Obras Completas de Armando Palacio Valdés -Tomo XV -Tristán o el Pesimismo - Novela de Costumbres by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Pero en ese caso ¿por qué ha tomado tal interés por tu obra y por quéla ha hecho representar?

—¿Sabes por qué?—respondió Tristán apretándole la mano y con unaexpresión de infinita perspicacia—. Porque estaba persuadido de que miobra haría fiasco. Así lo creían los cómicos todos y éstos no seatreven a respirar si Estévanez no se lo permite.

Reynoso guardó silencio.

Gustavo Núñez se sentó en una butaca, encendió un cigarro y cruzando laspiernas dijo con su habitual displicencia:

—Cuando era niño mi madre acostumbraba a leerme el Año cristiano antes de dormirme. Pues bien, recuerdo la historia de un santo que porespacio de muchos años se hizo pasar por idiota, sufriendo con admirablepaciencia para ganar el cielo toda clase de burlas y de escarnios tantode los hombres como de los niños. Después de haber vivido un pocoencuentro igualmente admirable el procedimiento para ganar la tierra. Siquieres, amigo, lograr algún resultado en las letras es menester quecomiences por fingirte tonto y que lleves el convencimiento a todos deque lo eres. La empresa no es fácil porque los literatos son suspicacesy bien despiertos, y no se les engaña de buenas a primeras. Toda clasede obstáculos se te enredarán en las piernas y no podrás dar un paso.Pero si persistes y logras convencerles y te ponen el marchamo demedianía incurable, entonces verás cuán desembarazado caminas; lasselvas enmarañadas se abrirán para dejarte paso, las montañas seabatirán, los ríos quedarán en seco y entre nubes de inciensoproseguirás tu marcha gloriosa arrullado por los ¡hosanna! de lacrítica.

Tristán, sin hacer caso de estas palabras, siguió paseando agitado ycolérico. Don Germán sonrió y replicó suavemente:

—Todo eso, amigo Núñez, me parece más gracioso que exacto. Jamás haexistido unanimidad de pareceres en este mundo. Mucho menos puedehaberla en las obras literarias en que se trata de lo feo y lo bonito.Pero eso no impide que aquí como en todas partes prevalezca al cabo loque debe prevalecer y perezca lo que debe perecer. Yo he vivido siemprebien alejado del mundo de las artes y las letras, pero tengo elpresentimiento de que en la literatura los enemigos contribuyen más aformar las reputaciones

que

los

amigos.

Unas

veces

con

un

silencioinjustificado y receloso, otras con un ataque intempestivo como el queahora ha experimentado Tristán, señalan al público el sitio donde estálo bueno. En las aldeas de Francia he visto que para descubrir lastrufas sueltan los cerdos al campo. En el sitio donde las hay sedetienen y comienzan a hozar estos animales. Entonces acuden asepararlos, se cava la tierra y se recoge el fruto. Así los envidiososdelatan el paraje donde existen las trufas literarias; allí acude elpúblico, los separa y se las come. Perdone usted lo feo de lacomparación en gracia de su exactitud...

Núñez no quiso conceder la exactitud del símil y se desbordóinmediatamente en un torrente de paradojas e ingeniosidades, todas bienamargas y resquemantes. Don Germán le respondió con su habitualsencillez y se entabló una discusión prolongada. Tristán se puso enseguida de la parte del pintor y le superó si no en gracia en amargura yexaltación. Al fin Reynoso la cortó jocosamente advirtiendo que lesesperaba el almuerzo. Núñez se despidió.

Durante el almuerzo Tristán se mostró tan taciturno que Clara,sorprendida y dolorosamente impresionada, no apartaba de él los ojos.Reynoso y Elena se dirigían miradas furtivas, sonriendo unas veces,otras sacudiendo la cabeza con señales de enfado. Particularmente Elenase iba poniendo nerviosa con el silencio descortés y embarazoso de sucuñado. En poco estuvo que no le interpelase bruscamente y sóloatendiendo a las señas de su marido logró contenerse. Pero no pudo menosde murmurar una de las veces:

—¡Parece mentira que un hombre tan majadero haya escrito una obra tanbonita!

