Obras Completas de Armando Palacio Valdés -Tomo XV -Tristán o el Pesimismo - Novela de Costumbres by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Apenas guardaba la conciencia de quefuesen suyos. Una ola de olvido le envolvía poco a poco; una voz bienalta subía invitándole a mirar hacia arriba y a despreciar lo de abajo.Después haciendo un esfuerzo alzó sus codos de la baranda, contemplótodavía con distracción el horizonte obscuro, sacó del bolsillo sullavero, del llavero un lápiz y escribió tres palabras sobre el mármol.Entró en sus habitaciones, se dirigió a su armario y tomando de allí laropa y los objetos más indispensables los empaquetó en una maleta.Cuando la tuvo hecha bajó cautelosamente hasta la puerta del jardín ysalió de casa. Atravesó el parque, atravesó el bosque y en pocos minutosse encontró a campo raso. Emprendió por los senderos el camino deZarzalejo para montar allí en el primer tren que le alejase de Madrid.Cuando hubo caminado algún tiempo se detuvo y volvió los ojos hacia sucasa. Allí quedaba, silencioso, tranquilo, el que había sido su paraísoen la tierra. Jamás, jamás volvería a entrar en él. ¡Cuánta felicidaddeshecha en un instante!

Tomó la maleta que había dejado caer al suelo yemprendió de nuevo la carrera. Los sollozos le rompían el pecho, laslágrimas le cegaban. Así marchaba aquel hombre al través de la nochedesierta en busca de Dios.

XVII

LA BODA DE ARACELI

Araceli, la niña espiritual y aristocrática de los señores de Escudero,tocaba a la meta de sus ambiciones heráldicas. Iba a ser duquesa. Pocodespués de la catástrofe sobrevenida a don Germán y de su viajemisterioso, se le ocurrió al duque del Real Saludo el morirse de unaapoplejía fulminante. Cuando recibió la noticia Araceli sintió que laspiernas le flaqueaban; todo su cuerpecito distinguido se estremeció conun escalofrío de ansiedad y de gozo. Supo disimular, sin embargo, pusola cara larga, se vistió de negro y dio el pésame a la familia y laacompañó muchos ratos en aquellos días de tristeza. Había que verla entales momentos, entrar y salir en las habitaciones, recibir recados,pronunciar órdenes y darse aire de pariente. Sus esperanzas no quedaronfallidas. La duquesa viuda no pensó que un sepulcro abierto la eximía depermanecer fiel a sus principios de contradicción doméstica, y otorgó elconsentimiento a su hijo, realizando así contra el duque un acto deoposición de ultratumba. Se dejó transcurrir por respeto un plazo deseis meses. Comenzaron al fin los preparativos de la boda. Sin embargo,hubo en ciertos instantes temor de que ésta zozobrase al tratarse lacuestión de intereses. La duquesa sólo ponía a disposición de su hijouna renta de treinta mil pesetas, que era lo que le correspondía porherencia de su padre. Escudero, hombre exactísimo, metódico, ordenado,manifestó que en ese caso él daría a su hija otro tanto. Pero estascantidades no bastaban para que el joven matrimonio viviese con arregloa su rango. Se trabajó con empeño para que el suegro aumentase la renta;hubo en la casa reyertas, desmayos, lágrimas en abundancia. Don Ramónconsintió al fin en doblar la cantidad, pero a condición de que talexcedente se dedujese en su día de los gananciales atribuidos a suesposa en el caso de que falleciese antes que él.

Corrían ya los días precedentes de la boda. Se habían cambiado losregalos y Araceli había recibido de la sociedad elegante y de la que nolo era un bazar completo de bisutería.

Los periódicos publicaron largascolumnas con la lista de los objetos como si se tratase de unaliquidación. «Señores de L***: neceser de viaje en piel de Rusiaguarnecido de plata.—Señor de C***: juego de tocador en cristal deBohemia.—Marqueses de H***: bandeja de plata repujada.—Duquesa deN***: cajita de oro esmaltada, etc., etc.» Araceli exhibía estoschirimbolos a las visitas con singular complacencia. Sólo faltaba sobreellos un cartoncito con el precio para que semejase por completo unalmacén de saldos. Pero lo que mostraba con mayor deleite la hija de losseñores de Escudero era su equipo, un soberbio trousseau confeccionadoen París, donde sobre cada pieza se ostentaba una corona ducal, pequeñao grande, bordada en blanco o en color. Había coronas hasta sobre lospaños de la cocina.

