Peñas Arriba by José María de Pereda - HTML preview

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—¡Pero, la mi Madre celeste!... ¡Mire que es tema el de este hombre deSatanás! ¿Cómo he de decirle yo esas cosas?

—Como se dicen otras, Lituca...

—Pues ya se lo dije endenantes, y bien a las claras.

—Y bien a las claras respondí a usted que aquello era pedir imposibles.

—Pues eso mismo pido... eso mismo deseo ahora.

—Pues no concuerda esa respuesta con mi pregunta. Allí se trataba devivir como ahora vive usted, y aquí se trata de vivir de otra manera muydistinta.

—Pues llámelo hache, con todo y con ello.

—No puedo ni debo llamarlo así.

—¡Y dale, Jesús Señor, con la matraca! ¿Cómo quier, alma de Dios, quese lo diga?

—En castellano corriente... por derecho... sin callejuelas de escape.

—¡Por vida!...—y aquí hizo un mohín de impaciencia de los máshechiceros que yo he visto en mujer, y hasta se dio dos palmaditas sobreel regazo; después, irguiendo la primorosa cabecita y endureciendo unpoco la voz y el gesto, añadió—: Y

en suma y finiquito, ¿qué obligacióntengo yo de declararlo, ni qué le importa a usté el saberlo?

Fingí tomar en serio y como dura lección estas palabras y sólo repliquéa ellas para disculpar mi atrevimiento... Entonces soltó la picaruelaotra risotada, y me dijo en un tono que revelaba el mayor deseo dedesenfadarme, si por ventura me había enfadado yo de veras:

—Pues ahora que con el susto le castigué la picardía, porque picardíaes, y de las grandes, el sonsacar a una mujer los pensamientos que nuncatuvo... Pero ¡tochona de mí!—exclamó de pronto cruzando las manos ycompungiendo la carita—. ¿Pues no me estoy jaraneando, como una boba,lo mismo que si no hubiera por qué llorar sin descanso en esta casa?¿Qué dirá usté de mí, señor don Marcelo? ¡Vaya, vaya, que otra simplecomo yo! Ya puede ver si me perdona, siquiera por no ser mía toda laculpa.

Con esta evasiva de la muy taimada y con entrar Mari Pepa, se acabó laconversación. Pero no tenía duda para mí que era Neluco el móvil, eltipo y el regulador de todas las ambiciones de la nieta de don PedroNolasco.

Entre tanto no se descuidaban un momento los preparativos para elfuneral.

Corría de cuenta de don Sabas avisar a todos los curas del Arciprestazgoy muchos más, si se podía; y con su dirección y con la del médico, yhasta con su ayuda material, escribía o firmaba yo cartas y más cartas,dando cuenta del fallecimiento de mi tío y de la fecha de sus honrasfúnebres en la iglesia parroquial de Tablanca, a todas las personas deviso de la provincia, que, en opinión de aquellos amigos, debían desaberlo.

Las mujeres, mientras llegaba la oportunidad de proveer ladespensa de lo que en ella faltase, pasaban revista y recontaban,manoseaban y apercibían los utensilios de mesa para la «comilona» deaquella gran ocasión, y a los primeros amagos de desnieve salieronpropios en todas direcciones, y, a la vez que ellos, el peatón delcorreo que se llevó en la valija los avisos que no podían distribuir lospropios.

Y como en esto alumbraba el sol ya muy a menudo, volvió la mujer gris ahacer de las suyas y a preguntarme a cada paso con sus ojos angustiados,por no atreverse a hacerlo de palabra, en qué pararía la noche menospensada lo que había quedado pendiente en la de la muerte de su amo. Laverdad es que yo, si no lo había echado enteramente en olvido, despuésde pensarlo mejor y de enlazarlo con los recientes sucesos que tanradicalmente habían transformado el modo de ser de aquella casa, vivíamuy descuidado de ello, y hasta me causaba cierto ruborcillo recordar laimportancia que había llegado a concederlo, sugestionado quizá por losespasmos histéricos de la pobre Facia.

