Obras Completas de Armando Palacio Valdés -Tomo XV -Tristán o el Pesimismo - Novela de Costumbres by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Efectivamente, esta tarde he tenido el gusto de ver a Clara...

—¿Y no hubiera usted hecho mejor en haberse privado de ese gusto?—dijoTristán, a quien la frase del marqués calentó aún más la sangre.

Nanín le miró estupefacto.

—No comprendo...

—Quiero decir que visitar a las señoras jóvenes en ausencia de susmaridos no siempre es oportuno. Generalmente esta confianza se laautorizan los amigos de mucha intimidad... Y

francamente, por ahora nopuedo contarle a usted entre ellos.

El marquesito, cada vez más sorprendido, balbuceó:

—No pensé que eso tenía nada de particular... Con Clara y con suhermano siempre hemos mantenido relaciones muy íntimas.

—Pero conmigo muy superficiales... y yo soy ahora el amo de la casa yquien puede autorizar o desautorizar las visitas de mi mujer.

Nanín avergonzado y queriendo sacudir el embarazo que sentía replicó:

—¿Y para una tontería como ésta me hace usted salir del palco? ¡Hombre,no merecía la pena!

—Permítame usted que le diga—profirió Tristán con reconcentradaira—que jamás he concedido ni pienso conceder a nadie el derecho decalificar de tonterías mis actos. Y si alguien es bastante atrevido paratomarse esa libertad se expone a sufrir las consecuencias.

—Pero ¿qué motivo hay para enfadarse de ese modo?—

exclamó elmarquesito—. Que a usted no le gusta que vaya a su casa, ni quiere sermi amigo... Bueno; para eso no tenía usted necesidad de venir con esoshumos a llamarme estando con señoras. Bastaba con haberme enviado unacarta.

—Si a usted le parece que vengo con humos debe tener presente que dondesale humo es que hay fuego. Ni para enfadarme ni para desenfadarme lepido a usted permiso... Por lo demás, me acomoda mejor hacerle a ustedesa advertencia de palabra. No quiero que usted ponga los pies en micasa. ¿Se ha enterado usted?

El marquesito alzó los hombros con desdén.

—Lo mismo usted que su casa me tienen sin cuidado.

—Y a mí menos que mis palabras le desagraden—respondió Tristándirigiéndole una mirada provocativa.

El marquesito le miró a su vez en silencio unos momentos y volviendo alcabo la espalda con un gesto desdeñoso murmuró:

—Razón tienen en decir que está usted loco.

—Más razón tienen en decir que es usted un imbécil.

Nanín se volvió rojo, exasperado, y avanzando hasta acercar su cara a lade Aldama exclamó con furor:

—¿Qué decía usted?

Tristán, sin retroceder poco ni mucho, respondió con igual fiereza:

—Lo que todo el mundo sabe: que es usted un imbécil.

El marquesito alzó la mano y Aldama rodó por el suelo. Los dependientesde la puerta y un caballero que cruzaba a la sazón y se había detenidoal oír la disputa acudieron a levantarle.

Mientras esta operación serealizaba Nanín pálido y con los ojos extraviados parecía decidido arepetir la suerte. Tristán por su parte, una vez en pie, también quisoarrojarse sobre él. Ambas cosas fueron impedidas por los porteros y elcaballero que les auxiliaba.

—¡Déjenme ustedes!—exclamaba Tristán—. ¿No ven ustedes que me haabofeteado?

Nanín guardaba silencio. Al fin volvió de nuevo la espalda y contranquilo paso se dirigió a la escalera para subir al palco.

Tristán,sujeto por las manos de los dependientes, le gritó:

—¡Pronto tendrá usted noticias mías!

El marquesito siguió caminando con desdeñosa indiferencia.

Tristán corrió al café. Tenía la mejilla roja y un poco inflamada.Cuando se acercó a la tertulia de sus amigos, éstos le acogieron con lasalegres chanzas de siempre, pero al verle tan descompuesto y al observarque se dirigía a un joven capitán, único militar de la reunión, y a otroamigo que tenía fama de tirador de armas y duelista, entendieron de loque se trataba y se callaron con respeto. Tristán llevó a otra mesa asus dos amigos y conferenció con ellos brevemente.