Algunas amigas íntimas se reunían la víspera del día señalado para elenlace en el gabinete de la prometida. Se la felicitaba, se laacariciaba, se la besaba, se le decían mil ternezas. Había sinceridad enunas, había falsedad en otras, que en el mundo el bien y el mal no seencuentran jamás solos. Aquella juventud se entregaba a la alegría yretozaba acordándose de los tiempos en que hacían lo mismo en el jardínde las Ursulinas.

—No te darás tono de señora casada con nosotras, ¿verdad, Araceli?

—¿Ni de duquesa tampoco?

—¡Oh, madame la duchesse!

Y una de las amiguitas se inclinaba delante de la novia con reverenciacómica que despertaba las carcajadas de las otras.

Araceli, lisonjeada,sonreía con benevolencia.

—¿No tardarás en tomar la almohada?

—¡Quién piensa en eso todavía!—respondió Araceli que había pensado yainfinitas veces.

—Es una ceremonia imponente, muy imponente—manifestó con gravedad yponiendo los ojos en blanco una jovencita rubia que seguía las huellasde Araceli—. Cuando la tomó mi prima la marquesa de la Suave-Conquistavino antes a ensayarse con mamá, que ha sido camarista de la reinaIsabel. Hay que esperar en un salón; vendrá a buscarte la madrina yotras damas, se te anunciará y al entrar harás tres reverencias... unaasí... otra así...

y por último otra así.

La jovencita rubia, puesta en pie y en medio del corro, hacía lasgenuflexiones con tal unción, delicadeza y primor, que parecía que en suvida había hecho otra cosa. Sin embargo, Araceli irguió su cabecita conaltanera indiferencia.

—Ya sé, ya sé todo eso, querida.

—¡A ver, que la tome aquí ahora mismo ante nosotras!—

exclamó laamiguita de humor jocoso que la había saludado en francés—. ¡Yo soy lareina! Dejad que me siente ahí en lo más alto. Margarita, echa ese cojínen el suelo. Esa es la almohada.

Carmen, tú serás la madrina. A ti,Beatriz, te nombro mi camarista mayor. No reírse, que éstas son cosasserias, ¿verdad Mimí? (dirigiéndose a la jovencita rubia). Vamos,llevadme a esa chica fuera. La llamaré cuando me dé la real gana.Vosotras aquí en semicírculo haciéndome la corte...

La traviesa niña empujando a unas, arrastrando a otras, cambiando sillasy cerrando puertas improvisó presto un salón de corte. Se representó laescena con no poca algazara. Araceli vino del gabinete de su mamá dondela tuvieron recluida largo rato, hizo sus reverencias casi tan bien comola rubita Mimí (prueba de que ya las había ensayado a solas) y se sentósobre el cojín naciendo tantos remilgos que la reina incomodada le tiróotro a la cabeza.

—Pero, duquesa, ¿cómo tiene usted valor de presentarse sindiadema?—exclamó S. M. en el colmo de la estupefacción.

—¡Ah! ¡La diadema, es verdad!—exclamaron a su vez todas las damas dela corte.

—Póngase usted la diadema inmediatamente—prorrumpió con energía laaugusta persona.

Araceli se disculpó diciendo que estaba guardada en la caja de hierro desu papá, pero no le valieron excusas. Fue necesario que bajase alescritorio de Escudero y que éste sacase de la caja la preciada joyaregalo del novio. Enteradas por este paso algunas criadas de laceremonia que iba a realizarse, no dejaron de acudir para ver sipercibían algo espiando por las cerraduras y los quicios de las puertas.El acto se efectuó de nuevo con mucha mayor solemnidad a causa de ladiadema y también del ensayo previo que se había hecho. Terminado, S. M.se dignó felicitar con las palabras más amables a la gentil duquesa delReal Saludo, y dio su mano a besar y una bofetada en la mejilla a todassus damas.

