Quilito by Carlos María Ocantos - HTML preview

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—No, no se lo diré, porque se moriría... felizmente, nada le pedí aGregoria, nada, pero, aun así, ha sido humillante mi visita... ¿qué noharía yo por salvar a Quilito? ¡y si no se logra tapar la boca alportugués, no le salvaremos, no! ¿Cómo he de estar yo tranquila, si séque la honra de nuestro apellido anda en juego? ¡Madre mía, aunque tehalles ausente ahora, tú me oyes, no nos desampares!

Trataba de ahogar los sollozos y no podía; don Pablo Aquiles lasorprendió así, y, aunque afligido, hizo la comedia de que se enfadaba,por lo flojas que son estas mujeres, que todo lo abultan y ennegrecen.

—Vaya, mujer, no te pongas así; con lloriqueos no vas a remediar lo queestá hecho. Si para mañana no tenemos el dinero suficiente, yo meencargo de amansar al prestamista: y en último caso, hija, le ofrecemosla finquita, aunque vale más del doble; que la venda y se cobre o que sequede con ella y se la coma entera; en cuanto a Quilito, déjalo por micuenta: en adelante, a sus estudios, y a llevar vida de pobre... No seastonta, no creas en eso de tiros y puñaladas: todos los muchachos dicenlo mismo, cuando algo les contraría. ¡Cuántas veces me he suicidado yo,así, de boca!

La obligó a levantarse y llevóla al comedor, diciendo jovialmente, paradarle ánimo, que tenía mucho apetito, ¿qué menú había? Como día de SanJuan debía haber algo de extraordinario; la señora, silenciosa, seentretenía en arreglar el cubierto del niño, mirando el lustre delcuchillo, los dientes del tenedor, palpando el pan, a fin de verificarsi estaba tierno o no...

Don Pablo paseaba, vuelto a su sombríapreocupación... En la chimenea el viento soplaba lúgubremente... Pampaentró, preguntando si servía la comida.

—¿Está el niño arriba?

—No, señora.

—¿Cómo? ¿ha salido?

—Sí, señora.

—¿Lo oyes, Pablo? Quilito no está en casa.

—Ya volverá, hija...

—Bueno, le esperaremos.

El corazón se le había oprimido tanto, tanto, que no podía respirar; fuéa la puerta del patio interior y miró a ver si había luz en el cuarto deQuilito, y estuvo mucho tiempo, con la frente sobre el vidrio helado, enla otra que caía al patio principal, y de donde podía verse el zaguán yla calle: las seis, las seis y media, las seis y tres cuartos...

—¿Qué hora tienes, Pablo?

Cuando él decía la hora justa, ella suspiraba y el corazón se la oprimíamás, todavía más; pasó a la sala, abrió la ventana, y a pesar del frío,se estuvo asomada, espiando el paso de los transeuntes.

—Ahí viene alguien, ¿será él? parece que se detiene... no, sigue; ahíviene otro, pero pisa más fuerte que él...

Volvió al comedor; eran las siete, las siete y cuarto, las siete ymedia; no, a Quilito le había ocurrido algo. Tan asustada estaba misiaCasilda, que el mismo don Pablo se alarmó.

—Te has empeñado en que tiene, por fuerza, que suceder algo... ¡quémujeres! llamaremos a Pampa.

Interrogada, la india declaró que el niño había salido casi detrás de laseñora; que, antes, subió ella al cuarto, para arreglarlo, y el niño ladespidió, diciendo que ya no valía la pena...

—¿Ves, Pablo? Ese ya quiere decir mucho.

—¡Qué disparate! si esta china condenada no sabe lo que dice; a ver,¿qué hacía el niño cuando entraste?

—Pampa no sabiendo.

Y añadió que le encontró con los pelos revueltos, muy agitado, y laregaló un cuaderno con figuras.

—¡Qué desatinar de muchacha!—exclamó don Pablo,—si estaba así, comolo pintas, ¿cómo iba a regalarte estampitas? Un buen sopapo te debiódar, por lengua larga; retírate, si no quieres que te lo dé yo.