Tristán alzó la cabeza y preguntó distraído:

—¿Qué decías?

—Que está admirable esta salsa.

Don Germán sonrió y Tristán bajó de nuevo la cabeza persistiendo en susilencio desconsiderado.

En cuanto terminó el almuerzo se encerró en su despacho. Allí vino allamar no mucho tiempo después García, que traía igualmente un número de El Universal en la mano. En cuanto entró apretó la de Tristánfuertemente y dejó escapar estas fatídicas palabras:

—¡Hay que aplastar a la víbora!

Tristán se estremeció. García se dejó caer en una butaca y paseando susojos relampagueantes por la estancia como si esperase descubrir ocultoen algún rincón al odioso reptil se echó mano al bolsillo interior del chaquette, sacó un manojo de cuartillas, dejó caer hacia atrás la capay se puso a leer con voz hueca. Era una respuesta aplastante, en efecto,a la crítica de Leporello nutrida de sana doctrina retórica y adornadacon todos los recursos que proporciona al discurso la ortografíaespañola; signos

de

admiración,

interrogantes,

puntos

suspensivos,paréntesis, etc., etc. Tristán, muy caviloso, apenas le escuchaba.

«¡Pero váyase a Leporello con las diferencias entre el estilo adornadoy el vehemente y patético! ¿Qué sabe el crítico zorrocloco dehumanidades? De éstas no sabe más que lo que a la suya se refiere, ycomo ésta no ve mucho más allá de sus narices... de ahí que... ¡tentepluma! ¿Cómo es posible que un hombre de tan corta vista logre entenderque el fin moral de la tragedia es purgar nuestras pasiones por medio dela compasión y del terror, mientras que el de la comedia es corregirnuestros vicios por medio del ridículo? Pero no hablemos de ridículo, nomentemos la soga en casa del ahorcado. Si el escritor insigne a quien Leporello moteja...»

—¡Por Dios, García!—exclamó Tristán avergonzado.

—¡Déjame! Yo sé lo que escribo—exclamó García con la misma vozvibrante, campanuda, con que leía su artículo.

«Si el escritor insigne a quien...»

—¡Pero García, eso es demasiado! ¿No comprendes?...

El retórico extendió su mano para atajarle y sin hacerle caso volvió arepetir con más énfasis:

«Si el escritor insigne a quien Leporello moteja pudiera descender aresponderle; si la pluma brillante que ha trazado los prodigiosos versosde Magdalena pudiera mancharse una sola vez, etc.»

García, trémulo y gritando como un energúmeno, concluyó al cabo lalectura del artículo. Una mirada feliz, triunfante brilló en sus ojillosnegros, debajo de sus pobladas pestañas, como una linterna dentro de unbosque. Envolvió las cuartillas lentamente, las metió en el bolsillo yacercando la boca al oído de Tristán y haciendo una serie prodigiosa demuecas pronunció estas palabras memorables:

—Este artículo saldrá en el correo de esta noche, y pasado mañana o atodo más el sábado se publicará en El Clamor de Alicante. El sábado,pues, ya podrás caminar por la calle con la cabeza bien levantada.

XII

LA NOVENA SINFONÍA

En un billetito perfumado, muy perfumado, y las armas de la noble casade Peñarrubia estampadas en lacre de color rosa, invitaba la condesa acomer a su entrañable amiga Elena.

«Cherie: Ya que tu señor marido te ha dejado hoy por aquellos bichos tanfeos que guarda en el Sotillo, ven a alegrar unos instantes estahumilde casita comiendo conmigo esta noche. A las ocho. Tú puedes venircuando se te antoje que para eso eres el ama. Adieu, ma petitte poupéede biscuit. Muchos besos, muchos, muchos...

MARCELA.»