Araceli durmió muy poco aquella noche. En cuanto se levantó comenzó ahacer sus preparativos de tocado, aunque la ceremonia nupcial no habíade celebrarse hasta la tarde en su propia casa. Se hizo venir para quela peinase a Mr. Gaston, famoso peluquero de la corte, y acudieron aadornarla dos oficialas de Mme. Verlet, la gran modista. No se perdonógasto alguno para que la ceremonia se celebrase con inusitada pompa ysuntuosidad. Escudero puso a disposición de su esposa y de su hija unacantidad respetable, la cargó en sus libros y no volvió a ocuparse delasunto. Pero he aquí que su esposa, no poco confusa porque le conocíabien, vino a anunciarle que faltaban mil doscientas pesetas para pagarlas flores de la quinta del Pilar, y su hija Araceli, menos confusa perotambién un poco asustada, le manifestó que aún restaba por abonar aljoyero una pequeña cantidad. Escudero montó en cólera, una cólera ciega.«¡Cómo!

¿Qué formalidad era aquélla? ¿No sabían que ya estaba agotado elpresupuesto de los gastos de boda, que no se podía andar en los libros,que él era un hombre de negocios, un hombre de orden?» Doña Eugeniaviéndole tan irritado determinó pagar con sus ahorros aquella suma ydejar en paz los libros de su esposo.

Doña Eugenia era una mujereconómica, pero había adquirido un vicio considerable, el del papel.Cada día más enemiga de los microbios y resuelta a darles guerracrudísima mientras le quedase un soplo de vida, desde hacía algún tiemponi daba la mano a nadie sino enguantada ni tocaba objeto alguno si noera interponiendo entre los bacilus y sus dedos un papel. Lo comprabapor resmas en un almacén de la calle de las Infantas.

El dueño de estealmacén solía decir burlando que la señora de Escudero le consumía tantocomo una imprenta.

Otro de los asuntos que dio origen a algunos disturbios domésticos quehubieran degenerado en graves conflagraciones si uno de los bandos nohubiese operado una prudente retirada, fue el de las invitaciones.Escudero, que a causa del citado desequilibrio en el presupuesto de bodase hallaba en un estado alarmante de disgusto y de profunda decepción,exigió que se invitase a la ceremonia a sus amigos y compañeros detresillo en el

Círculo

Mercantil,

Buceta,

Trompeta

y

Rubau.

Estamonstruosa exigencia llevó la desolación al espíritu refinado de suhija. En vano doña Eugenia agotaba para convencerla toda clase derazonamientos y representaciones.

Araceli, en el colmo de ladesesperación, torciéndose las manos, exclamaba:

—¡Pero mamá de mi alma! ¿qué dirá la duquesa de Colmenar de la Oreja,qué dirá el marqués de Cabezón de la Sal al verse junto a un hombre quese llama Trompeta?

Todavía el hado adverso reservaba una prueba más cruel al temperamentoprimo y elevado de la prometida. Escudero, enardecido con su victoria,después de haber impuesto a Buceta y a Trompeta, llevó su audacia hastaproponer a Barragán. El paisano se había hecho su amigo íntimo, le habíaconfiado la gestión de sus intereses y por último había tenido el rasgofeliz de ofrecer a la novia no un regalo como cualquier hombre vulgar,sino un billete de quinientas pesetas para que ella comprase el objetoque más le gustase. Este procedimiento generoso y práctico a la vez lehabía elevado considerablemente en el concepto de Escudero. Laconsternación más profunda se pintó en el semblante de su hija al tenerconocimiento de la fatal decisión. No valieron súplicas ni lágrimas nise logró nada con la intervención oficiosa de algunos amigos diputadospara ello. Don Ramón permaneció inflexible. O Barragán era invitado o élmismo dejaría de asistir a la ceremonia. Se tragó, pues, a Barragán, ¡untrago bien amargo! Araceli, pateando de cólera en su gabinete, seprometía tomar en lo futuro una digna venganza.

