Peñas Arriba by José María de Pereda - HTML preview

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—Porque a la vez que él se embravece y se emperra, ellos van mejorando.

—Siempre lo que Dios jaz está bien jechu... ¡Ah, si esto duraramuchu!...

—¿El temporal?

—Y lo otru.

—¿Cuál es lo otro?

—Lo que reza con lo que usté quiere saber.

—Y sin llegar a conseguirlo, por más señas... Vamos a ver, Facia: ahoraque está usted un poco más tranquila, ¿por qué no me lo cuenta? ¿Por quéestá llevando usted sola tan pesada carga?... porque yo creo que nisiquiera Tona tiene la menor noticia de ella...

—¡Hija de mi alma!... La lengua me partiera en dos con los mesmusdientes mius si la viera en tentaciones de parláselu...

¡igual que alprobe señor y mi amu! ¡Santa Virgen de las Nieves!... Y, por caridá deDios, no me pregunte más de esu por ahora... ni nunca jamás, señor donMarcelu; que yo, por la cuenta que me trae, buscaré el amparu de ustécuando la carga me rinda y las angustias me ajueguen... porque la pesteha de golver, y sin mucha tardanza, señor don Marcelu. ¡Ay, desdichadade mí!... ¡Y

el amu... y Tona!... ¡Santa Virgen la mi Madre!

Púsose lívida de repente, se le pintaron en la cara las angustias deotros días, y llevó hasta ella sus manos cruzadas y convulsas.

Me movióa compasión la pobre mujer, y sentí remordimientos de haber sido yo elcausante de aquella crisis amarga. Tomé con empeño el trabajo decalmarla, y lo conseguí; pero con la ayuda de una «zurriascada» ferozque se estrelló de repente contra las puertas del balcón. Cuando estoocurría, se enjugaba Facia los ojos y respondía malamente a mis últimasobservaciones. Al oír el estrépito de afuera, suspendió hasta laslágrimas y se lanzó a uno de los cuarterones abiertos, y allí se estuvomirando, con la avidez de un sediento, aquella mar de lluvia cernida,revuelta y zarandeada en el espacio por la furia del vendaval.

—¡Oh!—exclamó al fin, retirándose de su observatorio con la cararadiante de alegría y andando presurosa hacia la puerta de salida—, pormisericordia de Dios, hay pa ratu.

¿No era bien singular y extraño todo aquello?

Entre tanto, yo no cesaba de meditar sobre el grave tema, y punto desuma trascendencia para mí, surgido aquella misma mañana de laconversación que tuve con mi tío; y cuanto más vueltas le daba en micabeza, más obligado me creía, hasta por obra de caridad, a ofrecerle loúnico que honradamente le podía ofrecer yo. Si con este ofrecimiento securaba de sus angustias mortales, ¿qué mayor satisfacción para mí? Siandando el tiempo resultaba que no llegaban mis fuerzas tan allá comomis buenos propósitos, ¿qué culpa tendría yo de ello?

No vacilé más: busqué a mi tío, le hallé en su cuarto cerca de unbrasero, hojeando unos papeles, tosiendo mucho y moviéndose mal debajode la espesa ropa que le abrumaba, a la tétrica luz de la media tarde yal ruido ingrato de las celliscas y de los truenos que no cesabanafuera.

XVIII

Me anuncié preguntándole desde la puerta si podía hablar con él cuatropalabras sin molestarle.

Volvió hacia mí la cara con la viveza ratonil que le era propia, y mecontestó, enderezando cuanto pudo el cuerpecillo descarnado:

—¡Mira, hombre, qué casualidad!... Apuradamente estaba yo pensando enir enseguida a preguntarte lo mismo para cumplirte después la promesaque te hice esta mañana por remate de nuestra conversación.

—Pues a cumplir otra promesa—añadí—, que no pude hacerle a ustedentonces por falta de oportunidad, pero que quedó hecha en mis adentros,vengo yo ahora.

—Ya estás sentándote y hablando—me dijo a esto, arrojando sobre lacómoda los papeles que hojeaba, sentándose después en una silla junto ala caja del brasero e indicándome que hiciera yo lo propio en otra queestaba enfrente de ella.

