Pito silbaba y pataleaba de gusto en derredor de la fiera mientrascargaban su espingarda. Chisco no se daba todavía por satisfecho, ajuzgar por lo receloso de sus aires.
¿Qué quedaba allí por hacer? Lo que hizo Chorcos enseguida con suirreflexión de siempre; llamar a Canelo y meterse con él en la cuevadesalojada por la osa. ¡Puches! había que acabar igualmente con lascrías... y saber lo que había sido de la perruca, que ni salía ni«agullaba...» Bueno estaba de entender el caso; pero había que verlo,¡puches!
Por mucha prisa que se dio Chisco en seguir a su camarada paraacompañarle,
no
habiendo
podido
contenerle
con
razonamientos, cuandollegó al boquerón ya volvía Pito con la perruca faldera abierta en canalen una mano, en la otra un osezno como un botijo, y la escopeta debajodel brazo. Dijo que quedaban otros dos como él, y se volvió a buscarlos,después de arrojar el que traía contra un lastrón del suelo, y deentregar a Chisco lo que quedaba de la perruca para que viéramos, él yyo, si aquello tenía compostura por algún lado. ¡Puches, cómo le afligíaaquella desgracia!
La caverna tenía muy poco fondo: se veía bastante en ella con la luz querecibía por la boca, y por eso se hacían muy fácilmente todas aquellasmaniobras de Pito. El cual reapareció al instante con las otras doscrías de la osa, asegurando que no quedaban más que huesos mondos en lacama.
Por el aire andaban aún los dos oseznos arrojados por Pito desde laembocadura de la covacha, cuando Canelo salió disparado como una flechay latiendo hacia la entrada de la cueva grande. Yo, que estaba muy cercade ella, miré a Chisco y leí en sus ojos algo como la confirmación de unrecelo que él hubiera tenido. Observar esto y amenguarse la luz de lacueva como si hubieran corrido una cortina delante de su boca, por ellado del carrascal, fue todo uno.
—¡El machu!—exclamó Chisco entonces.
Pero yo, que estaba más cerca que él de la fiera y mereciendo loshonores de su mirada rencorosa como si a mí solo quisiera pedir cuentasde los horrores cometidos allí con su familia, sin hacer caso deconsejos ni de mandatos, apunté por encima de Canelo, que defendíavalerosamente la entrada y a riesgo de matarle, disparé un cañón de miescopeta. La herida, que fue en el pecho, lejos de contenerle, leenfureció más; y dando un espantoso rugido, arrancó hacia míatropellando a Canelo, que en vano había hecho presa en una de susorejas. Faltándome terreno en que desenvolver el recurso de la escopeta,di dos saltos atrás empuñando el cuchillo; pero ciego ya de pavor yperdida completamente la serenidad. Desde el fondo de la cueva salióotro tiro entonces: el de la espingarda de Pito. Hirió también al oso,pero sólo le detuvo un momento: lo bastante para que el mozón de Robacíole hundiera la hoja de su cuchillo por debajo del brazo izquierdo, hastala empuñadura. Fue el golpe de gracia, porque con él se desplomó lafiera patas arriba, yendo a caer su cabeza sobre el pescuezo de la osa,donde le arranqué, con otro tiro de mi revólver, el último aliento devida que le quedaba.
A pesar de ello, los dos mozones volvían a cargar sus escopetas. ¿Paraqué, Señor? ¿Era posible que quedaran en toda la cordillera ni en todoel mundo sublunar, más osos que los que allí yacían a nuestros pies,entre chicos y grandes, vivos y muertos? Después nos miramos los trescazadores, como si tácitamente hubiéramos convenido en que era imposiblecometer mayores barbaridades que las que acabábamos de cometer, y quesolamente por un milagro de Dios habíamos quedado vivos para contarlas.Esta escena muda, que fue brevísima, acabó por echar Pito el sombrero alaire, es decir, por estrellarle contra la bóveda erizada de puntascalcáreas; Chisco hizo lo propio, y yo no quise ser menos que los dos.Luego nos dimos las manos, y juro a Dios que al estrechar la de Chiscoentre las mías, latió mi corazón a impulsos del más vivo agradecimiento.¿Qué hubiera sido de mí sin su empuje sereno y valeroso?
