El negro salió, cerrando la puerta. Esteven respiró.
Entretanto, el ministro paladeaba el te, y decía:
—¿Qué le parece esta bebida, amigo? Buena, ¿eh? también me he hechollevar algunos paquetes a casa, porque es un te delicioso, y a mi mujerle gusta mucho.
Y don Bernardino, elogiándolo como se merecía, aunque estaba tibio yrevuelto y muy cargado, te de negro, en fin, creyó llegado el momento dedar el empujoncito que se había propuesto.
—También Jacinto, querido doctor—dijo tímidamente,—
Jacintito, mihijo... ¿sabe? se ha dejado apretar en la máquina de la Bolsa; unadesgracia, pero, ¿qué hacerle? Los hijos cuestan caro, doctor, y unpadre, mientras vive, no puede dejar el biberón de la mano, así seanellos hombres y gasten barba.
—¡Hola! también Jacinto—repitió el doctor, distraído.
—¡También! y como el muchacho no ha de estar de haragán, ahora que va aliquidar su casa de comercio, yo pensé en usted y me dije: A ver si eldoctor me le coloca en el Ministerio, y me le tiene allí sujeto poralgún tiempo, por lo menos mientras las condiciones del mercado nomejoran.
—¿Aquí?—saltó S. E., alarmado;—pero, ¡si tengo esto hecho unhospital, y no cabe allá dentro ni un alfiler! Además, usted sabe quehay que hacer economías, o fingir que se hacen, para desarmar laoposición. ¡Estos nombramientos me han dado más disgustos! porque hayque contentar a los amigos y el presupuesto no alcanza... ¡tengo aquímás supernumerarios!... y todo sale de eventuales, amigo. Hace poco fuénecesario hacer saltar, con el primer pretexto que se encontró, a unempleado de diez años... de diez años, ¡calcule usted! para colocar alrecomendado de un colega... y ayer me traje al hijo de una prima mía,que es sordo-mudo, y se lo entregué al subsecretario, diciéndole: Pongadonde quiera a esa buena pieza y déle diarios a leer; que se entretengaen algo. Y mandé que se le asignaran doscientos pesos al mes, deeventuales. Porque mi mujer, me sacaba los ojos, repitiéndome: ¿Seráscapaz de no hacer nada por el desgraciado hijo de Eulogia? el pobrecitono sirve para nada, y en ninguna parte estará mejor que en elMinisterio. Y me lo traje, y ahí está; el servicio público no ganarágran cosa, pero mi mujer y la prima Eulogia están contentas.
—Pues nada más fácil, querido doctor—observó sonriendo Esteven,—pongaen la misma mesa a Jacintito, y le dará conversación al sordo-mudo, yasí no se aburrirá. El país no se ha de hundir por eso.
—Le pondremos, amigo; muerto por mil, muerto por mil quinientos. Quevenga su hijo, y si no quiere venir, que no venga; yo daré orden alHabilitado que le entreguen trescientos pesos todos los meses. Con losamigos, hasta la pared de enfrente, o no tenerlos.
—Mi querido doctor—exclamó Esteven reconocido...
Y levantándose, la mano poco aseada de S. E. entre las suyas, agregó quese marchaba, porque no quería robar al ilustre ministro el tiempo, quetan escaso le venía para sus múltiples e importantes ocupaciones.
—No se moleste usted, doctor, en acompañarme... ¡siempre tan amable!
—Lo dicho—repitió el doctor Eneene, acariciando la aceitosamelena,—no se me mueva usted de la capital, ¿eh? y véalo a Rocchio, quetenga paciencia; el asunto corre de mi cuenta. En cuanto a larecomendación al Banco, no dejaré de hacerla... se trata de usted ybasta; aunque rabien, tendrán que aceptar la propuesta.
—Muchas gracias, doctor...
Salió don Bernardino satisfecho, muy satisfecho; en el saloncito tropezócon un empleadillo, que traía la carpeta de notas a la firma de S. E. yrondaba la entrada del despacho, esperando el fin de la entrevista, yEsteven pasó erguido, sin dignarse atender a la mirada provocativa quelos ojillos de víbora del cuñado le lanzaron, desde el fondo del salónrojo.