—En lo de sentarme—le dije, haciéndolo—, le obedezco a usted desdeluego; pero en lo de hablar... no tanto.

—¡Esta es buena, trastajo! ¿Por qué, hombre?

—Porque quiero darle a usted la preferencia, como debo, en lo quemutuamente tenemos que decirnos, según parece.

—Vaya, vaya, déjate de cumplimientos, y empecemos por el caso tuyo, quepara el mío siempre hay lugar. Conque ¿qué es lo que se te ocurre, hijomío?

—Pues lo que se me ocurre—dije yo comenzando a tocar las dificultadesde acometer de frente un asunto de tan delicada naturaleza como aquél,cuyo punto de partida era nada menos que la muerte de mi venerableinterlocutor—, se me ocurre, mi querido tío, algo que se relaciona conotro algo que le oí a usted esta mañana y me produjo muy honda y muyamarga impresión...

—A ver, a ver—interrumpió el pobre hombre acercando más su silla a lamía, mientras se pintaba en sus ojuelos chispeantes la curiosidad que ledevoraba.

—No crea usted que se trata de una cosa del otro jueves—

añadísonriéndome.

—Sea del otro jueves o del otro sábado, ¡venga esa cosa por derecho ysin envoltorios, hombre!—me respondió con un brío inconcebible en suextenuación cadavérica.

—Corriente—le dije yo, no sabiendo cómo armonizar mis escrúpulos consus impaciencias—; pero después de declarar, para la debidainteligencia, que yo tomo el caso en el punto mismo en que usted le pusoy le dejó esta mañana.

—Declarado y entendido... ¡Adelante ahora!

—Me dijo usted entonces, metido en la injustificada aprensión de queiba a morirse pronto... y Dios no lo confirme.

—Ésa es cuenta de Él y mía... ¡Adelante, Marcelo!

—Me dijo usted, repito, confesándome además que esa...

aprensión...

—Aprensión, ¿eh?

—Que esa... cavilación, si lo prefiere así, era la que le estabamatando; que a usted no le espantaba la muerte, sino el morirse, elcesar de vivir, el irse del mundo para siempre, porque hace mucha faltaen él y no deja quien le reemplace en su labor de toda la vida. ¿No esésta, tío, la sustancia de lo que usted me declaró?

—Justa y cabal, Marcelo; justa y cabal...

—Y por eso, por esa pena tan grande, por ese modo tan triste de ver lascosas, iba usted perdiendo la tranquilidad y el sueño...

y hasta lavida...

—Ni más ni menos, ¡pingajo!... ¡hasta la vida!

—Una alucinación como otra cualquiera; pero, en fin, así lo ve usted, yesto basta para su martirio que, en definitiva, es real y verdadero.Pues bien: si usted tuviera un hijo que le sucediera en susinclinaciones, en sus propósitos y en sus obras, no hubiera cabido enusted ese temor a la muerte, ni esa... aprensión de morirse... Creo quees esto lo que también me dijo usted esta mañana, o me lo dio aentender, por lo menos.

—No, no: lo dije; y si no resultó bien claro, fue porque no supedecirlo.

—Corriente; pero sucede que no existe ese hijo, y que tampoco me dijousted si la falta de él puede sustituirse con...

algo.

—¿Con qué, Marcelo? ¿Con qué?

Y aquí el bendito de Dios erguía su cabeza, alargando el pescuezodescamado y rugoso y devorándome con los ojos anhelantes.

La emoción es contagiosa, y no logré darle, sin descubrir algo de lamía, esta breve respuesta:

—Verbigracia, con un deudo de su mismo apellido de usted...

Se revolvió convulso entonces en la silla, comenzó a resobarse unacontra otra las manos trémulas, avivó las llamas de sus ojos que noapartaba de los míos, y me dijo ansiosamente después de haber acudido envano dos veces a los registros de su voz:

—Venga el nombre de ese deudo... si es que le conoces tú. Por lo que amí toca, no conozco más que uno.

—Pues si le conoce usted...—apunté yo, prefiriendo, por un sentimientoharto fácil de estimar, que la insinuación partiera de él.

