Sí, se lo decía cara a cara, bien claro para que lo entendiera; ella nosabía jota de códigos ni de la práctica de tribunales: se daba porconvencida de que había que vender todo, todo, aunque esto le parecía undespropósito que no podía mandar la ley, pero no de un modo irrisorio, abajo precio; se daba por convencida que había mucho que pagar y eraforzoso sacar el dinero de alguna parte, mas, ¿por qué se eternizaba unasunto tan sencillo?
¿qué deudas eran ésas? ¿qué cuentas eran ésas? Allíno había más cuentas que las del Gran Capitán y una persona sinconciencia, que quería enriquecerse a costa de los herederos.
—Esto no lo puedo yo tolerar—exclamó Bernardino, fuera de sí.
Gregoria se dirigió a su hermana, increpándola; Pablo Aquiles, queservía una taza de tisana a la enferma y no había querido hasta entoncestomar parte en la disputa, se vió precisado a intervenir, porque la cosatomaba mal aspecto. Los improperios se cruzaban de parte a parte, yentre las voces enardecidas, oíase la de Casilda, que chillaba:
—¡Sí, señor, lo dicho, dicho!
Pilar se cubrió la cara con su pañuelo.
—¡Mala lengua!—decía Gregoria.
—¿Quién había de creer esto de usted?—exclamaba con dramático acentoEsteven.
—Esto es una vergüenza—decía Pablo.
Y entonces, dominando el tumulto, se alzó de nuevo la voz de Casilda,para arrojar a la cara de su cuñado esta palabra:
—¡Ladrón!
Si a Pilar no se le ocurre desmayarse, se pegan.
—Hay que salir de aquí—gritó Bernardino, como un energúmeno.
—Ya debía haberlo usted hecho—contestó Casilda.
Gregoria, demudada, metiendo las manos por los ojos de la hermana,exclamó:
—¡Nos iremos, sí, y no hemos de vernos jamás, jamás y jamás!
A los pocos días, Esteven y su familia se mudaban; Casilda vió a suhermana guardar alhajas que habían pertenecido a su madre, cubiertos deplata y muchos objetos de uso de la familia y llevarse muebles,suficientes para llenar tres carros hasta el tope, pero no chistó. Desdeel día de la disputa no se hablaban, mirándose entre ojos, como enemigasa muerte, y cuando salió Gregoria de la casa, la cabeza muy levantada,ni se despidió de ella ni de Pablo Aquiles, a quien llamaba mandria,echándole la culpa de todo.
—Si es la que mató a nuestro padre, ¿qué entrañas ha de tener?—dijoCasilda llorando.
Triste quedó el caserón, después del rompimiento. Pilar empeoró,sacudidos sus nervios por tanto suceso desagradable, herida en elcorazón por el desvío de su hermano, que así la abandonaba en susúltimos días; en cuanto a Casilda, bondadosa siempre, lamentó el cismade la familia, que ella misma provocara, aunque sin quererlo. ¿Qué culpatenía ella, si Esteven era un mal hombre y la puso en el disparadero dedecirle cuatro verdades? Pero Gregoria, su hermana mayor, criada yeducada a su lado, copartícipe siempre de sus penas y placeres...
¿eraposible que pudiera conducirse así? Casilda no podía consolarse. Tuvo alprincipio la idea de buscar un abogado y presentarse al juez demandandoa Esteven, y aun llegó a hablar de esto a Pablo Aquiles, que no sabía nilo que hacía ni lo que le pasaba, pero desistió, temerosa del escándaloy entristecida con lo ocurrido. Está bien; que se llevaran todo, quedilapidaran la herencia o la guardaran para sí, en detrimento de ellamisma y de su hermano, pero que no le hablaran más del asunto, porque ledaba
dolor
y
vergüenza.
Habíale
entrado
un
descorazonamiento tal, queno salía, llorando a solas en su cuarto, cuando el cuidado de la enfermano la ocupaba.
