RIVERITA
NOVELA DE COSTUMBRES
POR
ARMANDO PALACIO VALDÉS
MADRID
TIPOGRAFIA DE MANUEL G. HERNÁNDEZ
Libertad, 16 duplicado
1886
ES PROPIEDAD
I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII
I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII
TOMO I
I
La primera noticia que Miguel tuvo del matrimonio de su padre se la dioel tío Bernardo, persona de extremada respetabilidad y carácter. Tomolede la mano gravemente momentos antes de comer, y le llevó a suescritorio, una pieza de aspecto sombrío, llena de cachivaches antiguos,grandes armarios de libros y cuadros al óleo que el tiempo habíaoscurecido hasta no percibirse siquiera las figuras. Las sillas eran deroble viejo, las cortinas de terciopelo viejo también, la alfombra másvieja todavía, la mesa de escribir un verdadero prodigio de vejez.Miguel sólo dos veces en su vida había visto este aposento sagrado yaugusto para la familia. Una vez se lo había enseñado su primo Enriquedesde la puerta alzando discretamente la cortina y mirando con temorhacia atrás para no ser sorprendido en flagrante profanación. Otra vezhabía sido residenciado por su tío en aquel recinto en compañía delmismo Enrique por haber ambos maltratado de palabra y de obra a lacocinera de la casa bajo el pretexto infundado de que no eransuficientes dos peras por barba para merendar. No es fácil imaginar,pues, el respeto que esta pieza le merecía a Miguel, aunque sutemperamento no fuese demasiadamente respetuoso, según constaba de modoincontestable en la escuela y en otros diversos parajes de la villa.
D. Bernardo dejó a su sobrino arrimado a la mesa de escribir y comenzó apasear silenciosamente y con las manos atrás; sopló con fuerza tres ocuatro veces, desgarró otras tantas, y dijo al fin parándose uninstante:
—Miguel, tú tienes uso de razón, ¿no es cierto?
Miguel le miró, abriendo mucho los ojos, sin contestar.
—¿Has cumplido los siete años?—manifestó su tío poniendo el conceptomás al alcance del niño.
—Tengo ocho.
—Tanto mejor... En efecto, tu padre se casó diez años después queyo... hace nueve aproximadamente... Muy niño eres aún para entenderciertas cosas. ¡Muy niño! ¡Muy niño!
Y D. Bernardo contempló con expresión de lástima a su sobrino, queapenas podía posar, estirándose mucho, la barba sobre la mesa, y meditóbreves momentos: después continuó paseando.
—Sin embargo, pienso, Miguel, que harás un esfuerzo para entenderme...¿no es verdad que lo harás?... No es menester que penetres por completoel sentido de mis palabras, porque en edad tan tierna no es posible;basta con que te hagas cargo de lo que voy a decirte... de lo que tengoencargo de decirte—añadió rectificando.—Has tenido la desgracia deperder a tu madre cuando naciste, de no haberla conocido; era unaverdadera dama, noble, distinguida, de modales muy finos, y que se hacíarespetar de todos. En este concepto, nuestra familia nada tuvo queoponer al matrimonio de Fernando, por más que tu madre no fuese rica,que no lo era en verdad: la distinción, los modales, las relacionescompensan muy bien la falta de fortuna. Mercedes estaba relacionada conla mejor sociedad de Madrid y sabía hacer los honores de un salón comola primera. Desgraciadamente para tu padre, falleció al año de estarunidos, cuando el tapicero no había terminado aún de arreglar los dossalones que habían destinado para recibir, cuando aún no se habíanrepartido todas las papeletas de enlace.
Si algo pudo mitigar el dolorde Fernando, fue el testimonio de respeto que en aquella ocasión seapresuró a darle la espuma de la sociedad madrileña: más de doscientoscoches particulares siguieron el entierro de la pobre Mercedes; S. M.mandó el coche de respeto con los lacayos enlutados; después serecogieron a la puerta más de seiscientas tarjetas de pésame, y a losfunerales que por el eterno descanso de su alma se celebraron en SanIsidro, acudió un sinnúmero de personas de calidad, y en representaciónde S. M., el mayordomo de Palacio. Yo presidí el duelo de familia, elsegundo cabo el de militares, y Monseñor Giner el de sacerdotes. Sobreeste punto no hay más que decir: todo fue conforme a los usosestablecidos y a lo que exigía el decoro de nuestra familia.
