Obras Completas de Armando Palacio Valdés -Tomo XV -Tristán o el Pesimismo - Novela de Costumbres by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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No había más que mirarle para cerciorarse de la verdad. Sus ojossanguinolentos semejaban lava encendida: la boca un negro, espantosocráter.

Tristán quedó unos momentos pensativo y luego poniéndole una mano sobreel hombro le preguntó:

—¿Ha dicho usted una palabra de esto a alguien?

—La primera persona con quien hablo desde el suceso es usted.

—Pues bien, le invito, le exijo por el interés de toda la familia queguarde usted absoluto silencio sobre lo que ha visto... o cree habervisto.

—Lo guardaré, Tristanito, lo guardaré.

—Ya pensaremos lo que se ha de hacer. Pero entre tanto, le repito,¡silencio, mucho silencio!

Luego se puso a dar paseos por la estancia sin decir palabra, como siBarragán no estuviese allí. Este comprendió que estorbaba y se despidió,anunciando otra vez, más que con palabras por medio de signosdesesperados, que si había hombre en el mundo que semejase un sepulcroese hombre era él, el paisano Barragán.

Cuando quedó solo Tristán siguió paseando absorto en profundameditación. Y pensando, pensando, resultó que a los pocos minutosadquirió el convencimiento de que Barragán había visto visiones. Notenía nada de extraño. Como era hombre tan poco acostumbrado a vivirentre damas ni aun entre personas civilizadas, bastaba cualquiersemejanza de rostro o de toilette para que el infeliz se confundiese.Ni en el carácter de Elena ni menos en el de Núñez entraba semejanteruindad. Además, caso de que fuesen amantes no era verosímil quecometiesen la imprudencia de exhibirse paseando en coche por lascercanías de Madrid. ¡El pobre Barragán...!

Y bien tranquilo, con la sonrisa en los labios se dirigió al comedor,donde ya le esperaba Clara. No pudo resistir a la tentación y dio cuentaa ésta de la conversación que acababa de tener con el paisano en tono debroma y haciendo comentarios humorísticos como quien está bien seguro delo disparatado del asunto. Clara se puso pálida, luego roja como unabrasa, y renunció a comer por el momento dando señales de profundoabatimiento. Tristán se manifestó sorprendido de aquella emoción y seesforzó en calmarla adoptando cada vez un continente más tranquilo.Llovieron sobre la atribulada joven multitud de reflexiones, unasserias, otras jocosas. ¿No sabía que Barragán era un hombre primitivo yselvático para quien todas las señoras eran una misma señora como paralos niños su papá todos los caballeros que encuentran en la calle? Estoen cuanto a la explicación material del suceso. En cuanto a la moral nohabía motivo alguno para dudar de la fidelidad de Elena, cuyo carácterinocente y afectuoso ella podía conocer mejor que nadie.

Y por parte deNúñez bien podía estar segura de que era incapaz de faltar a las leyesde la caballerosidad. Gustavo tenía un temperamento burlón, le gustabapasar por escéptico y original, pero en el fondo era el honor y larectitud personificados.

Clara levantó hacia él una mirada donde se leía el asombro. Y

realmenteera asombroso que aquel hombre que de todo el mundo recelaba sólo enNúñez tenía completa confianza.

Por lo demás él era ya hermano de Germán y le interesaba tanto su honorcomo a ella misma. Era ofenderle el suponer que si aquella especie deBarragán tuviera asomo de fundamento no le ofendería gravemente y no searrojaría inmediatamente a poner remedio. Esta última observaciónimpresionó un poco a Clara, si no la tranquilizó por completo.