—Tengo, sin ninguna clase de duda, la elección de armas, porque he sidoabofeteado delante de varias personas. Elegid la pistola en lascondiciones más graves que podáis.

Los amigos se dirigieron al Teatro de Apolo. El marquesito, que ya habíacontado a su primo el de Henares la aventura y esperaba la visita,eligió por padrinos por indicación de éste a González de la Riva, unhombre político muy conocido que se hallaba a la sazón en el teatro, y aun joven teniente de artillería.

Como el teatro no era sitio a propósitopara ventilar aquel asunto, se dirigieron los cuatro al Círculo de laPeña y conferenciaron en un saloncito completamente solos. González dela Riva, acostumbrado a las transacciones de la política y a loscabildeos del salón de conferencias del Congreso, quiso desde luegoarreglar pacíficamente el asunto y empleó para ello aquella facundiapersuasiva que todo el mundo le reconocía. Sus frases aliñadas, todassus habilidades parlamentarias se estrellaron contra la resuelta yarrogante decisión de los padrinos de Aldama.

—No queremos acta, porque el acta que propusiéramos no la aceptaríaningún hombre de honor, y no tenemos intención de ofender al marqués delLago.

Luego, al tratar de las armas, hubo también su poquito de discusión. Sereconocía el derecho de Aldama a elegir, pero los padrinos del marqués,sobre todo González de la Riva, expresaron su deseo de quitar gravedadal duelo. Con igual firmeza los de Aldama rechazaron este deseo eimpusieron sus condiciones.

Dos

disparos

simultáneos

a

treinta

pasos:inmediatamente otros dos a veinte avanzando cinco cada uno. Cuandosalían del saloncito después de haberlas convenido llegaba Narciso Luna,aquel joven-viejo o viejo-joven amante de la condesa de Peñarrubia.Había tenido noticia de lo que se trataba y venía desde el billarjadeante, trémulo, como si se tratase realmente del desafío de unhermano. Se dirigió con voz alterada a los padrinos diciéndoles queaquel lance no podía efectuarse, que era necesario arreglarlo y que élestaba dispuesto a hacer cuanto fuese necesario para ello dejando elhonor de ambos a salvo. Los padrinos del marqués (con el cual ni sumisma hermana la condesa de Peñarrubia se trataba ya) hicieroncomprender cortésmente a aquel cuñado sui generis que no debíamezclarse para nada en el asunto que les estaba confiado. Los de Aldamani siquiera se dignaron contestarle pasando fríos y arrogantes pordelante de él. Cuando se hallaban ya a alguna distancia uno de ellosdejó escapar en voz bastante alta una frase sangrienta que Narciso Lunano oyó o no quiso recoger.

Tristán les esperaba en el café impaciente. En cuanto llegaron y ledieron cuenta de las condiciones convenidas quedó repentinamentetranquilo y satisfecho. Se puso a charlar y bromear con sus amigos conuna alegría y serenidad que éstos admiraron. Poco después se despidió nosin haber convenido con sus testigos la hora y el sitio en que debíanverse. Para evitar sospechas en las familias se concertó el lance por latarde en una finca situada en Leganés. El marquesito debía salir delVeloz-Club con sus amigos a las dos en punto y Tristán de la Peña a lamisma hora con los suyos. Cuando se vio en la calle y solo, una arrugaprofunda se marcó en su frente: desapareció súbitamente la alegría, unpoco forzada, que a última hora había mostrado. Un problema negro,pavoroso se alzó delante de él.