Pero ya misia Casilda había cogido la lámpara, y dijo que iría alcuarto, a ver... Quizá, el joven había vuelto y no lo sabían; la señoradelante, alumbrando, don Pablo detrás, y la india de escolta, subieronla escalerilla, defendiéndose del viento huracanado, que quería matar laluz. Arriba, faltóle el valor a la señora y entregó la lámpara a suhermano, pidiéndole entrara primero... Ya le parecía ver el cuerpo deQuilito, inanimado, en medio de la pieza. Don Pablo tomó la lámpara, y,¿era el viento o eran sus nervios? la lámpara bailaba en su mano, ariesgo de volcarse. La puerta estaba entreabierta, y entraron... En elcuarto de estudio, todo en su sitio: los libros sobre la mesa, unmontoncito de papeles rotos sobre la carpeta... En el dormitorio, nadani nadie: la colcha de la cama revuelta, como que el cuarto estaba sinaviar, según propia confesión de Pampa, a quien el niño había dicho que ya no hacía falta.

—¿Te convences, Casilda?—dijo don Pablo,—con tus exageraciones erescapaz de volver loco a cualquiera; bajemos, que Quilito no debe tardar.

—Aquí hay un papel—saltó de pronto la señora.

—¿Qué?... ¿dónde?

—Aquí, en la almohada, prendido con alfiler.

Se abalanzaron a la almohada, pero ni don Pablo ni misia Casilda podíandesprenderle, tal temblor les entró a los dos; cuando lo tuvierondelante de los ojos, no podían leer, porque el susto les cegaba.

—Lee, Pablo, que mis ojos no distinguen nada.

—Lee tú, más bien, hija, tengo la vista nublada. Vete, Pampa, aquíestorbas.

Cuando la india se marchó, don Pablo Aquiles, más muerto que vivo, seacercó a la luz, y trató de descifrar lo que había escrito, pero nopodía, no podía...

—Casilda, ven, ven...

La entregó el misterioso rótulo, y se sentó en el borde de la cama,embobado, mirando en silencio a la hermana. Y entonces, cual si vinierandel otro mundo, acompañadas del viento que gemía en la puerta ysollozaba en la ventana, se oyeron estas palabras, que los labios demisia Casilda pronunciaron gravemente: ¡Padre mío! ¡tía de mi alma,perdón!... El papel cayó al suelo, y el padre y la tía, comohipnotizados, no se movieron... De pronto, la señora dió un grito y searrojó sobre don Pablo, enloquecida... Correr a la calle, a la policía ydar parte; quizá se estaba en tiempo aún, quizá podía evitarse lahorrible desgracia. ¡Quilito muerto! no, ni pensarlo: ¡Dios no sería tancruel, la santísima Virgen de Luján no lo permitiría!

Lloraba, hablaba,se revolcaba en la cama del querido niño, besando las almohadas,estrujando las sábanas: que fueran a buscarle, que se le trajeran,pronto, pronto, pronto... Don Pablo, ahogado, ensayaba calmarla: nodebían interpretar así el papel, porque era muy natural que Quilitopidiera a su padre y a su tía por escrito, el perdón que no se atrevía apedir de viva voz; decía simplezas como ésta, tartamudeando, y despuésde vano esfuerzo, concluyó por llorar él también, abrazado a los hierrosdel lecho.

—Pero, ¿no te mueves?—exclamó misia Casilda,—corre, vuela a lapolicía, no pierdas tiempo.

Le arrastró, y dando traspiés, como ebrios, salieron los dos, bajaron laescalerilla atropelladamente.

—¡Quilito! ¡Quilito!—clamaba la señora.

A sus lamentos, acudieron Pampa y la genovesa... En el comedor, la tíaSilda echó sobre los hombros de don Pablo el sobretodo, le puso elsombrero de través, y le dió el bastón, por la contera.

—Te vas a la policía—recomendábale sofocada,—y le hablas al jefe, almismo jefe... y que le busquen, que le busquen... ¡Dios mío! ¡todo eltiempo que se ha perdido! ¡ya estará muerto, muerto! yo voy a salirtambién, a recorrer las comisarías, y las calles... Vete, vete.

Don Pablo dejaba hacer, como un maniquí, sin hablar. Y a empujones, lahermana le echó fuera. Pero, no había dado un paso en el patio, cuandoalguien llamó a la puerta, y luego a la reja, con tal apresuramiento,que daba a entender la prisa que se traía.