Tristán se levantó de la mesa, encendió un cigarro puro, jugó un momentocon el niño y salió a la calle en la misma actitud que todas las noches.Sin embargo, en el fondo de su alma aunque no quisiera confesarlo habíauna leve preocupación, algo que le escocía. Este escozor fue el que leobligó a encaminar sus pasos al Ateneo en vez del café de Fornos. Uncélebre crítico de arte estaba dando en aquel centro unas conferenciasacerca del pintor Velázquez. Le tocaba la segunda aquella noche, yaunque él no había asistido a la primera porque desde hacía algún tiempole interesaban más los donaires y murmuraciones del café que lasdisquisiciones estéticas, sabía perfectamente que Núñez no dejaría deestar allí y a todo trance quería verle. En efecto, a los pocos pasosque dio por el espacioso corredor donde se amontonaban los socios enespera del aviso de la conferencia vio a su amigo en el centro de ungrupo de artistas, sorprendiéndoles y haciéndoles reír como siempre consus paradojas. Tristán se dirigió a este grupo, terció en laconversación y en cuanto le fue posible se arregló para sacar a Gustavode allí y llevarle hacia un rincón donde había dos mecedoras. Ambos sesentaron uno frente a otro. Hablaron unos instantes de asuntosindiferentes. De pronto Tristán afectando una risita irónica:

—¿A que no sabes, Gustavo, dónde te han visto hoy?

—Seguramente en ningún sitio donde no haya estado—repuso el pintor consu habitual displicencia.

—¿Has estado en una taberna del Puente de Vallecas?—

replicó Tristánsin abandonar la sonrisa, pero mirándole con atención intensa a la cara.

Ni un pliegue de ésta se descompuso, ni el más ligero cambio en sucolor, ni una ráfaga de sorpresa por los ojos. Sólo en las manos hubo unleve temblor que no llegó a percibir Tristán.

—¿Has estado tú?

-No; Barragán es el que ha estado y pretende haberte visto nada menosque servir un vaso de agua a mi cuñada Elena que habías dejado en elcoche.

Nada, ni un imperceptible signo de confusión o de sorpresa.

La máscompleta, la más absoluta tranquilidad. Hubo una pausa.

Núñez dio unprolongado chupetón al cigarro, sacudió la ceniza con el dedo meñique.

—¿Barragán ha visto o ha olido a tu cuñada?—preguntó al cabo conafectada indiferencia.

—Dice haberla visto cuando se inclinó para tomar el vaso—

replicóTristán sin perderle de vista.

—¡Oh! entonces no hay cuidado. El sentido infalible en los hombres comoBarragán es el olfato... Al menos eso dicen todos los viajeros ynaturalistas.

—Desde luego he pensado que ha sido una equivocación muy explicable enquien no ha frecuentado toda su vida más sociedad que la de losgauchos...

Después de estas palabras Tristán pensó que su amigo iba a manifestar deuna vez si había estado o no en la taberna y en caso afirmativo dar unaexplicación. Pero no fue así. Núñez adoptó un continente más glacial aúnque de costumbre y empezó a columpiarse suavemente chupando el cigarropor intervalos y mirando al techo. Aunque no creyese ni más ni menos enla aventura, a Tristán le irritó un poco tanta displicencia. Fingiendo,sin embargo, alegre desembarazo le dijo al cabo poniéndole una manosobre la rodilla:

—Vamos a ver, ¿quién era la incógnita, Gustavo?

—¿Qué te importa?

—¿Una duquesa?

—Lo es a ratos solamente—repuso el pintor sin poder reprimir la risa.

—¡No necesito más! ¡La Trini!—exclamó Tristán riendo también; luegoañadió bajando la voz—: Efectivamente... rubia con ojos negros... no esextraña la equivocación.

—¡No digas sandeces, Tristán! Si tu cuñada te oyese te arrancaría losojos. ¡Confundir una madonna de Rafael, una estatua de Praxíteles conesa moza de cántaro! Y a propósito, ¿te pega mucho Clara?

—¡Todavía no!—exclamó el poeta riendo.

—Efectivamente aún no te he visto con la cara hinchada...

¡Pero no tedescuides!

Todavía

charlaron

unos

momentos

embromándose

mutuamente cuando se oyó elgrito del conserje—: Conferencia del señor Jiménez... Conferencia delseñor Jiménez.

