¿Estaba enfadado con ellas? ¿Me habían dado, sin querer,motivo para estarlo? Todo esto me lo dijo en su lengua pintoresca yarmoniosa, suspendiendo su trabajo, arreglándose con la mano libre,blanquísima y rechoncha, los desordenados cabellos que le coronaban lafrente, y sonriendo con la boca, con los ojos parlanchines y con los doshoyuelos de sus carrillitos sonrosados.
Me vi mal para responderla en eltono que pedía la situación; porque la referencia a lo de ir yo tancompuesto, me ruborizó un poquillo como si me hubiera descubierto unaflaqueza indigna de un hombre corrido por el mundo. Esto del ropaje loexpliqué con la razón del luto que estaba obligado a llevar y no mepermitía salir de casa con los holgados y alegres vestidos de costumbre.Lo de que mi visita fuera «para cosa mala» por las señas de aquelloshábitos ceremoniosos, necesitaba una aclaración, y se la pedí a Lituca.Hízomela diciendo que la cosa mala en que ella había pensado de pronto,era una despedida para lejanas tierras, por no tener ya quehaceres enaquéllas tan tristonas para mí. ¡Pensar yo en irme entonces deTablanca!...
Podía jurar que nunca me había visto más apegado al valle.Pero
¿por qué mi ausencia de él era calificada por ella de cosa mala?
—¡Otra, señor!—respondió a esto con la naturalidad más encantadora—.¿Quiere que tenga por cosa buena el perder de vista a una persona comousté?... ¡Mire que hasta le he comido el pan!
Soltó aquí una risotada de las que solía, y me pidió permiso para ir aarreglarse un poco, «porque no estaba su ver para cabayero tanprincipal», llamando enseguida a su madre para que me acompañaramientras tanto. Que viniera su madre, santo y bueno; pero que fuera ellaa vestirse y acicalarse, de ningún modo... No lo podía consentir. Ohabía o no había franqueza entre convecinos y hasta comparientes taníntimos como nosotros. Cabalmente (esto no se lo dije a ella) estaba yogozándome en admirar, desde que había entrado, el extraordinario relieveque adquirían los encantos de su hechicera persona sobre el fresco,limpio y airoso desaliño que la envolvía.
A puño cerrado creía queNeluco y yo nos habíamos quedado cortos en la manera de verla yadmirarla. Quedóse al fin, llegó su madre, y entre las dos juntas mepusieron para pelar, por «lo olvidadas que las tenía». Alegué por excusade mi apartamiento ocupaciones apremiantes dentro de casa, después de unsuceso tan grave como el ocurrido en ella... Nada me valió el recursoante aquellos dos diablejos que todo lo metían a barato.
Acudió el viejoMarmitón a la algazara. Cesó ésta unos instantes, y los utilicé yo paraaveriguar cómo andaba el gigantón desde que no nos veíamos. Andaba «talcual» según el interesado, y mucho mejor que eso según Mari Pepa...«porque ¡comía el bendito, que no había con qué llenarle!».
—¡Eso sí, gracias a Dios!—confirmó el aludido con su vozarrón desiempre.
Estábamos ya en la sala; sentámonos todos, y empezó a enjuiciarse lavisita. Evocáronse por las mujeres los recuerdos de los trajines pasadosen aquellos días tan tristes, y aproveché la ocasión para ponderar lasoledad en que me había quedado y lo que las echaba de menos en casa...Y no sé a punto fijo de qué modo se fue enredando desde aquí laconversación, porque yo me mezclaba en ella maquinalmente con lapalabra, mientras tenía los pensamientos en Lita que estaba enfrente demí. Pero unos pensamientos muy extraños. Una vez me la imaginé vestidacon todos los perifollos de las elegantes de Madrid, y me produjo lavisión de lo imaginado tan deplorable efecto, que di un respingo en lasilla. Me parecieron una profanación aquellos arrequives en tal cuerpoque no había sido formado para tener por fondos los artificiosconvencionales de la ciudad, sino los inmutables y grandiosos escenariosde la Naturaleza.
