Quilito by Carlos María Ocantos - HTML preview

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BIBLIOTECA de LA NACIÓN

CARLOS M.a OCANTOS

———

Q U I L I T O

BUENOS AIRES 1913

Derechos reservados.

Imp. de LA NACIÓN.—Buenos Aires

Capítulos: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X

I

Pampa se había quedado dormida, acurrucada en el umbral.

Envuelta sumonstruosa cabeza en el refajo de bayeta amarilla, que había levantadopor detrás al sentarse; un pie montado sobre el otro, como paraprestarse mutuo calor, calzados ambos en gruesos zapatos claveteados;las manos debajo del delantal blanco, dormía sobre la dura piedra, comosobre un cómodo colchón de muelles. ¡Pobre Pampa! Cansada del fregoteode platos, del bruñido de cuchillos y del lavado de vasos, de traer yllevar, de bajar y subir, de salir y de entrar, había obtenido lapromesa de acompañar a la señora a una visita de intimidad aquel día, loque le serviría de pretexto, para ver las calles y quizá la plaza de laVictoria; pues con ser 25 de Mayo, fiesta patria, había Tedéum, rifa,parada militar y qué sé yo. Soñaba la india en las lindas cosas quevería: tanta bandera; tanta gente endomingada; los niños, con traje deterciopelo, muy orondos, agarrotados los dedos por los guantes; lasniñas, de blanco, unas con banda azul y otras no; las personas que seagolpaban a las ventanas del Cabildo, donde el transeunte es asaltadopor una, dos o tres señoritas, que le meten por las narices, como sidieran a oler una pastilla, la cedulita de la rifa, y le marean y lecercan, y le siguen y le persiguen, repitiendo:

—¡Caballero! ¿una cedulita? ¿una cedulita, caballero?—como muletillade mendigo.

Detrás de la reja, majestuosa y cómodamente sentadas, dos matronas, tangordas, que casi no caben las dos de frente, con las costas repletas depapelillos en la falda, despachan su mercancía, echando de vez en cuandopor aquella boca un ¡Caballero! que más parece un bostezo, que unllamado. Luego, los vendedores de naranjas, de silbatos y de globos; lacorriente humana que no cesa de circular, engrosada por los torrentesque cada bocacalle vomita sobre la plaza; los soldados, tan marciales,en fila, los ojos sobre el jefe, que recorre la línea a caballo, dejandoondear al viento su penacho azul y blanco; las músicas, que tocan; elcañón, que truena; los cohetes, que estallan; las campanas, que vibran,y por último, el Presidente, que pasa, a pie, camino de la Catedral, enmedio de los acordes graves y solemnes del himno nacional, precedido,rodeado y seguido de brillante cortejo.

Pampa hacía sonar, con fruición, en el bolsillo de su vestido de lananuevo, los centavos que le diera el patrón para la rifa, cuandoalguien la llamó.

—¡Pampa! que tienes que lavar las medias del niño, y traer azúcar delalmacén y limpiar el espejo de la sala, que está perdido de moscas.

Y vuelta al trajín, sin una queja, encerrada en su mutismo de salvaje,no desbastada aún. Y las medias quedaron lavadas, y se trajo el azúcar yse limpió el espejo; pero, entonces, faltaron fósforos y hubo que ponerun remiendo.

En el patio de la cocina, el último de la casa, tan frío que la humedadtrazaba verdosos arabescos en la pared sin cal, trabajaba la chicafebrilmente. Un apetitoso olor de guisado salía de la cocina abierta,donde una genovesa cerril movía espátulas y zarandeaba cacerolas,envuelta en el humo espeso del asado, que chirriaba sobre las parrillas;en las habitaciones altas, las del niño, se oía el chasquido delcepillo.

—¡Pampa!—chilló allá arriba una voz atiplada.

Y como la muchacha tardara en contestar, el cepillo salió disparado delas alturas y, rebotando contra los peldaños de la escalera, vino a caeren medio del patio.

—¡Voy, niño, voy!—- dijo la india sin asustarse, como acostumbrada aaquella singular forma de llamamiento.