Canelo, a todo esto, cuando no se lamía los arañazos, poco profundos,que le rayaban la piel en muchas partes, jadeaba y gruñía, con el hocicodescansando sobre sus brazos juntos y tendidos hacia adelante, pero conlos ojos clavados en los oseznos que rebullían entre las asperezas delsuelo y charcos de sangre, como gusanos muy gordos. No contaban, por lastrazas, más de una semana de nacidos. Cogiólos uno a uno Chisco por elpellejo del cerviguillo, y los fue arrojando a la barranca por encima dela cornisa desde el fondo de la cueva. Iba a hacer lo mismo con laperruca, después de asegurar a Pito que «aqueyu»
no tenía costura niremedio posible, porque había quedado
«vacía por aentru», como a lavista estaba; pero Pito quiso dar mejor destino que el de los oseznos alcadáver del pobre animalejo, tan inicuamente sacrificado, y propuso quele enterráramos en la sierra; y a ello asentimos de buena gana Chisco yyo. ¡Puches, cómo amargaba a Pito aquella pesadumbre el placer de lavictoria!
Y como nada quedaba que hacer allí por entonces para nosotros, salimosde la caverna y aspiré, con ansias de cautivo de mazmorra, el aire librede las tierras soleadas. Sepultamos la perruca en un hoyo abierto apunta de cuchillo a la sombra de un matojo de la sierra; y, sin movernosde allí, apuramos más de la mitad del contenido de mi frasquete. Despuésse sacaron algunas provisiones de boca que llevaba Chisco por encargomío en un morral; dimos a Canelo una buena parte de ellas, y el restonos le fuimos comiendo, andando a buen andar, a fin de llegar a Tablancaal mediodía, conforme se lo tenía yo ofrecido a mi tío Celso.
Y llegamos, antes aún de lo esperado; y todas las gentes que nosencontraban al acercamos al pueblo, presumían, por el aire quellevábamos, que habíamos hecho alguna muy gorda; pero cuando lescontábamos la verdad, no la creían. ¡Tan bestialmente gorda laconsideraban, con muchísima razón!
Se la referí a mi tío, aunque ocultándole detalles que pudieranimpresionarle demasiado; pero como al fin era montuno el buen señor,perdonóme la temeridad por lo grande del suceso, y tuve al último quecontársela con todos sus pormenores. Se entusiasmó de verdad. Puestas yalas cosas tan arriba, invité, con su permiso, a Pito Salces a quecomiera aquel día con su camarada. Vio el mozón, como yo lo esperaba, elcielo abierto, porque comer con Chisco era comer con Tona. ¡Puches, quédoble panzada se dio! Yo, que asistí al final de la comida, añadí congustosa aquiescencia de mi tío, al surplús con que ya se habíaobsequiado a los comensales, en honor del nuevo, una botella del másrancio «tostadillo» lebaniego que se guardaba en la bodega de la casona.Brindé con los dos mozones, y canté alabanzas hiperbólicas a la bravurade Pito, para que Tona las oyera bien; con lo cual y el tostadillo, sepuso el alabado que ardía; y allí mismo pidió por mujer a la hija deFacia, que no hacía más que llorar; así fue que Tona, colorada como unpimiento por lo uno y angustiada por lo otro, llamó a Pito
«jastialóndesvergonzau»; y no alcanzó mejor respuesta la fogosa demanda delrendido pretendiente. Pero como él decía después:
«lo importanti pa elcasu no era lo que eya pudiera contestame, sino lo que había de cantala,y al cabo la canté yo; y esu,
¡puches!, ayá lo tien.»
Como en la tertulia no se habló aquella noche de otra cosa que del lancede la cueva, al salir al día siguiente, antes que el sol, Pito Salces yChisco con dos carros en busca de los dos osos muertos, sin necesidad deinvitaciones los acompañaba medio escuadrón de gente moza; con cuyoauxilio pronto se vencieron las muchas dificultades que hubo parasacarlos de la cueva.