Por éste y otros derroteros semejantes iban mis pensamientos volando ami placer... hasta que me asaltó de repente el recuerdo de aquellasalvedad que había hecho Neluco por remate de la
«cuenta» que estuvimosechándonos los dos la víspera por la tarde. Podía la «huéspeda» no estarconforme con ella si nos hubiera oído ajustarla. El diablo me lleve sien aquel momento tenía yo resolución hecha de conducir a término planalguno relacionado con la aprobación de nuestros cálculos; y, sinembargo, la duda surgida de repente en presencia de la
«huéspeda» misma,me contrarió muchísimo. No es el hombre onza de oro que a todos gustepor igual, aunque tenga muchas a buen recaudo, como yo las teníaentonces; y podía suceder muy bien que Lituca no gustara de mí porespeciales razones... y hasta por estar prendada de Neluco sin que éstelo supiera, pues todo cabía en el campo de los supuestos verosímiles.Pero ¿cómo aclarar esta duda en el acto, sin descubrir el misterio demis intenciones? Y, sin embargo, aquello no podía quedar así; porque yonecesitaba tener ese hilo principal en la mano para tirar de él cuandome diera la gana, o para no tirar nunca si me convenía más. Egoísmo puroy rebeldías insanas del amor propio contrariado; y como siempre que unhombre, por corrido que sea, se halla en estas situaciones de ánimo, loprimero que pierde es el sentido común, barruntando yo que iba a cometerallí alguna majadería gorda si me dejaba dominar un poquito más delprurito que empezaba a consumirse, di un recorte a la conversación queseguía maquinalmente, y por terminada la visita, con la promesa formal,¡vaya si lo era! de repetirla a menudo.
Yo no sé lo que pensarían en casa del viejo Marmitón del desconciertoque debió de notarse entre las palabras que salían de mi boca y lasideas que me retozaban en el cerebro, ni si le notaron siquiera; pero esun hecho que a medida que andaba hacia la casona, formando seriospropósitos de ir aclarando la duda poco a poco, extrayendo del fondo dela cristalina fuente las pedrezuelas misteriosas con las pinzas de miexperiencia y el tacto de mi nativa serenidad para esas cosas, memaravillaba del desarrollo que había alcanzado aquel arrechucho mío, yde lo cercano que me había puesto de cometer una ligereza impropia, noya de un hombre maduro, sino de un colegial inexperto. Pero en lotocante a Lituca, no enmendaba una tilde de lo convenido.
Era de lo másmono y hechicero que podía buscarse en estampa y en carácter de mujer; yademás, lista y sensible y buena, sin contar lo de hacendosa y hábil.Gran barro, indudablemente, para formar una compañera a su gusto un Adáncomo yo, en un paraíso de la catadura de Tablanca.
Quiere decirse, y así es la pura verdad, que aunque pasó en breves horasel arrechucho que me había sacado de mis ordinarios quicios, no se llevóconsigo la idea plácida que le había engendrado. Al contrario, me ladejó en la mente, cristalizada y luminosa, irradiando sus destellosperegrinos sobre todo cuanto me rodeaba, como el suave resplandor delcrepúsculo que aparece sobre el horizonte anunciando el espléndido solque viene detrás. Sería pueril, inocente, a los ojos de un mundano muycorrido, aquél mi estado psicológico; pero lo cierto era que ya no mecreía solo ni desocupado en Tablanca, ni a oscuras, triste y en silencioen la casona; y esto, algo más valía que la credencial de «hombreincombustible», otorgada por otro, esclavo infeliz quizá de esa y otraspreocupaciones semejantes.
Cabía
temer
que
también
pasaran
estas
ráfagasconsoladoras, como había pasado el huracán de antes, y yo lo temíseriamente; pero iban corriendo los días, y lejos de pasar con ellos,cada vez se dejaban sentir más halagüeñas y me traían nuevas fragancias.
Repetí las visitas a la familia de don Pedro Nolasco, porque así se lohabía prometido en la primera de las de aquella serie; y algo debieronpublicar de mi secreto mis ojos, o el timbre de mi voz o los átomos delaire, pues sin haberse deslizado mi lengua un punto más allá de la rayaque la había puesto por límite, ya no era yo para Lituca lo que habíasido hasta entonces. Se le acobardaban los ojos enfrente de los míos,era mucho más comedida en sus regocijadas expansiones, y le daban quéhacer los frunces de su delantal cuando hablábamos solos, tanto como lasideas y las palabras que empleábamos en la conversación.