—A ver si te mueves, ¡china salvaje!—chilló de nuevo la voz atiplada.

Y cayó otro proyectil, un frasco vacío, que explotó como una bomba. Lamuchacha echó a correr escalera arriba, a tiempo que salía del comedormisia Casilda, con su cara de muñeca sin expresión, tan rosada ylustrosa que de porcelana parecía, y el pelo partido al medio y recogidodetrás de las orejas, ennegrecido y pegado a la frente por el cosmético.

—¿Qué hay? ¿qué escándalo es éste? La cocinera se mostró en la puertade su santuario, limpiando sus manazas en el sucio delantal.

—¡Pues el niño, señora!—dijo en su jerga endiablada.

Ya la india bajaba la escalera, con un cubo en la mano.

Naturalmente,¿quién había de ser sino ella? Siempre que el niño llama, ha deincomodársele. En concluyendo de servirle, a poner la mesa, que ya estarde, y la salida queda para otro día.

Está bien; ¡ya no saldría Pampa! Entró en el comedor, sin chistar, ypuso la mesa con el orden y simetría de siempre: en la cabecera, elcubierto de don Pablo Aquiles; en el lado de la derecha, el de misiaCasilda, y a la izquierda, el del niño; luego, los vasos, el pan, laservilleta... nada olvidaba, y si, por acaso, cometía una torpeza, allíestaba la muñeca de porcelana, vigilante en el sofá. Entretanto, habíaobscurecido ya; se encendió luz, y el comedor apareció tan pobre, tanfrío y desmantelado, que más hubiera valido no encenderla: la calva dedon Pablo Aquiles, sentado delante de la apagada chimenea, resplandeciócomo bruñida patena, y las frutas, aves y peces de los cromos queadornaban las paredes, se animaron con la crudeza de sus colorines. Dabala chica la última mano a su tarea, cuando sonó, de nuevo, la vozatiplada en las alturas.

—¡Voy, niño, voy!—repitió maquinalmente Pampa.

Y escabullóse del comedor y subió a saltos la escalera del patinillo yvolvió a bajar y a subir con los zapatos del niño y la ropa del niño yla camisa del niño... El cielo estaba obscuro y a intervalos los cohetesestallaban con alegre estampido, trazando en el espacio un reguero defuego y deshaciéndose en fantástica lluvia de colores.

Pampa salió a la puerta de la calle y se sentó en el umbral.

¿Ladejarían tranquila, ahora? El niño acababa de vestirse, los señorescharlaban en el comedor; la mesa estaba puesta; ya que no la plaza, nilas niñas de banda azul, ni las señoras de la rifa, ni tanto detallecurioso del animadísimo cuadro que ofrece aquel día de las fiestaspatrias, vería los cohetes desde la puerta; y era mucho, si la dejaban.La casa era de estas bajas, trazada según el patrón antiguo, que lapiqueta del progreso va ahuyentando del centro de la ciudad: una puertay dos ventanas a la calle; el zaguán recto hasta el fondo, cortado pordos patios embaldosados y el comedor abriendo sus puertas sobre ambos; ya la derecha, cuatro o seis habitaciones en fila; plantas y aljibe en elprimer patio, la escalerilla de las piezas altas en el segundo, cuyomaderamen pintado de verde se ve desde la calle. Las pinturas muralesdel zaguán; los figurones de las cornisas; el caprichoso enrejado de lasventanas; el alegre color del frente, ya azul, ya verde, ya rosa, en sunota más tenue y apagada, da un aire coquetón al conjunto, que seconvierte en interesante y misterioso, si el transeunte esimpresionable y ve, detrás del visillo alzado de la sala, dos ojoscriollos, que ven sin mirar y hablan sin voz. Desgraciadamente, en estacasita de la calle de Moreno, en cuyo umbral se había sentado Pampa, nose veía tras los visillos más que la figura acartonada de misia Casilda,en las tardes de los días festivos... La calle, con ser central y lahora temprana, estaba desierta; el frío era crudísimo. Miraba al cielola pequeña india, como en éxtasis; los cohetes subían tan alto, queparecía iban a agujerear la negra bóveda. El chico del almacén saliópara un recado, y al pasar echó la zarpa a los pelos ásperos de lamuchacha, verdadera diadema de cerda, y la obsequió con un tirón, aguisa de saludo.