Respondía una vez a sus miradas hablándola en ese sentido paratranquilizarla mejor; mas no pude averiguar si logré lo que me proponía,porque desde el compromiso que había adquirido conmigo sobre la manerade conducirse en aquel asunto, no me dejaba traslucir la verdad de sussentimientos. Pero si alguna confianza le inspiraron mis palabras aqueldía, bien poco le duró a la infeliz; porque a la mañana siguiente, trasuna noche de lluvias torrenciales, apareció radiante el sol en un cielosin nubes, y el suelo del valle y las laderas de los montes desnudándosea toda prisa de sus blancas y espesas envolturas, que, convertidas enarroyos cristalinos y murmurantes, corrían por prados y regateras asumirse en el álveo del Nansa, henchido ya hasta las malezas de susbordes, entre las cuales iba dejando el río la carga de sus espumas.

XXX

Señalado fue también de veras, ¡bien señalado!, aquel día para la casonade Tablanca y para el pueblo. El mismo gigantón de la Castañalera measeguró que, con estar los caminos intransitables y los puertos a mediodesnevar, habían sido aquéllos los funerales más pomposos que se habíancelebrado en la parroquia, en cuanto podía acordarse él (y eso que laextensión de sus recuerdos andaba rayando con un siglo), por lo tocante,en particular, al número y calidad de los concurrentes forasteros.

Entreel clero, que fue muy numeroso, acudió lo más afamado de la vicaría enel canto fúnebre, y, por ende, no faltó el párroco de Zarzaleda, que erauna especialidad muy admirada, y no sin razón de fundamento, paraentonar el Dies irae con su voz atenorada y vibrante, que ponía lospelos de punta a los fieles más duros de conmover; y concurrierontambién con estos párrocos muchos de sus feligreses que, sin parentesconi afinidad personal alguna con el difunto, eran fervientes admiradoresde su buena fama. Pero no fue este contingente, ni por lo numeroso nipor el ruido que movían sus espelurciadas cabalgaduras en las callejasdel lugar, lo que más llamó la atención en él, sino el otro contingente,el de los señores que fueron llegando a la casona por todos los senderosde los montes circundantes. Chisco y Pito Salces ayudaban a desmontar alos que no traían espolique, que eran los más, y se apoderaban de suscaballos; Neluco y don Pedro Nolasco les salían al encuentro en laescalera y me los presentaban a mí después a la puerta de la salona,desde donde los conducía a mi gabinete, que había vuelto a ser, poraquel día, estrado o sala de honor, y en cuya mesa de centro había unagasajo de vinos generosos y bizcochos de soletilla, con el cual losbrindaba tan pronto como concluían las salutaciones y cortesías derúbrica, sin perjuicio de que llegaran luego Mari Pepa o su hija, muyvestidas y aderezadas ya de día de fiesta, aunque luctuosa, a ofrecerlesalgo de mayor sustancia, por si estaban en ayunas, como leche, caldo ochocolate... o magras de jamón con huevos estrellados; pero todosoptaban por la copeja de vino con bizcochos, «reservándose paradespués...».

«Después» era la comida del mediodía, terminados losfunerales.

Porque todos aquellos señores eran huéspedes míos, avisados con estacondición, y aun sin ella... y aun sin aviso ninguno.

Bastaba lacostumbre para autorizarlo; y el ser amigos de la casa mortuoria en unlugarejo tan desmantelado como aquél, para justificar la costumbre.

De recibir y agasajar al clero, hecho a poco y mal guisado, estabaencargado por orden y cuenta mías, y también según otra costumbre, elpárroco don Sabas; de los demás forasteros del montón, nadie solíacuidarse, y nadie se cuidó allí tampoco.

Así y todo, por la condición de mis comensales, aunque relativamenteescasos, y por lo que me obligaba la mía, era de necesidad echar elresto en la casona; y nadie creería a no verlo, como yo lo vi, la sumade desvelos y sudores que llegó a representar aquel trabajo; lo que serevolvió en la casa y en el lugar; las gentes que fueron puestas enmovimiento; las leguas de camino que se trillaron por buenos andadores,y las horas robadas al sueño y al descanso más de una noche; y a pesarde ello y de las «guisanderas» a jornal que ayudaron a las mujeres decasa en lo más duro y comprometido de la faena, sabe Dios lo que hubieraresultado a la hora crítica y solemne, sin la vigilancia continua y laprevisión y diligencia admirables de mis dos hadas bienhechoras... y lahermana de Neluco.