—¡Quilito! ¡Quilito!—gritó la tía, corriendo desaforada al zaguán, enla esperanza que fuera el querido niño...

No, no era Quilito: era un hombre alto, con muchas barbas, era Agapo.

—Tú traes noticias de él—exclamó misia Casilda,—dime, dime, ¿dóndeestá?

El filósofo, turbado, balbuceó que no sabía nada, que no traía ningunanoticia...

—Sí, sí—insistió la señora,—te lo conozco en la cara; vienes pálido,con los ojos hinchados... y sin embargo, no estás borracho, no.

Agapo se adelantó, a fin de evitar la luz del farol, y dirigióse a donPablo, que no se movía, en el umbral del comedor.

—Tengo que hablarle—díjole rápidamente,—sígame, afuera, en la calle.

El bastón cayó de las manos temblorosas de don Pablo Aquiles... MisiaCasilda se había precipitado al atorrante, y le obligó a entrar y aponerse delante de la luz, que quería evitar.

—Te digo que estás pálido, Agapo, no lo niegues, ¿qué le has soplado aPablo ahora? tú vienes a hacer de lechuza aquí... dime, dime, ¿dóndeestá Quilito? ¿qué ha sido de Quilito?

Le sacudió desesperada, asida a su brazo inerte, y a este violentoimpulso, una lágrima cayó de las pestañas del filósofo y fué a perderseen el matorral de sus barbas.

Esta lágrima lo dijo todo... Misia Casilda se desplomó en los brazos deldesventurado don Pablo Aquiles, y éste, bajo el peso de su hermana y desu pena, se postró en tierra, llorando... y Agapo, por la primera vez desu vida, sintió en el corazón la cruel picadura del dolor.

X

...y se encerró en su cuarto, con doble vuelta. Corrió las cortinas dela ventana, a causa del sol indiscreto que a ella se asomaba, y despuésde escuchar un momento, si se sentían pasos en el patio o en laescalerilla, retiró cuidadosamente del bolsillo de su gabán claro unobjeto y lo colocó sobre la mesa: ahí estaba el pequeño revólver, comoun juguete de brillante acero: Quilito, inclinado, lo miraba, con esafijeza con que los condenados a muerte miran el instrumento de susuplicio. ¡Ah, si la pobre tía supiera! sus veinte nacionales habíanservido para comprar la terrible alhajita... ¿No estaba empeñadagenerosamente en salvarle? ¿qué mejor medio de salvación que aquel, tanfácil y expeditivo?

Lo

demás,

era

manotear

en

el

vacío,

pretendiendovolar, cual si los brazos fueran alas. Que se pagaba al portugués, yesto era muy problemático, evitando así el descubrimiento de lafalsificación, ¿y luego? Rocchio, el del Progreso, y los otros; auntrampeando de aquí y de allí y encalleciéndose las manos en eltrabajo... El juego tan sólo, pero no se acercaría ya al tapete: suúltima carta estaba jugada. ¿A qué luchar más? Si su destino era ese,lo aceptaba sin pestañear: él había entrado en la vida por la puertacolor de rosa, como convidado que acude a espléndida fiesta, adeleitarse con manjares y músicas y placeres sin cuento, y encontró elsalón a obscuras, la mesa del banquete desierta, pan y agua por todomanjar, los demás invitados de blusa en vez de frac, y no escuchó másmúsica que la del arado, de la azada y del martillo...

¡ah! no, ¡muchasgracias! él no había venido para eso, ¿por qué le engañaron? ¿a qué letrajeron? si no existía algún medio de hacer como aquellos pocos, que novisten blusa, y se pasean y divierten, se marchaba. ¿Había uno? ¿y noera necesario sudar ni quebrarse la cabeza? no, mucho pulso y buenasuerte. El pulso, no lo tenía; la suerte, le había faltado: ¡adiós, yhasta la eternidad! Pero, al irse para siempre, desengañado, no lo hacíasin amargo pesar, de separarse así de su padre, de su tía y de sunovia... poderosa trinidad de afectos, que le ligaba al mundo, del quequería salir. ¡Susana! este recuerdo enternecióle, y lloró su primero yúnico amor... La vida es un viaje de recreo, en que no se paga elbillete, pero sí los vidrios rotos; Quilito saldaría su cuenta de dañosy perjuicios, y se iría allá, muy lejos, a otra parte, donde el trabajono fuera una ley. ¡Quién sabe!

dicen que hay otros mundos, biendistintos de esta miserable y carcomida nuez que habitamos, ¿por qué noencontraría en alguno la felicidad que él buscaba? Y si no los había, nipodía encontrarla, valía más dormir eternamente dentro de la caja delcementerio, que andar soñando aquí abajo, como sonámbulo.

