JUAN VALERA
PASARSE DE LISTO
NOVELA
Capítulos:I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV,
XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII
Toda persona elegante que se respeta debe ir a veranear. Es unaordinariez quedarse en Madrid el verano.
Lo más tónico es ir a algunas aguas en Alemania o Francia; pasar luegouna temporadita a la orilla del mar en Biarritz, en Trouville o enBrighton, y acabar el verano, antes de volver a esta villa y corte, enalgún magnífico château o cosa por el estilo, que debemos poseer, sies posible, en tierra extraña, y cuando no, aunque esto es menos comm'il faut, en nuestra propia tierra española.
Tal es el supremo ideal aristocrático a que aspiramos todos en lotocante a veraneo. Para realizarle totalmente se ofrecen no pocosobstáculos. Lo más común es no tener château, ni algo que remotamentese le asemeje, ni en la Península ni en la vasta extensión delcontinente europeo; pero esta falta se suple o se disimula si poseemosuna casa de campo, una casería o un cortijo, lo cual, hablando enfrancés, puede calificarse de château, sin gran escrúpulo deconciencia.
Todavía, sin embargo, ocurre muy a menudo que la familia elegante, o conhumos de elegante, carece de hogar de donde los humos procedan; esto es,no tiene ni siquiera cortijo. Si le tiene algún amigo o pariente, lafamilia puede aprovecharse de la amistad o del parentesco. Si de ningúnmodo hay ni cortijo, se suprime la parte meramente rústica y se limitael veraneo a la parte hidropática, dulce, salada o ambas cosas. Quiereesto significar que, no habiendo château ni cortijo donde pasar unmes, se emplea todo el tiempo en los baños, aunque nadie de la familiase bañe nunca. Basta tomar las aguas por inhalación, respirando, pongopor caso, las brisas del Atlántico en el mencionado Biarritz, en SanJuan de Luz, en San Sebastián, en Santander o en Deva.
Por último, si el afán de eclipsarse en estos meses de calor atribulademasiado, y la bolsa se halla tan escurrida, que no hay ni para ir abañarse o a ver la mar en Motrico, se va el elegante, o la familiaelegante, a cualquier lugar de la Mancha, donde a veces lo llano yescueto, y sin árboles ni matas del terreno, imita la mar, y loscigarrones, los cangrejos y peces, y allí se está tomando el fresco atodo su sabor, hasta que ya es la época y sazón oportuna de volver aMadrid sin infringir las leyes y liturgias del buen tono.
Hay familias, pero yo apenas lo quiero creer, de quienes se asegura que,por no infringir dichas leyes y liturgias, hacen como que se van deviaje, y con discreto y económico disimulo se quedan aquí, en reclusiónseverísima, sufriendo este linaje de martirio, para tener propicia a ladeidad a quien rinden culto, que es la Moda.
Sea como sea, ya de veras, ya valiéndose de tretas y de recursos algosofísticos, ello es el caso que en los meses de julio, agosto yseptiembre apenas queda en Madrid persona conocida.
Las personas que quedan, se dice en estilo culto, que no son conocidas,para dar a entender que no son de la crema de la sociedad; de la flor yla nata. Por lo demás, harto conocidas suelen ser de los que se han ido,no pocos de los cuales, cabe en los límites de lo verosímil, y a vecesde lo probable, que les deban el dinero con que se fueron, o el calzadoo la vestidura con que se engalanarán en los baños.
Tranquilicémonos, no obstante, y no compadezcamos a las personas noconocidas que fiaron o prestaron. Ya lo cobrarán, como es justo,incluyendo en el cobro todo lucro cesante y todo daño emergente.
En suma, y sin meternos en más averiguaciones ni en honduras económicaso crematísticas, Madrid en verano se queda sin su aristocracia; se quedacomo acéfalo; se queda como jardín sin sus más bellas flores; se quedacomo haza segada: parece un barbecho de distinción y de finura.