Estos síntomas,que se fueron acentuando al andar de mis insinuaciones puramentemímicas, llegaron a darme por aclarada la duda que tanto me habíacarcomido, sin haber aventurado yo una sola palabra en el empeño: esdecir, que se me había ido a la mano el hilo que yo deseaba tener enella, solo, por su propia virtud, si no era por la fuerza de lamisteriosa corriente, en la que no podía menos de creer ya. En suma:que, o me engañaba mucho mi bien acreditada experiencia en esos lances,o podía tirar del hilo a mi antojo cuando me diera la gana.
Estaba, pues, en las mejores condiciones imaginables para hacer un altoen mi empresa y examinar el terreno tranquilamente y a mi gusto. Sobresi este modo de pensar era más o menos honrado y decente, no me puse adiscurrir, la verdad sea dicha. Convenía la parada a mis propósitos, yla hice.
No por eso dejé de frecuentar la casa del octogenario de la Castañalera:al contrario, y hasta comí con la familia dos veces en aquellatemporada; sólo que procuraba a menudo llevar a Lita al terreno y alestilo de nuestras primeras intimidades, economizando mucho lasinsinuaciones de otra casta, y usándolas únicamente para conservar«arrimados los fuegos».
¡Y con qué docilidad tan hechicera acudía la inocente a mis llamadas!Tampoco este procedimiento se pasaba de noble; pero me era muyconveniente y con ello apaciguaba ciertos síntomas de rebelión que meintranquilizaban la conciencia.
No era menos comunicativo que con la familia de Marmitón, con don Sabas,con Neluco, con los sirvientes de mi casa, con mis tertulianos decostumbre y con el pueblo de punta a cabo; pero con nadie lo fui tantocomo con Neluco. Me perecía por conversar con él; y como en estasintimidades se me deslizaban en la lengua algunos destellos de la luz enque se bañaban mis ideas en su escondrijo, el muy lagarto se sonreía ala callada, y con bien escaso esfuerzo de ingenio iba descubriéndometodo lo que yo no quería declarar. Por fortuna, era infinitamente másdiscreto que yo en aquellas circunstancias, y todo quedaba reducido aque cambiaran de madriguera los secretos que iban escapándose de la mía.
Volví a las andadas por montes y barrancos, y hasta me parecían llanos yplacenteros caminos y sendas por los cuales no andaba yo antes sinoechando los pulmones por la boca. También me acompañaban entonces Chiscoy Pito Salces; pero más respetuosos y hasta más serviciales, aunqueparezca esto mentira, que la otra vez, cuando yo no era amo y señor dela casona, ni había tenido ocasión de mostrar ciertas larguezas queChisco no olvidaba un punto por lo que a él le tocaba, ni Pito Salcespor lo que atañía a la mozona de sus pensamientos. Prestándome gustoso atodo lo que Neluco me había recomendado y continuaba recomendándome paraentretener las horas sobrantes del día y de la noche, visité una por unamis haciendas, mis prados, mis heredades, mis castañeras y robledales,mis casas, mis aparcerías de ganados; estudié con verdadero afán depenetrarle hasta el fondo, el organismo, como decía Neluco,
«de lostratos y contratos de mi tío y sus aparceros y colonos», donde estaba laenjundia del gran espíritu de este hombre benemérito que, sin políticasbullangueras y perturbadoras, había logrado resolver prácticamente, ypor la sola virtud de los impulsos de su corazón generoso yprofundamente cristiano, un problema social que dan por insoluble los«pensadores» de los grandes centros civilizados, y tiene en perpetuahostilidad a los pobres y a los ricos. Con el estudio de estos hermososdetalles, acabé de comprender lo que no comprendí a la simple lectura dela «Memoria», en cuyo intencionado laconismo, por lo tocante a la obrabenéfica del patriarca, vi entonces otro rasgo de su exquisitadelicadeza en sus relaciones conmigo. Este estudio, aunque somero, meocupó días y días; me dio mucho y muy grato qué hacer y qué pensar, ynuevas y muy hondas raíces de adherencia a aquel pobre terruño que porinstantes iba cambiando de aspecto ante mis ojos.
