Ya me lo había imaginado yo; pero aun así, no podía ni deseaba deshaceraquella ilusión de óptica que me presentaba el panorama como unfantástico archipiélago cuyas islas venían creciendo en rigurosagradación desde las más bajas sierras, primer peldaño de la enormeescalera que comenzaba en la costa y terminaba, detrás de nosotros, enel mismo cielo cuya bóveda parecía descansar por aquel lado sobre lospicos de Bulnes y Peñavieja.
—Según vaya subiendo el sol—me decía don Sabas desde su plintocalcáreo—, y arreciando el remusgo allá abajo, irá la nieblaesparciéndose y dejándose ver lo que está tapado ahora...
¡Pues tambiénes cosa de verse desde aquí la salida del sol!... Y
algún día hemos deverlo, si Dios quiere... y mejor desde más arriba... desde allá...
Y me apuntaba, vuelto un poco a la derecha, hacia una loma altísima enque, según me advirtió también, convergían tres cordilleras.
Entre tanto, yo no podía apartar los ojos del archipiélago en el cual meiba forjando la fantasía todo cuanto puede concebirse en materia delíneas y de formas: el templo ojival, el castillo roquero, la pirámideegipcia, el coloso tebano, el paquidermo gigante... No había antojo queno satisficiera la imaginación a todo su gusto en aquellas sorprendenteslejanías.
La predicción de don Sabas no tardó en cumplirse. Poco a poco fueron lasnieblas encrespándose y difundiéndose, y con ello alterándose ymodificándose los contornos de los islotes, muchos de los cualesllegaron a desaparecer bajo la ficticia inundación. Después, para que lailusión fuera más completa, vi las negras manchas de sus molessumergidas, transparentadas en el fondo hasta que, enrarecida más y másla niebla, fue desgarrándose y elevándose en retazos que, después demecerse indecisos en el aire, iban acumulándose en las faldas de los másaltos montes de la cordillera.
Roto, despedazado y recogido así el velo que me había ocultado larealidad del panorama, se destacó limpia y bien determinada la línea dela costa sobre la faja azul de la mar, y aparecieron las notas difusasde cada paisaje en el ambiente de las lejanías y en los valles máscercanos: las manchas verdosas de las praderas, los puntos blancos desus barriadas, los toques negros de las arboledas, el azul carminoso delos montes, las líneas plateadas de los caminos reales, las tirasrelucientes de los ríos culebreando por el llano a sus desembocaduras,las sombrías cuencas de sus cauces entre los repliegues de la montaña...Todos estos detalles, y otros y otros mil, ordenados y compuestos conarte sobrehumano en medio de un derroche de luz, tenían por complementode su grandiosidad y hermosura el silencio imponente y la augustasoledad de las salvajes alturas de mi observatorio.
Jamás había visto yo porción tan grande de mundo a mis pies, ni me habíahallado tan cerca de su Creador, ni la contemplación de su obra me habíacausado tan hondas y placenteras impresiones. Atribuíalas al nuevo puntode vista, y no sin racional y juicioso fundamento. Hasta entonces sólohabía observado yo la Naturaleza a la sombra de sus moles, en lasangosturas de sus desfiladeros, entre el vaho de sus cañadas y en lapenumbra de sus bosques; todo lo cual pesaba, hasta el extremo deanonadarle, sobre mi espíritu formado entre la refinada molicie de lasgrandes capitales, en cuyas maravillas se ve más el ingenio y la mano delos hombres que la omnipotencia de Dios; pero en aquel caso podía yosaborear el espectáculo en más vastas proporciones, en plena luz y sinestorbos; y sin dejar por eso de conceptuarme gusano por la fuerza delcontraste de mi pequeñez con aquella magnitudes, lo era, al cabo, de lasalturas del espacio y no de los suelos cenagosos de la tierra.
Hastaentonces había necesitado el contagio de los fervores de don Sabas paraleer algo en el gran libro de la Naturaleza, y en aquella ocasión leleía yo solo, de corrido y muy a gusto.