Cogió el revólver y lo examinó, hizo jugar el gatillo, colocó las balasdiminutas, y delante del espejo, como aquel suicida célebre, se paró,acercando la boca del arma a la sien...

—¡Qué sensación tan extraña!—dijo contemplándose en aquellaactitud,—el acero está tan frío, que parece recibirse el beso de unamuerta... Pensar que sólo con mover el dedo ya está todo concluído...pero, no aquí; sería muy cruel para ellos, mis viejos queridos del alma,que ahora mismo, allá abajo, sufren la inmensa pena que les he causado,y se esfuerzan por salvarme.

Voy a poner este chisme sobre la mesa y aescribirles largamente, confesando todo; quiero que me perdonen, porquesin su perdón, no me iría tranquilo... ¿qué dirá de mí, papá? ¡tantoesperar de su Quilito! tengo la pluma en la mano y el papel por delante,y no sé qué decirle; me da vergüenza confesarle que su hijo es unfalsificador... no, no se lo diré, no le escribiré nada; vale más irseen silencio, sin despedirse...

Romperé esta carta y escribiré dos líneaspidiéndoles perdón, porque sin el perdón no me voy, no me voy... ASusana, sí, una carta muy larga, para que se acuerde de mí, para querece por mí,

¡qué desgracia la mía! tan feliz que podía haber sido, y nohe podido serlo, a causa de esta tendencia maldita, que lo reconozco, melleva por otro camino que el del trabajo, que, forzosamente, fatalmente,estamos obligados todos a seguir; yo creo que en mí hay algo del tíoAgapo, solo que él se contenta con lo que tiene, y no hace nada, y yohe deseado tener más, sin hacer nada... Lo que he puesto el nombre deSusana, la mano me ha temblado: ahora lloro, ¿me faltará valor? ¡ay! nopuedo pensar en mis viejos y en ella, sin afligirme... Tiíta Silda,estoy seguro, ha de guardar mi secreto, y si logra recuperar el pagaré,mi falta no la sabrá nadie, nadie más que ella y Dios; esto me consuela,porque la idea de que había deshonrado a mi padre, después dearruinarle, y que él lo supiera, y que Susana lo supiera, y que todos losupieran, amargaría más mis últimos momentos... ¡Adiós! Susana, no meolvides, ruega al cielo por tu desgraciado Quilito... Ha salido muyborroneada, pero podrá leerla; aquí está ya cerrada, con la direcciónbien puesta: cuando me encuentren, me registrarán, y no faltará unabuena alma que se la lleve... También le escribiré al comisario,diciéndole que a nadie se culpe de mi muerte: así hacen todos los que sematan,

¡cuántas veces lo he leído en los diarios! esta carta la guardaréen el bolsillo, con la otra. La despedida a mis viejos, voy a ponerla ensitio visible... ¡ay, Dios mío! ¡cuando entren y la vean!¡pobrecitos!... aquí, en la mesa, la haría volar el viento;

¿dónde lapondré? en la almohada, prendida con un alfiler... ¡así!

¿estoy prontoya? saldré de puntillas, para que no me sientan, pero, antes voy aasomarme a la ventana, a ver si viene alguien...

¡Han llamado! y no heoído pasos en la escalera, ¿será papá? no, si es él, me mato aquí mismo:su presencia me sería insoportable... ¿Quién es? ¡ah! es Pampa... algúnrecado de tiíta Silda... el revólver aquí, en el bolsillo, biendisimulado.

Abrió, y entró la india, diciendo que venía a arreglar la pieza, pero élquiso despedirla, porque ya no valía la pena.

—Mira, deja las cosas revueltas como están, y vete.

La tomó del brazo y empujóla hacia la puerta; ella se resistía, mirandoal joven con sus ojos extraños.