—Y ¿qué adelanto yo con conocerle?—exclamó aquí mi tío, detenidoprobablemente por el mismo reparo que yo.

Dándolo por cierto y con entera resolución de llegar cuanto antes al finque me proponía, le añadí:

—Con franqueza, tío: aunque nada me ha dicho usted nunca de ello,muchos síntomas bien claros me han hecho creer que, en su opinión, nocaería mal en esta casa, mañana u otro día, ese pariente a quien ambosnos referimos.

—¡Cascajo... pues yo lo creo!... ¡Como santo en su peana!

—Y ¿por qué no me lo ha dicho usted derechamente?

—Pues, hijo del alma, y franqueza por claridad, porque no me gustansantos a la fuerza; y para serlo de buena voluntad y de la clase que senecesitan aquí, no veía yo la mejor madera en ese pariente mío. ¿Loquieres más neto?

Iba, entre tanto, difundiéndose por toda su faz, lívida y acartonada,una expresión de intensa alegría; pero con tal rapidez, que no parecíasino que le daban impulso los mismos vendavales que zumbaban entre lospeñascos y jarales del contorno. Y cuando le dije terminantemente lo quepensaba decirle, se incorporó con la agilidad de un muchacho, me mirócon unos ojos en que se pintaba la exaltación de su espíritu resucitado,y exclamó:

—¡Tú, Marcelo!... Nada menos que tú... ¡el hijo de mi hermano JuanAntonio!... ¡Un Ruiz de Bejos de pura casta, sano y garrido como untrinquete!... Pero ¿lo has pensado... lo has medido bien, hijo mío? ¿Nohay en tu arranque algo... vamos, algo de caridá que te ciegue? ¿Sabesbien todo lo que pesa esa carga en un hombre de tu ropaje? ¿Será posibleque Dios misericordioso lo haya sido conmigo también en esto que le hepedido tan de veras?

—Vamos a cuentas sobre ello, querido tío—le dije levantándome yotambién según iba creciendo su exaltación, y tomando sus manos entre lasmías—. Vamos a cuentas, y a cuentas claras: el simple deseo de usted,declarado con franqueza, me hubiera bastado, desde que estoy enTablanca, para brindarme, sin esfuerzos ni violencias, a lo que me hebrindado hoy, en el supuesto aventurado de que yo le sobreviva austed...

—Déjate de supuestos, hijo, y dalo por cosa hecha... y para muy pronto:yo sé a qué atenerme sobre eso mejor que tú.

—Démoslo, por un momento, como usted quiere y para entendernos mejor; ydigo que me comprometo, en ese triste y desgraciado caso que Dios alejede nosotros tan allá como yo deseo, a poner de mi parte cuanto quepa enlas fuerzas de mi decidida voluntad, para proseguir la obra benéfica deusted aquí, y desde luego, le empeño mi palabra de que la cadena, por depronto, no ha de romperse por el eslabón que yo represento en ella...Después, sólo Dios puede saber lo que sucederá; Porque...

—¡Punto ahí, Marcelo!... porque ya me concedes hasta más de lo que yome hubiera atrevido a pedirte... ¡Y Dios te lo pague en la medida de loque yo lo aprecio!

Enseguida me abrazó muy conmovido; abracéle yo a él también al mismotiempo, y no muy sereno que digamos, y abrazados estuvimos lo bastantepara que yo percibiera el acelerado compás de su respiración.

Al desprenderse de mí, clavó la vista durante un buen rato en elcrucifijo que estaba colgado sobre el testero de su cama. Se habíadescubierto la cabeza para eso, y yo, por respeto a lo que debía deestarse tratando en aquella escena sin palabras, me descubrí también.

En cuanto descendió con la atención a las cosas del bajo mundo, me dijocon voz entera y mucha tranquilidad:

—Vamos ahora a tratar del asunto mío.

Púseme gustoso a sus órdenes; rogóme que le ayudara un poco allí y saliódel cuarto: llegóse al mío; metió la cabeza dentro de él; hizo lo propioen la alcoba del salón intermedio, y trancó luego la puerta de éste.Vuelto a su punto de partida, desde donde le observaba yo lleno deextrañeza, cerró también con llave la puerta, y me dijo placentero ysonriente, pero ahogándose de cansancio:

—¿Te asombrarán un poco estos husmeos de lebrel, eh?

