Entonces recordaba don Braulio y analizaba en su mente toda caricia,toda palabra de amor, toda señal de simpatía, y pugnaba por descubrir enello lo que sólo procedía de amor, apartando lo que del deber, unido ala bondad y hasta a la compasión, acaso procedía. Casi siempre sacaba deeste análisis que todo se evaporaba en bondad, en cumplimiento de unaobligación, en deseo de no afligir, en agradecimiento, y que nadaquedaba para el amor en el fondo de la retorta, donde su impía críticahabía puesto a alambicar las muestras todas de cariño que doña Beatrizle había dado desde que se casaron.
Fingíase, por último, a doña Beatriz casada con un hombre joven, hermosoy brillante, con un hombre a quien ella pudiese amar y amase con toda laenergía del alma juvenil; y entonces imaginaba don Braulio coloquios,éxtasis, arrobos, ternuras inefables, deleites infinitos, gloriasdivinas de amor, ocultas aún en el fondo del alma de doña Beatriz; todoun cielo de bienaventuranza allí sumido, y que él no había jamás hechosurgir y aparecer con sus débiles conjuros. Considerábase como dueño deun arca misteriosa, fabricada por los genios; arca de cuya exterior ysomera beldad gozaba él sólo a todo su sabor y talante, mientras queocultaba en su seno la joya más rica, la felicidad más cabal en estemundo, un trasunto del Olimpo, del Edén y de cuantos Paraísos y CamposElíseos soñaron los poetas y los videntes antiguos; la visión beatífica,la unión esencial del alma con el objeto condigno de su anheloinsaciable; pero arca que no mostraba todo esto a quien no tocase elresorte que había de hacerlo aparecer, y que él no tenía ni fuerza, nimaña, ni merecimiento
para
tocar.
Don
Braulio
se
desesperaba,perdiéndose en tan crueles meditaciones, de las que no quería confiarnada a su mujer, ni tal vez hubiera acertado a confiarle algo aunquehubiera querido.
Mientras que andaba don Braulio agitado, allá en el fondo de su alma, detan varios afectos, de los cuales salía siempre por consecuencia, laprecisión en que se creía de dar a su mujer y a su cuñada libertadcompleta para ir a casa de la Condesa y acompañarla a teatros y paseos,Beatriz, aprovechándose de dicha libertad, vino a ser casi tertulianadiaria de la San Teódulo, ora la siguiese sólo Inesita, ora la siguiesetambién su marido.
Cuando iba éste, la natural simpatía le impulsaba siempre a hablar conel Conde de Alhedín más que con otro alguno. El Conde hablaba conformalidad, con sumo acierto y con sano juicio, de las cuestiones másgraves, y hasta cuando estaba de broma todos sus chistes parecían a donBraulio no groseros y vulgares, sino delicados e ingeniosos, por dondeera el primero que los reía.
El Conde, hecho así muy amigo de don Braulio, hubo de acompañar algunasnoches a las dos hermanas hasta la casa de ellas; y como doña Beatriz sela ofreció, él pudo visitarlas y las visitó del modo más correcto.
Nada de esto hacía recelar a don Braulio. El no tenía celos de personaalguna determinada, y en todo caso, por la especie de admiración queprofesaba al Conde, tenía más confianza en él que en otro cualquiera.Imaginaba que el Conde le comprendía, le respetaba y no abusaría de suamistad aunque pudiese. De esta suerte, por lo mismo que reconocía en elConde más capacidad de seducir que en todos los otros, temía menos laseducción por parte del Conde.
No eran de igual parecer los de la tertulia de Rosita. Sin odio, sindeseo de dañar, por pura ligereza y alegre malicia, suponían cuanto hayque suponer, fundándose en los siguientes datos.
El Conde, que debía haber ido a Biarritz, había desistido de suexpedición y se había pasado en Madrid todo el verano.
Con mucha frecuencia hablaba con Beatriz en largos apartes.
Se sabía que la visitaba en su casa.