Y leyéndole embelesado, llegué a sumirme en un cúmulo de reflexionesque, empalmándose por un extremo en la monótona insulsez de toda mi vidamundana y embebiéndose enseguida en el espectáculo en que se recreabanmis ojos, se remontaban después sobre las cumbres altísimas quelimitaban el horizonte a mi espalda, y aún seguían elevándose a travésdel éter purísimo por donde suben las plegarias de los desdichados y lossuspiros de las almas anhelosas del Sumo Bien.
Volviendo, al fin, los ojos hacia don Sabas, de quien me había olvidadoun buen rato, porque el mismo tiempo hacía que no se cuidaba él de mí,le hallé, por las trazas, leyendo el gran libro en la misma página queyo. Estaba en pleno hartazgo de Naturaleza, según declaraban sus ojosresplandecientes, su boca entreabierta y como ávida de aire serrano, yaquella su especial inquietud de músculos y hasta de ropa.
—¿Se ha visto todo bien?—me preguntó volviendo en sí de repente.
—A todo mi sabor—le respondí.
—Pues hacerse cuenta de que ya se ha visto algo de las grandes obras deDios que tenemos por acá.
—¡Grande es, en efecto, y hermoso y admirable esteespectáculo!—repliqué.
—¿Grande?—repitió el Cura; y volvió a contemplarle en todasdirecciones con los brazos extendidos, como si quisiera darme de aquelmodo la medida de su magnitud.
Después se descubrió la cabeza, cuyos cabellos grises flotaron en elaire; elevó al cielo la mirada y la mano con sombrero y todo, y exclamócon voz solemne y varonil que vibraba con extraño son en el silencioimponente de aquellas alturas majestuosas:
— Excelsus super omnes gentes, Dominus, et super coelos...
gloriaejus.
Sería por el estado excepcional de mi espíritu o por obra de un agenteexterno cualquiera; pero es lo cierto que a mí me pareció que aquellanota final estampada en el cuadro por el Cura de Tablanca, rayaba en losublime.
XII
Faltábame conocer, entre lo que no debía de serme desconocido en aquellavasta y montaraz comarca, la salida del valle por la cuenca del ríohasta su desembocadura, con lo cual habría completado yo la travesía delespinazo de la cordillera cantábrica por una de sus vértebras másconsiderables; y como cabalmente en aquellos días estaba yo en vena deexploraciones y correteos, aunque, bien lo sabe Dios, más que por ansiasde la curiosidad, por miedo a la inacción enervadora enfrente deltemible enemigo, cabalgué una mañana muy temprano en el peludo jamelgoque tan sesudamente me habían traído y llevado por las escabrosidadesmás peligrosas de la montaña, y, de propio y deliberado intento, solo ysin otro guía que el instinto y la larga experiencia del honradocuadrúpedo, más unos informes que me habían suministrado de palabra lanoche antes en la tertulia de mi tío; atravesé el ruinoso puente que unelas dos orillas del Nansa a corto trecho de la casona, y emprendí lamarcha siguiendo la bien trillada senda que culebrea por la ladera delcerro, acompañándome el continuo rumor de las invisibles aguas corriendoen el fondo del sombrío cauce a muchas varas bajo mis pies.
Dudaba yo que, después de lo que llevaba visto en la alta montaña,hubiera en la cuenca del río, desde Tablanca hacia abajo, cosa quepudiera cautivar mi atención; y así sucedió, en efecto: sin dejar de seráspera, angosta y montaraz en su parte más elevada, carecía de lagrandeza imponente de los desfiladeros de «arriba». Los pueblos,amontonados, en sendas rinconadas de la garganta, iban sucediéndose a mipaso con la regularidad de las estaciones de un ferrocarril. Uno deellos, más soleado que cuantos había dejado atrás, apareció de repente ami vista en un vallecito, al pie de una ladera rapidísima, por la cualdescendía mi jamelgo paso a paso entre un laberinto admirable de viejosy copudos robles que parecían puestos allí para mantener las tierras delmonte adheridas a su esqueleto: tan agria era la cuesta.
