En el corazón de San José se levanta el Teatro Nacional, centenario edificio con estatuas de mármol, estucos dorados, cristalería, pinturas y bien cuidados jardines, verdadero ícono de la cultura oficial costarricense. En los amplios espacios abiertos de la plaza a su alrededor, centenares de palomas revolotean mientras niños sorprendidos y turistas curiosos se deleitan.
Un poco más al sur se levanta otro ícono, esta vez educativo: el Colegio Superior de Señoritas, donde la “crema y nata” de la sociedad femenina del país ha recibido instrucción durante un largo siglo. La línea clásica del edificio, sus barrotes torneados, la piedra de sus muros empiezan a sufrir los golpes del acelerado crecimiento y pauperización de la capital: aceras dañadas, embotellamientos de autos, basura en las calles.
Conforme se camina hacia el sur las cosas cambian. Las calles se vuelven estrechas, el humo de los vehículos asfixia a los peatones, el agua de los bajantes cae en medio de las aceras. Es una zona comercial, pero muchos se resisten a dejar sus hogares, donde han vivido décadas. Casas que se adivinan construidas hace medio siglo o más, de un solo piso, con techos a dos aguas, se protegen con barrotes en puertas y ventanas.
De repente, a sólo unas cuantas cuadras del centenario Teatro Nacional, aparece la Clínica Bíblica, otro hito geográfico capitalino. Construida en 1929 por protestantes, es el centro médico privado más conocido y uno de los más caros. El viejo y recio edificio, de color celeste y a punto de cumplir 70 años, se mantiene en pie junto al nuevo complejo de varios pisos, de vidrio y concreto, de la clínica. A su alrededor pululan farmacias, consultorios médicos privados, parqueos.
Hace unas décadas, ésta era una de las zonas residenciales más distinguidas de la capital, antes de que su crecimiento se la tragara. Cuando cae la noche, el área acoge a nuevos inquilinos. De repente, reinan la falda corta y los “pantaloncillos calientes”, las gasas y los trajes de lentejuelas, los zapatos de tacón alto, los pronunciados escotes y los abrigos.
A lo largo de diez cuadras, entre el Colegio Superior de Señoritas y la Clínica Bíblica, un número fluctuante de travestis (unos dicen que 60 activos, otros alargan la cifra hasta 100) llegan al sitio, noche a noche, a “pulsearla” ante un enjambre de clientes que saben dónde encontrarlos.
Recorrer esas calles, en una noche en que la llovizna cala los huesos, es hacer un inventario de bellezas e ingenios: el elegante traje azul de lentejuelas de Miriam comparte acera con el cortísimo vestido blanco de Corintia, que deja ver sus torneadas piernas; las gasas negras, la cuidada cabellera y el perfume de marca de Aurora contrastan con el traje simplísimo y el pelo apenas recogido de Verónica, o con la timidez y extremada juventud de Paulina.
Caminan o esperan a sus clientes solos o en grupos de dos o tres. La mayoría son nacionales, pero hay extranjeros, sobre todo panameños, que han llegado al país atraídos por el me nor nivel de machismo de los costarricenses. Corintia es uno de ellos. Llegó a Costa Rica hace cuatro años y asegura que prefiere a los clientes de aquí; en su país, para ser travesti tiene que pasar por mujer las 24 horas del día o enfrentar agresiones constantes. Miriam, en cambio, tiene otra explicación: en Panamá hay que ser blanco y de ojos claros para ganar bien en la prostitución travesti; aquí, los travestis panameños son bellezas exóticas y jactanciosas, fáciles de lengua, que les gustan a los clientes.
Los travestis tomaron la zona de la Clínica Bíblica hace nueve años, después de realizar su actividad en los alrededores del cine Líbano.
Las cosas han cambiado. Aunque algunos travestis viven en la misma zona, sus lugares de origen son variados, como Pandora, quien vive en casa propia en San Pedro (al este de la capital), o Miriam, quien alquila un departamento cerca de la zona de la Bíblica pero pasa las tardes en casa de su madre, en Desamparados (ciudad al sur de San José).
Su método de trabajo también es distinto. Aunque gran parte se realiza en las mismas calles, con clientes de a pie, lo común es que el contacto sexual se realice en el auto de quien los contrata o en un motel al cual acuden. Muchos de ellos reciben clientes en sus casas o departamentos. La calle, sin embargo, no es todo dinero y buenos clientes. Los travestis trabajan noche a noche en un campo de batalla creado, justamente, por su presencia en la zona de la Clínica Bíblica.