El Conde estaba sin amores conocidos, la crónica escandalosa nodesignaba, ni en la sociedad elegante, ni entre la gente de la clasemedia, ni entre las bailarinas y actrices, ninguna que le tuviesecautivo en sus redes.
En sujeto de tanto valer, tan gallardo y afortunado siempre con lasmujeres, era inexplicable esta soledad amorosa, si no se suponía algunapasión oculta.
La pasión, por consiguiente, se supuso. Y una vez supuesta, se supusotambién que no podía menos de ser correspondida.
La falta de pruebas que había, el enojo del Conde cuando empezaron aembromarle con doña Beatriz, sus negaciones rotundas y el respeto yconsideración ceremoniosa con que trataba en público a aquella mujer,todo ello sirvió sólo para que se pasmasen los amigos del maravillosodisimulo, de la hidalga prudencia y del noble sigilo de aquel dichosomortal.
Rosita, a quien el Conde se lo confiaba todo, quiso no pocas vecesaveriguar, en secreto y para ella sola, la verdad del caso.
El Conde negó a Rosita que hubiese caso alguno que redundase en daño dedon Braulio, y mostró enojo de que ella creyese que le había, y lesuplicó, y hasta le exigió, que disipase tan absurdos rumores.
Por desgracia, no valió esto sino para que Rosita dejase de hablar alConde de sus relaciones con doña Beatriz, y hasta para que afirmase confrecuencia en alta voz que no había tales relaciones; pero, en voz bajay al oído, Rosita solía hacer estupendos elogios de la caballerosidad desu amigo, que ni siquiera a ella le confiaba su triunfo. Este callar eraheroico, este disimular demostraba a gritos la vehemencia y sublimidadde un generoso afecto.
—Llega a tal extremo el Conde—decía Rosita—, que será capaz de tenerun desafío con quien divulgue por ahí que Beatriz le ama.
— E pur si muove—añadía el poeta Arturo, si por acaso se hallabaallí.
El rumor, la suposición, la calumnia, si era calumnia; la hablilla, enfin, si así queremos llamarla, se movió en efecto con rapidezportentosa.
Apenas quedó en la coronada villa hombre ni mujer, iniciados en lahistoria anecdótica de los salones, en aquella historia que Asmodeo ysus imitadores no pueden ni deben revelar por impreso, si bien tiene milcronistas orales y clandestinos, que no diese ya por cierto, firme yapretado, el lazo que unía el corazón de Beatriz y el de Ricardo, queasí llamaban al Conde de Alhedín sus íntimos o los que por tales queríanpasar para darse tono.
Don Braulio era quizá el único que ignoraba todo aquello, y la gente sepasmaba de su ignorancia.
Los sujetos más benévolos decían:
—No es extraño. El buen señor está en Babia siempre. ¡Es tan distraído!Vaya: más vale así.
Otros exclamaban:
—Bien se conoce que el hombre es un verdadero filósofo.
Otros:
—¿Quién sabe? Estos varones severos no incurren casi nunca en latorpeza de averiguar lo que no les conviene. La distracción, el andarsiempre por los espacios imaginarios suele traer muchos provechos.
Otros, por último:
—Ya verán ustedes cómo el pobrecito don Braulio adelanta en su carreray llega a ser personaje. Su mujer hará que suba.
El respeto y hasta el temor que inspiraba el Conde de Alhedín, pocosufrido con nadie, pronto para el enojo, y diestro y feliz en lances ypendencias, no consentían que los hombres se insinuasen con doñaBeatriz, hablándole de sus amores con el Conde.
Beatriz no trataba con mujeres de la sociedad, que no hubieran respetadoal Conde y que se hubieran insinuado con ella.
Y Rosita quería tanto al Conde, que por nada del mundo le hubieracausado el pesar de darse por entendida con Beatriz de que sospechaba osabía lo que, a su ver, pasaba.
Doña Beatriz, por consiguiente, podía imaginar, o imaginaba sin duda,que nadie sospechaba de ella.