Andando de vuelta, fueron los acompañantesadornando las carretas y los bueyes con ramajos de la montaña, y asídesfiló la alegre comparsa por delante de la casona y para que viera mitío los gloriosos trofeos de nuestra bestial hazaña; y así bajó alpueblo, donde hubo cánticos y bailoteo por largo, con la
«salsa»
a
misexpensas
por
especial
encargo
mío.
Obsequiáronme al otro día con laspieles, y regalé yo a Chisco y a Pito Salces sendos centenes isabelinos,con lo que pensaron enloquecer de alegría.
Así acabó aquella memorable y descomunal aventura, que debió de haberacabado conmigo tan pronto como la acometí.
XXI
Si nos descuidamos un poco, en el monte se queda el sangriento botín denuestra batalla, porque apenas despellejadas las fieras en el lugar, elsol, como si nada tuviera que hacer ya después de haber alumbrado tantasbarbaridades, se envolvió la cara en crespones cenicientos que fuerondilatándose por la bóveda celeste, al impulso de un remusguillo que dioen soplar a media tarde. Arreció mucho el frío y comenzaron a pasar pordelante de los cristalejos de mi gabinete unos copitos blancos quedanzaban en el aire, como si se resistieran a mancharse con lasinmundicias de la tierra. Por si me quedaba alguna duda sobre lanaturaleza de aquellos síntomas que me supieron a rejalgar entró Faciamuy diligente y hasta risueña, con la disculpa de llevarse
mi
brasero,que
ya
estaría
muriéndose,
para
«rescoldarle» un poco, y me dijo,mientras se acurrucaba para cogerle por las dos asas:
—Está nevandu, y va a haber temporal de eyu.
—Y usted—la respondí con ganas de meterle la cabeza en el rescoldo—,tan alegre como unas pascuas por eso mismo. Pero
¿qué casta de criaturaes usted?
—¡Señor—replicó ahogándose de repente con un sollozo—, lo único quesé es que soy una mujer muy desdichá!
Salió llorando, y yo me quedé con remordimientos de haber despertado enella aquel dolor con la sequedad de mi pregunta.
Después acabé deamurriarme, viendo desde un cuarterón de la solana cómo iban espesandolos copos y desapareciendo todos los montes entre las espesas veladurasque bajaban del cielo.
¡Otro temporal en perspectiva y otra encerronacomo la pasada!
Cuando volvió Facia con el brasero chisporroteando, entró mi tío detrásde ella. Iba a hablar conmigo de la nevada que estaba encima. Leapenaba, primeramente, por mí, que volvería a hallar eternas las horas,Dios sabía por cuánto tiempo, entre los paredones de la casa; porque lasnevadas que venían de repente como aquélla, y a traición, lo mismopodían ser pasajeras que durables; y en segundo lugar, ¿para qué habíade ocultármelo? el mucho frío le calaba más «jondo» de lo que él pensabacon los buenos ánimos que tenía para resistirle... Pero «el hueso, elpícaro hueso envejecido como el suyo, era tierra pura, ¡tierra pura ymala que se reblandecía y desborregaba en cuanto le faltaban laslumbraducas de sol!». Otra cosa: todos los años se sacaba la nieve enlos puertos su correspondiente ración de carne viva; y siempre que vionevar por primera vez en cada invierno, se preguntó a sí mismo: ¿a quéinfeliz le tocará este año la suerte? Porque nunca faltó, de una banda ode la otra quien, por descuido, por desgracia o por necesidad, se vieracogido y sepultado en la montaña por una cellerisca de nieve; y eso queno se le regateaban los socorros, sin miedo a los ejemplos de muchos queallá se habían quedado con los socorridos, envueltos en una mismamortaja. Siempre le apenaron a él estas reflexiones, hechas sobrerecuerdos de desgracias que le dolieron en lo más vivo; «¡pero ahora,¡cuartajo!, desde que soy lo que soy y he visto caer el primer trapo denieve!... Ná, hombre, ná, chocheces de viejo apolillao hasta lostuétanos... ¡Pues mira que te vengo con buenas coplas para una ocasióncomo ésta!... ¿Has visto hombre más simple que tu tío Celso? ¡Pispajocon la rociná de los demonios!».