Porque la ínclita matrona de Robacío estaba en Tablanca desde lavíspera. Había llegado al anochecer con su marido, y «a las ancas». Asífueron a casa de Neluco; halláronla cerrada, y siguieron a la de donPedro Nolasco; díjoles la mozona que servía en ella lo que pasaba, ytorcieron hacia la casona, sin lástima alguna del pobre rocín que ya sequebrantaba por el lomo y estuvo a pique de gastar el último resuello alsubir el pedregal.

Al encontrarse las dos amigas en mitad del carrejo, enzarzáronse en unabrazo, tan íntimo y apretado, que parecía una «engarra»; se comían abesos, y entre beso y beso se decían las mayores atrocidades; llegó Litacon su abuelo, y se repitió la escena, hasta que acabó la de Robacío porfijarse en mí y rompió a llorar por el difunto, de tan buena gana, queparecía no haber consuelo para ella, mientras su marido, que ya me habíasaludado, hacía sus correspondientes pucheros, y se enjugaban los ojoscon los delantales Lita y su madre, que eran de suyo muy tiernas decorazón y pegajosas de las lágrimas.

Acabóse el estrépito, por la virtudde un conjuro mío, con la misma rapidez con que se había desatado, y nosfuimos hacia la salona todos juntos y en santa paz, aunque no ensilencio. Al llegar Neluco, otro estampido de su hermana, que no cerróboca en toda la noche ni quiso salir de la casona desde que supo eltrajín que había en ella. Cabalmente se perecía por esas cosas, y lamataba la quietud. Por otra parte, los caminos no estaban muyapetecibles que dijéramos, para que una mujer de sus carnes seaventurara a pisarlos de noche sin una gran necesidad; amén de que ellano había de causar apuros ni extorsiones en la casa, porque bien sabíaMari Pepa que, en juntándose las dos, siempre hacían «cama redonda».

De este modo y por aquellos motivos durmió allí, y se fueron solos,después de cenar, su marido y Neluco a casa de éste.

Los primeros que llegaron al otro día bien temprano fueron dos parientesde la que fue mujer de mi tío Celso, de los Sánchez del Pinar, deCaórnica, a orillas del Saja. Eran el uno muy alto y el otro muy bajo:los dos de espesas patillas grises; poco risueños ambos y nada locuaces.Les daba vergüenza—así me dijeron por entrar—visitarme y ofrecerme susrespetos por primera vez en ocasión tan triste; pues encerrados en suvalle, del que no salían jamás sin un motivo de gran monta, un poco porignorancia de los sucesos y otro poco por la maña de «dejar negociospara otro día...». En fin, allí estaban para que dispusiera de ellos ami comodidad, como podía disponer de otros comparientes de allá, que noles habían acompañado, quién por falta de salud, quién por la decabalgadura. Todos tuvieron en mucho a don Celso y le fueron muyadictos, aunque le molestaron poco.

Sin acabar de sentarse apenas estos personajes, apareció en la salonaotro cuyo aspecto me sorprendió mucho. Era alto, más que el de Caórnica;de luenga y puntiaguda barba blanca, moreno de color, de nariz muyprominente y aguileña, ojos pequeñitos y verdes y cejas erizadas yblanquísimas; la cabeza cubierta con un alto gorro cilíndrico de piel denutria, y todo el cuerpo, hasta los pies, con un capotón de pañoceniciento. Parecía un mago. Se quitó el gorro y se despojó del capoteen cuanto se encaró conmigo, y dejó al descubierto un matorral de pelosblancos, recios y apretados, y un vestido de anticuada forma conrelación a los figurines vigentes, de buen paño, sí, pero muydescolorido ya. Aquel hombre venía de los precipicios del Deva, yresultó ser el famoso don Recaredo, de quien yo tenía muchas noticiaspor mi tío; hidalgo de rancio solar, célibe impenitente, afamado cazadorde fieras, y de grande y merecido influjo en toda su comarca; bienrelacionado con los hombres del ajetreo político de la capital ysucursales de ella; muy solicitado de aspirantes a la representación enCortes del distrito, en épocas de lides electorales... y primorosocarpintero de afición, única bien arraigada que se le conocía y con lacual entretenía las soledades y holganzas de su vida en el viejo caserónque habitaba.