—Anda, vejestorio inservible—decía bajando las escaleras,—
mírame,muérdeme; no te daré el gusto de verme en el suelo.
Todavía puedolevantarme... el doctor es una gran palanca; ¡que no renuncie antes defin de mes, y la victoria será mía!
¡Qué casualidad! Cuando iba a tomar su coche, pasaba precisamenteJacintito.
—¿A dónde vamos?—dijo el padre, cogiendo el brazo del muchacho;—ayerno has comido en casa, y hoy no has almorzado. Y eso que tu padre estabaenfermo. Cualquiera diría que me huyes... Ven acá, que tenemos quehablar.
Le obligó a entrar en el coche, y partieron.
—Nos hemos lucido—pensó el chico,—ahora me mata, sí, señor, y aquí notengo escape. ¿Qué excusas voy a darle?
Don Bernardino, sin más trámite, fulminó el rayo de su excomunión sobreel culpable: lo sabía todo, todo, con puntos y comas, de pe a pa; místerRobert acababa de descubrirle la verdad y de notificarle la gravísimaresolución adoptada: liquidar una casa que tanto había costado formar, ycon un pasivo escandaloso. ¿No tenía vergüenza? ¿no le remordía laconciencia de haber arruinado a aquel pobre hombre? ¿con qué pensabapagar los doscientos mil nacionales del pasivo y los cincuenta mil queadeudaba a Rocchio?
—Ya cantó el gringo—murmuró Jacinto.
—¿Con qué piensas pagarlos?—preguntó otra vez Esteven.
Silencio prolongado, obstinado de Jacintito. Sí, pues; para pagarlosestaba el padre, que tenía, debajo de la cama, una mina destinada al usopersonal y exclusivo del hijo calavera... Bueno, esta vez sería laúltima; pero como no podía permitir que anduviera de vago ni quevolviera a la Bolsa, acababa de conseguir del doctor Eneene un empleo enel Ministerio y un buen sueldo.
—¿Qué voy a hacer en el Ministerio?—protestó Jacinto, contrariadísimo.
—¡Rascarte! y sobro todo, no me pongas los pies en la Bolsa, porque temando a un pontón.
— Vos también, papá...—se atrevió a insinuar el muchacho.
—Yo puedo hacerlo—contestó el padre;—pero ustedes, mequetrefespelagatos... ¡qué audacia! he aquí la época...
—Peor lo ha hecho Quilito—saltó Jacinto más animado,—que ha perdidociento cincuenta mil nacionales, y anda en la Bolsa, empeñado ensacarlos debajo de tierra.
—¡También el Varguitas! ¡y no tiene sobre qué caerse muerto!
Ese es elejemplo que te ha perdido.
—No sé; pero cuando yo te vi, papá, comprar tantas vitalicias, medije: Esta es la mía; si papá compra, es que el alza es segura y elnegocio soberbio.
—Cállate—exclamó don Bernardino fuera de sí,—que te calles, ni unapalabra más. Y basta; ¡no me pises la Bolsa, y cuidado cómo te portas enel Ministerio!
Dió por terminado el récipe don Bernardino, y Jacintito, mordiéndose loslabios de coraje, se preguntaba si era cuerdo, si era justo, que lesepultaran a él en una oficina, cuando tantas disposiciones tenía parael comercio. Y concluía opinando, que no era ni justo ni cuerdo sino,simplemente, un disparate.
VIII
Don Pablo Aquiles entraba a las seis del Ministerio, minuto más o menos:se quitaba el pesado gabán y revestíase de una chaqueta vieja bienholgada, calzaba los pantuflos e iba a sentarse al lado de la chimenea,apagada desgraciadamente siempre, delante de la pantalla en que lasescuálidas cigüeñas se miraban tristonas, cual si lamentaran, ellastambién, la ausencia del fuego alegre y reparador. Con el periódico dela tarde, enrollado como un canuto, dábase golpecitos don Pablo en laspiernas, mientras comunicaba a su hermana las noticias que traía;primero, las del diario: que el Gobierno va a hacer esto o lo otro, queel oro está a tantos, que el empréstito no cuaja, que el ministro tal seva...