Clara. ¿Por qué había recibido la visitadel marquesito? ¿Por qué se la había ocultado? Mucho menos que estonecesitaba su espíritu caviloso para lanzarse a todas las sospechas, alas hipótesis más graves. El corazón comenzó a palpitarle fuertemente,las sienes le latían como si su cabeza fuese a estallar: emprendió lacarrera hacia su casa. Cuando llegó, Clara aún estaba vestidaesperándole aunque era ya más tarde que de costumbre. Al ver ladescomposición de su rostro, al sentir sobre sí la mirada fulgurante desu marido comprendió que éste tenía conocimiento de la visita delmarqués. La escena que se desarrolló fue violentísima: gritos, lágrimas,recriminaciones, protestas. Sin embargo, la verdad vibraba tan elocuenteen la voz de la joven esposa, resplandecía en sus ojos tan nobles, tansinceros que Tristán no pudo menos de rendirse en el fondo de su corazóna la evidencia. La visita había sido inevitable porque el criado no dijoel nombre del marqués, se había hecho en presencia de la niñera y sólopor el temor de aumentar su desazón había aplazado darle conocimientohasta verle más tranquilo. Tristán se rindió en el fondo a estasverdades, pero no en la apariencia. Cuando después de un rato desilencio Clara fue a darle un beso la rechazó y levantándose bruscamentese fue a dormir a otro cuarto dejándola bañada en lágrimas.

Clara era inocente, así lo comprendió; mas por una de esas misteriosasdepravaciones que experimenta el espíritu de los hombres preocupadospor una idea fija, aferrados tenazmente a una abstracción, casi sesentía molesto de que lo fuese. Quisiera poder gritar con furor «¡ah!¡la vida!» y maldecir como siempre de la creación. Sufrir, morir, tal esel destino del hombre. Todo amor, aun el más tierno, aun el más santo,no es más que el instinto sexual disfrazado. El matrimonio es un lazoque la naturaleza nos tiende, etc.; todos los pensamientos en fin de queestaba atiborrado su cerebro y que buscaban el más mínimo pretexto paraexhalarse. Aquello de haber encontrado un ser tan noble, tan puro, tanexento de egoísmo como su esposa constituía para él una verdaderadecepción. Pero ya que por este lado no podía refocilarse en sus ideasnegras, desesperadas, halló manera adecuada de darles satisfacciónpensando en el marquesito. No le cabía duda que aquel majadero insistíaen pretender a su mujer, que la visita a solas había sido calculada, yaun llegaban sus sospechas a imaginar que había estado espiando susalida para entrar, sabiéndole ausente. Por esto, por la profundaantipatía que desde luego le inspiraba y sobre todo por la afrenta quede él acababa de recibir, su sangre hervía de odio y ansias de vengarse.Su habilidad suprema en el manejo de la pistola le ponía en condicionesde saciar este deseo, pero al mismo tiempo despertaba en su concienciaciertos leves escrúpulos que procuraba sofocar por medio de reflexionesmás o menos fundadas.

«Nanín

es

un

gran

cazador—se

decía—.

Conoceadmirablemente el manejo de la carabina. ¿Por qué no ha de tirar tambiénla pistola?»

A la mañana siguiente hizo la vida de siempre. Después de desayunar encompañía de su esposa, estuvo leyendo o trabajando en su despacho. Conaquélla, aunque todavía serio, se mostró dulce y afectuoso. Clara,sorprendida, fue tan dichosa, que antes de encerrarse le besó contransporte y luego lloró de felicidad a solas. Las vagas sospechas deque Tristán pudiese provocar al marqués se disiparon. Almorzaron contranquilidad, y después de haber pasado un rato jugando con el niñomientras fumaba un cigarro, tomó el sombrero y salió como de costumbre.Se hallaba perfectamente tranquilo. Sin embargo, cuando Clara, quesalía siempre a despedirle, cerró la puerta, cuando bajó los primerosescalones, un pensamiento lúgubre atravesó su cerebro: «¡Si ese chico mematase!» Quedó un instante inmóvil y tuvo intenciones de volverse ybesar a su hijo y a su esposa con más efusión de lo que lo había hecho.Pero se arrepintió inmediatamente comprendiendo el efecto que estocausaría a Clara. Se trasladó a pie hasta la Peña.