Detrás de don Recaredo llegaron de un golpe, por haberse juntado unos enel camino y todos a la puerta de la casona, hasta cinco pudientes, más omenos ligados a ella por parentesco lejano o amistad antigua, de lasorillas del Nansa, aguas arriba y aguas abajo.

Enseguida de éstos, aparecieron en la salona otros dos personajes degran cuenta, que me impusieron mucho por su apostura y atalajes, tandiferentes de todo lo que se usaba por allí y de lo que a la sazón merodeaba.

Eran nada menos que el ilustre caballero don Román Pérez de la Llosía ysu yerno don Álvaro de la Gerra. Iban desde Santander, donde residían, yhabían hecho el viaje en dos jornadas. La verdad ante todo: yo, quehasta entonces dominaba la escena con el desembarazo que da laconciencia de «valer más» en la escala de la educación y de la culturaintelectuales, al verme enfrente de aquellos dos concurrentes de tandistinguido y elegante porte, sentí que se me bajaban mucho los humos dela chimenea, hasta en lo de llevar bien la ropa, particularmente en loque tocaba la comparación con el apuesto y correctísimo yerno delseñorón de Coteruco. Me vi bastante torpe para expresarles la gratitudque les debía por aquel acto tan honroso para la memoria de mi tío, y lasatisfacción de que me sentía poseído al estrechar las manos de unaspersonas de quienes tantas y tan grandes noticias tenía yo desde quehabía llegado a Tablanca. Recuerdo que este fue el tema de mi respuestaa las salutaciones corteses de los dos caballeros; pero no lo que dije.De lo que estoy seguro es de haberlo dicho muy mal. Valga la verdad.

Sin darme tiempo para preguntar a don Román (con lo que me evité,probablemente, la comisión de una gran impertinencia) a qué alturaandaban sus propósitos de vuelta a Coteruco, apareció en escena otropersonaje de los de primera talla, y al cual abracé con verdaderaefusión de mi alma: el perínclito señor de la Torre de Provedaño, quepara llegar a la hora que llegaba, como don Recaredo para ir desde losriscos del Deva y los de Caórnica desde su valle, había necesitado andarde noche la mitad del camino, ¡y qué camino! Así llegaba él, con la caraechando lumbres y los labios contraídos entre las barbas erizadas y losbigotes con carámbanos. Lo que había pasado antes entre el que llegaba ylos presentes, por conocerse todos de trato, o de nombre cuando menos,pasó allí entonces; pero con la notable diferencia de que al reparar elde Provedaño en el de Coteruco, no acabó todo ello en el apretón demanos afectuoso o en los familiares y mutuos palmoteos en la espalda,sino que conmovidos y anhelantes uno y otro, sin decirse una palabra, seabrazaron tan estrechamente, que parecían no acertar a separarse.Después le tocó el turno a don Álvaro, con quien no tenía tanta amistadel de Campóo como con su suegro; y arreglada a esta ley fue la expresiónde su saludo.

Para muy poco más que estos cumplidos me dio el tiempo, porque aún nohabían vuelto a sentarse la mitad de las personas allí presentes, cuandovino recado de don Sabas de que todo estaba pronto en la iglesia y quese nos aguardaba. Como ya eran muy cerca de las diez y no duraría elfuneral menos de dos horas, y los forasteros habían de volver a sushogares después de comer en el mío, y las tardes eran muy cortas, nospusimos en marcha inmediatamente, acompañándonos Neluco y también suhermana y Mari Pepa, muy enlutadas. Al viejo Marmitón no le permitimossalir de casa. Para disponer la mesa y dirigirlo y ordenarlo todo, sequedó Lituca que se pintaba sola para ello y otro tanto más. También sequedaron Chisco y Pito Salces con otros dos mozones de mi confianza,bien advertidos por mí de muchos cuidados, particularmente el de lavigilancia, no sé si porque me salió espontáneamente de adentro laocurrencia, o porque me la inspiró una mirada elocuentísima de la mujergris, al ver cómo iba a quedarse la casona, sin nosotros, indefensa ypunto menos que vacía.