Llegado al valle felizmente, aunque un poco dolorido de cintura yo, porel continuo esfuerzo hecho con ella para conservar el cuerpo en lavertical, sobre la línea del caballo, paralela al suelo, supe que elpueblo columbrado por mí durante la bajada por los claros de la espesacolumnata de troncos, era Robacío. Acordéme entonces de Neluco y deChisco, y supuse que la casa del primero sería una grande, de «cuatroaguas», que no distaba mucho del camino; y supuse bien, según respuestaque dio a una pregunta que le hice, un muchachuco más guapo que limpiode cara y de vestido, que jugaba, con otros de pelaje aún más humilde,en una brañuca próxima a la portalada. Responder a mi pregunta, dejar eljuego y lanzarse a abrir el postigo, mientras los otros chicuelos,suspensos y algo cortados, me contemplaban con los ojos muy abiertos,fue todo uno; y no bien hubo asomado la cabecita al corral, cuando yacomenzó a gritar allí:
—¡Madre!... ¡madreee! ¡Aquí está un señor que viene a casa!
Y por si esto era poco, descorrió desde adentro la falleba de losportones, y los abrió de par en par a fin de que pasara yo sin apearme.Con este estruendo y aquel vocerío, antes que acabara de sorprenderme dela ocurrencia, ya estaba en el encachado soportal y enfrente de mí, unamujer de mediana edad, buenas carnes y sano color, y con el modestoatavío casero que ordinariamente usan a diario las matronas pudientes deaquella comarca. Con esto, y con hallar bastante parecido en su cara conla de Neluco, no dudé que aquella mujer era su hermana. Me apeé de unbrinco; y sin cuidarme del caballo, comencé, mientras andaba hacia ellacon el sombrero en la mano, a deshacerme en excusas, a explicarla elsuceso... Yo tenía muchísimo gusto en ponerme a sus pies, en conocerlapersonalmente, en ofrecerla mis respetos; pero esto lo hubiera hecho...pensaba hacerlo, a otra hora menos intempestiva... a mi vuelta por latarde... la culpa era de aquel diablillo que, sin darme tiempo paraexplicarme, se había apresurado a llamarla...
A todo esto, ella me miraba de hito en hito; hasta que, sin llegar yo adecirla cuanto pensaba decir, bañó toda su faz noblota y rozagante enuna sonrisa que pudiera llamarse inmensa, si se midieran las sonrisascomo las superficies; arrancó hacia mí con ambas manos tendidas, yexclamó cortándome el descosido discurso de repente:
—¡Virgen la mi Madre! Usté es el sobrino de don Celso.
Declaré que sí lo era, y continuó ella, sin soltar mi mano de entre lassuyas:
—Sabía yo por Neluco que andaba usté por ayá; y por eso, y por el aire,y por algo que ha dicho... y por estas corazonás que a lo mejor tieneuno... ¡Hija, lo que me alegro!... ¡Vaya, vaya!... Y
¿cómo está el pobredon Celso?... Mal, creo yo, lo que nos ha dicho Neluco... Porque Nelucoes tan cariñoso y tan... vamos, tan apegao a los suyos, que hora quetenga sobrante en su obligación, cátale en Robacío... Pero ¿qué hacemosaquí plantificados en el portal? Suba, suba, señor don Marcelo, ydescansará como debe, y le pondré de almorzar... ¡Cómo que no! Aquítodos somos unos. ¿Usté no lo sabe? ¿No se lo ha dicho Neluco? La casonade don Celso y la nuestra casa... ¡vaya!... de padres a hijos viene laestimación y la buena ley y hasta el parentesco, si un poco se escarbaen la sangre...
No me valieron excusas, por más que ponderé lo largo de la jornada quetenía que hacer antes de la noche, y lo apurado que andaba de tiempopara ella.
—Tendrále de sobra—me decía la jovial matrona guiándome ya hacia laescalera—, para ese trabajo y otro tanto más, si sabe aprovecharse deél; y no creo yo que es perder hora la que se gasta en confortar elcuerpo a la mitá del camino... ¡Vaya con ella! Y lo peor del cuento esque está «él» ausente y no vendrá hasta la hora de comer, más quemenos... Anda en el invernal amañando un morio que se quebrantó el otromes; y como en teniendo obra entre manos no acierta a perderla devista... ¡Pues no lo sentirá poco cuando lo sepa!... ¡Hija, quécasualidá! Bien que ya le verá cuando pase usté de vuelta esta tarde...Aunque mejor fuera que se quedara a comer con nosotros y dejara lacaminata para otra ocasión... ¡Vaya que es antojo el de llegar hasta elcamino real!... Dos veces en toda mi vida he puesto yo los pies en él...Mire si soy correntona... ¡Vaya, vaya!...
