que todoshacemos, que hace todo el mundo. Es más fácil ganar una batalla campalque entrar a tiempo y bien entonado en esas insustanciales sinfonías dela comedia que va a representarse después. Yo tengo el valor dedeclarar, por lo que a mí concierne, que casi siempre que me veo en esostrances, entro a destiempo y desafinado, y que cuanto más me empeño enenmendar las pifias, peor lo pongo. Pero válgame el consuelo de quellevo vistas mayores torpezas que las mías y hasta enormesinconveniencias y sandeces donde menos eran de esperarse por la calidadrefinada de los actores. Pues bien: precisamente en ese mismo peligrosotrance fue donde empecé yo a vislumbrar la «cantera» de aquel mozo,despechugado y casi en ropas menores, mediquillo simple de una aldehuelasepultada entre montes, en presencia de un elegante de Madrid, harto decorrer el mundo de los ricos desocupados; y no seguramente por lo que medijo ni por lo que hizo, sino por todo lo contrario: por lo que se callóy por lo que no quiso hacer, o mejor todavía, por lo bien que supocallarse y estarse quieto, y escoger lo que me dijo y el modo dedecirlo. Todo el mundo tiene afán de ser un poco agudo, un poco graciosoy hasta un poco travieso delante de las gentes, y de ahí las necedades ylas inconveniencias; y casi a nadie se le ocurre ser sincero, con locual, buena educación y una pizca de sentido común, hay la garantía deno «quedar mal»
allí ni en ninguna parte, que no es garantía floja enlos tiempos esencialmente
comunicativos
que
alcanzamos.
Pues
cabalmentela sinceridad, y en su más alto grado, acompañada de un buenentendimiento, fue lo primero que yo eché de ver en el mediquillo deTablanca.
Hablando de la enfermedad de mi tío, me dijo que era mortal denecesidad. Consistía... (y aquí se detuvo risueño como para pedirmeperdón por las palabrotas que iba a soltar) en una dilatacióncardiaca... un estado asistólico...
—En castellano corriente—añadió con un gesto y un ademán muy naturalesy expresivos—, es la máquina vieja cuyo organismo empieza adescomponerse. Se entorpeció la rueda del corazón como pudo entorpecerseotra de las principales. Por alguna de ellas había de empezar lainevitable ruina. Cuándo se consumará ésta, cuándo se parará la máquina,no es posible calcularlo a fecha fija ni por mí ni por los que sepan deesas cosas más que yo: lo mismo puede pararse dentro de seis meses queen este instante. Lo indudable es que hay máquina para muy poco tiempo.
Aunque de ello estaba yo bien persuadido, la confirmación de missospechas por labios tan autorizados me produjo un efecto muy penoso.Aparte de los vínculos de sangre que me unían a don Celso, había en élprendas personales que le hacían muy pegajoso al cariño de los que letrataban.
Hablando de su enfermedad, se trató de otras análogas y de otras muchasque, sin parecerse a ellas, tenían, sin embargo, el mismo funestodesenlace: la muerte del enfermo; y ya en este camino, fuimos a parar alconsabido «desaliento» de los doctos en el «arte de curar» en cuantocotejan y comparan los recursos de su ciencia con las míserascondiciones físicas del hombre; sólo que el mozo aquél, al convenirconmigo en la ineficacia de la medicina en la mayor parte de los casosde apuro, no se llevó las manos a la cabeza, ni renegó de la incapacidadhumana, ni mostró esperanza alguna de que ya irían arreglando poco apoco esas dificultades «los héroes y los mártires de la ciencia»: alcontrario, sin negar que estudiando mucho podía averiguarse algo más delo que se sabía en la materia, dio los fracasos actuales, y aun losvenideros, por cosa necesaria y con los cuales ya contaba él al empezarsus estudios; es decir, que no le noté la menor chispa de entusiasmo porsu profesión, ni el menor síntoma de desencanto al tocar en la prácticade ella sus deficientes recursos. Declaróme honrada y lealmente que asíera la verdad; y con esto y un poco de astucia mía, fuimos entrando pasoa paso en el terreno a que yo deseaba conducirle, o mejor dicho, fuisabiendo de él todo lo que necesitaba para acabar de conocerle «pordentro».