Andando ya hacia la iglesia, vimos aparecer de pronto, sobre la jiba delpedregal, un hombre alto y fornido, de hermosa cabeza, envuelto entre unchambergo de anchas alas y una barba gris; venía a cuerpo con unchaquetón pardo, y los pantalones, del mismo color, arremangados sobreunos borceguíes de recia suela y muy embarrados. Traía las manos metidasen los bolsillos del chaquetón, un garrote pinto y nudoso debajo delbrazo izquierdo, y en la boca una pipa ahumando.

El primero que le conoció fue el señor de Provedaño, que iba de los másdelanteros entre nosotros. Se detuvo un instante para mirarle con lamano de canto sobre la frente, y se detuvo también el otro con los ojossombríos e imperturbables clavados en él.

Parecían dos leones. No lesfaltó más que olerse. Después se acercaron más, y se estrecharon lasdiestras con recias sacudidas.

Entonces me parecieron dos robles gemelosde la montaña estremecidos por el soplo de una misma ráfaga. No sé loque se dijeron, ni si se dijeron algo. ¿Para qué? En estas dudas vi adon Román Pérez de la Llosía salir como una flecha, de entre los másrezagados del grupo que bajaba, hacia el hombre que subía, y que éste,al notar que se le acercaba el de Coteruco, desprendió su diestra de ladel campurriano, y se quitó con ella marcialmente el chambergo,descubriendo así la frente espaciosa y blanca, sobre la cual parecíareflejarse el rayo de luz que lanzaron entonces sus ojos. No he vistojamás actitud de hombre más varonil, más noble ni más hermosa. Pero donRomán no se anduvo en chiquitas, y quieras o no, le estrechó entre susbrazos.

Su yerno hizo lo mismo enseguida. Después se adelantó donRecaredo y le tendió la mano. A todo esto, flotaba en el aire el nombrede «don Lope» pronunciado por muchas bocas; y con ello y lo que yo sabíapor la historia de los descalabros de don Román en su pueblo, narradaminuciosamente por mi tío varias veces, di por conocido el personaje; yno me equivoqué, pues a los pocos momentos me lo trajo de la mano elseñor Pérez de la Llosía y me dijo presentándole:

—Mi mejor amigo y el más noble convecino mío de Coteruco, don Lope delRobledal. Viene a Tablanca para ofrecerle a usted personalmente toda laamistad y respeto que le merecieron las virtudes de don Celso, y a rezarpor su alma en los funerales de hoy.

Correspondí con la mayor cordialidad y como mejor pude a aquellos noblesofrecimientos; supo él adónde íbamos por allí; y sin querer aceptar unmomento de descanso, que no necesitaba, retrocedió y se fue camino de laiglesia con nosotros... digo mal, con don Román solamente, pues le tomóéste por su cuenta desde luego, apartándose un buen trecho de los demás,que nada hicimos por acercarnos a ellos, respetando la santa avidez conque el noble expatriado de Coteruco aprovecharía aquella providencialocasión de saber algo más de lo que sabía sobre el estado de cosas de supueblo nativo, aunque fueran extraídas con la ganzúa de sus ansias deaquel arcón de cuatro llaves. Mientras tanto, don Álvaro de la Gerra fuetrazando nuevos y curiosísimos rasgos del carácter, original hasta loincreíble, de aquel hidalgo montañés.

Así llegamos a la iglesia, en la que no hubiéramos logrado penetrar sinsalir, como salieron de ella, parte de los que estaban dentro, loscuales apenas cabían después en el soportal, que también estaba atascadode gente.

La duración de los oficios no bajó un minuto de las dos horascalculadas; y cuando volvimos a la casona los que de ella habíamos ido ala iglesia, más el extraño don Lope que quería volverse a Coteruco desdeallí, y se hubiera vuelto sin la intervención de don Román, único entretodos nosotros conocedor de los resortes por que se regía aquel carácterexcéntrico, ya estaba la mesa preparada con todas las grandezas deabolengo..., y algo más que se había podido adquirir, hasta en las casasde los amigos, como don Pedro Nolasco y el médico. Porque pasábamos dedocena y media los comensales, entre propios y extraños.