Yo lo siento y lo extraño. Madrid, desde que vino el Lozoya, ha ganadomucho, y no merece este abandono general cuando no es verdaderamentenecesario tomar aguas o visitar la heredad o hacienda propia, o cuandono se posee bastante dinero para viajar por esos mundos como un nababo.
Aquí, en verano, digan lo que quieran los que no piensan como nosotros,no hace más calor que en Biarritz o en San Sebastián; aquí, en verano,hay no pocas diversiones, más o menos inocentes, y no se emplea mal lavida.
Arderíus y sus bufos son baratos y entretenidos. ¿En qué aguas seencontrará un teatro como el de Arderíus? Es cierto que, desde hacepoco, nos ha entrado un furor de moralidad, un púdico rubor, que todo locondena y de todo se solevanta. Críticos y moralistas han levantado unacruzada contra los bufos. Pero los bufos seguirán triunfantes, a pesarde todas las disertaciones morales que contra ellos se fulminen. Lessucederá lo mismo que a los toros. Hasta se puede sostener que los bufosson más invencibles. Las razones que contra ellos se aducen soninfinitamente menos fundadas.
Sublime espectáculo, sin duda, es ver a un mozo gallardo, sin másdefensa ni escudo que flotante velo rojo, vestido de seda, más aderezadopara fiesta o baile que para brava y terrible lucha, ponerse delante deirritada y poderosa fiera, llamarla a sí y darle muerte pronta, cayendosobre ella con el agudo acero. Si, por desgracia, fuere el lidiadorquien en aquel instante muriese, su muerte, ya que no moral, tendrá nopoco de hermosa, y la compasión y el terror que causare estaránpurificados por la belleza, de acuerdo con las reglas de la tragedia,escritas por el gran filósofo griego. Lo malo es que para llegar a estetrance de la muerte tenemos que presenciar antes el brutal, largo y rudosuplicio del noble animal destinado a morir; tenemos que ver acribilladasu piel con pinchos y garfios, que se quedan colgando, si no se losarrancan con las túrdigas del pellejo; y tenemos que contemplar asimismola inmunda crueldad con que son tratados los infelices jamelgos. Ellossirven de diversión en las convulsiones y estertores de la agonía;derraman por la arena su sangre y sus entrañas; se pisan al andar elredaño y los sueltos intestinos, y andan, no obstante, a fuerza de losespolazos del picador y en virtud de los palos que sacude en susdescarnados lomos un fiero ganapán, quien innoble y grotescamente va pordetrás dando aquella paliza, a fin de aumentar el dolor y sacar deldolor un resto de movimiento y de energía en un ser moribundo, que, sino tiene pensamiento, tiene nervios y siente como nosotros. Con escenastales no debiera haber tan duro corazón que a piedad no se moviese, nisujeto de gusto artístico y de alguna elegancia de costumbres que no lasrepugnase por lo groseras y villanas, ni estómago de bronce que nosintiese todos los efectos del mareo.
En resolución: la muerte del toro es bella, si el matador atina y nopasa de dar dos o tres estocadas; pero, francamente (hablo consinceridad; yo no soy declamador ni aficionado a sentimentalismos), loque precede es abominable por cualquier lado que se mire.
Repetimos, a pesar de todo, que los toros seguirán. Nosotros mismos nonos atrevemos a pedir que se supriman, porque hay en ellos algo depoético y de nacional, que nos agrada. Nos contentaríamos con ciertasreformas, si fueran posibles. Casi nos contentaríamos con que nomuriesen caballos de tan desastrada y fea muerte.
En cuanto a los bufos, que, según hemos dicho, tienen hoy más enemigosque los toros, ni reforma ni nada pedimos. Nos parecen bien como son.Casi no comprendemos la causa de la censura que de ellos se hace.