Hablando por este arte mientras subía la escalera y la seguía yo paso apaso, más que en lo imposible de atajarla en su pintoresca charla,pensaba en el parecido que hallaba entre ella y la madre de Lita, nosolamente por el carácter, sino por el estilo, sin saber yo entonces,como lo supe andando el tiempo y conociendo nuevas gentes, que enaquella forma y con aquellos aires campechanos y llanotes, se desbordasiempre el espíritu generoso y hospitalario de las damas de aquellaagreste región montañesa.
Ya en lo alto de la escalera, que no era larga, entramos en el crucerode siempre, porque todas las casas pudientes de aquellas alturas, y aunlas equivalentes de los valles bajos que he conocido después, parecenhechas por un mismo plano; sólo que en la de Robacío hallé una novedadque llamó muy agradablemente mi atención, y fue la de tener las paredesde todos los pasadizos literalmente cubiertas, de techo a suelo, conristras de panojas, que, por estar abiertos puertas y balcones einundada de sol toda la casa, resplandecían como tapices orientalesbordados de oro y perlas.
Ni aun admirarlo me dejó la buena hermana de Neluco, porque teniendo encuenta lo apresurado que yo andaba, entre conducirme a la sala y llamara gritos a una sirvienta y sacar, en tanto, cosas de una alacena y otrascosas de un armario, y poner las primeras en manos de la mozona (que nollegó tan pronto como ella quería) con una buena sarta de advertencias yde encargos a media voz, y las segundas sobre una mesa que había en lasala, arrimada a una pared, y andar de acá para allá sin dejarme nuncaenteramente solo ni falto de su conversación, más de cerca o más delejos, no hallaba yo momento de pensar con sosiego en punto alguno enque fijara la atención. Al fin se detuvo y se calmó la ventoleraaquélla; y recogiendo lo que antes había puesto sobre la mesa ycolocándolo interinamente en las sillas inmediatas, levantó el ala queaquélla tenía libre y plegada, y no las dos, por no necesitarse para mísolo tanto espacio, según tuvo la bondad de advertirme; tendió sobre eltablero resultante un blanquísimo mantel; puso sobre éste una botella devino, un cubierto de plata maciza y de anticuada forma, dos vasos decristal, tres platos amontonados, una torta de pan, tibio todavía, segúnme dijo la complaciente señora, porque no hacía aún dos horas que habíasalido del horno del corral; un queso duro, de ovejas, y cosa de mediomaquilero de nueces y avellanas.
Entre tanto, no cesaba de hablarme, y me hacía muchas preguntas sinesperar en cada una de ellas a recibir mi respuesta, por entero, a laanterior. Me preguntó, ante todo, por su pariente don Pedro Nolasco ypor su hija Mari Pepa, de la misma edad que ella, amiga íntima desde laniñez, casi su hermana, porque como hermanas se querían... Pues ¿y Lita,Lituca? Era un serafín aquello, más que mujer. ¡Qué guapa, qué aguda,qué hacendosa!
Si ella fuera hombre y mozo soltero, ya sabía con quiéncasarse, como Lita le quisiera. ¡Y no su hermano Neluco!...
¡Cuántasveces se lo había dicho! ¿Para qué quieres la enjundia, hombre? ¿Qué máspuedes apetecer?... Si apareáis como de molde... ¡Ah, pan frío desatanincas!... ¡Tochu, más que tochu!
Cuando Lita iba a Robacío, era laalegría de la casa: ni canario en jaula de oro podía compararse conella.