—Vamos a oír a Jiménez—dijo Núñez alzándose de la mecedora.

Sin embargo, Tristán todavía sentía un vago malestar en su espíritu. Altiempo de avanzar hacia la cátedra cogidos del brazo dijo a su amigo,mitad en serio mitad en broma:

—Conste, querido, que la equivocación de ese bruto me ha dejadocompletamente frío. Te he considerado siempre como una buena persona ytengo absoluta confianza en tu fidelidad.

—Haces mal—repuso Núñez gravemente—. Yo soy un hombre lleno devirtudes como todo el mundo sabe, pero el día en que tu cuñada me hagauna seña estoy dispuesto a arrojarlas todas por la ventana.

Tristán rió de buen grado y las últimas sombras de duda se disiparon.

Cuando terminó la conferencia y salieron a los corredores el pintor sejuntó a sus amigos dejando a Tristán sin ceremonia.

Este vagó todavía unrato de grupo en grupo escuchando comentarios. Tenía ganas de irse, perohabía visto en un corro cerca de la puerta a su antiguo maestro y examigo Rojas. Desde la publicación de los artículos había evitadocuidadosamente el tropezar con él y por no pasar cerca se estuvo quieto.En el amplio corredor iluminado resonaban cada vez más altas las vocesde los socios. Había risas, violentas discusiones, ensayos vergonzantesde discursos. En un grupo se discutía el panteísmo, en otro la necesidadde rebajar el presupuesto de marina; más allá se narraba una aventuraescandalosa, mientras cerca comentaban unos señores la última encíclicade Su Santidad.

—¡Curioso! ¡curioso! ¡curio-sí-si-mo!

En el centro de un grupo tronaba y relampagueaba el ilustre Pareja.

—Porque yo en mis modestísimos estudios he aprendido...

Reconozco

enusted,

amigo

Valleumbroso,

la

psicosis

epileptoides del genio...

—Muchas gracias—decía el mosquito lírico ruborizándose—.

Me favoreceusted demasiado...

—Nada, nada: es justicia seca. Esa instabilidad en sus estudios, esaoriginalidad excesiva en el absurdo, ese agotamiento de que usted sequeja a menudo son los estigmas reconocidos del genio...

—Muchas gracias, muchas gracias—balbuceaba el mosquito.

—Pero el señor Valleumbroso no padece convulsiones, y según me handicho, los genios...—apuntó tímidamente uno de los admiradores querodeaban a Pareja.

Este sonrió de un modo tan suficiente que tal sonrisa bastaría por sisola para reducir a ceniza cualquier argumento por poderoso que fuese.Hay que imaginar cómo quedaría cuando el ilustre Pareja manifestóagitando su brazo derecho y haciendo imprimir a las faldas de su levitaun principio de movimiento rotativo:

—Porque la forma clínica aplicable al señor Valleumbroso no es la delos caracteres bien conocidos de convulsibilidad, pérdida de conciencia,etc. Pero, amigo Rodríguez, hay otra—¡hay otra!—. Esta forma, más omenos larvada, más o menos esfumada, escapa a la investigación de losespíritus superficiales, pero no a los temperamentos reflexivos.¿Estamos, amigo Rodríguez? ¿Estamos?

El pobre Rodríguez se encogió, se encogió hasta quedar convertido en untrapo.

—Hay en Valleumbroso—prosiguió el sabio con voz resonante—unapreocupación de la personalidad propia, que es uno de los caracterestípicos de la forma clínica genial. ¿No es verdad,

amigoValleumbroso?—añadió

poniéndole

con

protección una mano sobre elhombro—¿no es verdad que vive usted excesivamente preocupado de símismo?