Pilar murió un mes más tarde; su vida se apagó dulcemente en brazos dePablo y de Casilda, después de besar al pequeño Aquiles, o Quilito, comoella le decía. Ni Bernardino ni Gregoria asistieron a sus últimosmomentos, aunque se les mandó recado de su gravedad; ni se mostraron enel entierro ni en los funerales, probando con esta actitud su propósitode no verse más, de romper para siempre toda relación.
Golpes fueron éstos, que acabaron de anonadar a Pablo Aquiles. Unabogado vino a verle un día, de parte de Esteven, para que firmaraciertos documentos que eran indispensables para la terminación de latestamentaría, y él firmó y firmó también Casilda, al pie del nombre deGregoria, estampado el suyo con segura mano; deseosos ambos de concluirde una vez, sin protesta, porque no tenían ya fuerza para seguir lalucha.
Cuando aparecieron en la ruinosa fachada de la casa paterna loscartelones anunciando, en letra muy gorda, la subasta, Pablo Aquiles yCasilda comprendieron que había que marcharse; buscaron una casa pequeñay modesta, recogieron lo poco que quiso dejarles Gregoria, y salieronambos del hogar de sus padres, como tristes desterrados.
La visita de Bernardino Esteven es digna de ser contada. Se presentó enla nueva casa correctamente vestido de negro, serio y grave, con unrollo de papeles en la mano; Casilda no quería recibirle, pero Pablo,más conciliador, le hizo pasar a la sala y allí, inclinándose conafectación de académico, declaró que iba a rendir cuentas del albaceazgoy a entregar lo que en la partición había correspondido a los herederos,después de pagar deudas y honorarios, para lo cual había habidonecesidad de vender las propiedades, como lo sabían muy bien. Hablabacon voz campanuda, muy despacio, sin mirar a Pablo Aquiles, mudo delantede él. Vino Casilda, y con aire digno se sentó, sin saludar a su cuñado.Entonces desenrolló éste el paquete que traía y puso delante de los ojosde ambos muchos garabatos y números, que él descifraba con negligencia;luego sacó de su cartera un mazo de billetes, que contó: veinte milpesos, diez mil para cada uno y diez mil que había recibido Gregoria;él, a pesar de sus trabajos en la testamentaría, del derecho que leasignaba la ley, renunciaba generosamente al cobro de sus haberes.¿Querían conservar
las
cuentas
para
examinarlas
despacio?
Maquinalmente,Pablo Aquiles y Casilda dijeron con la cabeza que no. Firmado elcorrespondiente recibo, Esteven recogió sus papeles y sin añadirpalabra, salió como había entrado. ¿Quién reconocería en aquel personajetan finchado, al tenedorcillo de libros de marras?
—¿Te convences ahora?—dijo Casilda mirando tristemente los billetesdejados sobre la consola.
Pablo Aquiles bajó la cabeza y suspiró.
Y él, que nunca había servido para nada, se vió obligado a buscar unempleo fácil, para ayuda de gastos. ¡Qué disgustos pasó antes delograrlo! Con su pequeño sueldo y la escasa renta que les habían dejado,no le faltaría pan a su hijo. En medio de todas sus desdichas, sólo lequedó una ilusión y una esperanza: Quilito.
Tales son los antecedentes que he conseguido reunir, acerca de lasfamilias de Vargas y Esteven.
III
Agapo no era, así como así, un tipo cualquiera, sino, un atorrante deraza, que había seguido la carrera por sus pasos contados, y conquistadoel título a fuerza de contracción y desvelo, favorecido, es verdad, porsu vocación a tan honroso oficio y sus excepcionales facultades.Matriculado, cuando niño, en una banda de pilluelos de barrio, sin elfreno de la autoridad paterna, porque no tenía padres y no hacía caso desus hermanos, libre como un pájaro y celoso de su independencia; con elsucio pantalón doblado sobre la rodilla y la camisa desteñida asomandopor los fondillos, un sombrero agujereado sobre la rubia cabeza,recorría las calles de su parroquia, entretenido en jugar a los cobresen la acera, darse de mojicones con los compañeros y decir desvergüenzasa las señoras; no había bautizo en que él no tomara parte, esperando ala comitiva en el atrio de la iglesia para llamar pelao al padrino, niescándalo callejero en que no estuviera, como espectador de primerafila.