Era nativo de Robacío (igual que Chisco), y su padre, don ServandoCelis, un señor por el arte de mi tío Celso, había deseado que sehiciera médico, porque ya tenía otro hijo, el mayor, estudiando Leyes enValladolid. A él, que estudiaba tercero del bachillerato en Santander,lo mismo le daba. No sentía aversión ni apego a ninguna carreraliteraria o científica: todos sus cinco sentidos los tenía puestos en elterruño natal.
Esto no se lo decía a nadie; pero lo sentía, y muy hondo.Por este lado hasta se había alegrado de la elección de carrera hechapor su padre, porque la de médico era quizás la única compatible con susaspiraciones y tendencias. Además, podían engañarle en esto lasilusiones de muchachos; y de todas suertes, su padre tenía mucha razónen sacarle de allí para darle una ocupación que, cuando menos, había deilustrarle el entendimiento y ponerle en contacto con el mundo. En estaprueba, forzosamente había de manifestarse y triunfar su verdaderavocación. Y se sometió a ella hasta gustoso, no contando por tal la desu campaña de humanista en Santander, porque a aquella edad y encerradoen un colegio no se forma nadie cabal idea de esas cosas tan delicadas ycomplejas. Hecha la prueba durante siete años de estudios en Madrid,resultó lo que él esperaba: el triunfo definitivo de sus primerasinclinaciones.
—¿Está usted seguro—le dije siguiendo mi sistema de interrupciones ypreguntas, para obtener más de lo que espontáneamente me ofrecía suagradable laconismo—, de haber puesto de su parte todo el esfuerzo querequería la empresa?
—¡Segurísimo!—me respondió sin vacilar; y añadió sonriéndose: Puedojurarle a usted que en ese linaje de estudios aproveché bien el tiempo.
—Pues me parece muy extraño el resultado—repliqué—, juzgando de sussentimientos por los míos.
—¿Por qué?—me interrogó muy serio.
—Porque no es eso lo usual y corriente entre mozos de las condicionespersonales de usted; porque con ellas y en Madrid y en roce continuo conel mundo y sus golosinas, lo natural es que se las vaya tomando elgusto.
—No he dicho yo que me desagradaran—se apresuró a replicarme elmédico—. Lo que hay es que esas golosinas, sin desagradarme, no mesatisfacían, no me llenaban, y me dejaban siempre despierto el apetitode otra cosa más del gusto de mi paladar.
—Y ¿cuál era esa cosa, si puede saberse?
—Lo de acá, la tierra nativa.
—Pero ¡qué demonios puede usted hallar en ella de apetecible hasta
esepunto!—exclamé
entonces,
verdaderamente
asombrado.
—Lo que no hay en lo otro—me respondió al instante.
—Pues no lo entiendo—concluí.
—Ni es fácil—me dijo muy sosegadamente—, desde el punto de vista deusted, tan diferente del mío.
—Diferente—añadí—, según y conforme; pues, al cabo, se trata de unhombre que ha visto el mundo algo más que por un agujero, y de aquí miasombro precisamente.
Me miró entonces el mediquillo con cierta insistencia recelosa, cambiódos veces de postura en el sillón, sonrióse un poco y me dijo al fin:
—¿Tacharía usted a un hombre, de los llamados cultos, porque hicieracoplas... de las buenas, se entiende, o pintara cuadros magistrales,copiados de la Naturaleza?
—No por cierto—respondí.
—Pues aquí, donde usted me ve—añadió acentuando la sonrisa, que yapicaba en maliciosa—, me atrevo a creerme algo poeta y un pocoartista... a mi modo, por supuesto.
—Enhorabuena—repliqué—; y sin adularle, no hay en la noticia el menormotivo para que yo me maraville; pero ¿en qué se opone ella a lo que yodigo?