—¡Qué se ha de ir—observaba misia Casilda pasando revista a la mesa,que tendía Pampa;—ya verás, Pablo, como no se va! Si no se arma la deDios es Cristo, esto seguirá hasta el día del juicio. Claro, les dejanhacer lo que quieren...
—Y se armará, Casilda, se armará.
—Sí, como siempre: que salen a la calle cuatro personas decentes, sinarmas o sin municiones, y me las corren y quedan las cosas como antes, opeor; todavía, ¡si la intentona no costara sangre! pero muere más de unpadre de familia y más de un joven... ¡qué sacrificio tan estéril! Siesta vez han de hacer lo mismo que las otras, mejor será quedarsetranquilos y aguantar...
Muchacha, ese tenedor no está bien limpio: vetea fregarlo como Dios manda...
Luego venían las impresiones del día: si había tenido mucho trabajo enla oficina, si el jefe estaba de buena cara, lo que se decía.
—Pero ese Ministerio es un club—exclamaba la señora,—allí se fuma, secharla, se toma te, se reciben visitas; seguro que todo el trabajo pesasobre ti, que eres un infelizote, y hasta ahora el ministro no te haaumentado un centavo; en cambio hay otros gandules que ganan tres ycuatro veces más. No hay cosa peor que ser bueno y honrado, porque a ésese lo comen por sopas...
Pampa, dobla bien esa servilleta...
Cuando don Pablo Aquiles venía con el cuento de que se había hecho saltar a algún compañero, para colocar a un paniaguado de lasituación, o relataba, con pelos y señales, los abusos cotidianos, lasarbitrariedades inicuas del doctor Eneene, misia Casilda prorrumpía enviolenta catilinaria.
—No me lo digas, Pablo, porque no puedo contenerme; y tú, estás viendoesas cosas de cerca, y te callas... ¡qué pícaros! el día menos pensadote echarán a la calle, como no les adules bien. ¿Y
qué hacen los diariosindependientes? ¡Ah, si yo fuera hombre!
¡no poder escribir siquiera unremitidito! Cada pillería de éstas, publicarlas en letras bien grandes yadivina quién te dió.
¡Conque, le han puesto doscientos de sueldo, yacaba de entrar!
como no sale de su bolsillo, eche usted que no sederrame. ¿Y
dices que se hace pagar el coche por el Ministerio, yabastecer su casa de vino y de cuanto Dios crió? Pero, ¿dónde tiene lavergüenza ese señor ministro? Qué remitido escribiría yo, ¡qué remitido!
A veces, en la actitud que tomaba al sentarse, y en los golpecitos delperiódico sobre la pierna, conocía ella que venía contrariado don PabloAquiles.
—Le has visto, ¿verdad?—preguntaba;—¿a que estuvo hoy en elMinisterio?
Don Pablo decía que sí.
—¿Ves? me lo sospechaba; ¡en qué andará ese par de alhajas!
quisieraoírles por alguna rendija. ¡Tal para cual!
Un día, contó el viejo Vargas que el chico de Esteven había sidonombrado oficial primero o segundo, con trescientos pesos, y como él noera más que auxiliar con ochenta y en su sección estaba aquél, resultabaque él, don Pablo Aquiles, empleado antiquísimo, quedaba bajo lasórdenes de su flamante superior, Jacintito: felizmente, éste iba tarde ono iba nunca, y cuando iba, no hacía nada. Tan disgustado estaba elpobre hombre y misia Casilda se puso tan furiosa, que no comieronaquella noche. Y
Quilito, razonable como pocas veces, decía que,efectivamente, era una injusticia irritante, más, una inconvenienciaridícula, pero que Jacinto no abusaría de su posición, pues era muybuen muchacho; además, estaba seguro que no aportaría por el Ministerionunca, y esta sería la mejor solución.
—¡Pillos!—exclamaba misia Casilda, mientras don Pablo, nervioso,llevaba el compás con su batuta improvisada,—¡Mira cómo hacen ydeshacen a su antojo! Naturalmente, el que tiene padrino se bautiza.¡Qué pillos! ¡con trescientos pesos, y de jefe tuyo, un mocosuelo!Quilito, hazme el favor de no defender estas iniquidades, porque creeréque estás corrompido, tú también, que te has contagiado con el mal de laépoca.
—Si yo no las defiendo, tía...
—Las excusas, que es igual.