También le llegó su vez al huerto de la casona, como me había aconsejadoNeluco y lo hubiera hecho yo sin su consejo por espontáneo impulso delas inclinaciones que iban apoderándose de mí, de día en día, de hora enhora. Se cavó, se removió toda su tierra; se pusieron en buen orden lasplantas enfermizas que encerraba, y se trazó un regular pedazo dejardín, que se plantaría debidamente cuando fuera tiempo de ello, lomismo que los cuadros destinados a frutales y hortalizas. Y era verdadque no tenía pareja el olor de la tierra bien enjuta, removida a la luzy al calorcillo vivificante del espléndido sol de febrero. Jamás lohabía notado hasta entonces... Cierto que tampoco me había puesto yo enocasión de notarlo.
Después de aquellas labores del huerto, como el tiempo seguía risueño yprimaveral, emprendí otras más rudas, entre ellas la de suavizar en loposible la cambera del pedregal, única vía de comunicación que tenía lacasona con el pueblo. No quedó el camino a mi gusto, pero sí muymejorado. Y no acometí enseguida las reformas que había ido proyectandoen el viejo caserón de los Ruiz de Bejos, porque éstas eran palabrasmayores, como decía el Cura, y me faltaban los elementos necesarios paraacometerlas. Pero se acometerían tan pronto como me fuese posible, y sinmiedo de que, entre tanto, se me adormecieran los propósitos, porquecabalmente eran aquellas obras uno de los renglones más importantes delplan de vida
nueva
que
yo
me
había
trazado
y
estaba
trazándomecontinuamente.
El Cura se pasmaba de aquellos mis afanes, y más con la mirada y con elgesto que con palabras, me daba a entender lo satisfecho que estaba demí; Neluco no me perdía de vista un momento, y parecía entusiasmado conlos nuevos fervores míos, los cuales estimulaba con tentaciones de otrasgolosinas, que al fin me hacía tragar con su diabólica estrategia. Encasa de Marmitón ponían en las nubes el milagro, y sólo en boca deLituca eran comedidas las alabanzas y se refrenaban los plácemes, aunquebien los voceaban los ojos, como si la fuerza de una ley ocultaimpusiera aquella limitación a los impulsos de su alma; por el pueblo«se corrían» ya las noticias más estupendas a propósito de estaresurrección mía, y me colgaban, con lo cierto, planes y calendarios quejamás me habían cruzado por las mientes; teníanme, no ya por elcontinuador, sino por el reformador omnipotente de la obra tradicionalde los Ruiz de Bejos, por un don Celso refundido y hasta mejorado, nosolamente «en estampa y ropajes», sino también «en posibles y en magín»;por la noche iban a la casona los tertulianos con las ideas empapadas enestas fantasías, y me veía negro para rebajar muchas partidas de lacuenta galana y poner las cosas en su punto... En fin, que dentro de míy en derredor mío era plácido y risueño todo lo que poco antes habíasido triste y aflictivo y tenebroso. Hasta la misma Facia era muy otrade lo que fue: comenzaba a nutrirse y a sonreír, y dormía sinsobresaltos... Sólo Pito Salces andaba amurriadón y caviloso, y yo nopodía consentirlo, por lo mismo que me creía capaz de remediarlo.
—¿Por qué no echas «eso» a un lado de una vez?—le dije un día.
—Como no está en mí la para...—me respondió mirándose las uñas de unamano—. ¡Qué más quisiera yo, puches!
Le prometí mi ayuda en sus congojas, y casi bailó de gusto.
Despuésllamé a Tona a mi gabinete y la hablé del caso. Se puso coloradona comoun tomate maduro, y al fin llegó a declararme, en medias palabras yentre oscilaciones de sus caderas y manoseos del delantal, que «por suparte no diría propiamente que no... cuando juere ocasión de eyu... sisu madre...». Llamé a Facia enseguida, vino, y sometí el negocio a suconsideración.