En éstas y otras comenzó a darme en la nariz un olor muy agradable defritangas, y con él entró en la sala un rapaz como de seis años, con lajeta muy pringosa y la ropilla estropeada; después otro de igual pelaje,pero de menos edad; enseguida otro menor que los dos; luego unamuchachuela rubia, de ojos saltones, muy enjuta de canillas y larga debrazos; tras ella, otra rapaza morena, carrilluda, de ojos negros ygruesas pantorrillas, la cual traía de la mano a un chiquitín muyrisueño que se tambaleaba al andar con sus patucas estevadas; y, porúltimo, llegó el muchacho que con su descomedida diligencia había sidola causa de cuanto estaba sucediendo allí. Toda aquella prole, aparecidauno a uno, a paso lento y con mirar receloso, se fue colocando ensemicírculo, muy apretado, enfrente de mí; y como no sabían qué decirme,por más que yo les preguntaba muchas tonterías, y su madre me los ibanombrando por orden de edades, a la vez que los reñía, y no con grancoraje, por un descortés atrevimiento, cada cual entretenía el tiempo yconllevaba el mal rato como mejor podía: quién pellizcándose lasnarices, quién rascándose la cabeza y quién alguna parte de su cuerpomás baja y más trasera. «Pero ¿no parece—me decía su madre en tanto—,que gobierna Satanás a estos arrastrados?
Póngalos usté de pies a cabezacomo un sol de mayo en cuanto se tiran de la cama todos los días, paraverlos como usté los ve a la media hora... y si no hay escuela como hoy,por ser jueves, cosa es de no poder mirarlos ni aguantarlos. ¡Señor yPadre celeste, qué criaturas!... Pero estén ellas en buena salud, que eslo que importa, y lo demás ya se irá arreglando con el tiempo. ¿No esverdad?... Vaya, ahora venga acá y arrímese a la mesa... y perdone lamiseriuca por la buena voluntad conque se la ofrezco a falta de cosamejor.»
Esto lo dijo al ver entrar a la criada con una gran fuente entre manos,conteniendo dos pares de huevos estrellados y una enormidad de lomo y dejamón frito, con su correspondiente cerco de patatas.
Hubo las porfías que eran de esperarse sobre lo poco con que mesatisfacía yo, y lo mucho que ella me ofrecía con generosa obstinación,pensando que «lo dejaba por cortedad». Al fin transigimos tomando yoalgo más de lo que necesitaba, y repartiendo el resto hasta lo que ellame ofrecía, entre los siete rapaces que devoraban con los ojos elsuculento agasajo humeando sobre la mesa.
También vino a colación allí lo que ya empezaba yo a echar de menos enboca de la hermana de Neluco; la tesis a que tan acostumbrado me teníanlas buenas gentes de aquellos valles: si me iba gustando la tierra demis mayores; la diferencia que hallaría entre aquellas soledades y lasgrandezas y diversiones a que estaría avezado en Madrid... y, porúltimo, la lástima que sería que no tomara al valle la buena ley que élse merecía; porque, muerto don Celso, que por muerto había que darle ya,Tablanca se quedaba sin padre y sin sombra de amparo. ¡Y si supiera yobien lo que valía esa sombra en aquel pueblo, y lo que venían valiendootras como ella desde tiempos muy remotos!
Para saberlo así, era precisover lo que pasaba en otros lugares que no la tenían, como pasaba yatambién en Robacío, desgraciadamente. Allí no había unión ni paz entreunos y otros, por culpa de cuatro mangoneadores amparados por otrostantos
«cabayerus de ayá fuera», que no se acordaban del pueblo más queen las ocasiones de necesitar las espaldas de aquellos pobres melenospara encaramarse en el puesto que les convenía, y pipiar a gusto lasuvas del racimo. Esto no pasaba en Tablanca, donde no se sentía unamosca, ni tenían entrada aquellos personajes más que con su cuenta yrazón. Daba gusto aquella hermandad de unos con otros, y aquelayuntamiento sin deudas, y aquel vecindario sin hambre y bien vestido.Pues toda esta ventura acabaría con don Celso, si yo no me animaba arecoger los frenos que él soltaría de sus manos al pasar a vida mejor.
Lo singular de esta tesis, tan manoseada por unos y otros, era para míla solemnidad y la hondura del sentimiento con que me la exponían entodas partes. La misma hermana de Neluco, tan jocosa y tan chancera ensus descosidos discursos, se formalizó hasta conmoverse al exponérmela.Y éste era el lado por donde más me llamaba la atención aquel tema, queiba, por lo demás, degenerando en manía.