Ella no quiso tragar, y así lo decía, eso de que Esteven se hubieraarruinado, aunque se lo aseguró don Pablo y lo confirmó el mismoQuilito. No, no le conocían bien: don Bernardino era un truchimán de primo cartello, y ya tendría a buen recaudo todos sus valores, paratomar las de Villadiego el mejor día; después, échenle ustedes un galgo.Que la familia se iba al Frigal, y salían las propiedades a remate...¡farsa! ¡ojalá pudiera ella registrarles los baúles!
—¿Y la liquidación de la casa de Jacinto?—observaba Quilito,—¿y suentrada en el Ministerio?
—¡Farsa!—repetía la tía,—maniobras, juegos de manos... el tiempo hade descubrirlo todo. A esa gente, no creo yo ni el bendito. ¡No lesdeseo ningún mal, pero si resultara verdad la ruina de Esteven, alabaríala justicia de Dios! Sólo que Dios tiene mucho que hacer, para perderel tiempo en castigar a los pícaros...
Lo cierto es que estas cosas les preocupaban. Y más que todo, laconducta incalificable del niño de la casa, de Quilito, en aquellos díasde junio. Su asiento en la mesa, tanto a la hora de la comida como delalmuerzo, quedaba desocupado con una frecuencia alarmante, a pesar delas protestas de la tía de no hacer pasteles fritos, ni carbonada, nininguno de los platos criollos, que no le gustaban: se levantaba a lasdoce, salía, y no volvía hasta las tres o cuatro de la madrugada. Elpadre y la tía casi no le veían la cara y cuando lograban vérsela, alatravesar el patio o al sorprenderle en su cuarto vistiéndose, se lesfiguraba muy pálido, muy flaco, la estampa marcada de un calaverillaprecoz y sin freno.
—Acabará por enfermarse—decía misia Casilda,—¡se acuesta tan tarde!¿por qué no le hablas tú?
Y don Pablo, que no tenía calzones para hacerse respetar, contestaba queeso era muy natural: la juventud necesita expansión, soltura; si se lecierra la puerta, se escapa por la ventana, o por el tejado, el cañón dela chimenea o el ojo de la llave; la cuerda que se ha mantenido tiranteal joven, el viejo se encarga de aflojarla más tarde, y es peor,muchísimo peor.
Además, ¿por qué se había de interpretar torcidamentelas entradas y salidas del niño? El tenía sus negocios en la Bolsa, susestudios en la Facultad...
—Que coma fuera, si eso le agrada—añadía don Pablo,—a mí me gustaverle mezclado a esa juventud dorada, rozarse con la alta sociedad: enesto estás de acuerdo conmigo, Casilda. Porque, la verdad, ¿qué va aencontrar el muchacho aquí? La modestia, la pobreza, el aburrimiento;una mesa frugal, una chimenea sin fuego. Y si él goza de mejores cosasen la calle, ¡dichoso él! No decirle nada, pues, y que haga lo que le désu real gana. Verás cómo se abre camino, porque es muy inteligente ytiene grandes aspiraciones.
—En eso no estoy conforme contigo—replicaba la hermana;—
para estostiempos no vale la inteligencia, y mucho me temo que en los enredos dela Bolsa no esté Quilito más comprometido de lo que fuera menester.
—Casilda, eres una pesimista de mal agüero.
—¡Ay, Pablo, ojalá me equivocara!
A los síntomas apuntados, se agregaron bien pronto el ensimismamiento,el mal humor, la irritabilidad. Se encerraba en su cuarto y no abría anadie. Don Pablo decía que para estudiar, pero la tía, informada porPampa que, en razón de su ministerio, llegaba hasta el reclusovoluntario, en ocasiones, sabía que el niño trazaba números y másnúmeros, o se estaba espatarrado sobre la cama, la mirada perdida en lascortinas, los brazos inertes. Cuando salía, contestaba distraído,impaciente:
—No sé, no tengo nada, ¡déjenme en paz!
La tía no había querido decir nada al padre, de lo ocurrido en losprimeros días del mes, hallándose ella sufriendo del segundo ataque dereumatismo de la temporada, que la postró una semana entera: sucedió,pues, que entre dos y tres de la madrugada, ella en su lecho y con lalamparilla encendida, sin dormir, a causa de sus dolores, sintió queabrían la puerta de calle, cruzaban el patio y llamaban a los cristalesde su cuarto.