—Supóngame usted—prosiguió el médico, sin dejar de sonreír, pero másanimoso y atrevido que antes—, supóngame usted con el delirio del másgrande de los poetas y con la fiebre del más admirable de los pintores;pero suponga también (y en ello no supondrá más que lo cierto) que no séhacer una mala copla ni coger los pinceles en la mano; suponga ustedigualmente que, aunque me enamoran las buenas poesías y los hermososcuadros, no satisfacen por completo las necesidades de esa especie quepadezco yo, y suponga, por último, que en este valle mínimo, y en losmontes que le circundan de cerca y de lejos, cuya visión continua leabruma y le entristece a usted, y en el conjunto de todo ello, con laluz que lo envuelve, espléndida a ratos, mortecina a veces, tétrica muya menudo, dulce y soledosa siempre, y con los ruidos de su lenguaje,desde el fiero de la tempestad hasta el rumoroso de las brisas de mayo,y su fragancia exquisita nunca igualada por los artificios orientales,encuentro yo cada día, cada hora, cada momento, el himno sublime, elpoema, el cuadro, la armonía insuperables, que no se han escrito, nipintado, ni compuesto, ni soñado todavía por los hombres, porque noalcanza ni alcanzará jamás a tanto la pequeñez del ingenio humano: elarte supremo, en una palabra... ¿No halla usted en esta razón, poco másque esbozada, algo que justifique estas inclinaciones mías que taninexplicables le parecen?
—Algo hay, en efecto—respondí—; pero no lo bastante, a mi entender—yañadí, dejándome llevar demasiado de mis instintos un tanto prosaicos—:porque todo ello es, al cabo, mera poesía.
—Ya le he dicho a usted—me replicó, como si se excusara en broma deuna grave falta—, que tengo la debilidad de creerme algo poeta, aunquemeramente pasivo; pero es lo cierto que eso, tan mal expresado por mí, ysea ello lo que fuere, es, algo más razonado y en escala mucho mayor, lomismo que yo sentía de muchachuelo en mi lugar; lo que echaba de menosen Madrid, y lo que parece necesitar mi espíritu aldeano para vivir a sugusto.
Concédame usted para mi pecado—añadió con ademanes de la másesmerada cortesía—, siquiera la tolerancia que no negará a los hombrescultos de las ciudades, apasionados de los buenos cuadros y de losbuenos libros.
—Aun así, y usted perdone mi insistencia—observé con un tesón que noera todo sinceridad ni del mejor gusto—, no me sale la cuenta que ustedse echa a sí propio. Esos hombres de la ciudad no viven constantementeentre sus libros y sus cuadros.
—Tampoco yo entre los míos—replicó el médico enseguida.
—Esos hombres—continué yo, aparentando no enterarme de su réplica porel gusto de enredarle en otras nuevas acabarían por hastiarse de suscuadros y de sus libros y por tomarlos en aborrecimiento si no llevarana menudo su atención a otras ocupaciones y a otros lugares muydistintos... ¡Pero esta monotonía de aquí!...
—¡Monotonía!—repitió
el
mozo
enardeciéndose
un
poquillo—. ¡Y yo quela encuentro solamente en las tierras llanas y en sus grandespoblaciones! Madrid, Sevilla, Barcelona...
París, la capital que ustedquiera, ¿pasa de ser una jaula más o menos grande, mejor o peorfabricada, en la cual viven los hombres amontonados, sin espacio en quémoverse ni aire puro que respirar?... ¡Ocupaciones!... ¡La ocupación delnegocio, la ocupación del café, la ocupación del paseo, la ocupación dela calle, la ocupación del Casino, o del teatro, o de la Bolsa...! Yo nodigo que algunas de estas ocupaciones y otras muchas de los mundanos nosean útiles y necesarias para los fines de la vida, de lo que se llamavida de los pueblos y de las naciones; pero niego que, con excepcionesmuy contadas, sea cómodo, vario y entretenido nada de ello para la vidaespiritual en naturalezas como la mía y otras muchas... incluso la deusted—añadió, volviendo a sonreírse, si tuviera yo la fortuna dehacerle percibir la infinita variedad de encantos y de aspectos que seencierra y se contiene en esto que, a las primeras ojeadas de unprofano, sólo parece un hacinamiento enorme de peñascos y bardales.