Ya le esperaban allí sus testigos. Con ellos iba un amigo médico.Subieron al carruaje al sonar las dos y cuando montaban vieron quearrancaba también del Veloz otro carruaje donde debía de ir elmarqués. Mientras duró el trayecto tanto él como sus amigos afectaronalegría. El médico, que era aragonés, les fue contando una serie dechascarrillos baturros y el capitán, nacido en Málaga, correspondió conbuen golpe de timos andaluces. Al llegar a la posesión la gran puertaenrejada de hierro estaba abierta y un criado al pie de ellaesperándoles. Les dijo que los otros señores ya estaban dentro. Hechoslos saludos de rúbrica los testigos conferenciaron brevemente. Luego unodespués de otro hicieron entrar a sus apadrinados en la casa y escribirsobre una mesa de comedor una carta dirigida al juez, la consabida cartadel suicida. Salieron de nuevo todos, caminaron largo trecho por laposesión hasta salir de ella y buscar un sitio retirado detrás de sustapias. El dueño de la finca se había negado a que el duelo se realizasedentro aunque les facilitó todos los medios para que no tuviesennecesidad de hacerlo.

Se cargaron las pistolas, se eligió terreno, se midió, se sortearon lossitios. Por fin se le puso a cada uno una pistola en la mano. Mientrasduraron todas estas operaciones Tristán estaba más que grave, ceñudo. Elmarquesito sonreía. Cuando le entregaron la pistola y le invitaron aponerse en guardia todavía se dibujó una sonrisa en sus labios, peroaquella sonrisa expresaba una mezcla de sorpresa y confusión. Enrealidad Nanín se sentía sorprendido y avergonzado de hallarse en unasituación que dado su carácter pacífico y bondadoso ni remotamente pudoprever.

—¡Prevenidos!—gritó uno de los testigos. Y dio tres palmadas...

Los dos tiros sonaron casi simultáneamente sin hacer blanco.

Tristán nopudo reprimir un imperceptible gesto de sorpresa. Ya contaba con que laspistolas no estarían montadas al pelo, pero no sospechó que estuvierantan duras, y dio gatillazo como dicen los tiradores. Se cargaronnuevamente, tomó cada uno la suya y el mismo testigo gritó:

—¡Avanzar!

Pero antes de hacerlo González de la Riva se acercó velozmente a lalínea de los combatientes y dijo con su voz recia de orador tribunicio:

—Señores: Sean cuales fueren los motivos que a este penoso trance hanconducido a los caballeros que tenemos la honra de apadrinar ya no puedeofrecer la menor duda que el honor de ambos ha quedado plenamentesatisfecho, limpio de toda mácula, puro y diáfano como un díaesplendoroso de sol. El valor, la serenidad, la perfecta hidalguía deque han dado gallarda muestra lo atestiguan mejor que pueden hacerlo mishumildes palabras. Inútil y temerario y contrario a todas las leyes dehumanidad sería que prosiguiesen dando iguales pruebas. Nada añadiría yaa su acabada caballerosidad, quitando mucho a su prudencia y a sussentimientos humanitarios. ¡Ah señores! el hombre no es una fiera de losbosques a quien enardece en vez de calmar la sangre de su enemigo ylucha con él hasta destrozarlo y no queda satisfecha hasta que learranca sus entrañas palpitantes. El sol de la inteligencia resplandeceen nuestro cerebro, el rayo del amor penetra en nuestro corazón.

Somoshombres, estamos sellados por la naturaleza como reyes de la creación ynuestros actos deben responder a esta sagrada rúbrica. ¿Queréis por unatriste y mentida susceptibilidad arrancaros de la cabeza la coronainsignia de vuestra majestad, despojaros del manto de púrpura que señalavuestra grandeza?

¿Queréis que habiendo nacido hombres envidiemos lacondición de las fieras? Lejos de mi ánimo el suponerlo. Yo sé quevuestro corazón

es

demasiado

noble

para

albergar

los

instintossanguinarios de la bestia feroz, yo sé que este mismo corazón os dice eneste mismo momento que habiéndoos portado como valientes es hora demostraros generosos... ¡Basta ya, señores! ¡basta ya! Dad lasatisfacción a vuestros amigos de depositar en el suelo esas armas yestrecharos la mano como lo que sois, como hombres de honor, como clarosy perfectos caballeros.