El matrimonio Reynoso se hallaba instalado desde el 1.º de enero en sumagnífico hotel de la Castellana. Corrían los últimos días de febrero.Don Germán, que había aceptado con semblante risueño por no disgustar aElena el traslado de domicilio, se aburría mortalmente en la corte. Sólola ópera y algunos conciertos le indemnizaban de aquellas horribleshoras de paseo con los coches en fila viendo cruzar a su lado una ristrade rostros contraídos y de cuellos almidonados. Luego otra vez a verlosen el teatro, en las soirées, después de haberlos visto por la mañana enla acera de la calle de Alcalá y por la tarde en algún five o'clock,en la exposición de pinturas, en las carreras, en dondequiera querepicasen. Cualquiera diría, pensaba Reynoso, al observarlos tanpresurosos, tan sedientos de verse a todas horas, que estos señores seaman entrañablemente. Y, sin embargo, el día que uno de ellos sepresenta con un nuevo tren tirado por un tronco de raza sería asesinadogozosamente por sus más íntimos amigos.

Casi todas las semanas se escapaba el indiano algunas horas o un díaentero a su finca. Hasta entonces no había dormido nunca allá, pero comonecesitase hacer una larga excursión al monte, determinó quedarseaquella noche y regresar al día siguiente.

A las ocho en punto se detenía la berlina de Elena delante de una casade la calle de Serrano donde vivía la de Peñarrubia.

Ocupaba esta damaun modesto entresuelo sin lujo ni ostentación; la escalera estrecha, losmuebles pocos y sencillos, la servidumbre reducida a una cocinera y unadoncella. El único lujo que se autorizaba era un exceso de luz y deperfumes. Los vecinos de los otros cuartos al subir la escalera y cruzarpor delante de su puerta advertían por el montante una viva,esplendorosa iluminación y sentían en la nariz un penetrante aroma devioleta. No necesitaban más para penetrarse de la clara estirpe de lainquilina.

Cuando Elena llegó no estaba Marcela y aún se pasó un buen rato sin queapareciese. Al cabo hizo su entrada en compañía de Narciso Luna, deGustavo Núñez y de otra dama que llamaba Enriqueta. Venían de una matinée en casa de la de Somorrostro, donde decía que se habíanencontrado casualmente. Marcela había invitado a comer a Gustavo. Todoparecía muy claro. Sin embargo, Elena sintió un leve estremecimientoolfateando la trampa. Aquella dama a quien no conocía se llamabaEnriqueta Atienza, hermana del marqués de Raigoso, de treinta y ocho acuarenta años de edad, casada con un banquero, rubia y separada de sumarido.

Pasaron inmediatamente al comedor. El criado de Narciso Luna servía lacomida. Este vivía en un cuartito de la calle de Recoletos, haciendo suscomidas en el Club. Un criado arreglaba su habitación, limpiaba su ropay le ayudaba a vestirse. Muchas veces se vestía en el mismo Club,haciéndose traer el frac y la camisa. La de Peñarrubia utilizaba almuchacho para sus recados y aun para servir la mesa cuando teníainvitados.

—No; ahí no, Elena... Siéntate aquí.

Y después que la tuvo acomodada la condesa sentó a su lado a GustavoNúñez.

Elena no pudo menos de sentir un poco de malestar mezclado de miedo.Esta mala impresión se disipó al cabo en el curso de la comida. Laalegre conversación y el vino hicieron efecto en su cerebro volátil.Todos la colmaban de atenciones y de mimos.

Elena que era propensa aellos, como una niña de pocos años, pronto se halló en su centro dejandopasar al través de sus ojos y su boca aquella infantil, inagotablealegría que formaba su principal encanto.

Antes que hubiesen terminado de comer llegó el vizconde de las Llanas,el cual, por ciertos signos indubitables, pronto hizo comprender a Elenaque era el amante de Enriqueta Atienza. Un noble de traza innoble, jovenaún pero bien estropeado; el pelo lacio, las mejillas hundidas, la narizamoratada, la voz aguardentosa, los ojos levemente torcidos y aviesos. AElena le produjo malísimo efecto aquel aristócrata que tenía todo elaspecto de un caballero de industria. Además hablaba con un cinismorepugnante bien lejano del culto e ingenioso de Núñez.