Respondíle que sí, y añadió:

—Pues todos son necesarios, con lo curiosas que son las gentes, cuandoel caso lo requiere como ahora. Por lo pronto, repara bien lo que yovaya jaciendo, y ten la caridad de ayudarme cuando te lo pida.

Dicho lo cual, se dirigió a la alacena que estaba cerca de la ventana yen la misma pared, y la abrió con una de las llaves encadenadas en unllavero que sacó, pujando mucho, de un bolsillo interior de su chaleco.

La alacena era de poco fondo, y no tenía más que una balda a la mitad desu altura. Sobre la balda y debajo de ella había como una docena delegajos, arranciados los más de ellos y atados con bramante deshilado ymedio destorcido.

—Son copias de escrituras—me dijo mi tío—, cuentas viejas departiciones de bienes, y otros papelotes de familia... Vete poniéndolotodo encima de esa cómoda, porque yo no tengo ya resuello ni paralevantar los brazos solos... ¡Por vida de los demonios... delpispajo!...

Hice lo que me mandaba, y fue sacando de la alacena, además de loslegajos, tres pares de candelabros de plata, varios cubiertos y unabandeja del mismo metal, y un rimero de porquerías, entre ellas más deseis libras de polvos de salvadera envueltos en un papel de estraza, yuna jarra blanca como de media azumbre, con un paluco adentro. Elinterior de la jarra y el paluco estaban cubiertos de una costranegruzca muy removida y cuarteada. Pregunté a mi tío con una mirada paraqué servía aquello, y me respondió:

—Eso es para hacer tinta... digo, era; porque ya con la última hecha elaño que pasó, ha de sobrarme. La hacía con agallas y caparrosa, y larevolvía dentro de la jarra con ese paluco, que es de higar, porque deotra madera no sirve: saca la tinta mal color.

Después de desocupada la alacena, me mandó mi tío que sacara la baldatirando hacia mí. Saqué la balda, que era pesada y de castaño, como todoel interior de la alacena. Quedaban sobre el fondo de ella, en sentidovertical y uno en cada ángulo, dos anchos listones, que parecían estarallí para sostener los extremos de los otros dos horizontales y másestrechos, sobre los cuales descansaba la balda; pero era otro muydiferente su destino: estaban sueltos y servían para ocultar unospasadores de hierro con que se sujetaba a los tableros laterales el delfondo. Sacado éste al fin, después de quitado el estorbo de los cuatrolistones, y vencida

la

dificultad,

no

pequeña,

de

correr

los

pasadoresoxidados, apareció un bulto negro en las entrañas de la pared.

—Jala de eso pa-cá, arrastrándolo—me dijo mi tío señalándome el bultocon la mano por encima de mis hombros medio embutidos en la alacena.

Embutílos todavía más para hacer lo que me ordenaba mi tío; llegué conlas manos al bulto, que tenía cuatro caras, duras y frías, como que erande hierro; doblé los dedos sobre las aristas del fondo, y tiré haciamí—, pero no me bastó el primer tirón, porque era muy pesada la caja, ytuve necesidad de repetirle con mayor fuerza para arrastrarla hasta laboca de la alacena, donde la dejé por encargo de mi tío.

—Ahora—me ordenó—, dale media vuelta, de modo que quede hacianosotros la cara de atrás.

Hícelo así, y apareció en ella la cerradura, que a la simple vista notenía nada de particular. La caja mediría poco más de un pie de ancha,por cosa de pie y medio de alta.

—Corriente—dijo mi tío entonces—. Pues ahora déjame ponerme donde túestás; pero repara bien lo que me veas hacer para enterarte mejor de loque te vaya explicando.

Entonces eligió otra de las llaves de su llavero, y, con mano algotemblorosa, la dirigió a un punto determinado de la cerradura de lacaja.

Todos estos procedimientos y detalles iban poniendo mi curiosidad y miextrañeza en un grado de tensión extraordinario.