Los rendimientos y las deferencias de que era objeto los podía atribuira su mérito propio, y el que los galanes no se le acercasen en son deguerra y de conquista, a que su buena reputación los tenía a raya.
Durante, pues, todo el verano y hasta el principio del mes de octubre,momento en que ocurrieron casos importantes, que pronto hemos dereferir, pudo muy bien doña Beatriz, nada experimentada ni escarmentadaaún de la maledicencia de los madrileños, vivir tranquila y persuadidade que nadie la acusaba de ser la enamorada del Conde, y de que donBraulio no estaba en ridículo de resultas de haber sido tan bueno y tancomplaciente con ella.
Al llegar a este punto siento yo cierto prurito de declamar y demoralizar, a fin de que mi historia merezca contarse entre lasejemplares. No atino, sin embargo; no me decido siquiera a señalar elblanco contra el cual he de dirigirme.
¿Declamaré contra la sociedad murmuradora? No me atrevo, sinconsiderarme como injusto. ¿Quién sabe aún lo que en realidad pasaba?Pero las apariencias estaban en contra de doña Beatriz.
¿Declamaré contra ésta? ¿Y si era inocente? ¿Y si las apariencias eranengañosas? ¿Y si ella, ignorante aún de la vida, no notaba que, sinquerer, quizá sin merecerlo, daba pábulo a la maledicencia?
Sería, por último, harto cruel que yo me estrellase contra el bueno dedon Braulio, que era tan honrado, tan noble, tan excelente, y cuya únicafalta, si falta había, se originaba del amor entrañable y de laindulgencia bien meditada con que miraba a su mujer.
Lo mejor, por lo tanto, es que nos abstengamos de declamar y demoralizar, aguardando a ver qué sale en claro de todo esto.
Por lo pronto, lo que podemos asegurar es que la reputación de doñaBeatriz estaba perdida; gravísimo mal, aunque no del todo irremediable,dado que fuese una calumnia lo que se recelaba o afirmaba: dado que lasuposición no tuviese fundamento alguno.
Verdad es que para poner remedio a aquel mal era ya menester que lospacientes lo supiesen primero, condición terrible para el enamorado donBraulio, quien, atormentado por sus vagas y melancólicas imaginaciones,no advertía nada de lo que en realidad estaba pasando en torno suyo, ycuyo corazón, que tanto se angustiaba sólo con presentir la pérdida delcariño de Beatriz, parecía que no había de tener resistencia bastantepara sufrir el rudo golpe de la certidumbre y la realización de supresentimiento.
Confieso, con la ingenuidad que me es característica, que he tenidotentaciones de pintar al Conde de Alhedín como a un seductor perverso,endemoniado y profundo en sus ardides y planes de guerra. «De estasuerte—me decía yo cuando iban ocurriendo estas cosas y yo mismo noestaba aún en el secreto—, si doña Beatriz ha sido en efecto seducida,su caída tendrá cierta disculpa, y, si no lo ha sido, su triunfo serámás glorioso y memorable.»
No hay nada, sin embargo, que me repugne más que la mentira. Ni siquieragusto de apelar a ella para escribir un cuento. Y como el Conde deAlhedín existe en realidad y yo le conozco y trato, se me hace cargo deconciencia presentarle diverso de lo que es, aunque sea envolviéndole enel velo del seudónimo.
El Conde de Alhedín, dicho sea en honor de la verdad, no pasa de ser unbuen muchacho, si hemos de juzgarle con el relajado criterio que en elmundo se usa.
El Conde de Alhedín dista tanto de ser un Don Juan Tenorio como dista elcielo de la tierra. Jamás ha empleado engaño ni violencia contra solterani casada.
Doy además por seguro que, si hacía examen de conciencia, por muy severoy escrupuloso que fuese antes de la época de nuestra historia, nollegaría jamás a persuadirse de que él hubiese seducido a mujer alguna.