Parecióle muy pronto estrecho el campo de sus operaciones yextendió su radio hasta el Bajo; allí entre las toscas y bajo lossauces, se daban batallas a pedradas y rara era la vez que no sacabaalguno de la banda soberbia magulladura. Como el dinero escaseaba encasa y cada vez que se presentaba Agapo, era recibido con una lección desolfeo, no se atrevía él a ir y pasaba los días vagando, comiendonaranjas o un pedazo de pan duro, mojado en el cocido de algunalavandera caritativa; a veces, por ganar algo, hacía changas en elmuelle, llevando la maleta de algún
viajero
o
vendía
periódicos
yfósforos,
pero,
decididamente, no servía él para el trabajo; un día lellevaron a la comisaría por desorden, y ya aprendió el camino, de talmodo, que rara era la noche que no dormía en duro banco, en compañía deborrachos y ladrones. Se familiarizó con su jerga, adquirió amistadesvergonzosas, aprendió a beber y a jugar, pero no cayó nunca en el viciodel robo; en medio de la crápula, supo mantenerse honrado, porque él noera malo, sino haragán.
Sus largas ausencias no preocupaban a nadie; eran eclipses parciales, enque desaparecía por encanto y reaparecía por milagro, más sucio, másandrajoso y más hambriento que antes.
El cambio de fortuna de sushermanos, no varió su situación; le recibían ellos de tan mala manera,le llamaban con motes tan injuriosos, que Agapo evitaba verles; y luego,¿para qué? para recibir consejos, en vez de cuartos. Que abandonara esavida de vagancia, que se hiciera hombre de provecho, que trabajara...¡Trabajar Agapo! ¡si apenas podía llevar su alma a cuestas! sus brazoscolgaban lánguidos de los hombros, sus piernas se negaban a sostenerlemucho rato y hasta su pensamiento era tardo y perezoso, como obreroholgazán que ama el descanso. Su delicia era tenderse al sol sobre unbanco, o bajo un sauce en la ribera, según la estación, y dormir apierna suelta, sin cuidados, con un sueño de ángel o de niño; y también,sentarse en un portal de calle muy concurrida y ver pasar la genteafanosa tras el pan de cada día, mientras él, libre de preocupaciones,sonreía filosóficamente. ¡Trabajar Agapo! ¡si no vale la pena! ¡muchosudar, mucho sufrir; el hombre, como bestia de carga, dando vueltas, desol a sol, a la rueda de la fortuna, para recibir el esquinazo, enpremio de sus fatigas! más vale estarse con el pico abierto, para que enél caiga el maná del cielo, y manos quietas; dejar que los demás cuidendel árbol y comer nosotros su fruto sazonado.
Hasta Agapo no habían llegado aún esas ideas de socialismo, anarquismo ynihilismo que corren por ahí, haciendo temblar las carnes de todo el quetiene algo que perder, pero él poseía su credo, que era éste: vivir acosta del prójimo, pedir al vecino lo que falte en casa y no trabajarsino en provecho propio, dando quehacer a las mandíbulas; que, al fin yal cabo, todos somos iguales: el estómago del rico, no se diferencia delpobre, y no es justo que mientras aquél engulle y se regala, sean paraéste todos los días de cuaresma.
Por lo demás, estaba él orgulloso de su categoría de atorrante: no teníacasa y no pagaba alquileres; no tenía criados y no le robaban yvendían; no tenía suegra, ni mujer, ni hijos, que le quemaran la sangre;ni negocios, que le preocuparan; ni amigos, que le engañaran; sobre élno pesaban impuestos ni carga alguna.
Se consideraba feliz, y lo era enefecto: no ambicionaba nada y nada temía del día siguiente; envuelto ensus guiñapos, paseaba por los sitios públicos y gozaba del sol, como elque iba arrastrado en carretela; dormía donde le cogía el sueño, tanricamente como sobre un colchón de plumas; comía cuando tenía hambre yno le faltaban buenos platos de casa grande, y en lo tocante a viciosmenudos, llevaba en el bolsillo de su raída chaqueta provisión abundantede colillas de cigarro. Era gran maestro en el arte de pechar o darsablazos, y lo hacía con tal comedimiento, que pocas veces quedabadesairado.