El aspecto de lahabitación, tan austero que rayaba en lo pobre; su puerta y lasinmediatas, cerradas con llave; aquel hombre extenuado, envuelto en unropaje burdo y desaliñado, sobre el que destacaban la cara lívida, deojos hundidos y relucientes, y las manos cadavéricas; aquella alacena defondos negros, y en otro fondo de ella, más negro aún, una caja dehierro oculta por una trampa más o menos ingeniosa; una luz tétricailuminando la estancia, y fuera de ella los bramidos del huracán, meestaban pareciendo en conjunto un pasaje de melodrama, en el cualdesempeñaba yo un papel de galán joven, protegido del desalmado usurero,por uno de esos incomprensibles antojos del corazón humano.

—Esta caja—me decía mi tío mientras me revelaba prácticamente elsecreto de su cerradura, bien fácil de aprender, después de explicado—,la discurrió y la jizo un jerreru de aquí, muy amañante y de mucha idea,y se la regaló a mi padre; y para ella se abrió, tiempo andando, estaalacena en este morio, que no baja de cuatro pies de macizo. No haymemoria de intento de robo en esta casa; pero ya que había caja consecreto y algo que guardar en ella...

Tan pronto como quedó abierta, y a la vista una buena parte de lo queguardaba, se volvió mi tío hacia mí y me dijo, como si estuviera leyendolos pensamientos que bullían en mi cabeza:

—Lo que menos te has figurado tú, al ver lo que está pasando aquí ratohace, que tu tío es un avariento dejado de la mano de Dios, y que tratade deslumbrarte los ojos con los frutos de sus rapiñas. La verdad,Marcelo: yo me lo figuraría, puesto en tu caso.

Me sonreí sin decir una palabra, y continuó mi tío:

—Pero así y con todo, por esta vez fallan las señales. Esto que aquíves, es, en suma y finiquito, el ahorro de tu tío Celso... y la pucherade los pobres de Tablanca. Estas alhajas sueltas son las que han idollegando a mis manos, como llegaron otras semejantes a las de tu padre,por herencia de nuestros mayores, menos unas Pocas, estas arracadas deoro, y estas gargantillas de coral, y este relicario de plata conpiedras finas, que le regalé yo a mi pobre mujer cuando nos casamos, ytuvo empeño en legármelos a su muerte. Estos cartuchos largos y cortos,gordos y flacos, son de monedas de oro todos ellos. No sé lo quecomponen en conjunto, porque nunca he querido cansarme en averiguarlo.Lo que sé es que las mermas de ello dependen de las necesidades que hayafuera de mi casa. A mí y a cuantos en ella vivimos, nos sobra con lo quenos da la tierra cada año, y eso que nos tratamos bien y a qué quieres,boca. Las fuentes que lo han ido manando, no están, como puedescomprender, en las pobres tierrucas y en los ganados de Tablanca: otrashay muy lejos de aquí, y viejas en la familia, de mejores manantiales.De todas ellas tendrás noticias, cuando las necesites, en papeles queestán en esos legajos y hasta encima de la cómoda... velos ahí, porqueun rato hace andaba yo con ellos entre manos. Lo que importa que sepassin tardanza, por lo que pueda tronar, es que había en este joriaco loque ya tienes a la vista y no está inventariado en ninguna parte; y quetodo ello, alhajas y monedas, es de tu sola pertenencia desde este mismomomento.

Sorprendido con la ocurrencia, intenté hacer muy formales reparos a mitío. No me consintió decir una sola palabra.

—Es asunto mío—me dijo, tapándome la boca con una mano, fría comopiedra sepulcral—, y resuelvo sobre él lo que me da la gana. Además,estoy entrando en vena de hablar, y necesito hablar yo solo y sin quenadie me corte la palabra... ¡trastajo!, hasta para sacar los atrasos deestos días de murrias negras. Lo peor es ¡por vida del pispajo! que meva faltando el resuello...

Deja que descanse un poco.