Es un campo de batalla con oponentes claramente definidos: grupos de individuos que acuden al sitio con el único fin de agredir a los travestis, aquellos que aún viven en los alrededores de la Clínica Bíblica y que se han organizado para expulsarlos de allí, y la policía, su eterno enemigo.
La Pepa Carrasco llega en la noche a la zona de la Clínica Bíblica. Se para en una esquina, cerca de la verdulería. Luce un traje negro corto, una chaqueta de tela de encaje también negra, un peinado lacio y sencillo y una sombrilla negra para resguardarse de los chapuzones. Se ha puesto un perfume delicado y se ha maquillado discretamente. Es una noche mala y no se ven muchos carros. Sin embargo, uno se le acerca con tres hombres jóvenes. “¡Loca hijueputa, zorra, puta, fea, mamáme ésta, grandísima sodoma!”, le gritan y le tiran huevos podridos. La pobre Pepa queda embarrada de huevo y con el tiempo justo para mandarles una pedrada. Su vestido, su maquillaje, su perfume y su noche quedaron arruinados.
Monique, por su parte, es abordada por cuatro hombres que le piden que se suba en su vehículo. Una vez en las afueras de San José, cerca del túnel Zurquí, los tipos la violan y la dejan tirada en la carretera. “¡Puta de mierda, no te merecés ni un cinco, por playo y por espantosa que te vés!”, le gritan al empujarla. Monique tiene que pedir aventón y regresar en un camión que transporta banano.
A Mimí unos estudiantes del también cercano Liceo de Costa Rica le gritaron “Soltemos el gato para que cace ratones” y le tiraron una piedra en la cara rompiéndole un diente. En el Hospital Calderón Guardia no la querían atender. “No, señor, usted seguro está infectado de sida y no quiero tocar su sangre”, le dijeron en el laboratorio.
Ana Karenina fue bañada en orines por un hombre que le tiró la bolsa desde su moto. “¡Perra inmunda, payasa, prostituta, hereje, arrepentíte de lo que hacés, ponéte con Dios!”, le dijo. Cuando Esmeralda hizo su “debut” no sabía que debía protegerse de los carros con vidrios oscurecidos y a gran velocidad: “Me gritaron no sé qué cosas y me tiraron una botella y me rompieron la cabeza. Terminé con cinco puntos”.
Pese a esta violencia, los travestis son acusados de ser delincuentes que andan con piedras o con cuchillas. Es la misma táctica de siempre: acusar a la víctima. En Costa Rica, en los años cuarenta, a los judíos se les acusaba de comunistas para racionalizar conductas similares por parte del pueblo, a los negros se les prohibía entrar a los lugares “finos”; a los indios se les trata como ciudadanos de segunda clase. A las mujeres víctimas de violencia sexual se las llama “histéricas” y se les acusa de causar o desear sus violaciones.
Ahora las autoridades acusan a esta nueva minoría de andar armada. Pero, ¿quién inició la violencia y quién la continúa? La respuesta es sencilla: los que odian a los travestis. Tanto la Iglesia como el Estado, con su virulenta homofobia, permiten que los ciudadanos comunes vayan a agredirlos. Cada sermón en la iglesia en que se acusa a los homosexuales de pervertidos y de pecadores es munic ión para azuzar el odio. “Debemos eliminar las lacras morales de la sociedad como el homosexualismo, la prostitución y a los travestis”, dice un cura por la televisión. Otro los acusa de “inmorales, corruptos, pecadores”. Con este veneno, la Iglesia no tiene que ir directamente a tirar las piedras; ni siquiera durante la Inquisición tuvo que ensuciarse las manos. Con sólo perseguir ideológicamente a las minorías basta para que otros hagan el juego sucio. A los herejes los mataban las autoridades civiles, mientras que los curas sólo decidían quiénes lo eran. Lo mismo hicieron durante el período fascista. Las iglesias cristianas no hicieron el Holocausto pero brindaron la excusa moral e ideológica para que otros lo hicieran. La “excusita” de que “odiamos el pecado pero amamos al pecador” es, según Pepa, “pura mierda”. “A los judíos los llevaron a las cámaras de gas porque los alemanes no distinguieron más entre el pecador y el pecado.”