En primer lugar, los bufos son los bufos, y no son el sermón o eljubileo. La madre que anhele conservar el tesoro de candor que hay en elalma de su hija, y hasta acrecentarle, llévela a cualquiera de lasmuchas iglesias que contiene Madrid, y no la lleve a oír las zarzuelas.Vayan sólo a los bufos, si tan malos son, los hombres curados deespanto, y aquellas mujeres, que no faltan, curtidas ya en todo génerode malicias, o bien las que son tan inocentes, que, si alguna maliciallegan a oír, no aciertan a entenderla.
Por otra parte, yo me atrevo a sostener que en la más desvergonzadazarzuela bufa no hay la quinta parte de los chistes primaverales overdosos que en muchas comedias de Tirso, que en muchos sainetes de donRamón de la Cruz y que en muchas otras producciones dramáticas denuestro gran teatro clásico.
El principal motivo de la censura contra los bufos procede de unacuriosa manía que, desde hace pocos años, se ha apoderado de lasinteligencias más sentenciosas. Los bufos vinieron de París; en losbufos suele bailarse el cancán; los bufos gustan en Francia; Francia hasido vencida por Alemania en la última guerra; luego los bufos,enervando y corrompiendo a la nación, han tenido la culpa de la derrota.Esto se ha dicho ya en todos los tonos, y sobre esto se han escritoprofundas disertaciones. A nadie, con todo, se le ha ocurrido declararque en Alemania agradan los bufos más aún que en Francia; que enAlemania se pirran los hombres por el cancán, y que los que han vencidoa los franceses no salían de zurrarse con unas disciplinas, sino de verbailar el cancán o de bailarle cuando los vencieron.
En cuanto a que los bufos corrompen o tiran a corromper el buen gustoliterario, aún es más infundada la acusación. Pues qué, ¿la música, malao buena, es incompatible con la discreción, con el sentido común, con elingenio, con la gracia urbana y con otros requisitos y excelencias deque va o pudiera ir adornada una fábula dramática? Si alguna fábuladramática, de estas ligeras, regocijadas o bufas, carece de talesprendas, cúlpese singularmente al autor y a su obra, y no al género todoy a todos los autores. ¿Tiene más el público que silbarla? Y si elpúblico no la silba, sino que la aplaude, y la zarzuela es tonta, estoprobará la bondad del público. Denle algo menos tonto y lo aplaudirámás.
Y cuando no se da algo menos tonto, crean los críticos que es porque nohay nada menos tonto. Si lo hubiera, se daría.
Lo que acabamos de decir parece una perogrullada; pero reflexiónese bieny se verá que no lo es. El autor de zarzuelas es siempre autordramático. Si escribe malas zarzuelas, peores dramas escribirá. Eldiscurso del crítico que condena la zarzuela, despojado de tiquismiquis,es éste: «Tu zarzuela es tonta y chabacana: escribe dramas y no escribaszarzuelas.» A lo que modestamente pudiera contestar el autor: «Siescribiendo zarzuelas, que son más fáciles y tienen menos pretensiones,lo hago mal, ¿qué haré si me pongo a escribir dramas?»
La zarzuela, además, es una cosa, y otra cosa es un buen drama o unabuena comedia, y no se opone el que se escriban zarzuelas a que salgan arelucir nuevos Lopes y Calderones que escriban dramas magníficos.
Veo que me voy muy lejos con mi digresión. Volvamos al asunto de quequiero tratar aquí.
Decía yo que, en verano, aunque se van de Madrid las personas máselegantes, Madrid queda bastante animado y divertido.
El centro de la animación, el principal hechizo de Madrid en verano,está en los Jardines del Buen Retiro, de nueve a doce de la noche.
La historia que voy a referir empezó allí, hoy hace justamente cuatroaños, a 9 de agosto de 1873.