Sentóse en una silla apurado de respiración, más lívido que antes decara, y trasudando. Aconsejéle que no volviera a hablar de aquel asuntoni de ningún otro, porque necesitaba reposo y tranquilidad; pero no metomó en cuenta el consejo. A poco rato, aunque sin moverse de la silla,continuó así:

—Conviene que te advierta, para que lo tengas entendido, que no tratode corresponder con esta miseria al gran favor que me ofreciste pocohace. La prueba de ello, si no te basta mi palabra, la hallarás en mitestamento, hecho a las puertas de la muerte, cuando el primer ataque deesta perra enfermedad... Te repito que me dejes hablar a mí solo hastaque se acabe todo lo que quiero decirte. Otro día hablarás tú, y pata...Volviendo al caso, digo que de todo esto que ya es tuyo desde ahora, hansalido muchos de los que estas gentes creen milagros míos; porque otrastantas veces he tenido que hacerme de rogar un poco, con la excusa delno poder; pues de blandearme a las primeras dejándoles descubrir elmanantial, ¡pobre de él y pobre de mí, hijo del alma! porque, enfiniquito, estos hombres, aunque buenos en lo principal, son rudos y delos que se rigen más por la boca que por el entendimiento... Tampoco tedigo esto de la fuente para obligarte con ello a cosa alguna, sinoporque es la verdad, y no sobra el que la conozcas... como conozco yoque cada uno tiene su modo de matar pulgas, y que tú tendrás el tuyoparticular, por consiguiente, y sabrás hacer de tu capa un sayo, o dos,o los que se te antojen... o ninguno, si mejor te parece. Pero (y vayael ejemplo para ver el asunto por las dos caras) por si te allanarasaquí algún día a seguir los mismos gustos que he tenido yo en lo tocantea este vecindario, no te he de ocultar que ha de costarte bastantetrabajo al principio, y algunos disgustos después. Para ayudarte aorillar las primeras dificultades, te recomiendo al Cura, que sabe tanbien como yo, y hasta mucho mejor que yo, de qué pie cojea cada uno desus feligreses. También te puede servir de ayuda, y buena, Neluco Celis,el médico; que aunque mozo, tiene una voluntad de perlas para estascosas, gran ojo y mayor entendimiento. Te advierto también que el Curaes el único hombre, fuera de nosotros dos, que sabe lo que se guarda enesta pared. Creí conveniente declarárselo cuando no contaba contigo,porque no se lo comieran algún día los ratones, o fuera a parar, andandoel tiempo, a manos que no lo merecen; porque no tengo herederos forzososni otros parientes pobres que esos dos bandoleros de que me hablaste elotro día, y no son merecedores más que de un grillete, que no lesfaltará, si viven... Déjame que se me pase este golpe de tos, y que tomeotro respiro. ¡Ay, trastajo, qué miseriuca somos a lo mejor!

Esta vez fue más largo el paréntesis de mi tío, porque fue mayor lafatiga provocada por la tos. En cuanto se repuso un poco, continuódiciendo:

—Pues bueno, y a lo que te iba: ya estás al tanto de las cosas y tienesen marcha tu plan: aquí empiezan las alegrías de la buena entraña, perotambién las desazones gordas, si no te armas mucho de paciencia, ¡peromucho, pispajo! Porque vuelvo a decirte que estos hombres, como caerástú prontamente en ello, no todos son santos. Pero cinco dedos tenemos encada mano, y no hay dos que resulten iguales: lo mismo pasa entre loshijos de familia; y pasando así en una familia de pocos y de una sangresola, ¿qué no pasará en una familia de muchos, como ésta en que hayhijos de tantas y tan diferentes madres? Toparás, de vez en cuando,hasta con desagradecidos, y verás que éste es el tropiezo que más dueley el que más obliga a cerrar los ojos para seguir adelante con el deberque uno tiene con Dios y con sus buenas intenciones; y obrando así,hasta llegarás a mirar a esos desdichados como a hijos que más necesitanpor sus flaquezas, de amor y de la vigilancia del padre. De todassuertes, la prosperidad y el agradecimiento de los buenos te consolaránde la ingratitud de los que no lo son tanto; porque malos, propiamente,yo no los conozco aquí: la verdad sea dicha.