—Niño no queriendo Pampa—dijo pronunciando lentamente, con la singularentonación que acostumbraba,—niño pegando ayer Pampa, ¿por qué?

—Porque eres muy mala y desobediente.

—¿Qué queriendo decir desobediente?

—¡Qué gracia! desobediente es aquella persona que no hace caso de loque se le manda.

—¡Ah! ¡Pampa haciendo siempre caso! ¡Pampa estando muy triste... anochesoñando que madre haber muerto! ¡cristiano matando con cuchillo muylargo... yo queriendo morir también!

¡Pobrecilla! con las manos, deformadas horriblemente por los sabañones,restregábase los ojos, haciendo ese hipo lastimero del niño que va allorar; Quilito, compadecido, la acarició los pelos cerdosos,irreductibles a la disciplina de la peineta.

—No llores, tonta, que eso que has soñado es una mentira muy grande;todo lo que se sueña es mentira, ¡te lo digo yo! tu madre está sana ybuena, y un día de estos vendrá a verte. ¿Por qué crees que yo no tequiero? ¿no te acuerdas que el día aquel que llegaste en ese vapor, fuíyo con tiíta a buscarte y te regalé confites?

—Sí, sí, ese día quitando madre Pampa, y hermanitos...

¡Pampa no verlesmás!

—Bueno; si te he dicho que has de verles pronto... no llores así, quete pones muy fea... y después te he enseñado a leer, y a escribir y acontar: si no sabes bien todo esto, es que no eres muy despejada... Ypara probarte que el niño te quiere, voy a regalarte una cosa.

Súbitamente, la india dejó de gimotear.

—¿Ves este álbum? todo llenito de figuras: pues te lo doy, para que teacuerdes del niño y seas buena y aplicada; te lo doy, con una condición:que has de ser fiel y sumisa para el señor y la señora, que te visten,te alimentan y te educan... que los cuidarás bien, si se ponenenfermos... ¿me lo prometes?

Pampa dijo que sí con la cabeza y recibió el álbum, muy sorprendida dever llorar al niño.

—Ahora, vete, vete.

La india salió, con el cuaderno bajo el brazo, la cara de bronceinundada de lágrimas y mocos, que ella limpiaba a lengüetadas, mientrasbajaba la escalera; Quilito, en la ventana, la miraba.

Este incidente le había conmovido; bien es verdad, que su corazóndesbordaba de amargura en aquel momento supremo.

—Me ha hecho llorar esta criatura; ¡pobre Pampa! ahora me duele haberlapegado ayer, tan injustamente... ¡qué hermoso día!

para estar alegre,para ser feliz... No saldré hasta que tiíta no salga, si no, me atajaríaen el patio, y me molestaría a preguntas, y quizá, no me dejaríamarchar, de miedo... y va a salir, porque desde aquí la veo en elcomedor, de velo puesto... hasta les oigo hablar, aunque no distingo loque dicen: ¡esto es lo que más me aflige! ¡si yo no lo merezco,viejecitos de mi alma, que así os preocupéis por mí! soy un miserable,indigno de vuestro cariño, que no he sabido hacer vuestra felicidad,como era mi deber; ya lo veréis: Quilito muerto, quedaréis tranquilos,disfrutaréis en paz de vuestra rentita; y Quilito morirá, porque es unestorbo y una vergüenza para su familia, porque no quiere ser un segundoAgapo, como tiíta lo profetizó con tantísima razón...

¿otra vezllorando?... tiíta se levanta, sale... ya sonó la reja, ya está en lacalle, ¿a dónde irá? a poner en práctica el medio de que me ha hablado,a arrastrarse, a cavar la tierra, como ella dice... ¡y por mi culpa!¡ah! no merezco perdón: lo que he hecho es inicuo... no se molesteusted, tiíta: si el medio, el medio infalible, aquí lo tengo, en elbolsillo. Llegó la hora: me voy, no sea que papá suba y me sorprenda...no puedo respirar, tiemblo como si tuviera miedo, y no tengo miedo, perosí tristeza, mucha tristeza...

Fué al dormitorio, y de la percha descolgó el sombrero; la vista deobjetos que le eran familiares, le causó emoción tan grande, y sobretodo, el papel clavado en la almohada, a manera de fúnebre inri, quese puso a sollozar.