La triste verdad era que, a pesar de los alientos que había cobrado mitío, los temporales crudos le mataban, y que los quebrantos de su cuerpose le reflejaban en el espíritu por más que se empeñaba en disimularlo.Mientras me hablaba así y yo le respondía dando vueltas por el gabinete,se pegaba al brasero como la zarza vieja a la grieta del peñasco, y nodejaba en paz a la badila pareciéndole poco el calor que le daban lasascuas en reposo. Cada vez que llegaba yo a la puerta de la solana,miraba maquinalmente por uno de sus cuarterones, y veía cómo ibanespesando los copos y se amontonaban los que el aire depositaba sobre labaranda del balcón, hasta que en una de mis vueltas noté que se formabangrandes remolinos sobre el huerto; que los copos crecían de volumen, y,por último, que empezaba a
«trapear» con tal pujanza, que en un instanteemblanqueció la poca tierra que se veía desde allí, y se apagaron losmortecinos destellos de la luz del sol que llevaban dos horas de lucharinútilmente con la espesura del nublado.
—Pura tiniebla—oí decir a mi tío desde el brasero—, y a poco más demedia tarde. Lo siento por ti, Marcelo... y mira, llama a esascondenadas mujeres para que te traigan una luz y te sea menos triste lasoledad...
Y en esto golpeaba el suelo desesperadamente con su cachava, haciéndomecreer que las tinieblas le entristecían a él más que a mí. Había sobrela cómoda una bujía en su palmatoria, y me apresuré a encenderla con unacerilla de mi fosforera.
—Hombre—continuó diciéndome, mientras miraba de hito en hito cómoprendía la llama del fósforo en el pálido enteco y congelado de lavela—, yo que tú, aprovecharía estas carceladas para leer tantoslibracos como trajiste contigo, y responder a tantas cartas comorecibes... Porque de mí no tienes que cuidarte para nada; para nada,¡trastajo! En arrimándome a la lumbrona de la cocina, ya tengo todo loque necesito... Y si no, con verlo basta.
Con lo que se levantó de la silla y rompió a andar el bendito de Dios,sin darme apenas tiempo para alumbrarle con la vela en lo más obscuro delos pasadizos.
¡Leer! ¡escribir! No sabía el pobre señor que cuando un hombre da enhallar tedioso el curso de las horas, no puede dedicarse a nada que ledistraiga, porque necesita todo el tiempo para aburrirse, por mandato deuna ley de la pícara condición humana.
Aquella noche no vino un alma a la tertulia, y la cara menos triste quehubo en la cocina fue la de Facia, la incomprensible y misteriosa mujergris. Mi tío y yo, como lo solíamos hacer a menudo, cenamos en laperezosa: él su correspondiente ración de leche, alimento único que tehabía prescrito Neluco últimamente, por convenir tanto a su invencibleinapetencia como a la índole de su enfermedad, y yo los ordinarioscondumios de Tona y de su madre, a los que se había ido haciendo miestómago agradecido.
Como la noche era tan larga y yo sabía bien lo interminable que leparecía a mi pobre tío la parte de ella que se destina por las gentesque tienen buena salud al reposo en la cama, procuré que nos acostáramoslo más tarde posible, después de haber cenado los tres sirvientes yrecogídose la vasija, y vuelto todos a arrimarse a la lumbre, y probadoyo, con poca fortuna, sacar a Tona de la esclavitud de una modorra quela tenía en continuo cabeceo, y a Chisco de su impasibilidad sospechosa.Pero mi tío, que todo lo observaba, dio pronto la voz de «vámonos», y selevantó de su sillón, más agradecido que satisfecho de aquel tan notoriocomo inútil sacrificio que todos estábamos haciendo por él.
Antes de acostarme salí un momento a la solana para ver cómo quedaba lanoche. Continuaba nevando, y todo lo vi negro por el cielo y blanco porla tierra, sin que turbaran la serenidad de aquel cuadro melancólicootros rumores que los del río, muy encrespado con los tributos de laspasadas celliscas y el que estaba recogiendo de la nieve que se deshacíaa su contacto con él.