En cuanto estuviesecasada ¡ni uno solo de aquellos hombres ordinarios pondría los pies enla casa ducal! Por su parte Escudero, temiendo haber llevado demasiadolejos sus exigencias, suplicó a Barragán en términos sentidos «que siera posible se recortase un poco las barbas». Cedió éste, bienconvencido sin embargo en su interior de que no se lograría con elloborrar la odiosa traza de bandido con que, implacable, la naturaleza lehabía dotado. Pero como hombre dócil y de buena pasta, no sólo cedió arecortarse un si es no es la barba, sino que se vistió una flamantelevita, se puso botas de charol, pantalón bombacho, sombrero de copa yen la corbata un alfiler con una enorme esmeralda falsa. ¡Estabahorrible! ¡patibulario! Los invitados al pasar junto a él no podíanmenos de sentir un escalofrío. Uno de los amigos del novio le llamóRebolledo, aludiendo al bandido de la zarzuela Los diamantes de lacorona, y la palabra hizo fortuna entre la juventud maleante.

La ceremonia debía de celebrarse a las cinco de la tarde. Los noviospartirían en el sud-express poco después. A las tres, la multitud de losconvidados invadía los fastuosos salones de la casa de Escudero, en lacalle de Alcalá. Tristán estaba allí. Era uno de los testigos designadospor la novia. Andaba solo, huyendo de juntarse a nadie según sucostumbre. El sensible lance acaecido a su cuñado y en el cual había éltomado parte no había contribuido a mejorar su genio difícil y sombrío.El matrimonio de su prima, a la cual nunca había profesado mucha estima,le inspiraba un poco de risa, un poco de lástima y otro poco dedesprecio. ¡Casarse, por ser duquesa, con un espectro!

Efectivamente Gonzalito Ruiz Díaz lo era. Al principio de sus relacionescon la niña de Escudero pareció animarse un tanto su naturaleza, pero amedida que transcurría el tiempo se fue debilitando nuevamente hastainspirar miedo. Se decía en la familia que la oposición tenaz de supadre era la causa de tal decaimiento. Sin embargo, después delfallecimiento del duque nada mejoró de aspecto. Entonces se achacó a losamores. En cuanto satisficiese, uniéndose a Araceli, los vivos anhelosde su corazón engordaría hasta ponerse como una bola. Esta era laprofecía que había encontrado más eco en la familia de Escudero y detodos sus allegados.

Cuando se presentó en el salón ataviado con el uniforme de maestrante deGranada, su faz lívida, el círculo azulado que rodeaba sus ojos, lafatiga que se leía en todos sus rasgos no pudo menos de sorprender a loscircunstantes que empezaron a hablarse al oído. «Es el uniforme—decíanalgunos—lo que le da ese aspecto de muerto desenterrado.» «¡Quéuniforme! Es la emoción. ¡Ha sido siempre un chico tan sensible!» Elpobre Gonzalito se sentía en efecto bien fatigado, bien conmovido, bienamarrado dentro de su vistoso uniforme. Todos los amigos se apresurarona rodearle vertiendo en su oído palabras de felicitación. Unos lotomaban por lo serio, le hablaban de su preclaro nombre que pronto iba aencontrar quien lo perpetuase, otros echaban el santo sacramento abroma.—«¡Ánimo, Gonzalo! Para sostenerte en este trance fiero aquítienes a los amigos. ¡No tiembles a la vista del patíbulo!» Y señalabanal altarcito erigido allá en el fondo del salón contiguo y que se veíapor la puerta entreabierta.

Al fin llegó monseñor Isbert que debía bendecir la unión de los jóvenes.Era un prelado doméstico de S. S., hombre de mundo, jovial, diplomático,tolerante. Por estas razones gozaba de gran crédito en la alta sociedadmadrileña y había casado ya un número considerable de sus miembros.Señoras y caballeros le rodearon al instante y gozaron de suconversación culta y jocosa.

Cuando se hubo cansado monseñor sacó elreloj.

—Ya se acercan las cinco—manifestó dirigiéndose con graciosa sonrisa aAraceli—. Perdone usted, señorita, que le recuerde el dulce y solemnemomento que se aproxima en que cumpliendo los mandatos divinos entregaráusted su libertad al elegido de su corazón.

Araceli bajó los ojos ruborizada.

—¿Dónde está el novio?—preguntó después monseñor con su voz clara ypastosa de orador.