D. Bernardo se detuvo para echar una mirada a Miguel, quien al compásque escuchaba a su tío, o no lo escuchaba (que esto nunca pudoaveriguarlo D. Bernardo), daba infinitas vueltas entre los dedos a unvaso griego de barro que servía de prensa-papeles. Quitóselo de la manosuavemente, colocolo en su sitio y tornó a recoger con el paseo el hilode su interrumpido discurso.
—El dolor que tu padre experimentó fue grande, y supo guardar comoquien es todo el tiempo de su viudez el respeto que debía a la memoriade una dama tan principal como tu madre. Por espacio de dos años, nosolamente gastó luto él, sino que lo hizo llevar a toda la servidumbre,al coche y a los caballos; no pisó los salones hasta bien trascurrido elaño, ni recibió en los suyos más que a los amigos de entera confianza;de este modo se adquiere el respeto y la consideración de la gente. Perocomo las cosas no deben ni pueden llevarse al extremo, pasados dos otres años, tu padre entró nuevamente en la vida de la sociedaddistinguida, donde por su nombre, por su grado en el ejército y por sufortuna tiene derecho a brillar entre los primeros. Entonces empezó atocar los verdaderos inconvenientes de su estado. En una casa de laimportancia de la de Fernando una señora es absolutamente indispensable;tú no puedes comprender esto porque eres muy niño, Miguel, ¡muy niño!...
D. Bernardo consideró de nuevo a su sobrino con profunda compasión.
—La presencia de una señora, de una dama, comunica a la casa ciertobrillo que ni el nombre ni el dinero por sí solos pueden alcanzar. Tupobre papá se ha visto privado hace ocho años de dar bailes, comidas, niun té siquiera... ¿Quién había de hacer los honores?... Y vuestra casaes una de las mejores de Madrid, está decorada con mucho gusto, aunqueun tanto abandonada de algún tiempo a esta parte. Es lástima y grandeque no haya podido aprovecharse hasta ahora el espacioso y elegantesalón que tenéis. Además, por lo que he podido observar y han observadotambién algunas personas de la familia y de fuera, en casa de Fernandoreina cierto desconcierto inevitable; por buena que sea una ama dellaves, por buenos que sean los criados, no es posible que atiendan comocorresponde a todos los pormenores... Tu misma educación, Miguel, andabastante descuidada al decir de la gente. Me han dicho que juras en casacomo un carretero...
Estas últimas palabras las dijo D. Bernardo con más alta entonación yparándose frente a su sobrino. Éste sonrió avergonzado; pero al ver queel tío fruncía las cejas, quedose otra vez serio.
—¡Claro está! un padre por más que se esfuerce no puede conseguirinculcar a sus hijos ciertas reglas de urbanidad, so pena de noperderlos de vista un solo instante.
Esto sólo puede hacerlo una señora,una madre... Así que desde largo tiempo vengo aconsejando a mi hermano,y conmigo toda la familia, y no sólo la familia, sino cuantos amigos seinteresan por él, que de nuevo tome estado, organice su casa sobre elpie que le corresponde y salve el decoro de la familia... Al fin,cediendo a mis reiteradas súplicas, y repito que no solamente a lasmías, sino a las de todos sus parientes y amigos, tu papá ha pensado endar a su casa una señora y a ti una mamá...
Pero entiéndelo bien,Miguel, sólo por las razones antes apuntadas, no por otra alguna, tupadre ha consentido en tomar estado... ¿Te haces bien el cargo?....
Miguel le miraba y le remiraba con los ojos muy abiertos, sin moverse;sentía deseos atroces de irse a jugar con su primo Enrique.
—Ahora bien; lo mismo tu padre que yo, que toda la familia, esperamosque con la presencia de tu nueva mamá se opere en tu conducta un cambiofavorable; que dejes esos modales, propios de gentuza, no de caballeros;que no pases el día metido en la cocina, escuchando las sandeces de loscriados; que no te arrastres por los suelos como un perro, estropeandolos vestidos; que seas, en fin, menos cerril y desvergonzado.