Me desperté muy temprano al otro día, y por satisfacer una curiosidad enque había mucho de pueril, me asomé al balcón, bien arropado. Habíacesado de nevar, pero estaba el cielo encapotado, «de color de panza deburra». Yo había visto nevadas en Madrid y en París y en SanPetersburgo,... muchas nevadas, pero siempre en terreno llano y entrecalles: es decir, una alfombra de lienzo algo sucio sobre la víapública, y mantas de vellones blancos tendidas en los tejados deenfrente; nevadas, en fin, de teatro, sin la más remota semejanza con loque estaba viendo desde la solana de mi tío. Parecía que las montañasdel contorno habían triplicado su altura, y la unidad de color de todasellas con la redondez de formas que les daba la acumulación de la nievesobre sus naturales y bruscas asperezas, cambiaba a mis ojos todos lostérminos y todas las líneas del panorama que tan conocido me era. Nohallaba en el nuevo un solo detalle con que orientarme para reconstruirel que se había borrado en pocas horas. Arboledas, senderos, cañadas,todo había desaparecido, o debajo de la nieve, o por los engaños de laluz sin claro-obscuro; cielo, montes, valles... todo era lo mismo, amodo de descomunal cantera de sal refinada o de cal viva, en cuyo fondoestuviera yo. Ni un ave en el espacio, ni un ser viviente en el suelo encuanto abarcaba la vista, y el rumor continuo, igual, monótono, delinvisible río, como si fuera el estertor de la naturaleza, que se moríatiritando, anémica y abotargada por la frialdad.
Me volví pronto al gabinete, muy mal impresionado, y hallé en elrelativo calor de la alcoba un momentáneo remedio al frío glacial que enla solana había penetrado como una saeta en mi cuerpo y en mi espíritu.
Lavoteándome estaba aún para buscar por este medio una reacciónconsoladora, cuando entró Facia de puntillas por creerme todavíadurmiendo, con el brasero que había sacado del gabinete por la noche,según costumbre, antes de acostarme yo.
Viéndome levantado, me dijo quese alegraba, porque tenía que darme una noticia, y no buena. Pensé quese trataba de mi tío, y me alarmé.
—No es del amu, gracias a Dios—me dijo respondiendo a una pregunta quela hice, que ha pasau bastante bien la noche, y ya está calentándose enla cocina.. Es del probe Pepazos.
Preguntéla qué le había ocurrido a Pepazos, y me contestó que no habíavuelto a casa desde que había salido de ella la tarde anterior.
—Pero ¿por qué camino tomó al salir?—volví a preguntar.
—Por el de los puertus—me respondió la tétrica mujer muy apenada.
Me estremecí recordando lo que me había dicho mi tío sobre los tributosque cobran cada año las nieves en las montañas.
Entrando en másexplicaciones, supe que Pepazos, en cuanto vio caer los primeros coposde nieve, salió en busca de unas yeguas de su casa, que antes delmediodía andaban pastando en una hoyada a menos de una hora del pueblo,monte arriba. Las había visto él mismo. Tienen las yeguas libres laextraña condición de huir de las nevadas hacia las cumbres, al revés quetodos los animales domésticos. Dícese que lo hacen por aversióninstintiva al cautiverio. Será o no será así; pero es un hecho constanteaquella singular costumbre. Por tenerlo Pepazos bien sabido, salió enbusca de sus yeguas cuyo paradero conocía.
Suponíase que los cerrilesanimales, presumiendo la que su amo trataba de jugarles, huirían hacialas alturas. Otro que Pepazos, al ver esto y pensando en la nevada quese venía encima, porque bien claras estaban las señales de ella, habríadejado que el diablo se llevara las yeguas y vuéltose al pueblo por depronto; pero era, tras de poco avisado, muy terco, nada aprensivo yconfiado con exceso en su robustez de encina, y se las apostaría a losveloces animales como si todos fueran unos; y así, corriendo tras ellosde cañada en cañada y de loma en loma, a lo mejor, se vería entre laoscuridad de la noche y con los caminos borrados por la nieve. De modoque si no había tenido la fortuna, como también se creía, de caer enalgún invernal, covachona o cosa así, era hombre muerto a aquellashoras, porque debía de haber en los montes más cercanos cosa de una varade nieve.