El alud de las revoluciones pasó sobre él y le arrastró como hoja seca,pero, restablecida la calma, aparecía Agapo, de nuevo, sobre lasuperficie, como cuerpo boyante; sus peregrinaciones, ya voluntarias, yaforzadas, le llevaron por toda la República y aun fuera de ella, pero sucuartel general era Buenos Aires, y a la capital volvía, como bestiaextraviada a la querencia. Frisaba en los cuarenta años y parecía tenersesenta, con su barba gris de patriarca, la melena casi blanca y lasarrugas de su frente de pensador: diríase un hombre combatido por lasadversidades, un inválido del trabajo, un paria de la suerte, todo menosel prototipo del holgazán.
Era digno, a su manera. Aunque no pudiera tachársele de delito alguno,porque no era ladrón, ni capaz de hacer mal a nadie, ocultaba suapellido y pocos eran los que sabían que pertenecía a la opulentafamilia de Esteven. No quería él que se supiera el cercano parentesco deAgapo el atorrante con el rico bolsista don Bernardino, por vergüenza desu propia situación; conservaba hondo rencor contra su hermano, a quienacusaba de haberle abandonado y hasta empujado al vicio para librarse deél, y no le socorría como debiera, ahora que era dueño de cuantiosafortuna. Sabedor de los enredos de la testamentaría de Vargas, y delprofundo cisma de ambas familias, solía él decir con maligna intención,en el seno de la confianza, que quién sabe cuál de los dos, si elmillonario don Bernardino o Agapo el atorrante, mantenía más honrado elapellido.
A casa de los Esteven iba contadas veces. Le imponía tantamagnificencia: la escalera toda de mármol, con dos leonazos melenudos alpie, a derecha e izquierda, las fauces abiertas, como si quisierantragarse al incauto visitante; en el primer descanso, plantas exóticas;arriba, una vidriera de colores, y cuando la puerta se abría, veíaselujoso recibimiento, con estatuas y cuadros. No conocía Agapo lo demás,porque nunca le habían dejado pasar de allí, pues podía manchar lasalfombras con sus patas embarradas o ensuciar la seda de los muebles consus ropas grasientas; se sentaba humildemente en la escalera, después detocar el timbre. El criado salía, le miraba de pies a cabeza ydesaparecía, cerrando la puerta. Pasaba largo rato; se oía el manoteodel piano en la sala; Agapo pensaba que serían sus sobrinas, Susana yAngela. La puerta volvía a abrirse y el criado entregaba un billete alatorrante, con este recado:
—Dice el señor que no venga usted con tanta frecuencia.
—Si no he vuelto desde el mes pasado... pero diga usted al señor que nole incomodaré más.
Y se iba, colérico, jurando no volver... y volvía, reflexionando que erafuerte cosa que mientras su familia estaba podrida en plata, notuviera él ni para cigarros. En estas visitas solía ver, por la puertaentreabierta del recibimiento, a su cuñada Gregoria, con su aireorgulloso y muy compuesta siempre, a pesar de sus canas y su obesidad;un día tropezó en la escalera con Jacintito, que bajaba los escalones dedos en dos, silbando, de habano y bastón, y no le miró, porque lechocaba mucho este mequetrefe, que jugaba en la Bolsa y tiraba eldinero, que no sabía ganar.
Mostrábase, sí, muy satisfecho cuandolograba ver a las dos muchachas, tan lindas y frescas como dospimpollos; ellas pasaban a su lado, plegando las faldas vaporosas demiedo de mancharlas y haciendo un gestito de desagrado con la bocaencantadora. En cuanto a su hermano, nunca le vió y si llegaba acolumbrarle en la calle, escabullíase avergonzado.
Pero donde él iba con gusto, era a casa de los Vargas, calle Moreno, sino todos los días, porque era él muy comedido, por lo menos tres vecesen la semana. Pampa le recibía poco menos que a escobazos, diciéndoleque la señora no estaba, que se marchara, pues no había nada para él.