Con el asentimiento y las diplomáticas promesas que la costumbre mehabía obligado a adoptar en casos tales, di por rematado el punto; y conel pretexto de la prisa que tenía, terminados el almuerzo y la visita,no sin saber antes, por la inagotable bondad de aquella incomparablemujer, que su hermano mayor, abogado de bastante nota, estaba casado enValladolid, y que por eso y por ser Neluco demasiado mozo y andartodavía de la Ceca a la Meca, se había quedado ella en las particionescon la casa paterna; pero como si fuera de todos los hermanos, porque elabogado bajaba a Robacío casi todos los veranos, y Neluco cada día quele era posible.
Gozaba ella que era una bendición de Dios cuando estaban todos reunidos,chicos y grandes; y cuanto más apretados, mejor.
Y apretados lo estabanen aquellas ocasiones a menudo, porque aunque la casa era grande, comotenían mucho laberinto de labranzas y ganados... ¡Virgen Madre, cómo legustaban esos trajines a su marido! Pues con gustarle tanto, de segurono le gustaban más que a ella...
Y bien se revelaban estos gustos en toda la casa, particularmente deescalera abajo. En el portal, desde donde se veían las puertas abiertasde los establos, un horno con su tejadillo protector, un pozo con elcorrespondiente lavadero, grandes pilas de leña y un carro de bueyesbajo un cobertizo, olía a heno, se oían los golpes y los cencerrillos yesquilas del ganado preso en las pesebreras, y brujuleaba de soslayo ycomo a la descuidada, un copioso averío alrededor de un «garrote», encuyo fondo roía mi caballo, desembridado y amarrado al poste con unasoga por el pescuezo, los últimos granos del pienso de maíz con que lehabía agasajado el sobrino mayor de Neluco, mientras su madre meagasajaba a mí en la sala de arriba con huevos y con jamón. Esto se supopor declaración del chicuelo mismo, al preguntarle yo, muy complacido,por el autor de la ocurrencia. Alentado por el buen éxito de ella,salióse del montón de sus hermanos, que en tropel habían bajado con sumadre detrás de mí, y en un dos por tres embridó el rocín después dearrojar al averío las mezquinas sobras del pienso; sacó la mansa bestiaal corral, y la plantó allí, en debida forma, para que montara yo.Abrevié la despedida cuanto pude, condensando mis expresiones de cordialagradecimiento hasta la avaricia, por temor a los lujos verbosos de lahermana de Neluco, que en lo más nimio hallaban causa para desbordarse;cabalgué de prisa deslizando en la mano del chicuelo que me tenía elestribo una moneda de plata sin que lo viera su madre, dádiva que lellenó de asombro y de zozobra hasta enrojecerle la cara y dejarletambaleándose, por lo que le costó mucho trabajo abrirme la portalada; yen cuanto la vi de par en par, pagué con una sonrisa y una sombreradalos últimos ofrecimientos de la inagotable matrona; salí a la brañuca deafuera oyendo las despedidas de adentro «hasta la tarde»; piqué sincompasión al jamelgo, y tomé el camino río abajo como si me persiguieranlobos de rabia.
Creo, sin estar muy seguro de ello por no haber fijado la atención congran empeño en el cuadro, que por allí comienza el verdadero ensanche dela cuenca, y el río a descansar un poco de las fatigas de su rápidodescenso, tendiéndose a la larga en buenos trechos casi llanos y bieniluminados por el sol. Lo que sí recuerdo bien es que con la libertadque les dan estas relativas anchuras, el río y el camino (a la izquierdaya éste de aquél) se separan uno de otro con alguna frecuencia, aunquesin llegar a perderse de vista por completo. Al fin y al cabo, ningunaobligación tienen de andar juntos por todas partes; y sin duda por eso,el camino, sin trabas ni impedimentos, como el río, que le obliguen adescender continuamente y por determinado canal, a lo mejor se echabapor un atajo cuesta arriba, gozándose después en saludar desde la lomadel cerro pedregoso a su arrastrado compañero, que sudaba la gota gordapara abrirse paso en los profundos de un vallecito angosto, entrealisales, guijarros y mimbreras.
Donde se juntan otra vez los dos camaradas es hacia el final de suviaje, por estrecharse la cuenca nuevamente, pero sin crecer gran cosalos taludes; y ya no vuelve el río a gozar de otra llanada que la de susepultura, festoneada a lo largo en su margen terrestre por un caminoreal que ni el Nansa ni yo vimos hasta que nos hallamos yo encima de él,y el río estrellándose contra los estribos del puente que une las dosorillas.