¡Era mucho lo que había trapeado desde la caída de la noche!
No me pareció mal razonado este triste pronóstico, y pregunté si sepensaba hacer algo en vista de él; a lo que me respondió Facia que yaestaba hecho cuanto podía hacerse. Al romper el alba habían salido dellugar, no todos los hombres que se brindaron a ello, porque hubieransido demasiados, sino los que se escogieron por más a propósito por surobustez y por su experiencia: cosa de una docena de ellos en junto.Pidiéndola nombres de aquellos valientes y caritativos convecinos,citóme el primero a don Sabas, que no faltaba nunca a esas llamadas, porconsiderarse necesario como cualquier otro para atender al negocio de lavida del socorrido, y único en su parroquia para el negocio del alma, sillegaba a tiempo y desgraciadamente no alcanzaba ya para otra cosa;después me nombró al médico, que no cabía en su casa en cuanto sabía queestaba algún convecino en la apurada situación de Pepazos; luego aChisco, uno de los hombres más arrojados, más fuertes y más entendidospara aquella casta de faenas; y después de nombrarme a otras personasque no me eran tan estimadas, por haberlas tratado menos, cerró lacuenta con Pito Salces, mozo capaz de los imposibles, siempre quehubiera a su lado quien le impidiera hacer una barbaridad; y tres perrosde buena nariz, uno de ellos Canelo.
Me pareció aquella empresa harto más alta que la mía de la antevíspera,no sólo por la calidad del enemigo, sino por la grandeza de los fines, ypedí a la mujer gris algunos informes sobre la manera de llevarlo acabo. Iban los expedicionarios provistos, ante todo, de «barajones»,unas tablas con tres agujeros cada una, en los cuales se meten lostarugos de las abarcas. No había nada como ello para andar sobre lanieve sin que se hundieran los pies ni se formaran pellas entre lostarugos.
Llevaban también palas, azadas, cuerdas y otros útiles paraabrirse paso donde no le hubiera descubierto, o mandar algún auxiliodesde arriba adonde no pudiera bajar un hombre por sus pies; no se lesolvidaría el aguardiente ni algo de alimento sólido, ni de ropa seca sila había a mano... ni un poco de botiquín, puesto que iba el médico;porque había que pensar en todo. De esta manera emprenderían la marchahasta la «joyá»
adonde había ido Pepazos a recoger las yeguas, y despuéstomarían el rumbo que más acercado creyeran al que pudo tomar él,corriendo detrás de los fugitivos animales. Por de pronto, ya había lacasi seguridad de que el camino le habían llevado uno y otros cuestaarriba. Con estas precauciones y la buena voluntad de todos, se podíaesperar algo... aunque no mucho, si Dios no tomaba el caso de su cuenta.De todas suertes, no cabía hacer cosa mayor que la que se había hecho,en la pequeñez de las fuerzas humanas.
Me advirtió también Facia que mi tío no sabía una palabra del suceso, yyo la recomendé mucho la necesidad de que no llegara a conocerle,inventando una disculpa cualquiera para explicarle la ausencia de Chiscosi la notara. Y en eso quedamos.
Cuando la mujer gris me dejó solo en mi cuarto, me empeñé obcecadamenteen considerar por su lado más negro la generosa empresa acometida poraquellos abnegados tablanqueses, y volví a asomarme al balcón. No nevabaentonces, pero se me oprimió el espíritu al ver el aspecto ceñudo yamenazador que presentaba el cielo; y, sin embargo, sentí ciertamortificación del amor propio por no haberse contado conmigo para formarparte de aquella denodada legión, ¡como si no hubiera sido yo unverdadero y continuo estorbo en ella! Pero si no la acompañématerialmente, no la aparté un instante de mi memoria; y por eso, alasomarme a los cristales de mis observatorios (y lo eran todos losclaros de la casa), cada copo solitario e indeciso que pasaba al alcancede mis ojos, me inquietaba mucho por creerle mensajero de otros mil ymil millones de ellos. Afortunadamente estaba el aire en calma, lo cualhubiera
hecho
menos
temible
en
el
monte
un
recrudecimiento del temporal.