—Esperaré, muchacha; no tengo prisa.
Y se sentaba en el umbral de la puerta del comedor, viendo barrer elpatio a la india, admirando la limpieza y el orden que allí reinaban,mucho más agradables que el lujo y la farsa de Esteven; el pequeñojardín daba gloria verle, tan verdecito y tan cuidado.
—¡Hola! ya estás aquí—decía en esto la voz simpática de misia Casilda.
Y aparecía la señora con un plumero en la mano, muy sofocada por eltrajín de la casa, amable y sonriente. Agapo se descubría, como ante unaimagen, y entraba en el comedor y se sentaba, sí, señor, se sentaba enuna silla de rejilla, porque allí no temían que lo manchara todo con sucontacto; en la alacena no faltaba el trozo de carne fría guardado paraél, o el platito de arroz con leche o el resto de carbonada, que laseñora calentaba por sus manos en la maquinilla de alcohol. Y luego, erauna de charlar de todo, al compás de la escoba de Pampa...
Al día siguiente de aquella noche del 25 de Mayo, en que don PabloAquiles vió cosas que le suspendieron y preocuparon hasta el punto deinterrumpir su paseo de digestión, Agapo se presentó en la casa, pasadaslas doce, siendo recibido con el ceremonial de estilo.
—Señora no estando—dijo Pampa cerrándole el paso y esgrimiendo eldoméstico cetro.
—¿Y el patrón?
—En el Ministerio.
—¿Y el niño?
—En la Bolsa.
—¡Esperaré!
—Déjale pasar—dijo misia Casilda desde adentro.
El atorrante entró en el comedor; iba menos rotoso y sucio que decostumbre, porque para esta visita hacíase esmerada toilette, en loque cabe.
—¿Ha visto usted la inquina que tiene la india conmigo?—
exclamó Agapo,sentándose en el borde de una silla, a la vez que echaba hambrientamirada a la alacena.
La señora tenía dos ruedecitas de patata sobre las sienes, y con susemblante fatigado mostraba a las claras padecer fuerte neuralgia.
—Tengo un dolor de cabeza...—dijo ella, llevando una mano a la frente.
Fué a la alacena, sacó un plato en que se veían restos de los hojaldresdesdeñados por el niño la noche antes, y lo puso delante de Agapo,quien, dejando finezas a un lado, empezó a devorar glotonamente.
—¿No estás borracho?—preguntó la señora, mirándole a la cara.
—¡Oh! no—protestó el atorrante.
—Pablo Aquiles te encontró ayer en un estado deplorable.
—Era día de la patria... y había que festejarlo.
—¡Jesús! ¡qué vicio más feo! mira, si se te ocurre presentarte aquí deesa manera, te haré dar cuatro escobazos por Pampa y llamaré alvigilante.
Agapo seguía comiendo, sin hacer mayor caso de la amenaza.
Cuando quedóel plato limpio, cual si lo hubieran lamido los perros, se pasó la manopor la boca, restregó los dedos sobre el pantalón, y mirando con ojostiernos a la señora, sentada al otro extremo de la mesa, exclamó:
—¡Ay, señora! ¡yo merezco más lástima que castigo! A buen corazón no megana nadie, y si no fuera la fatalidad y mi hermano...
—Eso sí—saltó misia Casilda,—siempre he dicho yo que eres lomejorcito de esa familia; sólo que te dió por no querer trabajar... ¡yahí tienes!
Agapo se encogió de hombros. No, señor, no era por eso; él queríatrabajar, pero no encontraba en qué: buscó un empleo mucho tiempo y noquisieron dársele y ahora andaba tras de una concesioncita deferrocarril, sin resultado; había visitado a senadores y diputados yhasta a cierto ministro, que tenía fama de dejarse untar la mano...
—Pero, ¿qué van a darte con esa facha?—dijo riendo la señora.