Siguió a este desahogo un himno entusiástico, hermosa y altamenteentonado, a la «madre Naturaleza», di por visto, y de muy buena gana, loque él deseaba que yo viera; y más por hundir otro poco mi sonda en susadentros que con intención de arrancarle sus ilusiones, díjele al cabo:
—Pase, pues, lo de la amenidad, lo de la hermosura y hasta lasublimidad y la elocuencia de este escenario que le encanta y maravilla;pero ¿y los actores que le acompañan a usted en la égloga perenne de suvivir? ¿Qué me dice usted de ellos... del hombre... vamos, de loshombres?
—¿Qué tienen esos hombres que tachar?—preguntóme a su vez el médico.
—Que son rústicos, que están ineducados.
—Como deben de ser y como deben de estar—me replicó inmediatamente—,para el destino que tienen en el cuadro. Lo absurdo y lo indisculpablefuera en mí, que no pido ni puedo pedir en estas soledades agrestes lasóperas del Teatro Real, ni los salones del gran mundo, ni los treneslujosos de la Castellana, exigir a estos pobres campesinos la elocuenciade nuestros grandes tribunos, las habilidades de nuestros políticos y elsaber de nuestros doctores y académicos.
—Santo y bueno—dije yo entonces creyendo poner una pica en Flandes—,para la vida contemplativa, para la de pura delectación estética; perono se trata de eso, amigo mío, sino de la realidad prosaica de la vidasocial y, digámoslo así, de todos los días. Estos hombres tienen lasmiseriucas y las roñas propias y peculiares de su baja condición y,además, por su ignorancia no pueden entenderse con usted.
Aquí fue donde el médico se enardeció casi de veras, como si hastaentonces no hubiera tomado el asunto verdaderamente por lo serio.
Comenzó por decirme que donde quiera que había hombres, cultos oincultos, había debilidades, roñas y grandes flaquezas; pero que, roñapor roña, flaqueza por flaqueza y debilidad por debilidad, prefería lade los aldeanos, que muy a menudo le hacían reír, a la de los hombresilustrados, cuyas causas y cuyos fines, por su abominable naturaleza ysus alcances, casi siempre le ponían a punto de llorar. En cuanto a nopoder entenderse con los vecinos de Tablanca, era otro error mío y deotros muchos hombres cultos, empeñados en tomar ciertas cosas al revés.¿Por qué ha de ser el hombre de los campos el que se eleve hasta elhombre de la ciudad, y no el hombre de la ciudad el que descienda con suentendimiento, más luminoso, hasta el hombre de los campos paraentenderse los dos? Hágase este trueque, y se verá cómo resulta lainteligencia mutua que se da como imposible por los que no sabenbuscarla. Y no haya temor de que las dos naturalezas se compenetren y delas roñas de la una se contamine la otra; porque la comunicación no hade ser continua ni para todo, y al hombre culto, por lo mismo que es másinteligente, le sobran medios para no rebasar de los límites de laprudencia y hacer que cada uno de los dos guarde el puesto que lecorresponde. Y en este equilibrio, que no deja de ofrecer dificultades,¡cuánto se aprende a veces del hombre rudo de los montes, por el hombreculto de las ciudades, y cuánto halla éste que ver y que admirar allídonde los ojos avezados a los relumbrones llamativos del mundocivilizado, sólo distinguen sombras, monotonía, soledades y tristezas!
Como, al llegar aquí, me pareciera el médico dispuesto a callarse, porsu natural modesto y reservado, y a mí me fuera gustando mucho supalabra, tan fácil como sobria, preguntéle, antes que el hornillo de suentusiasmo comenzara a entibiarse, qué cosas eran aquellas que podíanverse y admirarse por el hombre culto en sus relativas intimidades conel aldeano.
Y entonces se enfrascó el simpático mediquillo de Tablanca en otrateoría, que no me vendió por nueva en el fondo.