La conversación era animada aunque reducida casi toda a la narración ycomentario de las intrigas amorosas que se anudaban y se desanudaban enel círculo de sus conocimientos. Pepita Z*** había entrado al fin enrelaciones con el marqués de G***.

¡Cuánto tiempo le había estadodespreciando! Como que esperaba que el duque de A*** se rindiese a susencantos.

Convencida al fin de que el duque no se hallaba dispuesto amorder aquella manzana pasada, cayó arrepentida en los brazos delmarqués. Blanquita H*** estaba pasando las grandes ducas por Manolo L***y éste sin hacerle caso.

—¿Y por qué no la quiere Manolo?—preguntó Núñez—.

Blanquita es unapreciosa criatura.

—Porque está enamorado de su mujer según dicen—respondió EnriquetaAtienza.

—¡Qué mal gusto!—exclamó la condesa—. Gorda como una barrica deaceite y bizca por añadidura... ¿Pero Manolo no se había casado con ellapor el dinero?

—Todo el mundo pensaba eso y él mismo no se ocultaba para decirlo.Ahora al cabo de seis años resulta que se pone loco perdido por ella ytiene unos celos atroces de Marquina.

—¡Válgate Dios! ¡Después de tanto tiempo como llevan de relaciones! Meparece que Marquina entró en amores con ella antes de ser ministro,¿verdad?

—Ya lo creo; ni soñaba con serlo. Pues a pesar de eso Manolo estáfurioso, persigue a su mujer y la vigila. El día menos pensado va a darun escándalo provocando a Marquina.

—Muy mal hecho—profirió la condesa.

—Muy mal hecho—repitió Gustavo Núñez.

—Muy mal hecho—corroboraron el vizconde de las Llanas y Narciso Luna.

—Unos amores tan largos es cosa que debe respetarse—

manifestóEnriqueta con profunda convicción.

Los demás expresaron también su aprobación poniéndose muy serios.Parecía que aquel adulterio era cosa sagrada e intangible.

A los postres llegó Rosita León, una mujercilla que sólo tenía de jovenla figura grácil, elegante y vivaracha. El rostro bastante ajado y conpronunciadas ojeras. Rubia también y separada de su marido.

—Es una observación que vengo haciendo desde largo tiempo—dijo GustavoNúñez echándose atrás en la silla y limpiándose la boca para beber—.Todas las señoras que no están de acuerdo con sus maridos se pintan elpelo de rubio.

Parece así como la primera señal ostensible de suindependencia, una declaración enérgica y valerosa de que están hartasdel yugo matrimonial y que no se hallan dispuestas a soportarlo por mástiempo.

—Eso no es exacto—repuso la condesa un poco picada—.

Aquí tiene usteda Elena que es rubia y sin embargo se halla bien conforme con sumarido.

Núñez no dio su brazo a torcer y replicó inclinándose correctamente:

—Cuando se tiene un marido tan amable y tan simpático como Elena, nosorprende esa conformidad.

El vizconde de las Llanas y Enriqueta levantaron hacia él los ojos concuriosidad no exenta de malicia.

—Eso de la conformidad—manifestó Rosita León aceptando una copa dechampagne que le tendía la condesa—es cosa complicada. Se puede estarde acuerdo desde ciertos puntos de vista y sin embargo no estarlo desdeotros.

El vizconde soltó una estrepitosa carcajada.

—¿Y cuál es el punto de vista desde donde su marido no es aceptable, sepuede saber?—preguntó groseramente.

—¿Se puede saber cuándo dejará usted de ser un sinvergüenza?—Luegoañadió bajando la voz:—Yo estimo mucho, muchísimo a mi marido, pero...francamente no le quiero, ¿por qué no he de decirlo?