—Es una vergüenza, pero no puedo contenerme: sí, aquí, en estecuartito, he vivido soñando... ¡qué ilusiones! ¡para llegar a esto!...¡en marcha y tener valor!

Salió, descendió de puntillas y miró por los vidrios de la puerta delcomedor a don Pablo Aquiles, de espaldas, sentado; tenía la cabeza sobrela mano, y esta mano pasaba, de vez en cuando, por sus ojos y por sufrente.

—¡Sufre, sufre, y por culpa mía! Ya voy a hacerme justicia, papaíto demi alma; no nos volveremos a ver, pero Quilito no te dará más disgustos.¡Adiós, papá, adiós!

Atravesó el zaguán, abrió la reja y se fué por esas calles, sin rumbo.

Todos paseaban en aquel día de San Juan, todos estaban alegres, todosparecían felices; los tranvías iban llenos de gente, ávida de respirar,de divertirse, satisfecha de vivir...

—Quisiera hacer como todos hoy—pensaba el joven,—reirme, gozar...¡parece que soy yo solo el triste y el desgraciado! ¡ay, no! que estánmis viejos, que ya no volverán a reír ellos tampoco... ¿por qué hetomado esta calle? iré por el río, es más solitario... pero, antes,pasaré por casa de Susana, quiero despedirme de ella: ¡cuántas veces heseguido este camino! en esta cigarrería entraba a comprar cigarros, enaquella esquina me esperaba el italianito vendedor de diarios: dabaluego mis tres paseos frente a la casa de Esteven: ella, en el balcón odetrás de la celosía, me miraba y me sonreía, y así que desaparecía, meiba al escritorio de Jacinto, y después a la Bolsa, ¡la Bolsa! ¿por quéhabré pisado la Bolsa? no me vería en la que me veo.

Caminaba muy despacio. Así llegó a la casa de Esteven y el mismoespectáculo que sorprendió a misia Casilda, le chocó a él igualmente.

—Susana me escribió que se iban al Frigal, pero no creía yo que fueratan pronto... ¡Se va entonces a la estancia! y pobre, completamentearruinada; con qué alegría me lo dice en su última carta: «Ahora quesomos iguales, no habrá más obstáculo a nuestra felicidad que ladesavenencia de las dos familias, pero de esto me encargo yo.» ¡Siemprela misma, confiando en Dios!

bien se ha portado Dios con nosotros, queno ha querido oírnos...

Allí está el balcón, por donde ella me aparecía:un changador se ve ahora, triste representación de la realidad... Tú nome ves, Susana, ni puedes oírme, pero, desde aquí, te digo que tequiero, que te adoro: ahí va un pedacito de mi corazón destrozado,¿sabes? todas tus cartas las he quemado, conforme me indicaste: nadiesabrá nuestros secretos... ¡adiós, Susana, adiós!... vamos, si sigoaquí, concluiré por llorar...

Dió una última mirada a la casa, y marchó más aprisa; atravesó la plazade la Victoria, y desviando sus ojos de la Bolsa, bajó la barranca quelleva a la estación y entró en los descuidados jardines del paseo deJulio; en un banco apartado descansó un rato, dando vueltas en sus manosal junco, y en su cabeza a la idea de suicidio, que le dominaba.

Echado sobre el parapeto, se entretuvo también en la muda contemplacióndel río soberbio, de los botes que se balanceaban, de las toscas verdinegras que las aguas iban cubriendo poco a poco; de los pilluelos,desnudos de pie y pierna, que jugaban en la orilla con barquichuelos depapel... En cuchillas sobre la roca, con una larga caña guiaban lafrágil armazón que, deslizábase como barco de verdad, hasta tanto elagua no comía su mal blindado

casco;