Allí le di mi afectuosa despedida, mientras ahogaban con un abrazo susmurmullos (que durante nuestra jornada de seis horas no habían cesado unmomento) las traidoras aguas salobres que le esperaban inmóviles ycristalinas, como un espejo en que se miran las nubes del firmamento,tendidas al sol en una vasta llanura salpicada de islotes tapizados deverdes y olorosas junqueras. Esta pintoresca ría está separada del marpor una barrera muy alta: un monte negro y pedregoso, rajado de altoabajo, quedando así un boquete muy angosto donde se cuelan las aguas ylos barcos, y se ve el Cantábrico, mirando desde adentro, como un pedazode cielo a través de las rejas de una cárcel.
Todo aquel panorama me pareció muy bello por sus líneas, por su luz ypor su color, mas a pesar de ello, ocupó mi atención breves instantes,porque se habían largado mis ideas por muy distintos derroteros. Fue elcaso que no bien me vi sobre el camino real, se despertaron súbitamentemis mal dormidas inclinaciones mundanas; y escapándoseme la mirada y lospensamientos a lo largo del blanquísimo arrecife que corría paralelo ala costa y desaparecía en la curva de un altozano, empecé a considerar.
—Por ahí se va a la vida y a la libertad de las planicies soleadas, albullicio de las ciudades, a las damas elegantes y a los hombres bienvestidos, a la conversación culta y amena, a los salones alfombrados, allibro, al teatro, al periódico, al Casino, al Ateneo... ¡mientras quepor aquí!...
Y volví los ojos al sendero de la montaña, y le vi trepar entre lospedruscos y los escajos bravíos de una sierra calva; y distinguí detrásde ella, la loma de otra sierra más alta, y por encima de ésta, otra ysobre su cumbre la de un monte que las asombraba a todas; y asísucesivamente, hasta perderse las últimas desvanecidas en un ambientebrumoso y tétrico que no me dejaba percibir con claridad los dospeldaños de aquella escalera disforme, entre los cuales se escondía lasepultura en que, por un mal entendido sentimiento
filantrópico,
habíaresuelto yo enterrarme vivo.
Sentí de pronto alzarse dentro de mí una protesta de mi libérrimoalbedrío, y con ella la nostalgia de la ciudad; pero con una fuerza tannueva y tan irresistible, que, sin saber, cómo, me vi encarado otra vezal camino real y poseído de un vehementísimo deseo, de la tentaciónpueril y desatentada... de
«escaparme por allí».
Pasó todo esto, como vértigo que era de mi exaltada imaginación, enpocos momentos; pero no sin dejarme huellas mortificantes en elespíritu.
Al otro lado del puente había unas casas de muy alegre aspecto:parecióme de parador el de una de ellas, y allá me fui.
Parador era, enefecto, y taberna bastante bien surtida. Mandé dar un pienso a micabalgadura y pedí unas frioleras para mí, más que por satisfacer unanecesidad que no sentía, por comprar el derecho de descansar un poco ala sombra y en un banco, bajo techado, ya que no era posible hacerlo alaire libre recreando los ojos en la contemplación del mar, que con estartan cerca de allí, no se veía más que por el negro boquerón de la ría.
Era ya bien corrida la una de la tarde cuando volví a cabalgar.
Repaséel puente, y sin dirigir la vista al camino real que dejaba a miizquierda, comencé a desandar aguas arriba lo que había andado por lamañana aguas abajo. Al llegar a Robacío, vi que me esperaba en labrañuca contigua a la portalada de marras, toda la familia de la casonaaquélla, con el padre en primer término. Bien sabe Dios que hice votosolemne en mis adentros de no echar allí pie a tierra, como no medesmontaran a tiros. Era el cuñado de Neluco un hombre bastante gordo yno muy alto, moreno y atezado de rostro, con anchas patillas grises,pelo recio y poca frente. No hablaba tanto como su mujer, pero no eramenos afectuoso y hospitalario que ella. Con la disculpa (y era la puraverdad) de que llevaba las horas muy medidas, hablé