“Colorientos” es el nombre que se les da a estos grupos de hombres, usualmente jóvenes, que acuden a la zona de la Bíblica en sus autos para insultar y, a veces, agredir a los travestis. “Se les llama colorientos porque pasan por el lugar gritándoles ‘playos’ y otros insultos a los travestis, ´dándoles color´ de homosexuales”, afirma Herman Loría, coordinador del proyecto “Priscilla” del ILPES, el cual trabaja con esta población.
Los “colorientos” llegan apertrechados con bolsas preparadas llenas de orines o excremento, piedras y hasta con rifles de balines. Las paredes de la zona y las cicatrices en el cuerpo de varios travestis dan cuenta de estas agresiones. Muchos “colorientos” detienen sus autos y fingen querer contratar a los travestis; cuando éstos se aproximan aparecen los puñales con que los agreden.
“Es todo un deporte para ellos; les libera de la tensión de la semana, reafirman su masculinidad y sueltan su homofobia. Es toda una catarsis para los colorientos”, indica Loría.
En su opinión, el ya tradicional rechazo hacia el homosexual se ve reforzado cuando el hombre se viste de mujer, por lo cual se recurre a la burla y al insulto como método correctivo. “Quizás con mi burla logre corregirlo, porque se nos ha enseñado que por medio del castigo se puede corregir, educar. El mensaje es claro: si vos cambiaras, no me burlaría”, añade.
El ataque provoca respuesta, ya que los travestis suelen esperar a los “colorientos” con piedras que irán a parar a los carros, a sus parabrisas.
La zona de la Clínica Bíblica no es un sitio acogedor y se mantiene así hasta altas horas de la madrugada. Usualmente, Emperatriz abandona el lugar a la 1 o 2 de la mañana, Miriam permanece allí hasta las 3 a.m., en promedio; si le va bien, Corintia se marcha a las 2 a.m., media hora después si le va mal; Pandora, quien después de casi dos décadas de prostituirse sólo acude viernes y sábados, permanece hasta las 3 a.m. pero a veces se queda hasta las 6 de la mañana, “pulseándola”.
La presencia de los travestis ha atraído a centenares de hombres que llegan a buscarlos por una u otra razón, en sus vehículos. El constante ruido de carros se une a los gritos de los “colorientos” y a las respuestas igualmente agresivas de los travestis. A altas horas de la madrugada algunos individuos llegan al lugar y encienden equipos de sonido y los travestis bailan en las aceras. Finalmente, una parte considerable de su actividad se realiza en las mismas calles, en sitios oscuros y apartados como lotes baldíos o quicios de puertas.
En este ambiente están inmersos, noche a noche, los vecinos que aún viven en el lugar, que en otra época fue uno de los barrios residenciales de la capital, y muchos de sus antiguos ocupantes –algunos con 30 o 40 años de residir allí-lo consideran su único hogar, invadido por una situación que se les ha vuelto intolerable.
“Tenemos nueve años de padecer una enfermedad que no nos deja vivir tranquilos”, comenta no sin cierta nostalgia doña Olga, cuya casa –que comparte con sus ancianos padres- se encuentra situada a dos cuadras de la Clínica Bíblica:
“Le toca a una ver sexo oral, a un hombre masturbando a otro, preservativos como si fueran flores de mayo, por todos lados; excrementos y orines en nuestras puertas; después de cierta hora empiezan a tomar licor, asaltan, usan drogas. Ésto nos ha hecho la vida imposible. Su presencia aquí nos ha traído muchos visitantes incómodos, como los muchachos que vienen en carro a gritarles, a apedrearlos, con un vocabulario insolente. El circo empieza a las 6 p.m. pero a las 10 p.m. ya es intolerable. Los días de pago y los fines de semana es peor. Hasta el domingo…, es todo el tiempo. Si nos asomamos a la ventana lo consideran pecado mortal. Si vamos caminando por la acera y las vemos, nos gritan. Si no las vemos, nos gritan. No se les queda bien con nada”.
Los vecinos alegan no sólo problemas con el comportamiento de los travestis y su mundo sino conflictos meramente económicos: el problema de la zona ha devaluado las propiedades. “Nadie alquila, nadie nos va a comprar nuestras propiedades”, se queja doña Priscilla, una vecina.