En otro tiempo me hubiera dado un accidente en presencia del menú deaquella comida, cuanto más de la comida misma, porque fue verdaderamenteespantable aquel llegar a la mesa (conducidos por Facia y por su hija,sofocadas por el trajín y relucientes de pellejo) de pilas de potajescon metralla de embutidos; de rimeros de pollos patas arriba entrelagunas de grasa; de solomillos enroscados; de magras con huevos duros;de carne en toda suerte de guisos; de patos rellenos de salchichas y delomo, y tras ello, los flanes como ruedas de molino, y las natillas y elarroz con leche, poco menos que a calderadas. No entendían el rumbo deotro modo las mujeres que lo habían manipulado; y así me expliqué yoperfectamente sus afanes y desvelos, y las gentes y las cosas que habíanmovido y removido en la casa, en el lugar y fuera de él, de tres días aaquellas horas.

El peso de la conversación, durante la comida, le llevaron el señor deProvedaño y don Román. Como era propio y natural, se comenzó por elelogio del difunto y de sus cosas geniales; igual que en la cocina,salvo el lenguaje y el estilo. Entre Neluco y yo, suministramos lossolicitados pormenores acerca de su enfermedad y de su muerte... y saltóde golpe lo que yo veía venir rato hacía, y me extrañaba que no hubiesesaltado antes en la conversación: el punto de continuar yo allí la obrabenéfica de mi tío. Aquí se calló don Román como un muerto, y me dijo elinsigne campurriano, después de aplaudirme los buenos propósitosdeclarados por mí de poner todos los medios para lograr tan grandesfines, que si me decidía, en mis procedimientos, a servir a misprotegidos el vino viejo en odres nuevos, cosa que él no desaprobaría,lo hiciera con sumo tacto,

«porque—concluyó—, hermosa es la luz; perono hay que abrir de repente todas las ventanas a los que han vivido aoscuras por achaques de la vista; pues hay que temer las locuras queentran por los ojos deslumbrados». A esto ya no pudo callarse don Román,y expuso el ejemplo de la caída de Coteruco, en demostración de loafirmado por su amigo. Enderezada la conversación por estos carriles,nos habló de lo que le costaba aclimatarse a la vida de la ciudad: nopodía con ella un hombre como él, nacido para respirar el aireoxigenado, puro, de la Naturaleza, y necesitaba también la presencia yhasta la compañía de aquellos hombres rústicos, aun con susingratitudes.

El recurso de dejarlos a solas con su pecado, habíaproducido muy buenos frutos. Poco a poco se habían ido levantando de sucaída, y ya le echaban de menos. Esto le consolaba y le satisfacía; y sino había vuelto ya a Coteruco, era porque quería hacerse desear un pocomás, para asegurar mejor la curación de sus «locos». Desgraciadamente noparticipaban sus hijos de aquéllas sus ilusiones, porque tenían otrosgustos muy diferentes; pero todo podía arreglarse con algún sacrificiode cada cual.

Entre tanto, distraía sus impaciencias con los hechizos deuna nietecilla que Dios le había dado, y era la criatura más hermosa quehabía nacido de madre. Andábase a la sazón en proyectos de llevarla aSotorriba, para que la conociera su otro abuelo, don Lázaro, cuyosachaques le impedían salir de casa.

Alguien preguntó allí si era verdad que don Gonzalo González de laGonzalera se había quedado memo y pobre a consecuencia de disgustos ydespilfarros domésticos, pero no obtuvo respuesta la pregunta, porqueapareció de golpe y porrazo en la salona un nuevo personaje que comenzópor decir que ni por haber rodado tres veces por los suelos y casireventado la tordilla en sus ansias de correr, había podido llegarantes. ¡Así venía el infeliz de embarrado y descosido de pies a cabeza!Era un hombre de buena edad, estampa agradable... y juez municipal de supueblo: de aquél muy empingorotado en que había conocido yo a uno de misconsanguíneos de Promisiones, yendo con Neluco a la Torre de Provedaño.El caso era que, al ir a montar muy de mañana para acudir a losfunerales de mi tío, le habían entregado un oficio del juez de primerainstancia, obligándole a practicar unas diligencias que le entretuvieroncerca de dos horas... todo respecto a la «trigedia» del día anterior,que yo debía conocer, y para eso, la verdad fuera dicha, para que laconociera venía él principalmente.

