehabían abierto, y en cuyas márgenes crecían violetas, rosas silvestres ymil hierbas de olor. No bien empezaba a anochecer discurrían por el aireen multitud sin cuento las luciérnagas, como brillantes joyas con quebordaba allí su manto la primavera.
Tan amenos eran aquellos lugares que, embelesados Morsamor y los suyos,olvidaban casi el peligro que corrían.
Continuaban, no obstante, su peregrinación, aunque a la aventura y sinsaber a punto fijo en dónde podrían refugiarse para escapar o paradefenderse de sus perseguidores.
La selva parecía interminable y desierta. Los fugitivos no hallaron enella criatura humana.
Al cabo llegaron a un ancho espacio, casi despejado de árboles, y encuyo centro se alzaba un grande edificio de extraña arquitectura,palacio, fortaleza o tal vez abandonado asilo de anacoretas penitentes.Los peregrinos le visitaron y reconocieron, hallando que en él no vivíanadie.
Morsamor resolvió parar allí, reposar y hacerse fuerte, si por acaso ledescubrían y sorprendían sus enemigos en aquel misterioso retiro.
Sólo Tiburcio de Simahonda, con cuatro soldados que le escoltasen, todosen buenos y ligeros caballos, debía seguir adelante, como explorador,para ver si hallaba no muy largo y seguro camino por donde todospudiesen ir a la corte del gran monarca de los mongoles, Babur, si estehabía apaciguado ya sus dominios, si se hallaba en alguna ciudad menosdistante que la remota Samarcanda, y si concedía su favor y la esperanzade una recepción amistosa.
La gente de Morsamor estaba cansadísima. Y Urbási, rendida por la fatigay emociones violentas, necesitaba para reponerse tranquilidad y reposo.
En el desierto edificio había muchas estancias separadas y capaces, peromuy pocos y antiguos muebles, rotos o desvencijados. Por dicha, lasmulas traían de repuesto cuanto era conveniente para hacer agradableaquella vivienda.
En el patio del edificio manaba agua abundante y clara de una hermosafuente. Y cerca de ella había en amplio sótano una alberca para bañarse.
En el edificio no había provisiones de boca, pero la caravana distabamucho de haber consumido las que sacó de Benarés, y en la selva ademásabundaban los cocoteros, los plátanos, los mangos, las palmeras, losnaranjos, los limoneros y otros árboles cargados de fruta. Y
todosaquellos contornos convidaban con fácil y riquísimo éxito a la caza y ala pesca.
Alabando, pues, al cielo, que por lo pronto tan buen refugio le ofrecía,Morsamor se instaló con su gente en el abandonado edificio que se alzabaen el centro de la intrincada y vastísima selva.
-XXVII-
El edificio estaba casi al pie de muy altos montes. La ingentecordillera del Himalaya se erguía cerca de él, extendiéndose a un lado ya otro. Las cumbres, que se alzaban en el aire a millares de codos,estaban cubiertas de hielo perpetuo y de cándida nieve, que heridos porlos rayos del sol, vertían destellos radiantes y hacían más bella latemplada y apacible llanura en que se hallaba el palacio, bañándolotodo, a la hora del crepúsculo, en mágicos reflejos.
Morsamor había enviado esculcas y puesto atalayas, que debían renovarsecon frecuencia y vigilar de continuo para avisar la llegada de cualquierenemigo y evitar una sorpresa. El terreno quebrado y áspero y losintrincados y revueltos desfiladeros estaban tan próximos, que erafácil, previo aviso de que llegaban fuerzas muy superiores, escapar atoda persecución, refugiándose en las entrañas de la serranía.
Confiado en esto, Morsamor hacía en el palacio larga parada, aguardandola vuelta de Tiburcio.
Era alta noche. Morsamor reposaba al lado de Urbási en la repuestaalcoba. La tenue luz de una lámpara, que ardía en vaso de diáfanaporcelana, iluminaba suavemente el hermoso rostro y las gallardas yjuveniles formas de la mujer dormida.
Morsamor se despertó y se puso a contemplarla extasiado. No acertando areprimir su admiración amorosa, se acercó con lentitud y cuidado, paraque ella no despertase e imprimió dos tiernos besos sobre los párpados ylargas pestañas de sus cerrados ojos. Aunque el toque de los labios deMorsamor fue delicadísimo, sacudida Urbási como por una conmocióneléctrica, volvió en su acuerdo, abrió los ojos, llenos de dulzura, miróa su amante esposo y le estrechó afectuosamente en sus desnudos yblancos brazos. La felicidad y la vehemencia del amor de ambos, no hubopalabra articulada con que pudiera expresarse en aquel punto.
Después, sostenida en el brazo derecho de Morsamor y reclinada en suhombro, tras no breve pausa de silencio y reposo, Urbási con lánguida yentrecortada voz, dijo a Morsamor casi al oído:
—No; este amor invencible, fuerte, gigante, inmenso, no ha podido naceren mí, ni ha nacido de súbito. Antes de conocerte yo te presentía y teamaba. Al verte por vez primera, recordé tu rostro
y
columbré
susemejanza
en
la
nebulosa
lejanía
de
tiempos
pasados.
Reminiscenciasconfusas de una vida anterior se despertaron en mi alma. En tierras muyremotas, nacida yo en humilde, en casi vil condición, te había amado yhabía sido tuya. ¡Tú te avergonzabas de mí, cruel! Tú me abandonaste.Morir fue mi sino, pero no quise morir desesperada. Entregué mi alma aSmara, dios del amor, y él me hizo en pago la promesa de poseerte denuevo: de hacerme renacer, rica, noble y venerada para que no teavergonzases de mí y mil veces más hermosa para que me amases mil vecesmás que hasta entonces me habías amado. Dime, Morsamor, ¿no es ciertoque Smara ha cumplido su promesa?
Al oír Morsamor las palabras de Urbási,