Hablaba acompañándose con la acción desenvuelta y elegante del oradorencanecido en las lides parlamentarias, ahuecando la voz y haciéndolatemblar por momentos lo mismo que cuando trataba de hacer pasar unproyecto de ley que la mayoría se obstinaba en rechazar.

Cuando terminó, Tristán, que le escuchaba sin pestañear, volvió lacabeza con desdeñosa indiferencia y avanzó los cinco pasos que le habíanseñalado. Nanín hizo lo mismo. El testigo volvió a dar las palmadasconvenidas. Los dos tiros partieron.

Entonces se vio al marquesitosoltar la pistola, llevarse ambas manos al pecho, sonreír de un mododoloroso y dando media vuelta desplomarse de bruces sobre la tierra conun ruido sordo que heló la sangre de los circunstantes.

Los

dos

médicos

se

precipitaron

a

su

socorro.

Desgraciadamente secercioraron en seguida de que estaba muerto. Con una intensa emociónpintada en los semblantes cambiáronse algunas palabras y Tristán,acompañado de sus amigos, entró apresuradamente en la finca y volvió asalir por la puerta enrejada, subiendo al coche que les aguardaba.

XXI

LA MALDICIÓN

Poco antes de la hora de comer Clara recibió una carta suyapreviniéndole que no le esperase, que comía con unos amigos y novolvería a casa hasta la hora de costumbre. No le sorprendió porquealguna vez lo había hecho, aunque muy rara.

Pero sí quedó admirada deque hallándose aún en el comedor se presentase Escudero. Después de lossaludos y de algunas palabras indiferentes, el tío de Tristán lemanifestó, con emoción mal disimulada, que su sobrino había tenido unlance de honor aquella tarde y que había herido a su adversario. Paraevitarse molestias y para sustraerse a la curiosidad de sus amigos habíaresuelto dormir aquella noche en casa de sus tíos, adonde podía ir ellatambién si gustaba.

Clara quedó yerta y preguntó sabiendo ya de antemano la respuesta:

—¿Con quién fue el lance?

—Con el marqués del Lago.

Se puso pálida y permaneció un instante pensativa.

—No le ha herido, le ha matado, ¿verdad?

Don Ramón bajó la cabeza sin contestar.

Ambos quedaron silenciosos. Al cabo Clara, alzando la frente, dijo conresolución:

—Vamos allá. Voy a ponerme otra ropa y a prevenir a la niñera.

Lo que pasaba por el corazón de la joven esposa en aquel momento no esfácil definir. No se le ocultaba que el lance había sido provocado porTristán a causa de sus ridículos celos, y aunque amaba ciegamente a sumarido su conciencia no podía menos de sublevarse contra tal barbarie,contra una injusticia tan notoria. Aquel desenlace trágico la llenaba deconfusión y de terror. ¿Qué hombre era éste que por una estúpidaaprensión llegaba a dar muerte a un chico inocente? La entrevista conTristán en casa de Escudero se resintió de tal confusión de ideas, deeste choque de sentimientos tan diversos. Hubo instantes de emociónintensa, de demostraciones de cariño frenético; pero los hubo también devisible y extraña frialdad.

Tristán, turbado por las emociones de latarde, aturdido por las consecuencias fatales que sus celos habíanocasionado, no pudo advertir la singularidad de la conducta de suesposa. Pasaron allí la noche. Clara no quiso acostarse y se estuvohasta las primeras horas de la madrugada con su tía Eugenia, que dormíapoco y vivía cada vez más miserable bajo un constante terror de todaslas calamidades posibles e imaginables; unas veces de los grandesagentes físicos, el aire, el fuego, el agua, otras de los organismosmicroscópicos, bacilos, microbios, etc. Escudero había aconsejado a susobrino que saliese unos días de Madrid.