Hicímosle sitio en la mesa, previne a Facia que le fueran sirviendodesde la sopa de fideos inclusive; y mientras salía Tona y se quedaba sumadre cambiando platos y retirando sobras destrozadas de guisotes, ytodos le prestábamos grandísima atención, refirió él que bajando unpastor de su invernal, recién empezado el desnieve, a campo travieso,porque apretaba el frío y corría mucho una nube negra por mala parte ypeor camino, se paró un instante, para echar una yesca y encender lapipa, a la misma boca de un covachón, conocido de muy pocos, por estarfuera de senda frecuentada, como a la mitad de distancia, por el atajo,entre Tablanca y el pueblo del relatante, pero en término municipal deéste. Parado allí el pastor y dale que te pego con el canto de lanavaja, porque no chispeaba bien la piedra o no era la yesca de lomejor, observa que le da en la nariz un «jedor» que tumbaba de espaldas.Mira aquí y olfatea allá, nota que el jedor sale de la cueva; tiéntalela curiosidad, entra, y en un recodo muy ancho, hacia la derecha, vetres hombres tendidos a la larga, boca arriba, tiesos y casi amontonadosunos sobre otros, muertos los tres y arrimados a una piluca de ceniza ytizones apagados. Espántase, huye de allí; y por ser el más cercano,según su cuenta, da en el pueblo del narrador y refiere lo que ha visto.Acude éste allá por su cargo, acompañado en debida forma, y resultaverdad lo denunciado por el pastor. Tres eran, en efecto, los cadáveres,y de personas bien conocidas en el lugar, y bien pertrechados iban dearmas de fuego... y hasta de cuerdas y navajas. Sin duda los sorprendióallí el temporal de nieve, desde que comenzó, y perecieron de hambre yde frío...

por decreto de Dios que conocía sus malas intenciones. Era eluno un peine que se titulaba ingeniero y decía andar en busca de unamina de oro, meses hacía ya, con su vestido harapiento, sus greñas y subarba silvestre y su costurón en la cara, que le partía un ojo y lamitad de la nariz.

Aquí se oyó un estrépito infernal de platos hechos trizas, y un grito deFacia a quien se le habían caído de las manos como una docena de ellos.La miré entonces y la encontré mirándome a mi con ojos espantados y elcolor de la muerte en la cara. Díjele con los míos que no cometiera unaindiscreción; entendióme, y la añadí de palabra y sonriéndome que no erael estropicio aquél motivo para que se asustara tanto, aludiendo a losplatos rotos, mientras Tona arrimaba al del juez municipal dos mediasfuentes bien colmadas de potajes, algo pasmadona por lo que habíapescado del relato, pero seguramente más por el desastre de la vasija,que había arrancado el grito a su madre.

Vuelto el relatante a su historia después de este incidente, y viendo yoque, por respeto a mí, sin duda, andaba con repulgos y melindres paradeclarar en neto castellano quiénes eran los otros dos muertos,apresuréme a decirle:

—Sé perfectamente de quiénes se trata, y quiero evitar a usted larepugnancia de declararlo delante de mí: se trata de dos parientes míos;de los dos hidalgos de Promisiones. Con uno vivía el ingeniero ese delchirlo, en su pueblo de usted: los vimos juntos Neluco y yo al pasar porél, yendo a Provedaño. Según noticias de buen origen, esperaban entoncesde un día a otro al hermano que faltaba de aquel mi pariente (que, porlo visto, llegó a tiempo) para dar el último golpe en la explotación dela mina de oro puro que había descubierto el lince de las barbassilvestres. En buena justicia, tenían los tres más que merecido el palo,en el que hubieran muerto a no morir de ese otro modo. Conque ya veusted si tengo hasta motivo, por lo que a mis parientes toca, paraalegrarme de que hayan acabado así, como cualquier hombre de bien.

Declaró el preopinante que era la pura verdad todo cuanto yo habíadicho; añadió en respuesta a una pregunta que alguien le hizo, que elhombre del chirlo en la cara había vivido en el lugar con el nombre,indudablemente supuesto, de Pedro González que constaba en su cédulapersonal, y que con ése se le había registrado, ya muerto, en el librocorrespondiente; alegréme yo de ello, y de seguro se alegraría Facia,que lo oía, mucho más.