El autor de los Pétalos al aire comenzó a tragar saliva como si algole estorbase en la garganta. Era duro afirmar su vanidad; pero como deno hacerlo se le escapaba uno de los caracteres típicos del genioconcluyó por estar conforme con que jamás pensaba en otra cosa más queen sí mismo. Y ruborizándose aún más de lo que estaba añadió en vozbaja dirigiéndose a Rodríguez:

—Cuando niño me ha dicho mi mamá que he padecido convulsiones.

—¡Lo ven ustedes!—exclamó Pareja en alta voz.

Y henchido de entusiasmo dio una vuelta en redondo y su levita flotócomo las alas de una mariposa.

—Sería acaso por la alferecía—murmuró el recalcitrante Rodríguez.

—¡Qué alferecía, señor mío, ni qué calabazas!—gritó el ilustrePareja—. Eso no es más que un efecto de la ley binomial, según la cualningún fenómeno se produce aislado. Esas convulsiones infantiles eran lavoz de la naturaleza que anunciaba ya la aparición de un genio. Yo tengola seguridad de que

cuando

Valleumbroso

compone

sus

poesías

el

accesocreador se manifiesta siempre en él instantáneo, inconsciente

y

conintermitencias.

¿Verdad,

amigo

Valleumbroso? ¿verdad que padece ustedintermitencias?

—¡Oh, muchísimas!

—No era posible otra cosa. La ciencia sólo consiste en descubrir lasleyes eternas de la naturaleza. Cesaron las convulsiones, pero vino comocompensación fatal, como equivalente psíquico la creación genial. O loque es igual, Valleumbroso ya no es un convulsivo, pero sigue siendo unepiléptico en el momento que siente el estro creador. Si usted me lopermitiese, querido Valleumbroso, yo quisiera una vez estar a su lado enel instante de componer para hacer sobre usted algunas experienciascientíficas.

—Cuando usted guste—replicó el mosquito, rojo de placer.

—Tengo la seguridad de encontrar la insensibilidad dolorífica en mayoro menor grado y la irregularidad del pulso engendrada por el impulsoconvulsivo de las arterias...

Tristán que se había parado un instante a escuchar, sintió unestremecimiento de ira. Y rechinando los dientes murmuró:

¡Imbéciles!

Se alejó de aquel interesante grupo dispuesto a salir a la calle aunquetuviese que pasar por delante de Rojas. Felizmente éste ya no estabaallí. Salió, pues, confiado del corredor, pero al pasar por el vestíbulosalía el anciano poeta del guardarropa donde acababa de ponerse elabrigo. Se encontraron de frente. Tristán tuvo un instante devacilación. Al cabo bajó los ojos y trató de ganar la puerta sinsaludar. Rojas no le dejó:

—Buenas noches, Aldama. ¿Por qué no quiere usted saludarme? ¿Teme ustedlos reproches de su víctima?

—¡Mi víctima!—exclamó el joven visiblemente confuso—.

¡Oh no, donLuis! ¡Yo no hago víctimas de tal categoría!

—Déjeme sorprenderme, amigo mío, al saber que conservo aún algunacategoría. Yo pensaba que después de sus artículos ya no quedaban delpoeta Rojas ni los huesos, que estaba no sólo enterrado, sinoputrefacto.

La sonrisa con que el anciano vate acompañó estas palabras hirió aTristán como un latigazo.

—Carezco del poder de enterrar a nadie porque no soysepulturero—repuso en tono algo desabrido—. Me he limitado siempre aexpresar con toda franqueza mi opinión sin cuidarme de saber a quiénexaltó o a quién deprimió esa opinión, ya que no versa jamás sobreasuntos que atañen a la honra.

—¿Está usted seguro de que siempre ha expresado con franqueza suopinión?

—El dudarlo es una ofensa.

—¿También cuando afirmaba usted que yo era el primer poeta español nosólo de los tiempos modernos, sino también de los antiguos?

—Entonces lo creía.

—Usted lo creía: yo no. En cambio yo pensaba que era posible ganar elcorazón de un joven dedicándole un cariño apasionado, alentando yprotegiendo sus esperanzas; creía que el afecto desinteresado de losviejos debía engendrar el respeto y consideración de los jóvenes. Eso nolo creía usted.