Aquel desafío seguramente iba alevantar mucho ruido, los periódicos

hablarían,

las

autoridades

acasohicieran

averiguaciones: nada más oportuno que mantenerse alejado hastaque la marejada se calmase. Por la mañana salieron, pues, los esposos enel gran familiar de su tío, acompañados solamente de la niñera y lacocinera, para una finca que aquél poseía en los límites de la provinciade Toledo. Allí permanecieron aproximadamente quince días. Durante estetiempo, la influencia del campo, la vida más íntima y sobre todo lanecesidad de acallar el grito de su conciencia, hicieron a Tristán máscariñoso y atento con su esposa. Apartado de la vida de café y decírculo y de las rivalidades de la vida literaria, el lazo del amorconyugal se

estrechó.

Clara

por

su

parte

hacía

esfuerzos

extraordinariospor apartar de su imaginación aquel desafío fatal.

Alguna vez, sentadaal lado de su marido al pie de una fuente o caminando emparejada con élpor el monte, llevando ambos colgada del hombro la escopeta, se sintiófeliz. Hubiera permanecido allí toda la vida.

Cuando volvieron a Madrid la casa se le cayó encima. Adiós ilusiones depaz y de amor, adiós aire puro, adiós gratas correrías, adiós sueñotranquilo. Otra vez a la soledad de su casa, a las tristes alternativasde un humor suspicaz y sombrío. En la tarde del mismo día en queregresaron se hallaban los esposos en el despacho de Tristán. Clarasentada en un diván tenía al niño en sus brazos mientras aquél a su ladose esforzaba en hacer reír al pequeñuelo retozando con él. El criado sepresentó.

—Una señora pregunta por los señoritos.

—¿Quién es? ¿Ha dado su nombre?

—No, señor. Ha dicho que es de confianza y quiere darles una sorpresa.

Tristán quedó un momento vacilante. Clara se puso repentinamente seriacomo si un presentimiento triste atravesase su corazón.

—Bien; haz que pase.

El criado se retiró y a los pocos instantes apareció en la puerta lamarquesa viuda del Lago. Clara sintió que toda la sangre de sus venasfluía al corazón. Tristán se alzó del asiento como movido por unresorte. La marquesa, alta, delgada, vestida con un manto negro hastalos pies, parecía un fantasma.

—¿No me esperaban ustedes, verdad?—dijo con voz enronquecida, extraña,que jamás le habían oído—. Sin embargo, yo les aguardaba a ustedesdesde hace muchos días; les aguardaba con impaciencia. Los vecinos de lacalle pueden dar testimonio de ello. Ellos me habrán visto pasear día ynoche bajo el sol y bajo la lluvia sin perder de vista los balcones deesta casa que con ansia deseaba ver abiertos. Allí ha dormido, me decíamirando hacia acá, allí ha dormido tranquilo mucho tiempo, pero nodormirá más el asesino de mi hijo...

—¡Señora! ¿qué está usted diciendo?—profirió Tristán con ímpetu dandoun paso adelante.

—¡No dormirá más, no!—prosiguió la marquesa sin hacer caso de lainterrupción—. Yo me encargaré de envenenar su sueño, de tener abiertossus ojos hasta que apunte la aurora. No quiero que para él haya yaaurora ni luz, quiero que se agite entre las sábanas como entreenvolturas de llamas, que le persiga el fantasma del inocente que hasacrificado, que mil demonios le taladren sin cesar el corazón...

—¡Vea usted lo que dice!—gritó Tristán rojo de cólera—. Si hagollamar para que escuchen estas palabras dará usted cuenta de ellas antela justicia.

—Llame usted a sus criados, llame usted a los vecinos, llame usted atodo el mundo para que se enteren de que ha provocado usted a undesgraciado joven para matarle no como hacen los caballeros, con riesgoigual de su vida, sino como los traidores y cobardes, buscando laventaja para hurtar el cuerpo. Lo mismo usted que los amigos que le hanapadrinado sabían que mi hijo marchaba como un cordero al sacrificio,porque su infernal habilidad en el arma que había elegido le daba sobreél una superioridad indudable.