Era noche de grande entrada. Allí estaban casi todos los jóvenesperiodistas, empleados y poetas; cuanta cursi hay en Madrid, esto es,todas las señoras y señoritas de poquísimo dinero que aspiran a sernotadas o conocidas en la buena sociedad, o dígase en la sociedad de másdinero, por mala que sea; muchas familias honradas de la clase media,sin otras aspiraciones que las de aspirar el aire fresco y distraerse unpoco oyendo la música; las suripantas o hetairas de todos los gradosy categorías, con tal de haberse encontrado poseedoras de una peseta ala hora de entrar; multitud de hombres políticos notables de los quinceo veinte partidos que hay en España; un centenar de generales; no pocosdiputados, senadores y ministros, y, por último, aquella parte del beaumonde que aun no había salido a veranear, que prometía salir, o que sehallaba tan segura de su crédito de pudiente, que no temía comprometerlepasando en Madrid un verano.
Todo este público, o estaba sentado en sillas y bancos, formando corros,murmurando, politiqueando, coqueteando o enamorándose, o giraba en tornodel quiosco, desde donde sonaba la música, dando vueltas y vueltas,aunque sea pérfida comparación, como mulos de noria.
El jardín, como nadie ignora, es muy bonito, y por la noche, iluminadocon luces de gas veladas por globos de cristal blanco y opaco, parecemayor. Aquella iluminación presta a los árboles y a la verde hierba y alas flores cierta vaguedad y hermosura. La animación y el bullicio danal conjunto superior agrado.
Las mujeres, cuando no las ciega la vanidad o el prurito dedistinguirse, van por lo común bien vestidas. De cada veinte se puedeafirmar que una, a lo más, y no es mucho, suele encomendarse al diablopara que la vista y la peine, por donde aparece en los Jardines hechauna tarasca; pero las otras diez y nueve van como Dios manda; unas demantilla, otras de sombrero, y no pocas son muy guapas, sea como sea loque lleven.
Lo único que, en general, pudiera censurarse aquella noche, y puedecensurarse aún en el traje de las mujeres, es lo largo de las colas.Para ir a pie a los Jardines, y, aunque se vaya en coche, para pasearluego a pie, es feísimo y sucio todo aquel aditamento de enagua blanca yde vestido que va arrastrando, llenándose de polvo, levantándole yesparciéndole en el aire, y barriendo, por último, cuanta inmundiciaencuentra al paso. La cola no está bien sino para andar sobre limpias ymullidas alfombras, o sobre mármol bruñido y lustroso, o sobre preciosasy pulidas maderas, incrustadas en forma de primoroso mosaico. Para andarpor las calles o por el campo, donde suele haber lodo y quién sabecuántas cosas peores, toda mujer de gusto debe prescindir de la cola.Algunas, aunque son las menos, prescinden ya.
En la noche a que nos referimos iba declamando contra las colas uncaballerito, como de veintiocho años, recién llegado de Alemania y deFrancia, y de lo más elegante, atrevido y alegre que puede imaginarse.Rodeábanle, e involuntariamente le admiraban y le reían las gracias,otros cinco jóvenes de lo más atildado y encopetado de Madrid.
Nuestro declamador había venido tan extemporáneamente para un negocio desu casa. Pensaba pasar en Madrid tres o cuatro semanas a lo más e irse aBiarritz en septiembre.
Tenía fama de calavera, pero no de los calaveras víctimas y explotados,ni tampoco de los verdugos y explotadores. Aunque generoso, no solíaprestar a los que se llaman amigos ni había tomado prestado de losusureros, y sabía contenerse cuando jugaba y perdía, y no se dejabasaquear de sus administradores, y llevaba en la memoria todas susfincas, rentas y productos, y miraba por todo, y cuando daba era con sucuenta y razón, y sin cegarse nunca por vanidad o por afecto.
Este caballerito poseía más de 15.000 duros al año; era soltero,andaluz, no tenía una sola deuda, y llevaba el título de Conde deAlhedín el Alto.