—Abra usted, tiíta Silda, soy yo.
Como pudo, bajó de la cama; en camisa y descalza, con el maldito reumaprendido a la cintura, y tiró del pasado. Quilito entró, arrebujado enla bufanda.
—Tiíta, vengo a que me dé usted veinte nacionales, pero ahora mismo,inmediatamente.
—Pero, muchacho, ¿qué pasa? déjame acostar... Dime, ¿para qué quieresveinte nacionales? ¡y a estas horas!
—¿Me los da usted o no me los da? Cuando le digo que los necesito...
—Ve ahí en la cartera... sobre la cómoda; no sé si llega.
El joven buscó el bolsillo de tafilete. Abriólo y cogió dos billetes dea diez nacionales; los guardó, y sin decir más palabra, salió del cuartoy de la casa. El golpe de la puerta de calle retumbó, como un cañonazo.Misia Casilda quedó espantada, temblando más de susto que de frío.
—¡Ah! ¡Dios mío! ¡se va a jugar! Quilito juega, Quilito juega... ¡Diosmío, Dios mío!
Pasó el resto de la madrugada en vela, y el alba la encontró acurrucadaen la cama, los ojos arrasados de lágrimas amargas; se oían rodar loscarros en la calle, cuando entró el niño.
—No, no le diré nada a Pablo todavía—pensaba la señora.—
¡El dice quehay que dejar a los jóvenes probar de todo, para enseñarles a vivir!
Don Pablo Aquiles sorprendióla con los ojos hinchados, pero ella alegóque era a causa del insomnio, y cuando vino Agapo, como solía, laencontró abatidísima y sin ánimos para cambiar una palabra siquiera; donPablo se amilanó con esto, porque, a la verdad, en la casa se notabaalgo, que no se sabía explicar, se sentía venir algo, muy malo, muymalo, ¿qué cosa? se ignoraba.
Los días siguieron así, sin variación notable, y llegó el 23 de junio.Aquel día, Quilito almorzó en casa, o mejor dicho, no almorzó, porquetodo el tiempo se lo pasó renegando de los bodrios de Catalina, dePampa, que era una sucia, que así limpiaba los cubiertos como se lavabamal la cara; del pan, sin cocer, del vino, agrio... Y don Pablo, siemprepaciente, trataba de calmarle.
—Hay que dispensarlo, hijito; si ya sabes que esto no es el Café deParís; no podemos dártelo mejor.
La tía callaba. Pampa, aturdidamente, al presentarle un plato, pisó unpie del niño, y éste, que reventaba de mal humor, levantóse entonceshecho una fiera y se arrojó sobre la india, dándole de moquetesbrutales.
—¡Ay, niño! ¡ay, niño!—clamaba la infeliz.
Misia Casilda y don Pablo acudieron en su defensa...
—Toma, toma, para que aprendas y veas dónde pones las patas otra vez.
—¡Quilito!—dijo severamente la tía.
Don Pablo consiguió quitársela de entre las manos, y el joven vociferóque se iba a su cuarto, a encerrarse, y que no quería ver a nadie, puesodiaba al mundo entero. Lanzóse fuera del comedor y trepó la escalerillade sus habitaciones, pero misia Casilda le siguió, dispuesta azarandearle como se merecía: sabido es que la tía Silda tenía susmomentos de energía formidables. Pero, por más que ella se apresuró,Quilito llegó el primero arriba y se encerró a piedra y lodo.
—¡Abreme—decía la señora, aporreando la puerta,—ábreme: no hagasescándalo, Quilito, no me faltes al respeto! Abreme.
Quilito abrió. Entró la tía, su cara de muñeca más lustrosa que decostumbre, sin las chapas de color en ambas mejillas, porque el disgustolas había borrado, y siguió al sobrino hasta la alcoba.