—Él en cambio la quiere a usted muchísimo, pero no la estima—dijosonriendo Núñez.

—¿Por dónde le ha venido a usted esa noticia?—replicó la de Leónvivamente y con señales de cólera. Era sino del pintor despertarlafácilmente; pero como hombre bien educado y cauto sabía restañarprontamente las heridas.

—Por lo que a mí me sucede. Yo cuando quiero mucho a una mujer desearíaestrujarla.

Rosa no pudo menos de reír.

—Está visto, Marcela, que te complaces en recibir en tu casa a loshombres más desvergonzados de Madrid.

Mas el pintor tenía la atención puesta en otro punto y temía que aquellibre chisporroteo ahuyentase la caza que perseguía.

Poniéndose serio ycon ademanes de hombre sensato y convencido principió a decirlentamente:

—En este asunto de la fidelidad conyugal pienso que casi todos nosequivocamos. Así que vemos a una mujer casada corriendo una aventura, loprimero que decimos es: «Esa mujer no está conforme con su marido», sies que no aseguramos: «Esa mujer aborrece a su marido». Si meditásemoscon calma y observásemos con cuidado comprenderíamos que es injusta lasospecha. Estoy absolutamente persuadido de que la mayoría de lasmujeres que faltan a sus maridos no lo hacen porque dejen de hallarseconformes con ellos ni menos porque los aborrezcan...

—¿Entonces por qué les faltan?—preguntó Narciso Luna riendo.

—Por la tendencia invencible que todos los seres sentimos hacia lavariedad, a lo menos como seres corporales. Sería muy bello que fuésemosespíritus puros. Entonces acaso existiera en los matrimonios fidelidad,aunque lo dudo, porque la inclinación al cambio reside igualmente en elfondo de nuestra naturaleza espiritual. Pero ¿cómo ni por quécontrarrestar los impulsos vitales con que la naturaleza nos advierteque por encima de nuestros

mezquinos

intereses

están

los

suyos,

que

esasconvenciones que llamamos sagradas son cosas para ella absolutamentedespreciables?

Toda

mujer

percibe

instintivamente que la promiscuidad noes un crimen natural como el robo o el asesinato, sino artificialinventado por el egoísmo de los hombres. Si no falta a su marido seráporque teme a las consecuencias, no porque le aterre el pecado.

—¡Choque usted, Núñez: eso mismo he pensado yo siempre!—exclamóEnriqueta Atienza alargando su copa que Gustavo se apresuró a tocar conla suya.

—Una mujer puede amar mucho a su marido—prosiguió el pintor—, perollega un momento en que sin darse ella misma cuenta, por un impulso vivopero fugaz de su naturaleza se entrega a otro hombre. ¿Quién no tiene enel mundo caprichos?

¿Quién no siente estos impulsos inconscientes de sunaturaleza?

¿Qué

tiene

que

partir

con

ellos

nuestra

alma

ni

nuestrasverdaderas y profundas afecciones? El mundo injusto y cruel como siemprecondena a aquella pobre mujer, la persigue y la maldice.

—Sin embargo—apuntó la condesa que presumía de dialéctica sutil—, laresponsabilidad que el mundo exige a la mujer no se funda precisamenteen la conciencia o inconsciencia de su capricho, sino en lasconsecuencias que consigo arrastra. Hay maridos tranquilos, que tienenla piel dura... que no son muy aprensivos...

—Vamos, maridos sin vergüenza—exclamó Rosa León.

Los comensales rieron y la condesa también.

—A esta clase de maridos no se les hace ningún daño. Pero hay otrossusceptibles, de una sensibilidad exquisita y a éstos una falta que ensí misma tiene tan poco valor puede herirles de muerte.

—Si les hiere de muerte es porque padecen una aberración—

replicó elpintor—. No son espíritus sanos, bien equilibrados.