Jamás había querido estudiar ni seguir carrera ninguna. Era, sinembargo, curioso y despejado; había leído muchas novelas y librospopulares y amenos de toda clase de ciencias; y con esto, y con el tratodel mundo, y los viajes por lo mejor de Europa, había llegado a tener unespíritu bastante cultivado y que lo comprendía todo, si biensomeramente.
Detestaba la política. Abominaba de los periódicos. Jamás tomaba uno enla mano sino para leer anuncios. Los acontecimientos públicoscontemporáneos le fastidiaban, y no quería enterarse de ellos. Hallabamil veces más poéticas las historias antiguas que las modernas, y leinteresaba mucho más la caída de Sardanápalo que la de Napoleón III, ylas fabulosas conquistas de Osiris que las del primer Napoleón.
No había querido decidir consigo mismo si era realista o republicano,liberal o no liberal, partidario de esta Constitución o de aquella.
En religión y en filosofía era menos perezoso; pero, si en política eraindiferente, en esto otro era vacilante. En aquéllo, poco le importabano resolverse; en ésto, a pesar suyo, no se resolvía.
Por lo demás, en cuanto tenía que hacer con lo práctico de su vida y desu conducta, el Conde de Alhedín tenía una filosofía propia, unadoctrina determinada, una colección de principios que le servían depauta y de norma para su conducta.
Réstame decir que este héroe, que pongo en campaña, era de medianaestatura, airoso, fuerte y ágil. Tiraba al florete como pocos, y con unapistola en la mano casi nadie se le adelantaba.
Gran jinete y buencazador, jamás había presumido de torero. A lo que sí tuvo afición,durante dos o tres años de su juventud más temprana, fué a imitar aLeotard, y con tan buen éxito, que volaba por los aires, en loscombinados trapecios, como si fuera brujo. No lo era, sin embargo, sinoun lindo muchacho, moreno, con hermosos ojos, pelinegro y de retorcidosbigotes y bien peinada y reluciente barba.
Después de haber disertado contra las colas refirió una serie deanécdotas ocurridas a él o a algún conocido suyo, en las tierrasextrañas de donde venía. Algunas de estas anécdotas eran de caza o deequitación; las más fueron de amores, hallando medio de divulgar sustriunfos y conquistas, que aparentaron creer o creyeron susinterlocutores, o mejor dicho, su auditorio, pues el Conde era deaquellos que, si bien hablan primorosamente, fatigan y ofenden a losmenos sufridos, monopolizando el uso de la palabra y no consintiendo,como vulgarmente se dice, que nadie meta baza o cucharada sino ellos.
A pesar de este monopolio no se ha de negar que el Conde era divertidoen
su
conversación.
Hablando,
encantaba
o
deslumbraba. Narraba comopocos, y con tal arte, que él mismo se creía la historia, aunque fuesementira, y el auditorio solía creérsela también. Se diría que laimaginación y la memoria eran en el Conde una sola y única facultad delalma.
Era petulante, pero con petulancia graciosa, jovial y dulce, que a nadieofendía. Sus finos modales y su simpática figura contribuían mucho aproducir tan buen efecto.
Aquella noche le había dado por denigrarlo todo. Recordando a lasprincesas rusas, a las ladies inglesas, a las condesas alemanas, a lasfrancesas del Faubourg Saint-Germain, y hasta a las griegas fanariotas,que había tratado con la mayor intimidad, iba sosteniendo que no valíanun bledo todas las mujeres que se paseaban en aquel momento en losjardines.
«Apenas—decía—si de toda esta desdichada muchedumbre se podráentresacar media docena que merezca una declaración de amor.»
Los amigos impugnaban tan cruel censura, y el Conde, para defenderse,sostenía su opinión con gracia y desenfado.