—¡Malo!—dijo ella.

—¡India!—dijo él.

Y se alejó, sacando la lengua. Al rato volvió.

—¡India, Pampa, china fea!—dijo adelantando la zarpa de nuevo.

Ella le pidió castañas; él la dió un puntapié. Y se marchó, soplándoselos dedos: tanto frío hacía. La muchacha acabó por sentirlo: abrigósecomo pudo, pegada a la pared, y cerró los ojos, para contemplar mejorlas cosas lindas de la plaza: tanta bandera, tanta gente endomingada,los globos, la música y los cohetes...

La fatiga del trabajo diario lavenció y quedó dormida, en el umbral, dando al olvido el servicio de lamesa. Y como siempre que soñaba, veía a su madre, perdida, como sushermanos, en la gran ciudad, la odiosa escena de la Boca se reprodujocon fidelidad pasmosa: el buque atracado al muelle; el muelle atestadode curiosos; sobre la cubierta el montón de indios sucios, desgreñados,hediondos, como piara de cerdos que se lleva al mercado, cohibidos ytemblando, por lo que ven y lo que temen; las mujeres, cerca del marido;las madres, apretando a los hijos junto a los senos escuálidos ytratando de ocultar a los más grandes bajo sus andrajos... Y unmilitarote, que arrastra su sable con arrogancia, procede al repartoentre conocidos y recomendados, separando violentamente a la mujer delmarido, al hermano de la hermana, y lo que es más monstruoso, másinhumano, más salvaje, al hijo de la madre. Todo en nombre de lacivilización. Porque aquella turba miserable es el botín de la últimabatida en la frontera...

Detrás de los cristales de la puerta del comedor, apareció una sombra:la señora Casilda escudriñaba en la obscuridad; pero estaba la chica tanarrebujada, tan perfectamente escondida dentro de su refajo y enroscada,por así decirlo, sobre el umbral, que era difícil distinguirla. Laseñora repiqueteó con los dedos sobre el cristal y Pampa dió un salto,despertada bruscamente por este llamamiento, que ella conocía bien.

—¡Voy, niño, voy!—barbotó medio dormida.

Ambos puños en los ojos, entró sin darse mayor prisa.

¡Vamos! no ladejarían tranquila nunca.

En el comedor, don Pablo Aquiles ocupaba todavía el sillón y misiaCasilda había vuelto a sentarse en el sofá, sus manos de ceraextendidas sobre la falda negra; se esperaba al niño, a Quilito, quehabía subido a su cuarto y nunca acababa de bajar a comer. La cocineraasomó dos o tres veces su cara encendida.

—Espere usted que el niño baje—decía la señora con su voz de flauta.

Entretanto, don Pablo Aquiles volvía al tema que tanto le preocupaba: suinasistencia al Tedéum. ¿Cómo presentarse a la luz del día con un fracdescolorido, deshilachado y remendado?

¿y la galera color decucaracha, con golpes de grasa atornasolados? ¿y el pantalón, conrodilleras y flequillo? ¿y las botas, con puertas y ventanas, paracomodidad de los dedos y recreo del calcetín? ¡Siquiera fuese permitidoir a tales solemnidades

en

traje

de

paisano,

con

chaqué

o

chaqueta,pantalón a cuadros y sombrero hongo! Pero su traje de ceremonia estabaverdaderamente indecente, más gastado por el tiempo y la polilla, que dehaberle llevado a cuestas; la chistera no sufría ya la plancha, porquehabía perdido el pelo y las botas estaban en manos del remendón de laesquina, por más que decía Quilito, y era peritísimo en la materia, queel becerro no sienta al frac y el charol, de no ser nuevo, no sirve paramaldita la cosa. Y

vaya un modesto empleado de ochenta pesos al mes, quetiene que sostener una familia, y dar carrera al hijo único, que, portratarse con lo más granadito de la sociedad, está obligado apresentarse con decencia; vaya, digo, un empleadillo de éstos, amandarse hacer un frac cada dos carnavales y a gastarse la asignaciónmensual para cigarrillos del niño en botas de charol, con que poder ira cortejos oficiales. En el Ministerio, habíale recomendado el jefe queno faltara.