Según una participante en la Asociación de Vecinos de la Clínica Bíblica, las escenas que se observan son peores que el cine porno:
“Oí ruidos a las tres de la mañana en la ventana. Pensé que un ladrón estaba por entrar. Cuando corrí la cortina de la ventana que da a la calle, veo un pene erecto negro en ella. ¡Dios mío!, grité despavorida. ¡Qué es ésto! Pues desde afuera oigo a una travesti que me grita: ´No te hagás la mae, que vos sabés muy bien qué es ésto. Le grité indignada: ´Tenga piedad de nosotras que somos mujeres mayores y que no podemos ver estas cochinadas en nuestra propia casa. La grandísima vulgar me contestó: ´Dígale entonces a este negro que tenga piedad de mí porque no vé que me la quiere meter”.
Lupita, ama de casa, nos cuenta que su hijo de ocho años le vino a preguntar qué era un “polvo” . “Pues un polvo, mi amor, es una especie de arenita blanca que se usa para el maquillaje”, le respondió inmediatamente. “¿Y por qué entonces la travesti de afuera los vende a 5.000 colones?”, preguntó el muchacho confundido. “Porque fabrica unos especiales”, contestó la mujer no sabiendo qué más decir.
José, otro integrante del grupo de vecinos, nos informa que algunas veces se practican escenas de “sexo completo” en la calle. “Hace tres semanas una travesti se metió en un carro y empezó a tener relaciones. No sólo los quejidos no nos dejaban dormir sino que cada vez que el tipo se corría, tocaba el pito del carro. Salí furioso y le grité: ¿Por qué no venís a jalarme el pito a mí?, ¡degenerado!. Pues desde el carro se oyó que la travesti me gritaba: ´Andáte a dormir, pervertido, ¿quién te tiene a vos asomándote a la puerta?”. Do ña Soledad tuvo una experiencia similar. Una noche un travesti besaba apasionadamente a un cliente frente a su misma puerta. “¿No puede, señorita, ir a besarse a otro lado?”, le preguntó con suavidad. “¡No, grandísima bruta!, ¿no ve que me ha costado parársela a este viejo y si nos corremos se le baja?”, contestó el travesti.
Los vecinos han intentado solucionar su problema por diversos medios, acudiendo a las autoridades y a las cortes. Han recurrido a la Gobernación de San José, que desde hace casi cuatro años está abocada a un plan de “limpieza” de la capital que se dirige a prostíbulos y a lugares de expendio de alcohol, entre otros; han interpuesto recursos de amparo ante la Sala Constitucional, los cuales han sido rechazados; han acudido a la Defensoría de los Habitantes y a las instituciones que hacen trabajo comunal con los travestis.
Hace cuatro años decidieron constituir la Asociación de Vecinos de la Clínica Bíblica, con el fin de presionar como grupo y así han acudido a instancias como la Asamblea Legislativa, donde hacen cabildeo para cambiar la legislación y endurecer las penas contra las prácticas sexuales en las vías públicas, por ejemplo.
Pero su solución es otra y única: que los travestis se vayan del lugar, una decisión que ha exacerbado los ánimos de éstos y los ha puesto en pie de guerra. Alrededor de ambos bandos, diversos grupos se ponen en favor o en contra.
Para Loría, la democracia en Costa Rica no se practica como se predica, pero los travestis tienen a su haber garantías constitucionales que no pueden obviarse, como la que les permite el libre tránsito. El especialista del ILPES reconoce que existen comportamientos irregulares en la zona y que el malestar de los vecinos es comprensible, al punto de que muchos de los travestis lo reconocen.
“No podemos decirles que eso no es incómodo. Los vecinos no las quieren, pero los travestis tienen todo el derecho de estar allí y de hecho están empeñadas en no moverse del lugar”, agregó.
Hace unos tres años se llegó a un acuerdo: los travestis respetarían la zona residencial y trabajarían solamente en la comercial, pero la constante llegada de otros nuevos ha hecho que muchos sigan donde hay vecinos viviendo.
Jorge Vargas es actualmente (1997) el Gobernador de San José y el principal impulsor de la campaña de “adecentamiento” de la capital, la cual le ha validoaplausos y críticas igualmente encendidas. Él sostiene una tesis: “primero en tiempo, primero en derecho”. En otras palabras, los vecinos tienen la razón en vista de que ocupaban la zona antes de la llegada de los travestis.