Conforme iba así disputando y paseando, advirtió de pronto que delantede él paseaban dos mujeres, pequeñitas ambas, esbeltas, jóvenes alparecer, aunque sólo de espaldas las veía, y que algo habían oído yseguían oyendo de su diatriba y de la disputa, porque de vez en cuandocuchicheaban y se reían, como si hicieran comentarios a la conversaciónde los que venían detrás.
No había visto el Conde la cara de ninguna de aquellas dos mujeres. Eltraje de ellas nada tenía de notable para ojos vulgares y profanos. Launa vestía de ligera seda negra y la otra un traje obscuro de pobrepercal; las dos iban de mantilla. Había, no obstante, tal pulcritud yaseo en todo el ser y hasta en el ambiente que circundaba y envolvía aaquellas mujeres, que, sin atinar con la explicación, el Conde creyósentir como una corriente magnética, y se dió a imaginar que aquellasdos mujeres iban impugnando su aserto, y que cualquiera de ellas seconsideraba, con sobrada razón, un argumento vivo, fortísimo eirresistible, contra sus fatuas afirmaciones.
Advirtió el Conde además que ambas tenían bonito cuerpo y movimientosairosos sin afectación, y que llevaban la falda bastante recogida paraque no se manchase o empolvase torpemente en la arena y para que sepudiesen columbrar de vez en cuando sus pies menudos, afilados, altos detorso y calzados con esmero de graciosos botincillos.
El deseo de verles la cara se hizo sentir en seguida en el ánimo delConde; pero ellas, quizá sospechando aquel deseo, no volvían la cara,puede que a fin de contrariarle y de hacerle más vivo.
El Conde tuvo que caminar más de prisa y pasar delante de ellas paramirarlas. Entonces vió con grato asombro que ambas eran lindísimas. Enel rostro iban declarando que eran hermanas.
Se parecían con eseparecido que llamamos aire de familia, y eran, con todo, muy diferentes.La mayor de edad y menor de estatura, la del traje de seda, eratrigueña, con ojos y pelo negros, labios colorados como una guinda yblanquísimos dientes, que mostraba riendo. La menor, la del vestido depercal, era más alta; parecía tener cuatro o cinco años menos que laotra, diez y ocho a lo más; era blanca y rubia, y con ojos azules, ypropiamente semejaba un ángel. No reía tanto como la mayor, y semostraba más seria y menos desenvuelta. Tenía singular expresión dedulzura, serenidad y apacible contentamiento.
Bien conoció el Conde que las para él desconocidas, ni eran de lo quellaman la sociedad, ni podían tampoco colocarse en ninguno de losgrados de la jerarquía del heterismo.
Su mirada penetrante y experimentada conoció en seguida que eran ambasde la clase media, o pobres, o muy modestas; que la morena debía deestar casada y que era soltera la rubia. Vió que nadie las acompañaba, ycreyó notar que estaban apuradas y como arrepentidas de haber venidosolas y que, si por un lado les lisonjeaba el amor propio haber llamadola atención de tan desdeñoso galán, por otro andaban recelosas, casiconsternadas de aquel pequeño triunfo.
Entre los amigos del Conde los había que se jactaban de conocer a todoMadrid, alto, bajo y mediano, con tal que perteneciesen las personas alsexo femenino. El Conde les preguntó quiénes eran aquellas muchachas.Todos las miraron, y todos dijeron que no las conocían.
—Serán forasteras—añadió uno.
—Serán recién llegadas a Madrid—dijo otro.
—Deben de ser o malagueñas o sevillanas—exclamó un tercero.
—Sevillanas son—repuso el Conde—. No me cabe la menor duda.
Entonces hizo un pomposo elogio de las sevillanas en general con clarasalusiones a las dos que iban delante y que por tales tenía, y habló envoz mucho más alta que la que había empleado en la diatriba, a fin deque le oyesen ellas y sirviese su discurso como función de desagravios.
Pero las damas parecían temer los encomios y no las sátiras.