—La cualidad que más he estimado siempre en los hombres y por tanto enmí mismo es la sinceridad. Si usted imagina que pudiera enajenar tesorode tal valía a cambio de favores literarios, vive usted en un error. Meconsidero no sólo con el derecho, sino también con el deber de decirclaramente lo que siento acerca del arte y de los artistas.

Rojas sonrió, guardó silencio unos instantes y al cabo dijo:

—A un general se le confía la dirección de una campaña. Este generalcombina su plan estratégico y el enemigo le derrota. Una casa decomercio entrega poderes a un empleado para la gerencia de sus negociosy la casa experimenta graves pérdidas. El general y el gerente sonhombres muy sinceros, no hay que dudarlo, pero ni la nación ni lasociedad depositarán ya en ellos jamás su confianza. ¿No teme usted,amigo Aldama, que el público haga con usted lo mismo?

—Eso no es cuenta de usted, don Luis, ni debe preocuparle—

replicóTristán con mal disimulada irritación—. Si el público no acepta misjuicios, yo sufriré las consecuencias de su desvío.

—Está usted bien pagado, hijo mío, de sus juicios.

—Cada uno lo está de sus propias obras por poco que valgan.

—Las hay que lo merecen y las hay también que merecen ser despreciadaspor su mismo autor.

—Comprendo, don Luis, que usted se halle bien ufano de las suyas, pero¿por qué no quiere usted dejar a los demás la ilusión de que no escribencosas despreciables?

—He sido el primero en apreciar y elogiar las suyas, pero no puedohacer el mismo caso de una obra realmente literaria escrita con lafrescura de una imaginación juvenil que de un ataque injustificado yviolento inspirado por la musa del tedio y fraguado por la de lahipocondría.

—¿Ese juicio tan severo no estará inspirado ahora por la del despecho?

El anciano vate le miró fijamente a los ojos durante unos momentos;luego alzando los hombros replicó suavemente:

—Me encuentro en una edad, señor Aldama, en que las rosas y loslaureles que la benevolencia del público acumuló sobre mis sienesquieren escaparse de ellas temiendo la obscuridad de la tumba. Elbarquero fatal me hace ya señas: las potencias celestes me invitan adesprenderme de todo humano cuidado. He llegado al fin de mi carrera ypuede usted creerme que los aplausos de los hombres no me embriagan,porque apetezco ya los de los ángeles. Si aquéllos me alegrasen podríamorir tranquilo, porque no está en el poder de usted ni en el de ningúncritico el arrebatármelos. El pueblo olvida fácilmente a los ricos, alos guerreros, a los hombres de Estado, pero recuerda siempre con amoral artista que una vez le proporcionó algunos instantes de alegríaespiritual. Aunque todos los críticos de España se armasen hoy paraarrancarme de la cabeza la corona y de los hombros la púrpura, mañana alsalir a la calle las miradas de los hombres me saludarían como a un rey.Perdóneme usted este rasgo de orgullo póstumo. Hoy ya no lo siento, yporque no lo siento puedo decirle, amigo Aldama, que por encima de lagloria literaria, por encima de toda gloria humana, hay algo que loshombres deben respetar, y cuando no lo respetan dejan de ser hombres.Quede usted con Dios.

XV

EL PAISANO BARRAGÁN COMERCIA CON LOS

ESPÍRITUS Y LUEGO CON LOS CUERPOS

¿Hay Dios o no hay Dios? Si lo hay ¿dónde está? Si no lo hay

¿quién hizoeste mundo? ¿Morimos para siempre o resucitamos después en otra vida?¿Por qué nacemos? ¿por qué morimos?