Según él, los tiempos de hoy no eran peores que otros tiempos de loscuales han dicho siempre los respectivos moralistas, que fueron lostiempos más malos de todos los habidos hasta ellos: antes al contrario,le parecían los actuales, en lo bueno, hasta mejores que los pasados. Enlo malo, y no por la cantidad, sino por la calidad de ello, estaba elpunto litigioso. En su concepto, la maldad de ahora alcanzaba mayorhondura que las de antes en el cuerpo social: le había invadido elcorazón y la cabeza; ésta se atrevía ya a todo y con todo, y aquél no seconmovía por nada, gastada su sensibilidad con el roce de tantos y tancontinuos sucesos, porque en ninguna época del mundo han acontecidotantos y tan extraordinarios en tan breve tiempo como ahora. De aquellosatrevimientos y de esta insensibilidad, había de venir, estaba yallegando, la parálisis absoluta en la vida espiritual de los hombres. Lafe en lo divino y el sentimiento de lo reputado siempre por lo más nobleen lo humano, iban relegándose al montón de las cosas inútiles, cuandono perjudiciales; apenas se concebían los grandes héroes de otrasépocas, cuanto más los sentimientos que los habían exaltado desde lamasa común de los anónimos, hasta las páginas más esplendentes de laHistoria. No era posible ya, ni siquiera de
«buen gusto», sentirentusiasmo por nada, ni de lo de tejas arriba ni de lo de tejas abajo.La verdadera agonía del espíritu social.
De eso adolecían los tiemposactuales, y por ahí venía la muerte del cuerpo colectivo. Le corroía lagangrena por los grandes centros de su organismo atiborrado: por laciudad, por el taller, por la Academia, por la política, por la Bolsa...por donde más caudal representa el torrente circulatorio de lasinsaciables ambiciones del hombre culto. Pero, por misericordia de Dios,le quedaban sanas todavía las extremidades, algunas de ellas por lomenos, y sólo con la sangre rica de estos miembros podía, con muchotiempo y gran paciencia, purificarse y reconstituirse la partecorrompida de los centros.
—Pues estos miembros sanos—añadió el médico con viril entereza—, sonlas aldehuelas montaraces como ésta. Y digo montaraces, porque si vamosa meter el escalpelo en las más despejadas de horizontes y más abiertasal comercio de las ideas y al tufillo de la industria, sabe Dios lo quehallaríamos en sus fibras... ¿Le parece a usted poco—preguntóme enconclusión—, este verdadero tesoro entre otros semejantes bien fácilesde distinguir, para ser admirado por un hombre culto capaz deentusiasmarse con algo todavía? ¿Y no es trabajo bien honroso y muyentretenido el que procuran la conservación y hasta el fomento de estoque yo me he atrevido a llamar tesoro, a riesgo de que usted se ría deél y de mis candorosos idealismos?
Algo más dignas de respeto eran las teorías del noble mozo, aunque sólolas estimara por el fervor y el honrado convencimiento con que me lasexponía, y así se lo declaré; pero añadiéndole que apreciaría yo mejorla fuerza de sus razones viéndole luchar contra mis dudas en terreno mástrillado por la realidad de las cosas: al cabo era yo, en más o enmenos, de los gangrenados por el virus de la ciudad, y gustaba de verlos asuntos por su lado práctico.
Comprendiendo rápidamente lo que intentaba decirle con tantoscircunloquios y metáforas, quizás por otro resabio de mi mundanacortesía, comenzó por admirarse, a su modo, de que le fuera consemejante reparo un miembro de la familia de los Ruiz de Bejos. ¿Cómopodía ignorar yo, con determinados ejemplos a la vista, lo mucho quequedaba que hacer en los pueblos rurales a los hombres de luces y debuena voluntad?