—Vargas, que no deje usted de venir. Vargas, que ya sabe usted que a S.E. le complace que vengan todos los empleados.

Prometió ir, pero no fué. No fué, porque no pudo; porque los ochentapesos de su sueldo no le alcanzaban para comer, pagar la casa... y lascuentas de Quilito, la esperanza y el orgullo de la familia. ¿Qué lediría el jefe al día siguiente? Iba a entrar en la oficina sin hacerruido, tratando de no llamar la atención, y sin chistar se sentaría ensu despacho y trabajaría hasta las seis, sin levantar cabeza. Y si a lahora del te, en que pasan los negros con las bandejas repletas de tazas,venía el jefe, como de costumbre, a liar un cigarro y echar un párrafo,le daría cualquier excusa, porque él era hombre tan estricto en elcumplimiento de sus deberes, que consideraba falta grave haberle dichoque iría y no haber ido. Volviéndose a su hermana, más atenta a susmanos que a su discurso, exclamó:

—¿Quién diría que un Vargas, Casilda...?

No concluyó la frase, pero sobrada elocuencia tenía el movimientomelancólico de su cabeza. Cuando se ha tenido y ya no se tiene, el pannegro se hace más amargo y el blanco más deseado, y los Vargas lo habíancomido sobre manteles de holanda...

—Ese Quilito que no baja—dijo impaciente la tía.

—Estará acicalándose para la función de gala—contestó don PabloAquiles,—ya que no ha podido ir su padre al Tedéum, que luzca elniño su frac nuevo en Colón.

El día anterior lo había pagado, juntando algunos picos sobrantes demeses atrasados, retardando la cuenta del almacén y del carnicero ypellizcando en la caja del Ministerio, gracias a la complacencia delhabilitado y correspondiente recibo por adelantado de sueldos. PorqueQuilito, un Vargas, no podía andar vestido de cualquier manera, sinocomo correspondía a su origen, y a sus relaciones y a su porvenir. Queen la chimenea faltara leña y carne en el puchero; pero la camisa deQuilito, el sombrero de Quilito, las botas de Quilito y el traje deQuilito, habían de ser de la más irreprochable elegancia y novedad. Y

nose sufragaban sus gastos de coche y palco, porque lo proporcionaban susamigos, hijos de millonarios todos, y por ende, riquísimos. ¡VálgameDios! pensar que Quilito fuera a apolillarse en una oficina, seembruteciera en una estancia o se degradara en el comercio... ¡UnVargas! El niño estudiaba leyes y sería abogado, y estamparía su títulosobre plancha de bronce, en la puerta de calle, como muestra desacamuelas. Y esto tenía que ser el punto de partida de sus brillantesdestinos. Lo que no sabía el padre, ni lo sabía la tía, que le mimabacomo no lo hubiera hecho su propia madre, es que el niño no parecía porla Facultad y seguía estudios menos académicos en aulas más favorecidas.

Siempre que don Pablo Aquiles volvía de la oficina, éste era el temafavorito de conversación con su hermana; sentado al lado de la lumbre,cuando había leña, y mirando melancólicamente los pajarracos de lapantalla de chimenea, cuando ésta estaba apagada. Pero en esta noche del25 de Mayo, no era sólo su falta en el cortejo lo que le preocupaba:había tenido un encuentro aquel día, ¡y qué encuentro! en la calleFlorida, en el sitio más frecuentado, cuando iba él más distraído;¡cataplúm! la gente esa, la familia de Esteven, frente a frente, a pie,en la misma acera; la mamá y las dos niñas, tan esponjadas y orgullosas,que rebosaban de la acera. Aquí misia Casilda dejó de mirar sus manos, yse puso pálida, muy pálida.

—Y ¿qué hiciste?—preguntó ansiosa;—cruzarías la calle, sin mirarlas.

—Me quedé plantado—contestó don Pablo Aquiles.