Mostróse enterada de él por ciertas señales que nuncamienten, y me dijo que «por su parte... cuando juere ocasión de eyu...si a mí no me paecía mal...». Cabalmente me parecía todo lo contrario; ycon esto, y con convenir los tres en que la ocasión de «eyu»
podía ser,y sería, después de pasar el rigor de los lutos que llevaban por mi tío,se dio el asunto por terminado como yo deseaba y Pito Salces también.Llaméle a poco rato; le enteré de lo convenido con Tona y su madre; hizodos zapatetas y se dio dos puñadas en los carrillos; le encarecí laobligación en que estaba de ser más prudente que nunca en lo tocante asu noviazgo, si quería que no se le cerraran las puertas de la casa y leregalara yo en su día el ajuar de la suya; y se fue dando zancadas,riéndose solo y tapándose la boca con las manos en señal de acatamientoa mis recomendaciones, después de pedirme permiso, que le di, pararecabar de Tona y de su madre la confirmación verbal de lo acordadoconmigo... y para «entrar en la casa» todas las noches, y «si a manovenía», para hablar con la mozona alguna que otra vez con los debidosrespetos.
Acometido ya de la fiebre casamentera, detuve a Chisco altopar con él en el carrejo de la cocina. Pero le vi tan igual a símismo, con tales destellos en la cara del bienestar de sus adentros...
yestaba yo tan hecho a él y me hacía tanta falta en la casona, que no meatreví a tentarle la paciencia, y le despedí con un pretexto mal urdido.
Corriendo así los días, esmaltáronse de flores y reverdecieron loscampos; calentó más el sol; templóse y se embalsamó el ambiente;desperezóse, al fin, la Naturaleza como si despertara de un largo yprofundo sueño, y se dispuso a aderezarse, con el esmero de una damapulcra y muy pagada de su belleza, empezando por las nimiedades deltocador para concluir por lo más espléndido y ostentoso de su ropero; yme pareció llegada la ocasión de realizar un propósito que había formadoy madurado últimamente con serias y muy detenidas reflexiones. Setrataba de mi vuelta a Madrid «por algún tiempo». Este viaje leconceptuaba yo de suma necesidad, no tanto por lo que tocaba a misasuntos particulares, bastante descuidados desde que me hallaba enTablanca, cuanto por ver el efecto que me hacía, contemplado desdelejos, el cuadro de mis nuevas ilusiones; estimar con exactitud laresistencia que quedaba a los vínculos que aún me unían a la vidapasada, y compararla con la de los que iban amarrándome a la nueva.Conceptuaba yo esta prueba de gran importancia para los fines«ulteriores» y «posibles» de mis cálculos, sin el menor recelo ya de quelos vanos fantasmas de otras veces me infundieran la tentación de novolver, tan pronto como perdiera de vista a la casona.
Declaré un día el propósito a Neluco. Le pareció muy bien, y hasta measeguró que si no se me hubiera ocurrido a mí, me lo habría aconsejadoél. «Habían cambiado mucho las cosas desde que habíamos ajustado losdos, en aquel mismo sitio, cierta cuenta...» Y el muy tuno, sonriéndose,me dio un golpecito muy suave con el puño de su cachiporro. Después leconfirmé mis ya declarados intentos de emprender en el próximo veranolas convenidas reformas en el interior de la casa, y le encargué delacopio de las primeras materias y de buscarme obreros competentes paraello... Yo enviaría de Madrid, y aun traería conmigo «cuando volviera»,lo que no podía hallarse en Tablanca ni en sus inmediaciones, para darla última mano a una labor que tanto me interesaba. A todo se prestó conalma y vida el excelente amigo... y hasta se me figura que pensó queaquellas recomendaciones no se las hacía yo tanto por apego a la obra,como por exhibirle pruebas irrecusables de mis intenciones de volverpronto. Y quizá pensara bien. Llegó el Cura en esto, dile cuenta de lotratado, y le gustó mucho lo de mejorar la casa; pero no tanto lo de miviaje a Madrid... «Ahora, si convenía para bien de todos, como yo leaseguraba, fuera eyu por el amor de Dios.»