—La gran obra—continuó—de la casona de Tablanca, desde tiempoinmemorial, ha sido la unificación de miras y de voluntades de todospara el bien común. La casa y el pueblo han llegado a formar un solocuerpo, sano, robusto y vigoroso, cuya cabeza es el señor de aquélla.Todos son para él, y él es para todos, como la cosa más natural ynecesaria. Prescindir de la casona, equivale a decapitar el cuerpo; yasí resulta que no se toman por favores los muchos y constantesservicios que se prestan entre la una y los otros, sino por actosfuncionales de todo el organismo. Yo creo que es muy de admirarse estasingularidad que debiera haber saltado ya a los ojos de usted, y queseguramente no habrá visto más que en algún libraco pasado de moda, perocomo pintura infiel de imaginación, convencional y ñoña. Con esta granobra de defensa contra las oleadas maleantes que llegan hasta aquí enépocas determinadas desde los absorbentes centros políticos yadministrativos del Estado, ¡si viera usted qué sonido tienen en lasconcavidades de este recóndito lugarejo los cánticos de las sirenas deallá; las pomposas vociferaciones de los charlatanes y traficantespolíticos,
esos
Dulcamaras
embaucadores,
encomiando específicos que hanfabricado ellos mismos, tomando la salud del pueblo por disfraz de suscodicias personales! ¡Si viera usted cómo disuenan esos cánticos yvoceríos entre el acordado son de estas costumbres casi patriarcales!Por eso no se conocen aquí ciertas plagas, relativamente modernas, delos pueblos campestres, ni han entrado jamás los merodeadores políticosa explotar la ignorancia y la buena fe de estos pobres hombres...
Pero¡desdichados de ellos el día en que les falte la fuerza de cohesión,hidalga y noble, que les da la casona de los Ruiz de Bejos!... Todoesto, como puede presumirse, da bastante que hacer a cada ruedainteligente de cuantas componen la máquina cuyo eje fundamental es hoyen este lugar el bien ganado prestigio de don Celso. Pues bien: trabajarde este modo donde ya exista la máquina, y donde no, trabajar paraconstruirla, es algo de lo mucho que tienen que hacer en los pueblosrurales los hombres cultos de buena voluntad. Y crea usted que no faltanen la Montaña (porque no todos sus habitadores son de tan sana maderacomo los de Tablanca) hasta mártires de este heroico trabajo. Quizátenga usted ocasión de conocer de cerca a alguno de ellos.
Lo cierto era que si el simpático mediquillo no estaba en lo justo encuanto afirmaba, debía de estarlo; y que causándome cierto rubor hastalas tentaciones de contradecirle en asertos tan honrados y tan hermosos,dime desde luego, si no por convencido, por puesto en camino deconvencerme muy pronto.
Hablamos algo más todavía, aunque sin tomar los asuntos tan a pecho comoantes; y acabando por donde debía haber empezado, averigué que el médicose llamaba Manuel; que le llamaban «Neluco» desde que tenía uso derazón, lo mismo allí que en su pueblo nativo; que no le quedaba en éste,muerto su padre pocos años hacía, más familia que una hermana, casadacon un propietario de las inmediaciones; que si no era médico de supropio lugar, consistía en que al recibir el título de Licenciado enMadrid, estaba vacante la plaza del titular de Tablanca, la cualpretendió y le dieron, no siendo fácil hallar otra más de su gusto queaquélla, a no ser la de Robacío, que estaba entonces y continuabaestando ocupada, y, por último, que tenía veintinueve años y que habíaempezado a los veinticuatro a ejercer la profesión en Tablanca, donde sehallaba como en su propio lugar, y tan apegado a «sus enfermos» como elpastor a su rebaño.
Vi que me quedaba una hora, antes de la acostumbrada de comer en casa demi tío, y quise aprovecharla para pagar la visita a don Pedro Nolasco.Díjeselo al médico como razón de mi despedida, y se mostró muy dispuestoa acompañarme si aceptaba yo la molestia de esperarle unos instantes.Acepté, no la molestia, sino el favor que me hacía en ello; entró él deun salto en el gabinete, y antes de cinco minutos apareció en la salabien calzado y no mal vestido, o, mejor dicho, acabando de vestirse congraciosa desenvoltura. Cogió un chambergo que estaba sobre una silla, uncachiporro del rincón inmediato, y me dijo, mientras yo me sacudía lasperneras del pantalón después de enderezarme:
—Cuando usted guste.
Ofrecióme enseguida su casa, aunque era de alquiler, como la vieja quele servía de patrona por recomendación muy encarecida de su hermana aquien había zagaleado en Robacío; agradecíle la oferta como era mi deberen buena cortesía, y salimos juntos, sin los cumplidos corrientes entreespañoles finos, y que tan molestos suelen ser en pasadizos de laangostura de aquéllos.