Quilito se echóen la cama, de espaldas, y misia Casilda se sentó en un sillón, frente afrente. Bueno, ya estaban solos y podían explicarse: ella exigía, sí,señor, exigía explicaciones categóricas, para tomar una resoluciónseria: aquello no había de continuar así. ¡Qué! ¿el padre, la tía, loscriados, todos, iban a estar sujetos al humor de un chicueloirrespetuoso y sufrir en silencio sus rabietas inconsideradas? ¿qué sefiguraba? ¡Si el padre no tenía bien puestos los calzones, ella sabríaimponerse una vez por todas! La filípica continuó en este tono largorato, y el muchacho ni se movía, ni hablaba: misia Casilda usó de todassus armas, y trató de herirle en su amor propio, en su dignidad, enmedio del corazón, que ella conocía tan tierno, a pesar de todo.
—A mí no has de engañarme, como a tu padre—dijo por último,—tú andasen algo malo, Quilito, y si te escondes, es que el remordimiento tepersigue... de alguna acción vituperable...
¡no sé cuál! Seré muy torpe,pero me parece que tú juegas... y si juegas, que has perdido... ¿he dadoen el clavo? ¿sí o no?
Tan había dado, que el chico se agitó, como si acabara de recibir unalfilerazo.
—¡Por Dios! tía, déjeme usted, márchese, quiero estar solo; no tengogana de oír sermones.
Y se puso cara a la pared, rezongando. Pero, quieras que no, tuvo queoírlo, de cabo a rabo, tan contundente, porque la señora no se mordía lalengua, y soltaba cada varapalo que escocía de veras, que Quilito dió unsalto, al fin, y con el aire de un demente, prendido al enrejado de lacama, que sacudía como si deseara arrancarlo, gritó:
—Sí, ¡he perdido, he perdido! ¿Y qué tenemos con eso?
Jadeante, se volvió a la tía, desafiándola con la mirada iracunda, perola consternación de la señora debía ser tan grande, pues enmudeció deestupor, que Quilito sintióse conmovido y su cólera se apagó, como sihubieran derramado agua encima.
—Perdóneme usted, tiíta Silda, soy un miserable, no sé lo que me digo.
Se echó a sus pies, besándola las manos y ocultando su cabeza rubia enel regazo de la señora. Y sin darla tiempo a poder hablar, de temor, sinduda, a que renovara la letanía de las recriminaciones, contó suspercances de Bolsa...
—He perdido, tía, y no tengo con qué pagar: mañana, día de San Juan,vence el plazo, a medio día... Usted dirá que por qué he jugado: ¡todolo que usted pueda decirme, me lo repite mi conciencia a voces, a todashoras! He jugado porque quería salir de pobre, cambiar de posición,tener lo que otros más afortunados tienen... Para ser rico, tía, yhacerles felices a ustedes, y hacerme a mí mismo feliz, yendo adepositar a los pies de Susana... no tuerza el gesto, tía... mi fortunay decirla: ¡Ahora, nada ni nadie podrá separarnos! Porque usted noconoce a Susana, tía; es un ángel, y allí donde ella pone la planta, hayque poner los labios... Y todo lo he perdido, ¿ve usted? ¡Ay, tiítaSilda, me considero tan desgraciado, que si no fuera una blasfemia,diría que odio a mi padre, por haberme traído al mundo, sin que yo se lopidiera!... Si aquí no había de hallar más que penas y miserias, ¿a quéme han dado la vida? Tómenla, ¡yo no la quiero, no la quiero!...
Misia Casilda, acariciando la cabeza rubia, murmuraba:
—¿Ves? si yo te lo decía, yo te lo decía...
Luego, ensayó arrancarle aquellas ideas disparatadas.
—No hables así, Quilito, mira que Dios te está oyendo; no te aflijastanto, hijo mío, quizá todo pueda arreglarse. ¡Has perdido!
es unadesgracia, pero trataremos, unidos, de remediarla. Vamos a ver, ¿cuántodebes?
—Mucho, tía, muchísimo, ¡qué sé yo!
—Pero, dime... aproximadamente.
—Mucho, ¡muchísimo!—repitió el joven.
¿Qué iba a hacer al día siguiente? Porque todos los recursos de quepodía disponer, los había probado, y todos fracasaron.
¿Cómo no estar,pues, de mal humor? ¿cómo no desesperar de su suerte y de la vida?