¿Qué es el cielo? ¿qué es elinfierno? Tales eran las graves cuestiones metafísicas que se agitabanincesantemente en el cerebro tenebroso del paisano Barragán. La misanupcial de Clara y Tristán habíalas despertado y desde entonces nuestroindiano ni había podido darles solución (¡cosa rara!), ni había logradososegar. Se puede decir que apenas vivía ya para otra cosa que parapensar en ellas, salvo el cortar puntualmente el cupón de sus títulos ycomer algún guisado en el Puente de Vallecas o en los Cuatro Caminos.Doña Mónica, la patrona que le tenía alojado por la módica cantidad detres pesetas cincuenta céntimos diarios en un cuarto de la calle de lasHileras, le aconsejaba prudentemente «que no hiciese caso y comiese»,pero él no podía seguir este consejo prosaico al menos en su primeraparte. En lo que a la nutrición se refería acaso lo siguiera másdecididamente si doña Mónica al cabo de sus años hubiera adquirido lacostumbre de poner los garbanzos más blandos.

—Es

terrible,

es

terrible

pensar—decía

Barragán

engulléndolos con ladificultad que debe suponerse—, es terrible pensar, doña Mónica, quecuando nos muramos quede tanto de nosotros como de las mulas deltranvía, aunque sea mala comparación.

—Y si usted se entristece ¿por qué piensa en ello? Lo mejor es pensarsiempre en cosas alegres, en los teatros, en los toros, en las sesionesdel Congreso... ¡Ay!, yo me muero por las sesiones del Congreso. Es cosaque enamora ver a aquellos señores que hablan tan bien y sinequivocarse. Unas veces se enfadan y echan fuego por los ojos como siles hubiesen quitado la cartera, otras lo toman a broma y hacendesternillarse de risa a todo el mundo.

Sobre todo cuando se llevan lamano al corazón y mueven la cabeza a un lado y a otro y les tiembla lavoz, le digo a usted señor de Barragán que es cosa de comérselos. Envida de mi difunto no perdía una sesión, porque era primo hermano delportero mayor; pero ahora ya ve usted... las cosas han cambiado, y losparientes gracias que le saluden a uno en la calle. Vaya usted, vayausted, señor de Barragán, porque le digo a usted que si allí no se curala ictericia en ninguna parte se la curará usted.

—Señora, yo no padezco de ictericia ni me duele nada—

repuso gravementeBarragán—. Lo único que tengo es que quisiera saber... vamos, quisierasaber si hay algo o no hay nada...

—Para usted hay bastante. ¿No es usted un hombre rico?

¿Pues para quéquiere lo que tiene? Coma, beba, triunfe y ríase de la muerte.

El semblante de Barragán se obscureció. Cualquier alusión a su dinero lecrispaba como si temiese que inmediatamente le pidiesen algo.

—¿Por dónde sabe usted que yo soy rico?

La fealdad de su rostro era tal cuando formuló esta pregunta, que doñaMónica no pudo menos de apartar los ojos con horror.

Sin embargo, sabíaa qué atenerse sobre su carácter y le apreciaba tanto que teníaconfianza bastante para no barrerle el cuarto hasta las cuatro de latarde y llevarle el chocolate quemado dos o tres veces por semana.¡Buena diferencia con Freire el huésped de la sala! Este que era unhombrecillo, flaco, rasurado, de aspecto tímido e inofensivo, empleadoen el Tribunal de Cuentas, guardaba bajo capa de cordero un corazón delobo. Jamás se vio un nombre más exigente para las patatas fritas y elchocolate. Doña Mónica temblaba en su presencia como la hoja de unárbol. Como ocupaba la mejor habitación de la casa y pagaba cincopesetas, se creía con derecho a mantenerse constantemente en una actitudrígida. No sólo doña Mónica y la doméstica, sino también los otroshuéspedes sentían el peso de su autoridad inflexible. ¿Será aventuradoel suponer que Freire en el fondo del alma despreciaba a sus compañeros?Por el momento no tenía otro que Barragán, porque don Matías, elcapellán castrense que ocupaba el gabinete, se había marchado con elregimiento a Valladolid. Sobre Barragán, pues, solamente caían losdesdenes y vejámenes del empleado del Tribunal de Cuentas. En la mesa lellevaba la contraria constantemente. No podía nuestro indiano emitir unconcepto cualquiera, por sensato que fuese, sin que Freire dejaseescapar una risita maligna o se llevase el dedo a la frente como siquisiera indicar que el paisano Barragán carecía de sustancia gris en lamasa encefálica. Le hablaba siempre en tono protector o despreciativo,apenas contestaba a su saludo cuando le daba los buenos días por lamañana y se reía en presencia de doña Mónica y la criada de sus luengasbarbas. Aquí estaba el toque probablemente de su furiosa antipatía. Lasbarbas de Barragán crispaban al tirano y más de una vez había amenazadocon ir a cortárselas por la noche mientras durmiese. Además tenía la feacostumbre de servirse primero siempre y servirse lo mejor.