X
Al volver a ver la casa del Tarumbo, recordé las «cosas» de éste y habléde ellas al médico.
—Yo no sé—me dijo—, si es un hombre feliz o un desdichado, pasándosela vida, como se la pasa, desviviéndose por los negocios ajenos yabandonando los propios. Desde luego es su manía de lo más original quehe conocido. No siempre la extrema hasta el punto que usted ha vistohoy; pero le falta muy poco. Llevar los calzones rotos y predicar alvecino para que le cosan las roturas de los suyos antes que vayan a más,es de todos los días. Tiene la mujer tullida, y la deja desamparada muya menudo por asistir a un enfermo extraño... y por cierto que es unenfermero admirable. Últimamente anda muy apurado con el desplome quedice haber visto en el morio delantero de la casa del pedáneo, y tienela suya seis meses hace un boquerón abierto en el jastial del Poniente.Por estas cosas del Tarumbo, cuando su mujer estaba sana le golpeabacasi a diario, y hoy que no puede hacer lo mismo, le dice a cadainstante los mayores improperios, los cuales sufre él con igualresignación que los golpes de otras veces; porque, en medio de todo, esun bendito, y por eso no sabe uno si compadecerle o si reírse de susmanías.
Pasando junto a la casita del Cura, inmediata a la iglesia, le llamédesde abajo para saludarle, pues como nos habíamos visto y hablado yavarias veces, me sobraba franqueza con él para decirle que estaba másobligado por las leyes de la cortesía a la visita de don Pedro Nolascoque a la suya, no quedándome tiempo aquella mañana para dejar pagadaslas dos; pero en lugar del Cura respondió a mis voces su ama, una viejamuy acartonada y envuelta cuanto de ella asomó por una ventanacorrespondiente a la cocina, en tocas y pañolones.
Díjome que don Sabashabía salido de casa después de desayunarse en cuanto había dicho misa,y que probablemente estaría en la casona. Dejéla memorias para él, quefueron recibidas por la intermediaria con un «resguardo» a mi favor delo más fervoroso y pintoresco que se puede imaginar, y continuamos elmédico y yo andando hacia la casa de don Pedro Nolasco, pero hablandomucho de don Sabas Peña, «una de las ruedas más importantes de laconsabida máquina», al decir de Neluco Celis.
También él notaba la diferencia que había entre el don Sabas de losaltos montes y el don Sabas del valle y de la cocina de don Celso; peroasí y todo, en el hombre de abajo había mucho más de lo que yo creía,por no haber tenido aún ocasión de conocerle mejor. No hallaría jamás enél al apóstol de gran elocuencia y mucho saber; pero sí al hombre debuen sentido y grandes virtudes, consistiendo la mayor de ellas enignorar que las poseía. Teniendo en cuenta lo limitado que es el círculode ideas entre las gentes rústicas, y que todo cuanto se siembre fuerade él es simiente perdida, un párroco como don Sabas era cuanto podía ydebía apetecerse para una parroquia como la de Tablanca.
Hablando de estas cosas, me faltó tiempo para pedir a Neluco algunasnoticias sobre el octogenario Marmitón, antes de llegar a su portalada,cuyas dovelas, removidas y desportilladas ya por la acción de lasintemperies y de las yedras y jaramagos que las invadían por todas susjunturas, me recordaban un poco la mandíbula superior de su dueño cuandoyo soñé que le había visto devorar troncos y peñascales. Por el estilode la portalada me pareció lo que se veía de la casa desde el corral:muy vieja y muy castigada por el rigor de los temporales y la incuria desus amos. Tenía también su correspondiente solana que corría de esquinaa esquina entre dos mensulones de sillería, y por debajo de ellaentramos en el soportal, donde un perrazo pinto que se despertaba sobreuna pila de hojarasca, me enseñó todos los dientes y contuvo un ladrido,y acaso algo más, por respeto a mi acompañante, que debía serle másconocido que yo.
Sacudió Neluco dos cachiporrazos sobre la claveteada puerta delestragal; y sin esperar a que le contestaran arriba, entramos en él ycomenzamos a subir la escalera. A la puerta en que ésta terminaba,nuevos cachiporrazos del médico. Ensegu