—Eso es, ¿dónde está el novio?—preguntaron algunos dirigiendo miradasen torno.

—¿Dónde está Gonzalo? ¿donde está Gonzalo?—repitieron otros.

Al fin se le halló en un gabinete solitario sentado, con la cabeza entrelas manos.

—¿Qué es eso?—se apresuraron a preguntarle su madre, su novia y laspersonas que se le acercaron corriendo—. ¿Qué te pasa? ¿Te sientesindispuesto?

—Sí, me siento mal.

Y al levantar la cabeza dejó ver un rostro tan pálido que su madre dioun paso atrás, aterrada.

—Sí, me siento mal, ¡muy mal!

Apenas había pronunciado estas palabras una ola de sangre se escapó desu boca. Gritaron las mujeres, se conmovieron los hombres, acudieron loscriados. Todos están tan asustados que no saben más que gritar:

—¡Un médico...! ¡una jofaina...! ¡un vaso de agua!

El vómito fue terrible. Pensaron que se quedaba en él. Cuando cesó letransportaron a una cama en las habitaciones que había ocupado Tristánde soltero. El doctor Ustariz, que se hallaba como invitado entre lospresentes, le prodigó sus cuidados. Sin embargo, pocos minutos despuésle repitió el vómito. El doctor se apresuró a hacer salir del cuarto atodo el mundo, haciendo seña a monseñor Isbert para que se acercase. Elsacerdote le dio la absolución de sus pecados sin oírlos, porque elpobre Gonzalito no volvió a pronunciar otra palabra.

XVIII

LA FLECHA DEL DESTERRADO

La masa de follaje del Sotillo se teñía de amarillo. Con una ojeadaperezosa y distraída Elena abrazaba el bosque y el vasto horizonte,fijándola con insistencia en sus confines azulados.

Aquel noviembrevenía seco, pero frío ya. El aire era transparente, la sierra tomaba uncolor de violeta obscuro, la llanura se teñía de gris; por el ambientecorrían las frías claridades, el aliento fresco que denunciaba laproximidad del invierno.

—No hace más que cuatro días que la señorita ha llegado y ya pareceotra—dijo la doncella que se hallaba a sus pies arrodillada cambiándoleel calzado.

—Sí, el Escorial me ha probado siempre bien—repuso la señora sinapartar su mirada distraída del horizonte.

—¿Por qué no viene más a menudo?—se atrevió a preguntar la mimadadoncellita.

Elena no contestó.

Al cabo de un rato apartó los ojos del paisaje y los volvió al armariode espejo que tenía delante. Se miró prolongadamente en la luna ymurmuró como si hablase consigo misma:

—¡De todos modos me encuentro bien cambiada, bien decaída, bien fea!

—¿Cómo fea?

La doncellita protestó con todas sus fuerzas de aquella monstruosaaserción. Jamás había estado tan hermosa la señorita.

—Parece mentira—prosiguió ésta—que una fiebrecilla gástrica me hayaarruinado tanto.

—Quince días en el campo y se pondrá la señorita tan gorda que habráque enviar todos los trajes a la modista.

—¡Más, más...! Me convendría tal vez pasar todo el invierno aquí.

La doncellita se puso seria. ¡El invierno! ¡Alegre humor echaría sunovio el encargado de la tienda de ultramarinos de la calle de Olózagasi tardase más de quince días en volver a Madrid! Así que trató portodos los medios que estaban a su alcance (que no eran muchos) dedisuadir a la señorita. Esta parecía no escucharla. Sus ojos volvieron aperderse al través del balcón abierto en las lejanías del horizonteinmenso. En vano tocó los recursos que en otras ocasiones habían surtidoefecto para distraerla, los vestidos, los sombreros, las reformas de lacasa, los coches. Elena permanecía absorta, ensimismada, sin dignarsesiquiera volver la cabeza. Viendo sus esfuerzos defraudados, ladoncellita adoptó el acuerdo de salirse de la estancia sin hacer ruido.