A Miguel se le figuró que su tío le estaba insultando, por lo que,aprovechando una de sus vueltas, le hizo algunas muecas despreciativas,y, no satisfecho con esto, a otra vuelta una seña harto más grosera quele había enseñado el lacayo, y que a poder verla hubiera dejado absortoal respetable caballero.
—Con eso contamos, Miguel, aparte de otros muchos cambios beneficiososque en vuestra casa se han de efectuar seguramente, y que tú no tienesedad aún para comprender..... Y, nada más por hoy. He cumplido elencargo que tu padre me ha dado, el cual, entre paréntesis, es muy débilcontigo..... ¡pero muy débil! más de cien veces se lo he dicho..... Túeres un chico que hay que educar virga férrea, y si no, llegarás a darmuchos disgustos.....
Miguel no entendió el latín, pero calculó bien que aquello debía seralgo como palos o azotes, y lleno de ira volvió a enseñar los puños a sutío por la espalda.
—Vamos, vete ahora con tus primos, y cuidado con lastravesuras—concluyó diciendo D. Bernardo mientras empujaba al niñohacia la puerta.
Era aquel señor alto, seco, aguileño, bajo de color, de edad decincuenta años, poco más o menos, pelo ralo y entrecano, cejas espesas,las mejillas cuidadosamente rasuradas, dejando solamente debajo de lanariz un exiguo bigote, que cada día iba siendo más exiguo merced a lostrabajos invasores que por entrambos lados llevaba a cabo la navaja: laexpresión de su rostro, severa e imponente, a lo cual ayudaban en nopequeña parte aquellas cejas pobladas que el buen caballero habíarecibido del cielo, y que solía arquear y extender en la conversación deun modo prodigioso; y en mayor porción todavía cierta maneraextraordinaria de hinchar los carrillos y soplar el aire lenta ysuavemente, que infundía en el interlocutor respeto y veneración.
Habíadesempeñado algunos cargos de importancia en la administración pública,y había estado a pique una vez de ser nombrado senador ministerial: esteera el sueño de su vida; tenía bienes de fortuna, y gozaba muchaconsideración entre sus deudos y amigos: para coronar, no obstante, eledificio de su respetabilidad, que piedra sobre piedra había idolevantando con trabajo durante muchos años, faltaba aquel remate; perolo alcanzaría, no había quien lo dudase; la familia lo esperaba conafán; los amigos lo daban como seguro en un plazo más o menos breve.
II
En el pasillo aguardaba Enrique a su primo Miguel, el cual, así que levio levantó los brazos y sonando las castañuelas dio tres o cuatrozapatetas en el aire para acercarse a él.
—¿Quieres que bajemos a la cochera hasta la hora de comer?
—¿Y si viene mamá?
Miguel hizo un gesto de desprecio. Enrique vaciló algunos instantes, masal fin se decidió a abrir con sigilo la puerta y escaparse por laescalera de servicio.
Era Enrique un muchacho que guardaba en aquella época semejanzaincreíble con un perro ratonero de los que hoy tienen prestigio entrelas damas; después se compuso bastante, pero aún es feo hasta donde unhombre de bien puede serlo. Traía por lo común el cabello hecho greñas yaborrascado, las narices llenas de mocos, las manos sucias y el vestidoroto y cuajado de lamparones. Sólo cuando a doña Martina su madre levenía en mientes sacarlo a paseo o llevarlo a misa o de visita a algunacasa se le podía ver; mas para esto era necesario que aquella señora lecondujese al piso segundo y se encerrase con él en un cuarto que pudierallamarse de las abluciones; al cabo de media hora después de habersufrido una razonable cantidad de repelones, estirones de orejas ybofetadas, que doña Martina creía indispensable asociar siempre a sutarea, salía el buen Enrique lloroso y suspirando, pero más limpio queuna patena.
Y hasta otra. En la casa, donde imperaba la pulcritud, se lemiraba de mal ojo y era a menudo víctima por su aversión a aquellapreciosa cualidad, no sólo de las correcciones paternales, sino de lascrueles e impensadas arremetidas de su hermana mayor Eulalia, joven dediez y seis abriles no muy floridos, casta, limpia, hacendosa,diligente, llena, en fin, de virtudes domésticas, el mimo de sus papás yel blanco del odio de Enrique y del primo Miguel.