Ahí está; si él fuera vestido, de levita, y hablara en extranjero osiquiera en provinciano, lo conseguiría al momento, sin más capital quemucha labia y poca vergüenza. Negocio más lucrativo no se ha visto: ledan a usted la concesión, usted la vende al momento y se hace rico, opoco menos. Y el ferrocarril se construye o no; generalmente, no seconstruye... ¡Cuántas cosas podría hacer valiéndose de la influencia desu hermano!
Hoy, para medrar, no hay más que meterse con el Gobierno...o en la Bolsa: un compañero suyo, que dormía en los bancos de las plazasy en los caños abandonados, se había metido no se sabe cómo en unnegoción de tierras, y se ganó lo que quiso, convirtiéndose en unpersonaje que arrastra coche...
—Aquí tenemos lo de Quilito—observó misia Casilda,—esas fortunasimprovisadas me hacen a mí el efecto de casa sin cimientos; deja quesople el aire y verás dónde van a parar.
Mejor sería que tuvieran máscabeza, pues esto se va poniendo muy malo: esta mañana el casero nosmandó aviso que para el mes que viene subirá el alquiler, y siempre conel mismo pretextito: el oro; ¿qué culpa tenemos nosotros de que se vayaa las nubes?
—¡Y lo que vendrá!—dijo Agapo en tono profético, acariciando susbarbazas.
—Tengo un dolor de cabeza...—volvió a decir misia Casilda.
—Algún disgusto, ¿no es verdad?
—Sí, ese atolondrado de Quilito tiene la culpa. La noche antes habíallegado don Pablo Aquiles de mal talante, porque se encontró al niño enla puerta de Colón, detrás de las de Esteven, lo que vino a corroborarsus sospechas de que festejaba a una de ellas; ya se lo habían dichono sé en qué parte, y la idea de que fuese cierto y que los otrospudieran creer que ellos autorizaban semejante cosa, les teníadisgustadísimos. Decidieron sondar al muchacho, y cuando bajó aalmorzar, le espetaron la preguntita.
¿Crees tú que negó? ¡qué esperanzas! es muy deslavado y tiene una manerade contestar al padre... Que sí, que Susana le gusta mucho, y que sipuede que ya lo creo que se casará con ella, pero que todavía, no haynada serio... ¡Todavía! ¡vaya un consuelo! Entonces, yo tomé la cosa pormi cuenta y le dije las del barquero.
Eso es, muy bien; ¿le parecía decente poner los ojos en una niña, cuyafamilia era enemiga mortal de la suya propia? ¿no había en Buenos Airesninguna otra más que ella, tan buena o mejor? ¿no temía que la gente esadijera que iba por su dinero y que su padre y su tía estaban mezcladosen el negocio? Y luego,
¿qué significaba eso de casarse un mocoso, queno sabe dónde tiene las narices? ¿con qué contaba para el casorio?¿tenía siquiera su carrera concluída? Estos muchachos de ahora son deuna impavidez extraordinaria; todo se lo llevan por delante, y creen apies juntillos en la engañifa aquella de «querer es poder»; así, no sonpocos los desengaños.
En fin, que me despaché a mi gusto, y como golpe final, le hice estapregunta: Pero, ¿has hablado con la niña.—No.—¿Y
entonces?—Ella memira, y con esto basta.—¡Inocente! ¡te fías de los ojos, cuando laspromesas de la lengua no se cumplen! si todas las mujeres bonitas mirany remiran, porque buscan el homenaje de los hombres y quieren ver elefecto que su hermosura, su tocado o sus alhajas producen. Entonces él,retorciendo su bigotillo, dijo con petulancia:—Hay modos de mirar,tía... y yo me entiendo.—¿Habráse visto botarate? ¡Un chico que nolevanta media vara del suelo! Quedaba el gran argumento y se lo largué:Mira, Quilito, que se te quiten tales disparates de la cabeza: el señordon Bernardino Esteven nunca consentirá en ese casamiento. Lo aplasté.Pero él se irguió, y en tono de amargo reproche, replicó:—Seré muydesgraciado entonces, pero la causa de mi desgracia serán ustedes, consu terquedad ridícula y su odio injustificado.—¿Qué te parece?
mira quePablo Aquiles tiene una paciencia de santo, pero al oír aquello no sepudo contener, y eso que le aguanta cosas al muchacho, que parecementira. Total, que Quilito subió a su cuarto muy enfadado, Pablo se fuéa la oficina de mal humor, y yo quedé con jaqueca. ¡Qué muchacho, Señor!