Hallando fácil y abundante cosecha de laureles entre las seductoras y yaseducidas, no tuvo el Conde la mala idea de extraviar a ninguna cándidae inocente doncella, o de turbar la santa paz de algún matrimonio modelopor lo bien avenido, ejemplar y amoroso.
Si en algunos casos reconocía el Conde que la seducción había sidomutua, en los más, con notable consolación de su ánimo y con no cortomenoscabo de su vanidad, el Conde no veía en su propia persona sino a laque padece, esto es, a la verdaderamente seducida.
Ni una sola de sus conquistas había tenido hasta entonces asomos decarácter trágico. No se acusaba al Conde de haber arrancado de frentealguna el luminoso nimbo de la santidad y de la pureza. No había mujerque hubiese descendido por él de un pedestal sagrado donde hubieraestado antes, sin que jamás la tocase el lodo de la tierra, sin que seempañase en lo más mínimo la nítida blancura de la fimbria de su veste.O bien había sido el Conde uno de tantos, y no primero en una serie máso menos larga y variada, o bien, si por dicha había sido el primero, elmismo diablo había allanado antes los caminos tan suave y aviesamente,que harto se podía dar ya por perdido lo que había que perder, y alCondesito sólo le remordía la conciencia, como al joven filósofo de lafábula, por haber cedido con fragilidad al capcioso argumento que estosversos expresan: Tómelo
por
su
vida,
y
considere
Que otro lo comerá si no lo quiere.
Cuando me paro a meditar acerca de la virtud en grado heroico se meocurre un pensamiento que me apesadumbra bastante.
Verdad que hay aún, y seguirá habiendo de seguro, guerras civiles
einternacionales,
revoluciones
violentas,
pestes,
enfermedades y otramultitud de plagas con que Dios quiere y puede probar y ejercitarnuestra paciencia. Verdad que todos estamos condenados a morir, y no eschico mal la muerte, sobre todo cuando se la contempla desde la cumbrede la vida, en el pleno goce de la mocedad y del brío sano de nuestraprimavera; pero en circunstancias normales, en la vida burguesa,ordenada y política que hoy se vive, es difícil, cuando no imposible,que aparezca o se dé en cualquier sujeto un caso de heroísmo, desufrimiento extraordinario, de entereza sublime o de otra virtud magna ypasmosa, sin que aparezca o se dé, como motivo u ocasión, en otro sujetoo en varios, un caso de vicio o de maldad o de fiereza no menos fuera detodo término razonable.
Para que haya un Régulo es menester que hayacartagineses; para que haya un sabio que beba tranquilo la cicuta esmenester que haya jueces inicuos que por odio a sus discreciones ysabidurías le condenen a beberla, y para que haya mártires que se dejendesollar o que se dejen asar a fuego lento en unas parrillas es menesterque haya tiranos tan empedernidos y atroces, que los manden desollar oasar porque no se prestan a adorar los ídolos o por otra tontería por elestilo.
Ahora bien; no sé si por fortuna o por desgracia, pero es lo cierto quemalvados y pícaros en grado tan superlativo y extremoso van siendo másraros cada día, y, por consiguiente, la áspera senda de la virtud se vaallanando y macadamizando, sin que aquellos que tienen virtud en dichogrado logren casi nunca ocasión propicia para lucirla, viéndoseobligados a conservarla en estado latente allá en el fondo de suscorazones.
No quiero, pues, alterar la verdad de mi historia e ir contra esta leydel progreso humano, convirtiendo en un monstruo al Conde de Alhedín.Atengámonos a la verdad.
El Condesito, según he declarado ya, era un excelente chico, ligero,amigo de divertirse, muy tentado de la risa, pero mejor que el pan.
Su madre, la Condesa viuda, le idolatraba y le había mimado siempre;pero los mimos, lejos de pervertir las buenas naturalezas, las hacenmejores y más dulces; convierten la hiel en almíbar.