El Sotillo le causaba ahora una impresión extraña, mezcla de dolor y dealegría, de agitación y de sosiego. Desde el día fatal, hacía ya más deun año, en que su esposo huyera para siempre, no había puesto los piesallí. Pero desde hacía ya tiempo soñaba con él. Su espíritu se volvíahacia aquel paraje ansiando la frescura de sus árboles, el rumor de susaguas, la paz de su ambiente. ¡La paz, la paz! Esto era lo quenecesitaba su cuerpo gastado, su corazón deshecho. La carta de su maridole había producido el efecto de un rayo. Cayó de bruces sobre el sueloprivada de conocimiento. Cuando la alzaron y la transportaron a la camase le declaró una violenta fiebre que la tuvo postrada muchos días yamenazó su vida. Durante su enfermedad ni Clara ni Tristán ni Visitaparecieron por su casa.

Sólo Marcela Peñarrubia la veló como una hermanacariñosa.

Cuando entró en convalecencia supo por ella que Tristán habíaprovocado secretamente a Núñez y que éste había rehusado el dueloalegando que no era él quien tenía derecho a exigirle una reparación.Entonces Tristán le había abofeteado. No otra cosa buscaba el pintorpara tener la elección de armas, pues aunque no era cobarde, ningunagracia le hacía servir de blanco a la certera puntería de su amigo. Sebatieron a espada y Tristán salió herido ligeramente en el brazoderecho. Después se vio rodeada por aquellas amigas de última hora,Marcela Peñarrubia, Enriqueta Atienza, Rosita León y sus respectivosamantes que la asistían y la mimaban con asiduidad conmovedora.

Pero en cuanto pudo salir a la calle fue a casa de Visita resuelta aenterarse adónde había ido su marido y correr a pedirle perdón. En ver aClara y Tristán no soñaba siquiera. La recibió Cirilo

con

ceremoniosacortesía

hablándole

de

dinero,

presentándole cuentas y libros,anunciándole que al día siguiente le enviaría los intereses vencidos delas acciones del Banco.

Visita no se presentó. Se hallaba un pocoindispuesta, al decir de su esposo. Salió de aquella casa con el corazóntan apretado que en cuanto montó en el coche estalló en sollozos. No sehabía atrevido siquiera a pronunciar el nombre de su marido.

Cuandollegó a su casa escribió una larga carta a Tristán. Este no le contestó.Entonces la pobre mujer, rechazada y despreciada por todos los deudos yamigos de Reynoso, aislada y avergonzada se dejó marchar por la suavependiente que delante se le ofrecía. Recibió por fin a Núñez, quediariamente le enviaba billetes inflamados; intimó con las amigas que sedesvivían por distraerla y entró a formar parte de aquella sociedaddivertida y galante. Fue una rebelión, una necesidad de su naturaleza,que de otro modo hubiera sucumbido.

Y para más aturdirse, para olvidar la pena que le roía el alma fue másallá de lo que la prudencia aconsejaría a una mujer en su caso. Lanzosea una vida de placeres ruidosos; teatros, paseos, partidas de tresillo,tiendas, modistas, cenas a última hora con sus flamantes amigas y adláteres. Estas no la dejaban ni de noche ni de día. Gustavo Núñez lamantenía en perpetua risa con sus bromas picantes y excéntricas. Ellindo hotel de la Castellana se convirtió en centro bullicioso deplacer. Elena se entregaba a él más que con pasión con verdadera rabia.No quería quedarse sola un instante, y para evitarlo intentaba nuevospretextos y correrías, derrochaba a manos llenas las rentas cuantiosasque Cirilo le entregaba cada trimestre. Naturalmente, no había mujer másmimada, más agasajada de sus amigos. Todo el mundo estaba pendiente desu sonrisa, de sus gestos, de su apetito y no se escatimaban los mediosde divertirla y aun aturdirla.

Así transcurrió un año. Al cabo, aquella vida, más que agitada, febril,agotó sus nervios. Acometiole un decaimiento físico y moral que en vanotrataron de combatir los que a la continua la rodeaban. El primero quesintió los efectos de este desmayo fue Núñez. Hasta entonces Elena habíasido con él, si no extremadamente afectuosa, a lo menos complaciente,risueña, generosa, una querida agradable en suma y que le realzaba en lasociedad que frecuentaban. A última hora empezó a mostrarse fría,exigente, caprichosa y sobre todo a sentir una extraña melancolía que latenía horas enteras taciturna, sin poder arrancarle ni una sonrisa niuna palabra. Elena empezó a meditar.