La señora protestó. Siempre había de ser el mismo. Haberse hecho elindiferente, y seguir su camino, como si tal cosa, canturriando algopara darse aplomo; que, al fin y al cabo, quien debiera perderlo eraella, Gregoria, como mujer y casi cómplice del picaronazo de su marido.Pues ¡qué! no era la primera vez que ella se las había encontrado, no enla calle, frente a frente, sino en tiendas, lado a lado, viendo telas yregateando con el dependiente, como si no tuvieran lo poco suyo y lomucho de los otros, total, una gran fortuna; y sin embargo, ella... tantranquila.

No tenía por qué ponerse colorada y a soberbia nadie leganaba.

Con esto, estaba misia Casilda tan agitada, que su cara demuñeca se había encendido, hasta el punto de hacer dudar de su aserto.

—Pero, Casilda—dijo don Pablo Aquiles,—es nuestra hermana, ¿podremosnegarlo?

—Sí, lo niego; el parentesco no lo hace la sangre, sino el cariño, ¿quéquieres? yo soy así.

¿No era cosa que clamaba al cielo que, mientras ellos comían losmendrugos de la miseria, él, atado al potro de una oficina, esclavo deun sueldo miserable y expuesto el día menos pensado a un puntapié delministro; ella, lidiando con el trajín de la casa, sin más criados queaquella indiecita y la italiana, remendando ropa, punteando medias yhasta fregando cacerolas, si era menester; Quilito, ese pobre muchacho,obligado, muchas veces, a hacer mal papel entre sus amigos, él, quenació entre encajes; los Esteven, ladrones de su fortuna, se regalen yse den la gran vida con lo que no es de ellos, con lo que han robado,sí, señor, robado? Daba a esta palabra tal acentuación, que parecía unlatigazo. ¡Y luego, pretender perdón y olvido! Bastante se había hechocon evitar el escándalo, no acudiendo a los tribunales, contentándosecon romper toda relación. En cuanto a Gregoria (no quería llamarlaGoyita, como antes, porque no lo merecía), había demostrado tener menoscorazón y menos entrañas que el bribón de don Bernardino; porque éste notenía en sus venas sangre de los Vargas, y por eso la chupaba sinremordimiento, pero ella era Vargas por los cuatro costados, y sinembargo, le ayudaba a chuparla. ¿Había nunca pronunciado una palabra dereconciliación? ¿No se había mantenido encastillada en su orgullo,fulminando con su insolente desprecio a sus hermanos despojados?

Don Pablo Aquiles callaba, convencido de la verdad y justicia deaquellas lamentaciones. Y misia Casilda, tan bondadosa y tranquilasiempre, una malva, según la expresión de sus amigos, honrosocalificativo de que rara vez es merecedora una solterona, no podíaestarse quieta, porque aquel tema de los Esteven la sacaba de suscasillas; movía los vasos, cambiaba los platos, con movimientosnerviosos, sin fijarse donde colocaba los objetos, hablando aborbotones. Seguro que aquella noche iban a Colón, como que tenían abonoa palco bajo, con mucho relampaguco de piedras y mucho crujir de seda;entretanto, ellos comerían su carbonadita en paz y gracia de Dios y seacostarían a la hora de las gallinas, para no gastar mucha luz, pues elgas está cada día más caro. Aquí, una copa se quejó tan dolorosamenteentre los dedos de la señora, que cayó partida en dos sobre el mantel,detalle en que no paró mientes misia Casilda, tan sobreexcitada y fuerade sí estaba. ¡Si le parecía que fué ayer la muerte de Pilar; la ventade la casa paterna, calle de Méjico; la desaparición de muebles, alhajasy efectivo entre las manos de don Bernardino, el albacea de latestamentaría, el depositario de la confianza de los tres herederos!¡que fué ayer cuando quedaron casi sin techo, obligado él, don Pablo, aacudir a la influencia de los amigos, para calzar un empleíto, queayudara a tirar adelante! que fué ayer cuando Esteven, con el lutotodavía del suegro, se presentó en la casa, y después de muchopreámbulo y mucho carraspear, les mostró no sé qué papelotes y leyó nosé qué cuentas... total, que les entregó unos veinte mil pesos, la partede la herencia que les correspondía; pues lo demás se había ido entreescribanos, abogados y papel sellado. Entretanto, los Esteven subían,subían y subían, como globo hinchado por el gas, y hoy era una casa ental parte, y mañana dos y luego tres, coche, palco, caballos y muchoruido y mucha bambolla. ¿De dónde salían estas misas? ¿Era de losnegocitos del marido, de los picholeos equívocos, de la jugarreta deBolsa? A otro, que no cuela. En dos años que duró el arreglo de latestamentaría, por el incidente aquel del pretendido hijo natural, donBernardino había encontrado medio de acapararlo todo, de devorarlo todo,insaciable, como lobo hambriento. ¡Diríase que hay un Dios para lospícaros! Y don Pablo Aquiles que escuchaba, en silencioso coloquio conlas cigüeñas de la pantalla, cerró el capítulo de las lamentaciones desu hermana, exclamando sentenciosamente:

—Lo que hay, Casilda, lo que hay, es que los pillos reciben surecompensa en este mundo y los buenos tienen que esperar al otro paraalcanzarla, y según es ésta de problemática y aquélla de positiva, casile vienen a uno ganas de encanallarse, ya que de los pillos es el reinode la tierra.

Catalina, la genovesa, avisó una vez más que la comida se pasaba.

—¿Y ese Quilito? ¿qué hace ese muchacho?

—Iré yo a llamarle—dijo la señora.

Salió y subió a las habitaciones altas, donde encontró al niño de lacasa, a medio vestir todavía, plantado delante del armario de luna, atirones con la corbata, que no conseguía poner a su gusto.

—Pero, ¡Quilito!—dijo la señora en la puerta,—¿acabarás?

—Entre usted, tiíta Silda, así me ayudará a atar la corbata.

Era él delgaducho y endeble, rubito y anémico, los ojos azules, muygrandes y muy abiertos, ojos de tonto o de inocente, como angelote deretablo; estatura, menos que regular; señas particulares, ninguna... alparecer. El cuarto era una liorna: las prendas de vestir se veíandesparramadas por el suelo y sobre los muebles; todos los cajonesabiertos y el espejo del lavabo tan salpicado del agua de la palangana,que parecía sudar de fatiga; un ligero tabique dividía la habitación endos: la primera hacía las veces de despacho o pieza de estudio, con unamesa en el centro, en que andaban revueltos los libros y los papeles,advirtiéndose más novelas que textos y más álbumes de fotografías quecuadernos de apuntes; y la segunda, alcoba y gabinete a un tiempo, conel techo muy bajo y las puertas muy estrechas; todo modesto, casihumilde, pero aseadísimo, como que la escoba y el plumero de Pampahacían maravillas, bajo la inteligente dirección de misia Casilda.

—Vamos a ver esa corbata—dijo la complaciente tía,—y acabemos de unavez, que tu padre espera.

Y mientras anudaba los lazos a su gusto, con tal esmero que ponía enello sus cinco sentidos, el joven, con la cabeza echada atrás parafacilitar la operación, se impacientaba porque aquello concluía nunca.Al fin estuvo listo, se miró y se remiró; ahora el chaleco, luego, elfrac...

—¿Sabe usted, tía, que me ajusta un poco? ¡Qué sastres!

Entretanto, la señora había quedado parada delante de un grabado puestoen la cabecera de la cama, en lugar de la imagen de San Pablo, que yacíadescolgada irreverentemente de su clavo. Y había por qué quedarseparado, pues el tal cuadrito representaba una dama en traje tanprimitivo, que no podía darse más, ¡qué horror!

—Pero, ¡Quilito!—exclamó la tía escandalizada,—y aquí entra esacriatura y verá esta vergüenza.

Y él, sin volverse, muy tranquilo:

—Si es la Verdad, tía, o la Fuente, que no lo sé bien, ¿puede darsenada más natural?

Indudablemente, en cuanto a natural, lo era, y aun sobraba.

—¡Cómo estará Colón esta noche, tía!