Para el Condesito era fácil ser bueno. Nada envidiaba. Todo le sonreía.Ya hemos dicho que poseía quince mil duros de renta, que era de buenafamilia y que gozaba de perfecta salud. No había ejercicio corporal enque no brillase: gran jinete, certero tirador de pistola, ágil y diestroen la esgrima y valsador airoso y gallardo. Sus chistes eran reídos, susdiscreteos celebrados.
Todos le creían capaz de los negocios más seriossi llegaba algún día a emplear en ellos su tiempo y sus facultades.
Vivía el Conde con su madre, pero en un enorme caserón, donde gozaba decompleta independencia. Así es que recibía amigos y visitas de variasclases sin que su madre, ni por acaso, tuviese que tropezar con ellas nidarse por entendida de nada.
La Condesa, sin embargo, no ignoraba la vida frívola y harto disipada desu hijo. La Condesa ansiaba que la abandonase, que se casase ya, y que,hecho todo un padre de familia, se mezclase en la política de su país yfuese un hombre de Estado.
La Condesa era una gran señora en toda la extensión de la palabra y muyal gusto antiguo. Estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarentaaños, si bien conservando no pocos restos de su en otro tiempo admiradahermosura. Se vestía con severa elegancia y notable sencillez. Erareligiosa sin afectación ni fanatismo. Y no estaba muy en contra de estoque llaman el espíritu del siglo, aunque lamentaba que la aristocraciaespañola careciese de espíritu de clase, y fuese, por lo tanto, incapazde ser contada como un elemento político, por más que, consideradosaisladamente,
no
valgan
menos
bastantes
individuos de los que a ellapertenecen que muchos de aquellos que se encaraman a las más altasposiciones y mandan y gobiernan, partiendo desde los más humildes puntosde la esfera social.
Ni por esto andaba desavenida la Condesa con la época en que vivimos,porque percibía claramente que la invasión y encumbramiento de plebeyosastutos venía de muy atrás y no era cosa del día. La aristocracia, creíaella, que dormitaba siglos hacía en dorada servidumbre, y que, contentao resignada con vanas distinciones áulicas, dejaba el influjo y el mandoa los Cisneros, los Pérez y los Vázquez, habiendo sido España unademocracia frailuna, y ganando ahora con ser algo parecido a unamesocracia seglar.
La Condesa, al menos, sin que nosotros salgamos responsables de susjuicios, se explicaba así, de un modo sintético, la historia de supatria. Resultaba de aquí que, de puro aristocrática y por odio a lademocracia antigua, casi era la Condesa liberal y progresista. Preferíaal dominio de un valido prepotente, a quien el Monarca sacaba de lanada, el mando de esto que llaman clases conservadoras, en las cualesentraba por algo la suya, aunque mezclada con el instable remedo de laaristocracia de buena ley y con el furioso aluvión de injustificadas eimprovisadas notabilidades.
En suma, y sea de ello lo que se quiera, la Condesa deseaba que su hijono consumiese la mocedad toda en galanteos y diversiones, sino que sehiciese hombre formal y de pro, y añadiese a la nobleza heredada nuevolustre y blasones con la adquirida por su talento y demás prendaspersonales.
Ya sabemos que el Conde había pasado el verano sin salir de Madrid. LaCondesa no había salido tampoco.
Estamos en el mes de octubre.
Casi todas las damas elegantes que habían ido a Biarritz, a Spa y aotros puntos, y que habían hecho una visita a París, estaban ya devuelta de la expedición veraniega. Venían, como era natural, cargadas degalas y primores de Worth, de la Ferrière, de Alexandre y de otrosartistas; galas que se disponían a lucir durante el invierno.
Entre estas damas expedicionarias y ya reinstaladas cerca de sus laresse contaba la linda Adela, prima del Condesito. Era la bondadpersonificada, sin frisar en tonta, y era además heredera única, conesperanzas de ser más rica que su primo cuando heredase. La Condesaviuda quería casar con ella a su hijo.
Ya varias veces había procurado inducirle a que la pretendiera.
Siemprehabía sido en balde.
Ahora, a los tres o cuatro días de haber llegado Adela, la Condesa llamóuna mañana a su hijo a su cuarto, entre once y media y una, antes delalmuerzo, y tuvo con él la siguiente importantísima conferencia.