Lejos de calificar el problema desde un punto de vista moral –en lo que respecta a la inclinación o comportamiento sexual de las travestis-, Vargas se parapeta en su cargo para justificar sus acciones. Su obligación, dice, es hacer que impere el orden, y la actividad nocturna de los travestis genera un evidente desorden público e intranquilidad para una comunidad que por años ha estado asentada en ese sitio; “estoy obligado a evitar un conflicto de mayores repercusiones”, asevera.
Para ello, el funcionario ha promovido reuniones con las partes en disputa y en ellas se han planteado posibles salidas al conflicto. Consciente de que está legalmente imposibilitado para confinar a las travestis en un área específica e impedido de crear una “zona de tolerancia”, Vargas, junto con la Dirección de la Fuerza Pública y la Defensoría de los Habitantes, ha propuesto a los travestis su traslado a una zona no residencial de San José para que allí desarrollen su actividad.
En algún momento se pensó en su traslado a la zona de la Plaza González Víquez, pero la cercanía del Liceo de Costa Rica –específicamente por la presencia de los jóvenes estudiantes y la posible reacción de su cuerpo de profesores- hizo desechar la idea. La otra opción es el parque frente a la otrora sede central de la Estación del Ferrocarril Eléctrico al Pacífico, relativamente cercano a la zona de la Bíblica, pero donde prácticamente no existen residencias.
Esta última opción es avalada por la Defensoría de los Habitantes, que se encuentra mediando en el conflicto y ante la cual los travestis han interpuesto tres solicitudes de intervención en su favor, por distintas razones.
El Defensor Adjunto de los Habitantes, Rolando Vega, quien ha seguido de cerca el conflicto, afirmó que aunque todos los habitantes pueden gozar de sus derechos, eso no puede hacerse pasando por encima de los de otros. El caso presenta una confluencia de derechos: por una parte el de los travestis al libre tránsito, que podría ser lesionado, y el de los vecinos a vivir tranquilos, “que están siendo lesionados”.
“Nuestro gran conflicto es cómo conjugar ambos derechos, porque estamos de parte de ambas partes. Los travestis tienen que entender que la situación es inevitable para los vecinos y que su permanencia les genera problemas a pesar de que tengan derechos. La salida que veo es el traslado a otro sitio, que es una solución inteligente al problema”, señala Vega.
Actualmente, el problema se plantea en esos términos. Los travestis no están dispuestos a sacrificar su lugar de trabajo, su sostén económico, construido después de años de haberse establecido en la zona de la Bíblica; en tanto, las autoridades se empeñan en que el traslado a un área no residencial es la única salida razonable al conflicto.
Mientras tanto, en el aire flota la sensación de que las cosas pueden agravarse. Los vecinos no han escatimado esfuerzos en su intento de librarse de los travestis. En una época, recién fundada la asociación, se dedicaban a anotar las placas de los vehículos que llegaban en busca de los travestis e identificaban a sus propietarios, a los que llamaban telefónicamente para comunicarle que sabían de sus actividades, e incluso llegaron a pensar en hacer públicos los números de las placas.
Otras medidas más agresivas empiezan a considerarse. “Por mi parte no cogería ni un garrote pero muchos nos ofrecen ayudarnos”, señala una vecina. Hay vecinos que han dicho que habrá un enfrentamiento, que piensan en “tomar un revólver y matar a un hijueputa de esos. La gente está cansada de esperar soluciones que nadie pone. Hay quien nos ha recomendado pagarle a alguien para agredirlos y nos han ofrecido hasta brigadas de choque, pero no queremos hacerles daño. En nuestra desesperación, acudimos hasta al Movimiento Costa Rica Libre2”.
En algo coinciden vecinos y travestis, aunque por distintas razones: ninguno parece querer la intervención de la policía.
Los primeros dicen estar decepcionados de la inutilidad de ésta en librarlos de los travestis, ya que no les presta la atención que dicen merecer. Aunque quisieran que los policías se los llevaran, los vecinos reconocen que muchos de ellos los agreden, les roban el dinero y “hasta se aprovechan sexualmente”. Por su parte, la razón de los travestis es contundente: la policía es la constante represora en sus vidas.