—Si le digo a usted, tía, que los pobres no debieran tener hijos; que auno nadie tiene el derecho de traerle, así, a la fuerza, a compartir lasmiserias de la vida. ¿Acaso, a la edad de ser padres, no han echado dever todavía que esto no vale un centavo? y si no hay nada que ofrecer alque ha de venir, ¿por qué obligarle a salir de dónde está sin sentirpena ni gloria?
¡El egoísmo, tía, el egoísmo! Yo no he nacido, no, para pobre y todo miafán fué siempre enmendar de un golpe lo que mi destino había hecho...¡Qué desgraciado soy, tiíta Silda, qué desgraciado soy!
Desvariaba de tal modo, que la tía, alarmada, pensó con terror en lo quehabía dicho aquella noche, de pegarse un tiro si la suerte no lofavorecía; se le imaginó verle ya con el cráneo hecho pedazos, cubiertode sangre, después de haberse arrancado violentamente aquella vida queél decía no querer, ni haberla pedido. Besándole con frenesí, le conjurópor todos los santos del cielo, que se calmara: ella iba a registrar loscuatro rincones de la tierra y le traería la suma suficiente para pagarsu deuda. ¿A cuánto alcanzaba? para saber, porque era necesario saber...¿eran mil, dos mil, tres mil nacionales?
—No, tía, no—dijo Quilito arrojándose en la cama de nuevo,—no seempeñe usted... ¡es inútil, es imposible! ¡Cuánto le agradezco todo,tiíta de mi alma!
—No seas bobo; desesperarse así no es cosa de hombres; ya verás, pocoimporta que no me digas la suma redonda... yo te he de traer losuficiente.
Y poniendo una mano sobre el hombro del joven, añadió:
—Pero con la promesa de ser más cauto en adelante, y de no buscar másen el juego lo que sólo el trabajo puede dar.
Le dejó y bajó la escalera; en el comedor, don Pablo Aquiles sepreparaba a salir.
—¿Y qué tal—preguntó,—se le ha pasado ya el berrinchín a esepolvorilla?
—Sí, ahí le dejo tan tranquilo; a Quilito no se le debe tomar a loserio: es un loco.
—Bueno, hija, hasta luego.
—Hasta luego, Pablo.
Misia Casilda esperó a que saliera: después, fué derechamente a sucuarto y abrió el venerable armario de caoba; en el fondo del estantemediano había una caja de sándalo... Sentada en una silla baja, empezó aescarbar en la cajita misteriosa: dos onzas de oro de Carlos IV; un parde caravanas de brillantes y perlas, recuerdo de su madre; un anillocon amatista; el reloj de don Aquiles; botones de puño; prendedor decaireles con azabache...
—¿Me darán por todo esto quinientos nacionales?—
decíasepensativa,—más quizá, porque las caravanas son muy buenas... a Quilitole harán falta... a ver... unos... tres mil nacionales; ¡es unaenormidad! me parece que no puede ser más;
¡imposible! Reflexionemos:pongamos ochocientos por todo esto, mil por la imagen de plata maciza dela Virgen de Luján...
la Santísima Virgen ha de perdonármelo... bueno,mil, hemos dicho, y ochocientos, son mil ochocientos; el relicario conesmeralda, que tengo en el cajón de la cómoda... ¿cuánto me darán por elrelicario? ¿doscientos? pues, ya hay dos mil nacionales... ¡Ah! y cienque me quedan del mes, son dos mil cien. ¿De dónde sacaré el resto?¿Pablo? me consta que no tiene nada, porque su mensualidad me la entregaíntegra... ¡Que la Virgen de Luján me ayude! y si es más de tres milnacionales, veremos; hasta mañana a las doce, hay tiempo...
Se puso el mantón, y antes de salir, fué al patio interior a recomendara las muchachas mucho silencio, no molestaran al niño y cuidaran lacasa; ella iba y volvía.
—El niño ya encerróse—dijo la genovesa con una sonrisa imbécil.
—Bueno, mujer; usted a su cocina y Pampa que quite la mesa.
Salió con paso ligero, disimulando bajo el pañuelo de merino la caja yla imagen de plata.
Dos horas estuvo fuera. Volvió sofocada, quejándose del sol tan fuerte,que no parecía de invierno.
—¿Ha llamado el niño?—preguntó a Pampa.