Llevada de este modo latarea, acabarás por tomarla mucha ley; pero guárdate bien de darla nuncapor asegurada, por firme que la creas por todas partes, porque torresmás altas y de esa misma hechura se han venido al suelo de la noche a lamañana. Tan seguros como yo a estos hombres, tenía a los de Coteruco migran amigo don Román de la Llosía, y ya te he contado cómo y por qué,dos años hace, en cuanto vinieron estas políticas nuevas que hoy nosgobiernan, en un abrir y cerrar de ojos se le fueron de las manos, y dehombres agradecidos y cariñosos, se convirtieron en fieras enemigassuyas, hasta el punto de verse obligado el caballero, más por dolor delo que veía que por miedo que lo tuviera, a mudar su residencia aSantander con toda su familia. Y por allá se anda a las fechas, sinapartar los ojos de su pueblo, aunque con el consuelo, últimamente, dever cómo van echándole de menos allí y suspirando por él los mismos quele vilipendiaron, según van volviendo las heces al fondo de la cuba,revuelta por manos viles.

Lo que te probará, por otra parte, hijo mío, que la semilla buena nopuede dar nunca malos frutos, y que a la corta o a la larga, y despuésde haber sembrado así, lo bueno siempre triunfa y sale a flote porencima de todo. Con esto no te canso más por ahora, y vamos a dejar, site paez, todos estos cachivaches como estaban.

Procedimos a ello, es decir, procedí yo, porque mi pobre tío no estabapara moverse de la silla, y a duras penas logró sacar de la argolla lallave de la arqueta después de cerrada y abierta por mí varias vecesbajo su dirección, para que no se me olvidara el secreto de lacerradura, y mientras iba yo colocando cada cosa en su sitio y trancabala alacena, cuya llave quiso separar también del llavero, y separé yo alfin, a sus instancias, por no tener él fuerzas ni paciencia parahacerlo.

Enseguida me entregó las dos llaves, sin consentirme la menor palabra encontra de su decisión irrevocable.

—Pero, alma de Dios—me dijo por último razonamiento—,

¿no te hasenterado de que son inútiles ya en mi llavero? ¿No has visto que ni paramover las tablucas desclavadas de la alacena me quedan fuerzas ya?¿Cómo, sin dar cuarto al pregonero, he de componerme para llegar con lasmanos a lo que hay dentro de la caja? ¿No lo consideras? Pues si (lo queno es de esperar) necesitara yo algo de ello en lo que me queda de vida,por no alcanzar lo corriente que anda más a la mano en los cajones deesa cómoda, con pedírtelo a ti estaba el punto resuelto.

Conque basta deesta conversación, y a otra cosa... Quiero también que te lleves a tucuarto estos papeles que estaba yo hojeando cuando entrastes aquí, paraque te vayas enterando de ellos si no tienes cosa más divertida en quéentretenerte.

Hizo apresurada y torpemente con todos los que estaban desparramadossobre la cómoda, un revoltijo lastimoso, y me los entregó así. Mientrasyo los plegaba y ordenaba un poco mejor, le exponía excusas y reparosque resultaban inútiles: no quería oírme. Cuando acabé mi fácil y brevetarea, me dijo:

—Ahora vuélvete, hijo mío, a tus quehaceres y a orear un poco la cabezapor la casa; y vete en la confianza de que si con lo tratado aquí entrelos dos no me has quitado la enfermedad de encima, me has dado fuerzas yánimo que ya no tenía para llevarla sin pena ni miedo hasta la mismasepultura; y esto, en mi modo de ver, vale más que una buena salud.

Después me abrazó, y todavía me dijo antes de moverme yo hacia la puertade salida, volviéndose él hacia la solana:

—Mira, hombre; hasta la ira de Dios parece que se ha calmado también:ya no llueve tanto ni truena ni rebomba el viento como antes.

Y era la pura verdad: la misma luz de la estancia, a pesar de irseacabando la tarde, era menos triste que cuando yo había entrado en ella.

XIX

Al cerrar la noche de aquel día sólo quedaban del temporal unos rumoreslejanos e intermitentes, a manera de jadeo de su cansancio después deuna brega feroz y continua durante semana y media. Con este motivo fuela tertulia algo más animada que las anteriores últimas, y hasta e