—¿Quería usted que habiendo sido abofeteado le diese a elegir el armaque más le conviniese?—replicó Aldama con más humildad.

—Pero ¿quién ha ido a provocarlo? ¿Quién fue a sacarle de su palco parainjuriarlo? ¿Quién es el que fríamente concierta las condiciones de undesafío en que sin remedio había de perecer un pobre joven, casi unniño? Únicamente el que no tiene ni nobleza, ni valor, ni sentimientoshonrados en el corazón... ¡Ah, mi pobre hijo! ¡hijo de mis entrañas!¡Cómo has caído en el lazo que te tendieron los traidores...! No estabaaquí tu desgraciada madre para prevenirte, la madre que te ha tenidocolgado de sus pechos, la que besaba los rizos dorados de tu pelo alacostarte y volvía a besarlos cuando te despertabas. Ya no existes,pobre hijo mío... Una bala traidora ha agujereado tu pecho, y cuandoempezabas a vivir, cuando todo el mundo te sonreía y tu madre vivíapendiente de tu sonrisa, tú tan noble, tan hermoso, tan valiente, ya noeres más que ceniza... Dios que estás en los cielos, ¿por qué me dejasvivir sin mi Nanín...?

La voz de la marquesa sollozaba al pronunciar estas palabras.

Tristán,presa de honda emoción, no supo más que balbucir:

—Señora, para mí ha sido también una desgracia irreparable...

—¡Miente usted!—exclamó revolviéndose furiosa con los ojosllameantes—. Es usted incapaz de sentir lo que ha hecho, porque enusted no hay más que envidia y vanidad.

—En el estado en que usted se halla sus palabras no tienen valoralguno. Créalo usted o no lo crea, su dolor de madre conmueve hasta loprofundo de mi alma, y daría con gusto en este momento mi vida pordevolverle la de su hijo...

—¡No me hable usted con dulzura! No quiero de usted la compasión.Prefiero el odio. Ya que odiaba usted a mi hijo, ódieme también a mí.Máteme usted como le ha matado a él.

Acaso fuera el único bien que ustedpuede hacer en este mundo...

¡Oh, mi Nanín! ¡oh, hijo de mi corazón...!Venganza del cielo,

¿no caerás sobre la cabeza de su verdugo? Sí, sí...caerá... Dios es justo. ¡Jamás vivirá tranquilo el que ha matado a unángel...!

¡Maldición, maldición sobre él!

La marquesa avanzó un paso todavía. Sus ojos brillaban como ascuasdebajo de sus cabellos blancos; todo su cuerpo temblaba de odio y decólera como el de una fatal euménida.

—¡Maldito sea usted y quien le ha engendrado! ¡Maldita sea la hora enque ha nacido! ¡Permita Dios que su esposa vea siempre esas manosteñidas de sangre! ¡Maldita sea ella también!

¡Maldita la leche que eseniño está mamando...! ¡Malditos seáis todos, malditos, malditos,malditos...!

Clara cayó sobre la alfombra con el niño entre los brazos.

Tristánacudió a socorrerlos. Cuando volvió la cabeza, la marquesa había yadesaparecido.

Al recobrar el conocimiento y después de haberle prodigado los cuidadosnecesarios se hizo venir al médico. Este, teniendo en cuenta el estadode la madre y el tiempo que ya contaba el niño, ordenó que se ledestetase. Se dispuso, pues, que durmiese en un cuarto separado con laniñera. Clara pasó el resto de la tarde llorando. Tristán salió unmomento después de comer y quiso distraerse en el café, pero no pudolograrlo. Se hallaba tan melancólico, tan abatido que muy presto serestituyó a su casa.

Clara se disponía a acostarse, pero no en la alcobadel gabinete donde dormía el matrimonio, sino en otra habitaciónalejada. Al presentarse Tristán y mostrar en los ojos su sorpresa ledijo balbuciendo:

—Dispénsame, Tristán, me encuentro muy débil, me duele mucho la cabezay temo que me mol