—Eso me lo sabía yo de corrido—dijo Agapo,—¡las veces que le he vistoen la calle Florida detrás de ella! y una tarde, al salir de casa de miseñor hermano, tropecé en la acera con Quilito, y cuando doblaba laesquina vi a Susana en el balcón... Que ellos se entienden, no hay duda.
—Si esto es una fatalidad—exclamó misia Casilda, va a ser un semillerode disgustos para nosotros.
Lo que Agapo no se atrevía a decir, es que él era el protector deaquellos amores contrariados, el correo de gabinete entre los dostórtolos; su buen corazón no había podido resistir al ruego deQuilito... y a la propina de dos pesos por carta, enternecido ante ladesgracia que separaba a sus sobrinos más simpáticos y que más quería.Esto le obligaba a ir con alguna más frecuencia a casa de donBernardino, y a valerse de estratagemas para comunicar con la muchacha;pero todo lo hacía con gusto... y con provecho. Seguramente que si misiaCasilda sabe que en la ocasión en que ella tanto se lamentaba de laocurrencia, era portador Agapo de una carta traidora, que había deencender más la hoguera sobre la cual ella, por amor propio y amor de susobrino, trataba de echar el agua fría de la reflexión, no hubiera sidoflojo el escándalo. Pero él se guardaba bien de descubrirse... si no,¡adiós platitos de arroz con leche! la escoba de Pampa y el vigilante...
El sol entraba en el comedor, tan alegre, que parecía de primavera; a sugrato calorcito, el morrongo de la casa, espatarrado, exponía su vientrede terciopelo. Afuera, cantaba Catalina la genovesa un aire de su país,con acompañamiento de platos y cacerolas.
—¿Está Quilito?—preguntó Agapo tímidamente.
—Debe estar en su cuarto—contestó la señora.
¡Había subido más enfurruñado! dando portazos y diciendo que iba a hacery acontecer, con las palabritas escogidas de uso diario. Todo se lepodía perdonar, menos aquel capricho desatinado de enamorar a la hija deGregoria, que le despreciaba hasta el punto de no haberle jamás dirigidola palabra, como que le dejó en mantillas... y hasta la fecha. Pero élno entendía de razones. Era un muchacha que no tenía pies ni cabeza.
—¿Sabes a qué hora llegó anoche?... hoy, mejor dicho: ¡a las tres ytreinta y cinco!
Hacía muy poco que habían dado las tres y media, cuando ella, metidaentre sábanas, oyó abrir la puerta de calle, con cautela de malhechor, ypasos apagados en el patio: era el niño que entraba.
¡A las tres ytreinta y cinco de la mañana!
—Si todos hacen lo mismo, señora—se atrevió a decir Agapo.
—Ese es el razonamiento de Pablo; pues yo digo que si todos hacen lomismo, no sé qué juventud es la de ahora; ¡siquiera estuvieran de visitaen casas honestas! pero, no, señor, no tienen sociedad ninguna; que sepongan en rueda de señoras y no hay quien les saque una palabra delcuerpo. Quilito se esconde apenas ve gente en casa, y cuando lereprendo, me contesta que él no está para perder su tiempo convejestorios. Lo que a aquel chiquillo hacía falta, era un padre como donAquiles, su abuelo, que le arreglara a ordenanza; el látigo es unremedio excelente: con esto y rienda tirante, no hay hijo indócil nidescarriado.
—Más se consigue con el cariño, que con los azotes—dijo Agapoacordándose de los sopapos y tundas de su niñez.
—Pues éste no echará de menos los mimos...
Se oyó sonar la escalera del patinillo.
—Aquí le tenemos—murmuró misia Casilda poniéndose muy seria.
Quilito entró, con un cigarro en la boca.
—¡Hola! ¡tanto bueno por acá!
Tiróle de las barbas a Agapo, y mientras le presentaba su cigarrera deníquel, le desliz?