Hasta hace poco tiempo, la policía tenía luz verde para proceder en contra de los travestis y quienes trabajan a favor de ellos alegan que esas acciones respondían a órdenes superiores que la policía recibía de “limpiar” la zona de la Bíblica, con el fin de controlar una criminalidad que asocian a menudo con la presencia o mera existencia de los travestis. Era común para los travestis permanecer varias horas detenidos en las comisarías sin que mediara parte policíal o explicación alguna del arresto por parte de las autoridades.
Aunque los derechos constitucionales de los travestis, como los de cualquier ciudadano, han estado siempre vigentes, la mayoría de ellos nunca ha tenido acceso a la Constitución Política o a la Convención Americana de Derechos Humanos, debido a su baja escolaridad. Según Loría, “ni siquiera se creen merecedores de derechos”.
La creación de la Sala Constitucional (Sala Cuarta) sin embargo, cambió las cosas. Los travestis han interpuesto ante ese tribunal tres recursos a su favor, alegando flagrantes violaciones de sus derechos; dos de estos fueron declarados sin lugar, pero uno fue acogido y sancionado por los magistrados.
El recurso en cuestión –un Hábeas Corpus contra las Comisarías tercera y quinta de San José- fue interpuesto por cuatro travestis, en contra de una detención que calificaron de arbitraria, ocurrida en mayo de 1997, cuando dos policías en motocicleta les detuvieron.
A pesar de haber presentado en regla sus papeles de identificación, los policías ordenaron la detención de los travestis, no sin antes haberlos chantajeado a cambio de dinero. La detención se llevó a cabo sin registrarla, como dicta la legislación, y los travestis fueron sometidos a diversas vejaciones, según argumentaron en su recurso.
Los travestis, sin embargo, decidieron actuar y acudieron a la Sala Constitucional, alegando la violación de los artículos 22 y 39 de la Constitución Política, y el 7 y 8 de la Convención Americana de Derechos Humanos, que garantizan el derecho al libre tránsito de los ciudadanos.
Los artículos constitucionales invocados garantizan que todo costarricense puede trasladarse y permanecer en cualquier punto, y que ninguna detención puede realizarse sin que medie “la necesaria demostración de culpabilidad”.
Los magistrados del más alto tribunal costarricense dieron la razón a los travestis y en la actualidad la policía está impedida de actuar en contra de éstos sin que medien razones justificables. En razón de esa decisión judicial, la policía sólo puede realizar las investigaciones pertinentes cuando media denuncia sobre escándalos públicos, daños a la propiedad o asaltos, y sólo puede realizar arrestos si comprueba la falta y únicamente sobre aquél o aquellos señalados como culpables. Las redadas colectivas han cesado y el trato policial ha sido modificado, equiparándose al que se aplica a cualquier otro ciudadano. A pesar de ello, el papel represor de la policía está clavado en la conciencia de los travestis.
La relación entre el policía y el travesti es totalmente violenta. El policía no respeta al travesti por considerarlo un ser inferior que ha roto todos los esquemas morales por ser hombre, vestirse de mujer y prostituirse. “Los policías tienen la impresión de que con dejarlos vivir hacen mucho y no les otorgan ni el derecho de hablar”, expresa Loría.
Los travestis, por otro lado, ven en el policía a la figura de autoridad por excelencia, que siempre les ha hecho la vida imposible. El policía significa huida, humillación, detenciones, ofensa, pérdida de dinero.
El caso típico de esta relación violenta es el arresto al cual se veían sometidos hasta hace poco los travestis. Una noche cualquiera aparecen dos policías y les ordenan movilizarse bajo amenaza de detención. Cualquier oposición significaba la llegada de un camión policial, bastonazos, patadas y golpes si hay oposición al arresto.
En el hirviente camión policial –el “cajón” como se llama popularmente-, los travestis se sofocan y se golpean con los frenazos repetidos y premeditados del vehículo. Después de un largo rato llegan a la Comisaría, donde, si tienen suerte, se llena la boleta de ingreso: se han perdido tres recursos de amparo en favor de los travestis debido a que no quedó registro de su detención.
Una vez en las celdas, si la suerte sigue de su lado pasarán varias horas para luego ser liberados. Si no hay suerte, seguramente serán desnudados y puestos a desfilar ante todo el que esté de turno, bajo amenaza de ser golpeados. Su cuerpo será el blanco principal de burla, un golpe bajo para su autoestima. En todo caso, saldrán al clarear el día, con la noche de trabajo arruinada.
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2 Movimiento político de extrema derecha, con entrenamiento paramilitar.