Pero en fin, no setrata de eso. A la mujer corresponde evitar disgustos a su marido pormedio de una gran prudencia, del más profundo secreto. Basta con eso,porque repito y sostengo que no hay tal crimen. Si lo hubiese seríaigual para los dos cónyuges, y bien saben ustedes que las faltas delmarido, cuando no son excesivamente escandalosas, ni atentan almatrimonio ni extinguen por lo general el amor de la esposa.

Elena escuchaba con intensa atención. Las palabras del pintor lesorprendían y aunque no les diese completo asentimiento, no pudo menosde hallarlas razonables.

Núñez con astucia cambió en seguida la conversación. Las señoras dieronpermiso para encender los cigarros y, con asombro de Elena, la condesaaceptó un cigarrito de tabaco turco que Narciso le ofreció.

—¿Y dónde anda ahora Menelao, amigo Gustavo?—preguntó con sonrisainsolente el vizconde de las Llanas.

Núñez se turbó levemente y echó una rápida mirada de reojo a Elena.Luego se puso serio y murmuró de mal humor:

—No lo sé.

—¿Viaja lejos de Esparta?

El pintor visiblemente molesto se contentó con alzar los hombros,dirigiendo en seguida la palabra a la condesa. El vizconde hizo un guiñoa Narciso Luna y dejó escapar una risita maligna.

Se levantaron de la mesa. El café se les sirvió en el gabinete de lacondesa. Esta se fue a la sala antes de terminar, abrió el piano ycomenzó a teclear suavemente: luego llamó a Elena, la hizo sentar a sulado en un diván y comenzó a charlar perdiéndose en un mar de graciosasy menudas confidencias que aún alegraron más a Elena con estarlo yamucho a causa del champagne.

Cuando se hallaban más distraídas vino ainterrumpirlas Gustavo Núñez.

—¡Usted siempre tan importuno!—exclamó la condesa.

—¡Perdón! Me daba el corazón que se estaban ustedes contandosecretos... y los secretos de las señoras me fascinan.

Dios no ha hechoni puede hacer otra cosa más interesante. Me retiro—añadió dando unpaso hacia la puerta—, pero conste que lo hago con todo el dolor de mialma.

—Acérquese usted, granuja, arrime usted una silla y venga usted a pedirperdón a Elena de haberla escandalizado hace un momento.

Elena nada había hablado a la condesa de las opiniones de Núñez.

—Siento mucho que no le parezcan bien y si hubiera sabido sudisconformidad me guardaría de emitirlas.

—Debiera usted suponerlo, malvado, porque Elena adora a su marido.

—Volvemos a lo mismo, condesa. Las mujeres que adoran a sus maridos meencantan. Y si cometen alguna falta (de lo cual nadie está libre en elmundo) yo las perdono de buen grado porque tienen corazón.

Elena soltó una carcajada.

—Sabe usted decir las cosas de un modo, Núñez, que cualquiera pensaríaque habla usted en serio.

—¿Tan absurdas encuentra usted mis ideas?

Efectivamente Elena las hallaba completamente disparatadas y así lomanifestó sin rodeos. Se inició una discusión viva pero amical entre elpintor y la dama. La condesa les dejó enfrascados en ella y fue areunirse con sus amigos en el gabinete. Núñez se mostró paradójico ychispeante como siempre, pero más delicado, más insinuante que nunca.Elena no pudo menos de reír muchas veces admirando su gracia yhabilidad. Gustavo tuvo espacio y ocasión para decir todo, todo lo quebullía en su mente desde hacía algunos meses sin que la dama encontrasemotivo para enojarse. El tiempo transcurría, la charla fue haciéndosecada vez más íntima. Elena, un poco aturdida, se iba dejando arrastrar alas confidencias. Como se veía aplaudida y mimada por aquel hombre, lemostraba su interior inocente, pero voluble y caprichoso. Núñezcomprendió que el vicio no arraigaría jamás en su temperamento infantilpero podía caer por la ligereza increíble de su espíritu.