¿Por qué no iba ella a la cazuela? Mucho calor y mucha gente, pero unanoche de las fiestas Mayas no debe desperdiciarse. El tenía una butaca,que le había regalado, ¿a qué no sabía quién?

¡Jacintito Esteven! Estenombre hizo en la tía el efecto de una picadura. Si ya sabía que andabaen grande con el chico de Esteven, pero ella no se lo perdonaba, porqueno debía olvidar que aquella familia era enemiga de la suya y lacausante de la triste situación en que se hallaban.

—Pero, ¿qué culpa tiene Jacintito, tía Silda? Es un excelente muchacho,muy alegre y muy trabajador, a pesar de su fortuna;

¡ha puesto unescritorio de corretajes en la calle Piedad!

Con la tía Goya era otra cosa; él no la saludaba, y en cuanto a donBernardino, no hacía aún dos días le había tomado la acera, dispuesto aarmar camorra. Bien sabía Jacinto que él no podía verles, a causa de losdisgustos de familia, pero no por eso eran menos amigos; todas lastardes se reunían en el escritorio, y allí discutían si debían entrar ono en la jugada bursátil del día.

Porque él jugaba en la Bolsa, sí,señor, convencido de que la carrera de abogado no le sacaría nunca depobre, y de que, después de mucho romperse la cabeza, alcanzaría untítulo, que no sirve de otra cosa, que para adorno del apellido, y severía obligado a mendigar un empleo, que no conseguiría sino a fuerza dehacer antesala a mucho tipo con influencia y sin educación, y de gastarsaliva y paciencia. El tenía que ser rico, abrigaba el firme propósitode serlo y lo sería. Y del modo más fácil, sin matarse trabajando, nivaciándose el cerebro; sin que sufran ni los brazos ni los sesos; juegoa la alza, sube el oro, gano; juego a la baja, baja el oro, gano. Y senecesita ser muy torpe y muy desgraciado, para que suceda lo contrario.Si la suerte le favorecía, bueno; si no... se pegaba un tiro. Tancierto, como ahora es de noche.

Misia Casilda tomó a lo serio aquello y se asustó. ¡Vaya un bonito modode pensar! Quién le metía a él en la Bolsa, sin experiencia y sinfondos, porque, sin duda, para comprar oro y comprar acciones, y jugar ala baja o a la alza, como él decía, se necesita tener con qué; lo mismoque en la ruleta de los garitos.

El joven se rió.

—Pues no, no se necesita, y ahí está la gracia. Se da orden al corredorde comprar tanto o cuanto, y una vez hecha la operación y llegado el díade liquidar, se deducen las ganancias o las pérdidas, y en caso de malasuerte se paga o no se paga.

Perfectamente. Para pagar se necesita dinero y para no pagar, no tenervergüenza, y como ella sabía, que escaseaba tanto de lo uno, como lesobraba lo otro, pues no podía creerse otra cosa, le aconsejaba que sedejara de alzas y de bajas y se ocupara seriamente de sus estudios, quedebían andar muy descuidados con aquella manía de la Bolsa, que le habíaentrado. Si no hay cosa mejor que ganarse el pan honradamente, por suscabales, con tesón, sin impaciencias ni desfallecimientos, que así se valejos, y de golpe y porrazo no puede hacerse nada bueno.

Quilito volvióa reírse.

—Mire usted, tía, no de otra manera se hacen fortunas en Buenos Aires;ahí tiene a fulano, a zutano y a mengano: ¿dónde se han hecho ricos?¿detrás de un mostrador? No, en la Bolsa.

Ayer no poseían un centavo yhoy se les saca el sombrero. Yo quiero hacer como ellos y ser comoellos.

Bien se veía que el tal Jacintito le había imbuído aquellas ideas; ¡sisiendo Esteven no podía ser bueno! Quilito ensayaba el frac delante delespejo. ¡Cuán equivocada estaba! era excelente...

y luego tan cariñosocon sus hermanas, y Susana y Angelita se lo merecían todo, francamente.¿No le parecía que los faldones no caían bien?

—Lo que no cae bien—replicó con acritud misia Casilda,—es tantoelogio de osa gente en tu boca.

—Convénzase