No bien seoyeron encomiar apretaron el paso, y aprovechando un momento deconfusión y bullicio, trataron de escabullirse.
El Conde tenía fija la vista en ellas. Siguió aquel movimiento; vió quese iban del jardín, y aprovechándose él también del bullicio, se separóde sus amigos, como si por acaso los perdiese, y tomó la misma calle deárboles por donde vió que las dos jóvenes se habían precipitado buscandola puerta del jardín.
Ridículo le parecía que hombre tan corrido como él corriese entoncesdesalado en pos de dos pobres chicas. No se juzgó conde aristocrático ysoberbio, sino estudiantillo novato o alférez recién salido de laescuela. Mas, a pesar de sus juiciosas reflexiones, el Conde fué en posde aquellas mujeres, y hasta formó el propósito de hablarles en cuantosaliesen del jardín, a fin de que, en el caso de un sofión, que harto lemerecía por su vulgar mala crianza, no le viesen sujetos que lo pudierancontar.
Al salir del jardín vió el Conde a su lacayo, que iba a llamar alcochero para que se acercase con la victoria.
—¡Ramón!—dijo el Conde—. Id a aguardarme a la puerta del Veloz-Club.
A poco la victoria partió.
El Conde siguió a pie a las dos mujeres.
Dos o tres veces se acercó a ellas y quiso hablarlas. Las miró, seencaró con ellas, casi las detuvo; pero hallaba tan feo, tan plebeyo,tan de mala educación, abusar así de que iban solas dos mujeres, yperseguirlas y querer hablar con ellas, que se contuvo y no les habló.
En medio de estas vacilaciones, las dos mujeres vieron pasar un cochevacío. Se apoderaron de él rápidamente, dieron la dirección al cochero,le pagaron adelantado y doble para que picase, y salieron comoescapadas, subiendo por la calle de Alcalá y entrando luego por la delTurco.
El Conde quiso seguirlas, pero su coche había ido a parar al Veloz, ycoches de alquiler no parecían.
Quedóse, pues, nuestro héroe parado como un bobo a la altura de lafuente de la Cibeles y burlándose de sí propio por la serie de tonteríasy chiquilladas que acababa de hacer.
¿Quién sabe si serían algunas costurerillas, algunas profesoras deprimera enseñanza que habían venido a oposiciones, o algo no menos cursi, aquellas dos que le habían hecho hacer lo que no hizo jamás nipor reinas y emperatrices?
El Conde de Alhedín se guardó muy bien de contar en el Veloz-Club suconato frustrado de persecución y el desdén con que le habían tratadolas dos desconocidas.
«Ya volverán a los Jardines del Buen Retiro—decía para sí—; ya lasencontraré por ahí mañana o pasado. Ellas volverán. No despertemos lacodicia de los amigos con desmedidas alabanzas.
Dios sabe cuántos seempeñarían en la conquista, y me serían estorbo, aunque no me vencieran.Yo no estoy enamorado de ninguna de las dos. Jamás he creído en pasionesrepentinas. Pero mi curiosidad es extraordinaria. Cada una por su estiloes hermosa y está llena de no aprendida elegancia. No sé por cuáldecidirme, si por la rubia o por la morena. Esta misma indecisiónaumenta mi deseo de volver a verlas. Lo que observe en la nueva vista medecidirá o por la una o por la otra. Verdad es que en esta predilecciónsólo entra por algo el tiempo. Quiero pasar mi tiempo con ambas; peroes menester empezar por hacerme querer de una. Si no fuesen hermanas, sino anduviesen juntas, bien podría yo acometer a la vez las dosconquistas; pero estando como están, conviene ir por su orden.»
Este soliloquio, hecho y repetido de mil formas, aunque en substancia elmismo siempre, ocupó el pensamiento del Conde por espacio de dos días ydos noches.
Hallábanle distraído sus compañeros. El se disculpaba, sin declarar elverdadero motivo de su distracción.