¿Y Lituca? ¿Qué diría de mi marcha cuando tuviera noticia de ella? Y aldársela yo y al despedirme, ¿dejaría las cosas como estaban? ¿Levantaríaun poquito más la punta del velo, o no la levantaría? Pensé mucho sobreéstas, al parecer, pequeñeces, que eran, sin embargo, piezas muyconsiderables del cimiento en que se apoyaba la armazón de mishipótesis; y al fin tuve que resolverme por la afirmativa, aunque en sugrado mínimo, cuando vi los esfuerzos que costó a la pobre disimular amedias el deplorable efecto que le causó la noticia. Pero así y todo, oquizás por lo mismo, en aquella visita no se rió una sola vez con lasveras de antes; ya al despedirme yo «hasta la vuelta» con un apretón demanos muy elocuente, tuvo que darme con los ojos acobardados larespuesta que le faltó en sus palabras descosidas.
En cambio, Mari Pepa,a quien me costó mucho trabajo convencer de que mi marcha no era «la delhumo», como ella la había calificado de pronto, habló y jaraneó y sedespidió por todos los de su casa, incluso el octogenario, que no habíadicho diez palabras, y ésas monosílabas y como otros tantos estampidos.Los tres bajaron conmigo hasta la corralada, desde cuya puerta les di elúltimo adiós, con los ojos y el pensamiento fijos en Lituca, cuyaexpresión de pena bien sentida le agradecí en el alma.
Dos días después me despedía en Reinosa del Cura y de Neluco que mehabían acompañado hasta allí, y de Chisco que había ido tirando delrocín que conducía mis equipajes; me acomodaba en los blandosalmohadones de un coche del ferrocarril, y comenzaba a rodar hacia lasllanuras de Castilla, con la vista errabunda por los horizontes, aún noabiertos a mi placer, y la cabeza atiborrada de pensamientosinsubordinados e indefinibles.
XXXIII
No puedo negar que me encontré muy a gusto en mi casita de la calle deArenal, tan bien «vestida», tan elegante, con todas las cosas tan a lamano y tan a la medida de mis necesidades. No me veía harto de pisar elsuelo alfombrado, de arrellanarme en los blandos sillones, decontemplarme en los espejos de los armarios, de recrear la vista en loscuadros de las paredes y en los bronces y porcelanas que coronaban losmuebles de fantasía o guardaban las artísticas vidrieras, ni de tendermis huesos en la mullida y voluptuosa cama a esperar el sueño, que notardaba en llegar,
como
un
aleteo
suavísimo
de
geniecillos
bienhechores.¡Qué poco se parecía todo aquello a la casona de Tablanca, tan grande,tan vieja, tan desnuda... y tan fría!
También me hallé muy complacido entre el grupo, no muy numeroso, de misíntimas amistades, lo mismo cuando departíamos sobre lo ocurrido en elescenario de nuestro mundo desde que yo faltaba de él, que cuandoservían de motivo a sus bromas la «pátina montaraz» de que veíanempañada toda mi persona, o las nuevas aficiones a las cuales memostraba inclinado, aunque cuidando mucho de no descubrir el ocultoresorte del aparente milagro.
Lo que no me gustaba tanto eran las muchedumbres y el ruido y la línearecta informándolo todo, en el suelo de la calle, en los muros paralelosy compactos de las casas enfiladas, en la piedra y en el hierro de lasjaulas del vecindario, avezada como tenía la vista a las curvasondulantes y graciosas de la Naturaleza, al ordenado desorden de susobras colosales y a la sobriedad jugosa y dulce de sus tonos severos.Echaban de menos mis pulmones el aire rico y puro de la montaña, cuandose henchían del espeso y mal oliente de los grandes centros recreativosatestados de luces y de gentes; y andaba con la cabeza muy alta aun porlos sitios más espaciosos, por la costumbre de buscar la luz por encimade los montes; antojábanseme las calles hormigueros y no viendo en ellasmás que las obras y los fines de la ambición humana, cuando elevaba mivista más allá de los aleros que asombraban la rendija de la calle, nodescubría siempre la imagen de Dios, o la veía menos grande que la queme reflejaban forzosamente los gigantescos picachos de Tablanca encuanto clavaba mis ojos en ellos. Yo hubiera querido en tales casos unacomponenda entre los dos extremos, algo por el estilo de lo que sentíaGedeón cuando se lamentaba de que no estuvieran las ciudades construidasen el campo; pero no siendo posible la realización de mis deseos, no muyapremiantes, me habría acomodado tan guapamente a estas y aquellasrelativas contrariedades, entre las cuales había nacido y vivido y hastaengordado, sin la menor sospecha de que pudiera haber cosa mejordispuesta y ordenada para el regalo y bienestar de una persona de buengusto, en parte alguna del mundo conocido.