Así continuaron las cosas hasta muy cerca del mediodía. A esa horaaparecieron por el Noroeste unos celajes negros, sucios, tormentosos;vi, casi al mismo tiempo, que las arboledas y puntas salientes de losmontes que cercaban el valle por el lado opuesto, como por la fuerza deun estremecimiento instantáneo se desnudaban de sus envolturas de nieve,las cuales caían en cataratas, levantando al caer blanquísimaspolvaredas que arrastraba el aire embravecido ya; y a muy poco rato, quede la nube más baja y más lejana y más negra, se desprendía una masa enforma de cono invertido, y que su cúspide se unía con la de otro queascendía de la tierra. Fundidos así los dos conos, formaron unagigantesca columna, la cual, girando al mismo tiempo vertiginosamentesobre su eje, vino avanzando hacia el valle y llegó a él y le atravesó alo ancho, tocando casi el suelo con su base y elevando el capitel enormepor encima de los más altos picachos del Este. Acompañábala un siniestrorebramar, y una luz tétrica que apenas me dejó ver el estrago de suchoque contra el obstáculo inconmovible de los montes, sobre los cualesse deshizo en negros y deshilados jirones. ¿Qué sería de los infeliceserrantes por sus cumbres y laderas?...
Bajo el peso terrorífico de esta idea, pasó una hora, durante la cualvolvió a reinar la calma en la Naturaleza; pero no llegó al valleninguna noticia de los infelices expedicionarios.
Me llamaron a comer, sentéme a la mesa y no comí, ni siquiera supedisimular bien las inquietudes que eran la causa de ello delante de mitío que no me quitaba ojo; inventé para tranquilizarle una mentirasandia y mal zurcida, y al fin me levanté de la perezosa, dejando alpobre señor persuadido de que mi resignación estaba a punto de agotarseen presencia de aquel negro temporal. Preferí que creyera esto adescubrirle la verdad; le dejé reposando lo que él llamaba su comida, yme volví a mi ronda, de claro en claro, por todos los ventanillos de lacasa.
Continuaba encalmado el viento y nevaba muy poco; pero Chisco noasomaba por ninguna parte, ni una noticia de las que yo esperaba con unansia que tocaba en lo febril.
Llegó la media tarde, sombría, oscura, tétrica y como preñada dehorrores para cuantos la contemplaran con ojos como los de mis recelos.
Ni nevaba ni ventaba ya, ni se oía una voz, ni una pisada ni un golpe,ni a la casona ni al pueblo se encaminaba alma nacida por ninguna sendade las visibles. Todo era silencio y lobreguez y amenazas de una nochetremenda para el infeliz que anduviera vivo y errante entre lasinclemencias de la montaña. Mis inquietudes no cabían ya dentro de mí,ni yo dentro de la casona.
Me calcé y me abrigué convenientemente; bajéal portal con muchas precauciones para que no lo notara mi tío, yemprendí resueltamente el camino del pueblo, borrado en absoluto por lanieve. Me costó el descenso del pedregal más de cuatro costaladas; perollegué vivo y pronto. No aspiraba yo a otra cosa.
¿A qué puerta llamar?A la primera. Llamé. Iguales temores allí que los míos, y ni una noticiamás; es decir, ninguna noticia.
Internéme en el lugar y llamé a otrapuerta, que resultó ser la del Topero. Buena fuente para los informesque yo iba buscando.
Hallábase la familia vagando por la casa y por elportal, sin hablar una palabra y tropezando unos con otros, asomándose alos esquinales, mirando por aquí y escuchando hacia allá, y volviéndoseadentro y tornando a salir. Tenía los ojos Tanasia como puños, de tantollorar; y en cuanto me vio a mí se llevó el delantal a ellos; y tal fuesu desconsuelo, que parecía echar el alma en cada sollozo. Por lo demás,e