—Oyes, Miguel—le dijo Enrique en voz baja, mientras descendíancautelosamente por la escalera del patio;—¿para qué te quería papá?
—Para decirme que mi papá va a casarse—respondió Miguel alzando loshombros con indiferencia.
—¿Con quién?
—Con una señora.
—¿Entonces vas a tener mamá pronto?
Miguel no juzgó necesario contestar.
—¿Estás contento?
—¿A mí qué me importa?
—¿No tienes miedo que haya?... (Enrique hizo una seña expresiva devapuleo.) Miguel le miró un poco turbado.
—¿Por qué?
—Las mamás pegan siempre más que los papás—afirmó sentenciosamenteEnrique.
Miguel calló unos instantes y al fin dijo:
—Si me pegase, le pegaría a ella papá.
Enrique no quiso insistir.
En esto cruzaron el patio y entraron en la cochera. Lo que allí hicieronno es para contado y menos para descrito; un sinnúmero de travesuras,todas en manifiesta oposición con la integridad y aseo de los trajes:baste decir que a última hora entraron en la cuadra, montaron loscaballos, les llenaron los pesebres de paja, les barrieron la porquería,y no satisfechos aún, tomando el cepillo y el rascador, se pusieron asacarles el polvo (y a echárselo a sí mismos encima). Cuando se fueacercando la hora de comer, estaban ambos que daba asco mirarlos; tanto,que Enrique, el cual, como ya hemos dicho, no tenía inclinación biendeterminada hacia la limpieza, quedó un momento pensativo mirándose ymirando a su primo.
—¿Sabes que estamos muy puercos, Miguel?
Éste asintió con la cabeza, mirándose y mirando a su primo también.
—Si vamos al comedor así, me da mamá una tocata... ¡Recontra quétocata!
Miguel, con quien no había de ir el asunto, se contentó con sacudirse unpoco el polvo.
—Mira, vamos al cuarto de Eulalia, al piso segundo, y allí nos podemoslavar... Yo con estas manos no voy al comedor.
En efecto, las manos de Enrique en aquella sazón no estaban visibles.
Subieron con la misma cautela que habían bajado por la escalera deservicio, echó Enrique una ojeada al gabinete de su madre, y enterándosede que estaba allí Eulalia, subieron ya sin temor alguno al piso segundoy se posesionaron del cuarto de aquella señorita. Lo primero quehicieron fue echar el pasador a la puerta a fin de que no lossorprendiesen. Después comenzaron a usar y a abusar de los copiososmedios de aseo que allí existían; sumergieron ambos las manos en lajofaina, que trasvertía de agua clarísima; apoderáronse de unamagnífica pastilla de jabón de almendras, y en pocos minutos, a fuerzade sobarse con ella, la redujeron casi una tercera parte; tomaron lasesponjas, las empaparon en el agua del jarro y se las pasaron repetidasveces por el rostro y la cabeza; no contentos con esto, llevaron susmanos sacrílegas al tarro de la pomada, al frasco del aceite y a lospomos de las esencias, adobándose y perfumándose con todo ello sin dueloalguno; no satisfechos aún, osaron coger la misma borla de los polvos dearroz que servía a la pulcrísima sultana para ocultar ciertas rosetasimportunas que la erisipela había hecho nacer en su rostro, y seembadurnaron con ella en medio de groseras carcajadas; después llevarontodavía su audacia a usar de un frasco de colorete, pintándose loslabios, las narices y hasta las orejas, como cerdos inmundos que eran;después tornaron a lavarse con la esponja y a secarse con lasinmaculadas toallas colgadas de entrambos lados del tocador; finalmente,se lavaron los dientes y las muelas esmeradísimamente con los cepillosque para este efecto allí estaban, frotándolos primero en una cajita depolvos dentífricos.