así,

hacían

regatas

inverosímiles,distinguiéndose los botes rivales por medio de banderitas de color,enastadas en canutos de paja... En el jardín, correteaban los niños,haciendo de caballitos briosos, duros de boca, dando corcovos y coces...Quilito siguió andando, lastimado de ver reír a todos, y que ladecoración de aquella tarde de invierno no estuviera en armonía, con lastristezas de su alma, ¿por qué no se nublaba el cielo? ¿por qué no seescondía el sol? ¿por qué las gentes no cantaban en coro la oración deagonizantes, si él iba a morir? Esta idea de la muerte dábaleescalofríos. Ahora poco, había visto un bote de papel, que un golpe decaña hizo zozobrar, y que, sacado del agua y bien escurrido, pusieron asecar al sol; pues al rato, este bote navegaba otra vez como si talcosa, desafiando a sus rivales nuevecitos... Quizá él cometía una grantontería en pegarse un tiro, por pérdidas de juego; si todo el quepierde se matara, aviados iban a estar los jugadores. El instinto deconservación, siempre despierto, le soplaba al oído que bien podíaesperarse un poco, que la tía, por ejemplo, ensayara el gran recurso quedecía: reconquistado el pagaré, lo demás era cosa de poca monta; aRocchio y comparsa se les pagaría o no, según las circunstancias, y poreso no había de dejar de ser él tan caballero y tan decente como el quemás. Fulano, zutano y mengano habían hecho lo mismo, y no se lesocurrió tomar billete para el otro mundo con un pistoletazo; alcontrario, ahí andaban tan frescos... Mejor era volver a casa, y ver sitiíta Silda consiguió algo, ¿no dijo que iba a vender la finca? pues coneso había de sobra para arrancar el pagaré del poder de don Raimundo...Eso es, y luego echarse panza arriba, para que los dos viejos,arruinados, le dieran de comer, y le vistieran y le costearan sus lujos,como antes, y meterse de nuevo en la Bolsa, ávido de desquite, parahundirse más en el pantano. El estaba convencido: trabajar, no podía, deninguna manera; sujeto a un sueldo, sin porvenir, vegetando, aunque notuviera que mover los brazos, como Jacinto, tampoco...

—Soy más canalla de lo que yo creía—se dijo;—me parece que tengomiedo, y por eso me vienen estas ideas de encadenarme a la vida...¿miedo de qué, estúpido? si es cuestión de un momento: se mueve el dedoy ¡zas! ya está. He dicho que no quiero la vida, no la quiero: quédenseustedes con ella, y divertirse; prefiero ser comido de gusanos y no quela miseria me devore... Yo creo que la fría impresión del revólver sobrela sien, me dura todavía, y es por eso que el valor me abandona; sientoel peso del arma en el bolsillo, y la sangre se me hiela, ¡soy uncobarde! pues no, no lo soy y he de probarlo... En lugar de apuntarme ala cabeza, me apuntaré al corazón: así, la muerte vendrá más pronto; yate enseñaré a no brincar como ahora, saltarín de los demonios. Tendríaque ver que volviera a casa, después de darles el gran susto; si notengo valor para matarme,

¿iba a tenerlo para mirar a mi padre frente afrente, y para vivir de él, como lo he hecho siempre? en mi casa soy unestorbo, y en el mundo no hay sitio para mí... Me irrita la alegría deesta chusma...

Salió del paseo y se metió en los sauzales del río: allí estaba más agusto, más solo, y podía llevar a cabo su propósito sin dificultad,porque en aquel paraje no lucía el sol: arriba, el dosel tupido de lossauces llorones; delante, el río, desenvolviendo sus aguas turbias;detrás, la ciudad, con sus ronquidos de gigante. El tren del Nortepasaba, resoplando y silbando... Quilito sintió frío y se abrochó elgabán; un calambre del estómago le hizo recordar que no había comidoaquel día.

—He debido tomar algo—pensó,—para tener fuerzas: si el cuerpodesfallece, el espíritu se amilana... No es extraño, pues, que me sientasin valor y eche mano de todos los sofismas de la cobardía paraconvencerme que no debo suicidarme; a los condenados a muerte, se les daun cordial, para que resistan: con razón, el armero me preguntó si iba abatirme, porque estaba muy pálido... pálido de debilidad y no de miedo,debilidad de estómago, entendámonos... aquí me encuentro mejor...

pero,todavía no, más tarde; hay tiempo.

Sentóse sobre un tronco, suspirando. Y se quedó absorto, mirando correrlas olas, que se perseguían las unas a las otras, encrespadas de furor,e iban a morir mansamente a sus pies... La lucha interna seguía,entretanto.

¡Qué triste! era dejar así la vida, lejos de los suyos, en la aurorarisueña de los veinte años; se pegarí