Después de los cariñosos saludos de costumbre y de un breve preámbulosobre asuntos insignificantes, sentados madre e hijo en cómodos sillonesy enfrente ella de él, la Condesa entró en materia de este modo:
—Bien conoces tú, Ricardo mío, que yo me he pasado contigo deindulgente. Así he perdido toda fuerza moral, y apenas si me siento conautoridad y valor para darte un consejo.
—La bondad de usted para conmigo no puede ni debe disminuir el respetoy la veneración con que yo miro a usted, madre mía—respondió Ricardo—.No ya para aconsejarme, para mandarme tiene usted autoridad, y debetener valor. Yo obedeceré a usted si está en mi mano obedecerla.
—No pretendo que me obedezcas, sino que me escuches y que te dejespersuadir por mis razones. Es una lástima que pierdas tu tiempo comocualquier mozalbete casquivano, sin dedicarte a nada serio. Hastacierta edad es perdonable ese modo de vivir; pero ya eres mayor ydebieras servir a tu patria y mostrar que vales... ¿Por qué no te haceselegir diputado? ¿Por qué no te interrogas sobre tus propias opiniones,te forjas tu credo político, te trazas tu línea de conducta, y entras enla vida pública? ¿Vas a llegar a viejo,
En cínica e infame soltería,
como dijo, quizá harto duramente, el austero y satírico poeta, sin hacermás que cortejar a mujeres livianas? ¿Por qué no te casas con una mujerhonrada, de tu clase, y te formas una familia?
A esta lluvia de preguntas contestó con mucho reposo el Condesito:
—Todas las excitaciones de usted, querida madre, son tan buenas, que yolas seguiría sin vacilar si de mí dependiera seguirlas. Por desgracia,no depende esto de mí. Para ser diputado, importa proponerse algo conserlo, y yo nada me propongo. Usted misma lo declara: importa tener uncredo político y trazarse una línea de conducta. Pero en balde meinterrogo: yo no sé lo que quiero ni lo que creo. Casi todos lospartidos me parecen bien y me parecen mal. No sé a cuál afiliarme. ¿Hede inventar yo un partido nuevo, cuando ya hay tantos? Además, que no estan fácil inventar ese partido. Para su credo, apenas se me ocurre otroartículo de fe que aquella sentencia constitucional del año de 1812: quetodos los españoles sean justos y benéficos. Lo demás me esindiferente. Yo amo la libertad como un medio, y el progreso como unfin; pero los amo de una manera vaga y encumbrada y comprensiva, que sepresta en la práctica a mil interpretaciones. Así es que por un lado meamoldaría a casi todos los partidos medios, aceptando sus principios, ypor otro lado sería rebelde o indisciplinado en todos los partidos,porque sus prohombres no me satisfacen. En resolución: yo noto que mefalta vocación para la política. Soy más a propósito para lacontemplación que para la acción.
Créame usted, yo lo haríadetestablemente; me desluciría si me metiese a repúblico. ¿Por qué hemosde ser todos actores en tan pesado drama, que dura siempre sin que sellegue jamás al desenlace? ¿No basta que esté uno condenado a serespectador?