Al cabo se alzó sofocada del diván. Cuando entró en el gabinete debía detener el rostro encendido. Todos la miraron con insistencia y creyónotar en sus ojos cierta curiosidad burlona. Vio que a hurtadillas elvizconde de las Llanas apretaba la mano del pintor como si le diese laenhorabuena. Bruscamente se despidió.

—¡Tan pronto!—exclamó la condesa.

En vano la suplicaron que se quedara otro ratito.

Resueltamente se iba.Se sentía sofocada, con un deseo irresistible de salir de aquella casa.Bajó la escalera precipitadamente, montó en el coche y se dejó caer enun rincón.

Pero allí su agitación fue en aumento, tenía toda la sangreacumulada en las mejillas; latían sus sienes, temblaban sus manos,sonaban en sus oídos aquellos requiebros delicados en la superficie, enel fondo desvergonzados. Lentamente se despojó del guante de la manoizquierda que acababa de ponerse.

En aquella mano habían estampado unbeso hacía un instante y ella, en vez de castigar la insolencia, sehabía limitado a levantarse del asiento roja como una amapola. ¿Cómohabía perdido la fuerza para rebelarse? Esta idea dolorosa trazaba unaarruga profunda en su frente. Su imaginación volaba, volaba hacia elEscorial. ¡Qué feliz había sido allí siempre! ¿Por qué había tomadotanto empeño en venir a Madrid? Esta ciudad empezaba a causarle miedo.Jamás en su vida se había hallado tan humillada y tan inquieta. Cuandollegaron a la puerta del hotel y el lacayo vino a abrir la portezuela,sin hacer movimiento alguno para salir le preguntó:

—¿El tiro de mulas está aquí o en el Sotillo?

—Está aquí, señora.

—Quitad éste y enganchadlo.

—Está bien, señora—replicó el lacayo sorprendido.

Y como permaneciese de pie con la portezuela abierta esperando que laseñora bajase, ésta le dijo con alguna impaciencia:

—Cierra, yo no salgo del coche.

La sorpresa del lacayo fue mucho mayor. Habló en voz baja con elcochero, bajó éste del pescante, tomó otra vez la orden de la señora yse dispuso a cumplimentarla. Un buen cuarto de hora se tardó en cambiarlos tiros de la berlina, porque el de mulas no estaba enjaezado. Elcochero propuso cambiar el coche por una carretela de camino, pero Elenase negó a ello. Era poco más de las once.

—Al Sotillo—dijo con firmeza al lacayo cuando todo estuvo a punto. Niéste ni el cochero sintieron esta vez sorpresa porque ya se lo habíantragado—. ¡Vivo! ¡vivo!—Apenas salieron por la puerta de San Vicenteemprendieron el galope. La noche era obscura; el cielo estabaaborrascado; grandes nubes negras, informes, monstruosas corrían por éldejando por intervalos descubierto algún rincón de azul obscuro. Latierra se extendía negra, amenazadora como el cielo. En poco más de treshoras alcanzaron el Sotillo, que dormía el sueño profundo y tranquilodel labriego. Ladraron los perros furiosos, pero al oír la voz delcochero se amansaron repentinamente. Elena subió a las habitaciones desu marido. Este al sentir el ruido del coche y los ladridos de losperros se había vestido apresuradamente. Cuando la vio aparecer quedóestupefacto. ¿Qué ocurría? ¿Cómo a tales horas...?

—Nada—replicó ella turbada—. He sentido mucho miedo y no puderesistir.

Don Germán tuvo una sonrisa cariñosa para aquel capricho infantil. Yaestaba acostumbrado a ellos.

—¡Vendrás muerta de frío, hija mía!—dijo acariciándole el rostro,palpando su espalda.

—No, he venido muy bien abrigada.

Reynoso mandó encender las chimeneas del dormitorio y del saloncitocontiguo que ya estaban apagadas; luego despidió a los criados y seencerró con su esposa.

—¿Pero qué es eso? ¿qué es eso?—dijo paternalmente tomándole una manoy arrastrándola suavemente hacia un diván.