Lo de las muchedumbres, que comenzó por desagradarme un poco, ya llegó aser harina de otro costal. No hay como las picaduras del amor propio olas insinuaciones del egoísmo para sacar de su paso a los hombres másparsimoniosos. Cada vez que salía de casa o asistía a un espectáculo,siempre, en fin, que me veía envuelto en los oleajes del mar detranseúntes o de espectadores, me acordaba del dicho de Neluco y mepreguntaba a mí propio: ¿quién soy yo, qué represento, qué papel hago,qué pito toco en medio de estas masas de gente? ¿Para qué demoniossirven en el mundo los hombres que, como yo, se han pasado la vida comolas bestias libres, sin otra ocupación que la de regalarse el cuerpo?¿Quién los conoce, quién los estima, quién llorará mañana su muerte ninotará su falta en el montón, ni será capaz de descubrir la huella de supaso por la tierra? ¿Y
para eso, para vivir y acabar como las bestias,soy hombre y libre y mozo y rico? ¿No serían una mala vergüenza una viday una muerte así? Y me iba con el pensamiento a las agrestes soledadesde Tablanca, donde no existía un desocupado, ni un egoísta, ni undescreído, y había visto yo morir a mi tío abrazado a la cruz entre lasbendiciones y las lágrimas de todo el pueblo.
Esto sería triste y«obscuro» ante la consideración de un elegante despreocupado; pero eraluminoso y grande a los ojos del buen sentido y de la conciencia sana.Quedábame algunas veces, sin embargo, la duda de si estas reflexioneseran legítima y directamente nacidas de la observación serena ydesinteresada, o venían impuestas por la idea de mi adquiridocompromiso, ineludible ya; pero la verdad es que aquellas dudas sedesvanecían fácilmente, y que cada día que pasaba me era menos agradableel desairado papel de comparsa anónimo que había hecho yo en el montóndecorativo de esa incesante farsa de la vida.
Contribuía mucho a sostener el calor de estos sentimientos, mi frecuentey animada correspondencia con Neluco, el cual no era menos expresivo,discreto e intencionado con la pluma que con la palabra; y digo lo deintencionado, porque nunca le faltaba un pretexto en las cartas paradedicar el mejor párrafo de ellas a Lita, de manera que me enterara yode lo que me «añoraba» la hija de Mari Pepa, sin que pareciese noticiade ello lo que me decía. Yo seguía un procedimiento semejante para quese enterara ella de que no la echaba en olvido un solo momento; y asífomentaba y tenía en incesante cultivo este delicado fruto de mitranscendental evolución, dentro de los límites que yo me había trazadopara eso.
Me daba minuciosa cuenta del estado de las cosas de allá que podíaninteresarme; me consultaba dudas o me apuntaba ideas sobre los encargosque le tenía hechos, o me esbozaba otros planes que siempre me parecíanbien. Así me defendía de las malas tentaciones con que me asediaban losdiablejos de mi vida pasada, en cuyas garras había vuelto a caer. Entretanto, ordenaba y disponía mis caudales de modo que los tuviera siemprea la mano por alejado que me viera de ellos; y por último, me atreví conlo que más me dolía y a lo cual llamaba yo
«quemar mis naves»: «deshice»mi casa. Quería destruir el nido para no tener tanto apego al árbol.Empaqueté lo más, vendí muy poco y regalé algo de ello a mis amigos.Envié lo empaquetado a la Montaña, y me instalé en una fonda.
Entonces fue cuando me puse a mirar, con verdadera y reposada atención,el consabido cuadro «desde lejos». Como
«obra de arte», me parecíabellísimo; como realidad, no tanto; pero había que tener en cuenta laluz y los «adherentes» que me deslumbraban algo en mi observatorio, y laincesante y