Aquella cabecita ligera, evaporada,principió a darse cuenta vagamente del carácter de la gente que larodeaba, sobre todo del carácter de su amante. Este había principiadopor mostrar con ella un desinterés desdeñoso, susceptible, que aunhaciéndola sufrir un poco no dejaba de lisonjearla en el fondo. Hastatal punto parecía celoso el pintor de su dignidad que no podía hacerleel más corto obsequio sin que al día siguiente se viera regalada conotro de más precio. Sin embargo, con el tiempo fue cambiando este modode ser, se dejó mimar y regalar sin protesta, comía casi a diario encasa de ella y aceptó por fin que Elena abonase los gastos de un viajeque hicieron por Francia y Alemania. Duró cerca de dos meses, se gastópor largo, y la galantería de Núñez sufrió en el curso de él bastantemenoscabo.

La vida íntima, marital, descubrió a los ojos de Elena lospuntos negros de aquel temperamento tan jovial y simpático en sociedad.Dominante unas veces hasta la brutalidad, otras incisivo y cruel y casisiempre egoísta, hacía recordar a Elena la paciente dulzura de sumarido, aquella galantería nunca desmentida, aquella protección paternalque tanto calor daba a su corazón. Elena no era mujer de pasionesardientes; poseía un temperamento infantil; la gran necesidad de su vidaera la de ser mimada. Defraudada en este impulso de su naturaleza y nosabiendo fingir, pronto empezó a mostrar a Núñez un claro desvío. Cuandohabían llegado de Alemania, a fines de octubre, estaba harta ya de aquelhombre.

Si no rompió con él abiertamente fue por miedo no tanto hacia él comohacia la camarilla que le rodeaba. Sentíale apoyado por todas sus amigasy creía la inocente de buena fe que si le despedía éstas se despediríantambién y volvería a quedarse sola.

¡Buena gana tenían de hacerlo!Aquellas amiguitas la utilizaban lindamente. Comían bien en su casa,asistían al teatro en su palco, iban a paseo en sus coches y además devez en cuando le tomaban algún dinero prestado. La condesa de Peñarrubiase lo había pedido dos veces, una seis mil pesetas y otra diez mil paraun negocio seguro según decía. De todos modos Elena no volvió a ver sudinero. Últimamente al regresar de Alemania Marcela vino a proponerleque comprase acciones de una mina de plata que su amigo común elvizconde de las Llanas poseía en Albacete. Se trataba solamente de undesembolso de veinte mil pesetas que antes de un año se convertirían encuarenta mil.

Elena no las tenía en aquel momento, pero no las hubieraentregado aunque las tuviese. Había entrado ya la desconfianza en suespíritu. Esta desconfianza se hizo más viva cuando observó el mal humorque mostró Núñez al conocer su negativa. No pudo menos de sospechar,viendo su gesto de contrariedad, que Marcela y él estaban enconnivencia. Tal sospecha, que el recuerdo de otros incidentesautorizaba, convirtió su desvío en desprecio. Pocos días después se vioprecisada a guardar cama; la fatiga del viaje y las comidas de hotelhabían estropeado su estómago. Mientras estuvo enferma meditó mucho: lafiebre exaltaba su imaginación, exacerbaba su aburrimiento, hacíacrecer los agravios que creía haber recibido de su amante. Cuando selevantó del lecho estaba decidida a romper sus relaciones con él. Sehallaba harta de aquel sinapismo. Se quedaría sola, trasladaría suresidencia al extranjero, entraría en un convento, tomaría otro amante,¡todo, todo menos continuar unida a aquel pomito de ácido nítrico!

Sindecirle una palabra ni avisar tampoco a ninguna de sus amigas, en cuantose sintió con fuerzas para ello se trasladó un día al Sotillo. Desdeaquí había escrito a Núñez una carta anunciándole que estaba resuelta acortar el lazo amoroso que los unía. No queriendo decirle el motivo realque a ello le impulsaba y no siendo extremadamente hábil en el gén