No pocasveces le quedó sólo al paisano la salsa y algunas patatas del escasoguisado de carne que doña Mónica les ofrecía.

Barragán era hombre sobrioy no se enfadaba demasiado por estas impertinencias. Solía vengarse deellas en el queso, con harto sentimiento de aquella señora.

Pero cuanto más comedido se mostraba el indiano, tanto más insolente seiba haciendo el empleado del Tribunal de Cuentas.

Sobre todo desde queBarragán se autorizó de sobremesa el dudar de la capacidad financiera deJuan Bautista Trúpita que había sido el protector del empleado en sujuventud la rabia de éste ya no tuvo límites. Y cierto día en uno de susaccesos coléricos motivado porque Barragán se había atrevido a leer ElImparcial antes que la criada se lo llevase a él planteó repentinamentela cuestión de confianza.

—Está visto, doña Mónica, está visto: Barragán y yo no podemos vivirbajo un mismo techo. Uno de los dos tiene que salir de esta casa. Elijausted.

Doña Mónica, sorprendida y confusa, no supo qué responder.

—Vamos, decídase usted, señora. ¡O uno u otro!

La patrona vaciló unos instantes, dirigió una mirada compasiva aBarragán que inmóvil, con el tenedor suspendido sobre el plato mirabaestupefacto al empleado, y profirió con trabajo:

—Pues bien, señor de Freire, si he de decirle la verdad...

prefiero quese quede el señor de Barragán.

Lo mismo éste que doña Mónica esperaban una terrible explosión decólera. Nada de eso acaeció. Freire, con la mayor alegría pintada en elrostro, miró unos instantes al indiano en silencio y luego echándosehacia atrás en la silla exclamó:

—¿Qué le ha hecho usted, amigo Barragán, qué le ha hecho usted a doñaMónica para que así le quiera?

Naturalmente, la digna señora sintiose herida por esta pregunta groseray así lo hizo entender inmediatamente dirigiendo a Freire las miradasmás furiosas y despreciativas de su repertorio. En cuanto a Barragánparecía no comprender nada de todo aquello.

Desde entonces la alegría deFreire fue en aumento cada vez que se sentaba a la mesa con Barragán. Encuanto aparecía por allí doña Mónica se ponía a hacer guiños a aquél contan poco disimulo, acompañándolos de una tosecilla tan falsa y burlona,que la buena señora enrojecía de indignación, y tanto llegó a irritarseque, aun perdiendo las cinco pesetas cada día, pensó en arrojar a aquelinsolente de su casa.

Los pensamientos de Barragán eran más altos, como ya sabemos. Estasminucias domésticas no lograban detener el torrente de sus meditacionesultramundanas. En el recinto doméstico no daba cuenta de ellas a nadie,porque doña Mónica no parecía interesarse, y en cuanto a Freire, una vezque le comunicó

tímidamente

algunas

de

sus

lucubraciones

filosóficashizo indigna chacota de ellas y le preguntó si pensaba solicitar lacátedra de metafísica de la Universidad Central que estaba vacante. Peroen cuanto ponía el pie en la calle se placía extremadam