Mire usted, madre, yo me canso de asistir a ese drama, queno termina nunca, que siempre es lo mismo, donde hay enredos sobreenredos, cambios de decoraciones, y entrada y salida de personas, quecasi todas lo hacen mal, y en cuyo argumento no hay principio ni fin, nitérmino ni pensamiento. Imagine usted, pues, si me canso de ser meroespectador, y mero espectador poco atento y distraído, cuánto mecansaría si reclamase también un papel y tratase de representarle.Desengáñese usted: la política es un oficio fastidioso, que sólo debenejercer los que no tienen dinero ni posición, y necesitan adquirirlosejerciéndole; pero yo, que tengo mi caudal, puedo y debo ser más útil ami patria y a mí mismo cuidando ese caudal, mejorándole y aumentando asíla riqueza pública, que no añadiendo un individuo más al número yadesmedido de los que se disputan las carteras, las plenipotencias y lasdirecciones generales. Soy tan escéptico, que no atino a creer en lascreencias de los otros. Se me figura que los más consecuentes suelen serlos menos sinceros;
que
son
consecuentes
a
fuerza
de
ser
testarudos.Adoptan una opinión, como pudieran haber adoptado otra, sin fe nicaridad; y ya la siguen siempre, para que se diga que hacen bien supapel, y porque al fin es más fácil representar un papel que digasiempre lo mismo, sean las que sean las circunstancias, que no otropapel donde se digan muchas y diversas cosas, según importe quizá encada momento no sólo al bien particular o singular, sino al bienpúblico. Con esta reflexión me siento inclinado a perdonar lasapostasías; pero, como mi espíritu es una perpetua contradicción,reflexiono en seguida otra cosa y condeno duramente a los apóstatas yvolubles. Los sospecho de interesados y de tunantes. Recelo que nocambian de buena fe, sino porque quieren estar encima y hacer su agosto.En fin, ¿para qué hablar más? Soy incapaz para la política. Más fácil mesería echarme a filósofo, a naturalista o a poeta. ¿No es mejor, sinembargo, que cuide de mi hacienda en santa paz, y procure ser un buenciudadano, un miembro útil y activo del cuerpo social, y un caballeroagradable y entretenido?
Ahora, que apenas hay majadero o galopín que nose meta a sabio o a gobernador del pueblo o a personaje importante;ahora, que todos los hombres se pasan la vida echando discursos en lassociedades científicas, en los clubs, en las asambleas y en otros focosde luz, ¿no es conveniente que haya algunos que se vayan a los salonespara que las pobres mujeres no se queden solas, sin nadie que les habley las entretenga un poco? Ya ve usted si tengo razón en seguir apartadode la política. En cuanto al otro consejo capital de usted, nada tengoque objetar. En efecto, debo casarme; pero yo no quiero casarme porcasarme.
Para contraer esa temerosa unión, que sólo la muerte rompe,quiero hallar mujer en quien confíe y a quien ame, y cuyo espíritu seabra al mío y me muestre que puede estar en duradera, firme, santa eíntima comunión con él. Deje usted que halle esa mujer y al punto meverá casado.
—Perdona que te diga, Ricardo—replicó la Condesa—, que todo cuantoestás diciendo es un cúmulo de sofisterías y de extravagancias. Si doypor cierto, y no lo doy por cierto, que la política es sólo un medio demedrar en la mayoría de cuantos a ella se dedican, culparé más aún a losegoístas que no quieren intervenir en la política porque ya estánmedrados. Todavía se debe presumir que el que busca materialmente sumedro personal busca también el aplauso, la gloria, y se siente movidopor el deseo de hacer el bien de todos, que al cabo no es incompatiblecon el bien singular suyo; pero del perezoso, del frío de corazón, deldescreído, que por no molestarse y porque no necesita medro, porque yale tiene, no interviene en nada, y no sabe más que censurarlo todo, yseñala mil males y no pone remedio a uno solo, de éste, digo, no hayalma, por generosa y benévola que sea, que se preste a suponer nadabueno. Este último es peor y más ruin que el más interesado buscavidasde los políticos activos. Buscándosela, trabaja al fin, y sirve de algo,y tal vez hace el bien general, o procura hacerlo, a costa de fatigas ypeligros, cuando procura asimismo, como es lícito y natural, su propioencumbramiento y provecho. ¿Qué héroe antiguo, qué guerrero, qué granpolítico de los que ensalza la historia ha sido tan absurdamentedesinteresado como sería menester serlo para estar libre de tusinvectivas? Esto en cuanto a la política. En cuanto a tu casamiento, nodebo negarte que tienes razón en desear para mujer propia una que tengalas prendas de que me hablas; pero ¿por qué no la buscas? ¿Ha de pasare