Este magnífico y escrupuloso lavatorio del aparatodental, coronó, en opinión de ambos, la obra de aseo que con tan buenéxito habían emprendido, y se decidieron a bajar al comedor. Pero antesde salir, se les ocurrió casualmente que tenían los pantalones cubiertosde polvo y porquería; vuelta a echar mano de la esponja, porque nohallaron cepillos, y a frotarse con ella hasta tapar las manchas. Lasbotas se hallaban también, y aún más que los pantalones, en estado demerecer, y Miguel acudió solícito con la esponja a limpiarlas; peroEnrique, no encontrando el medio bastante adecuado, entró en la alcobade su hermana y se las limpió muy bien con la colcha de la cama.
¡Ea! yaestán arreglados aquel par de pájaros; se miran en la luna del armario ydejan escapar un suspiro de satisfacción. Sin embargo, Miguel medita unmomento, y dice:
—¡Mira, tú, que si Eulalia viniera ahora!...
—Ya no sube hasta la hora de dormir... ¿No ves que vamos a comer eneste momento? Y si viene, ¿qué, recontra? El día que me vuelva a pegar,le doy en las narices con esta badila (aquí Enrique sacó una de bronceque tenía escondida ad hoc en el forro de la chaqueta). ¡Ella no tienepor qué pegarme, contra! ¿Es mi madre por si acaso? ¡Ah, recontra; pegaporque sabe meter baza a papá! Cuando está mamá delante, ya se guardaella de tocarme el pelo de la ropa. ¡Y que lo diga! ¡Menudo coscorrón seha mamado ayer!... Ya me dijo mamá: «no seas tonto, Enrique; el día quete pegue tu hermana, tírale a la cabeza con lo que tengas a mano.» Aquíestá la badila; ¡que venga, que venga!... ¡Vaya, hombre, que ya no sepuede sufrir! ¡todo el día pega que te pegarás, como si yo fuese un mulode artillería!...
—¡Pero chico, si la das con la badila la matas!
—¡Que la mate, recontra! ¿Para qué sirve en el mundo esa puerca?¡Siempre metiéndose donde no la llaman! ¡Caciplándolo todo! ¡Metiendolas narizotas en las cosas de sus hermanos!... ¡Ya no la aguanto más,recontra!
Apesar de las disposiciones belicosas de Enrique respecto a su hermana,quedose un instante suspenso y pálido escuchando pasos en el corredor,lo cual probó a su primo Miguel que aún no le había abandonadoenteramente el instinto de conservación. Los pasos se alejaron al finsin dar el resultado desastroso que fue de temer, y Enrique con voz mássosegada dijo:
—Me parece que ya es hora de comer. Vamos abajo antes que nos llamen.
En efecto, cuando los dos primos llegaron al piso principal, la familiaestaba ya en el comedor, que era una pieza espaciosa, amueblada tambiéna la antigua. En el centro una gran mesa de roble tallado cubierta conel mantel y atestada de platos, copas, fruteras y dulceras; a juzgar porel número de cubiertos, había convidados. Sobre la mesa ardía unalámpara de bronce colgada del techo. Los aparadores casi tocaban en él yeran también de roble tallado; las sillas de roble igualmente; todo deroble. Esta madera dura, maciza y adusta, parecía el símbolo de aquellarespetable familia.
Sentado ya a la mesa leyendo un periódico, estaba el dueño de la casa,D. Bernardo Rivera, con la frente espantosamente fruncida, no porqueestuviese disgustado, sino porque tal era su costumbre siempre que leíaalgo; guardaba frente a los periódicos y los libros la actitud preveniday hostil del que no quiere ser juguete de sofismas o frasesrelumbrantes. Doña Martina, su esposa, daba vueltas por la estancia,atenta a que nada faltase, ni sobrase, en la mesa y en los aparadores.Era mujer de unos cuarenta años, de regular estatura, metida en carnes,que no habría sido fea a los veinte, de fisonomía abierta y simpática,pero ordinaria; el talle y la figura más ordinarios aún, porque elvientre le había crecido en los últimos años mucho más de la cuenta y nohabía corsé que lo sujetase; la voz aguda y desentonada, los ademanesbruscos y el mirar dulce y halagüeño: vestía un traje de terciopelo decolor castaño, que en aquella época era el sumo lujo entre las señorasde calidad; mas advertíase que aquel terciopelo no estaba tan bienpegado a sus carnes como era de esperar, dado el aspecto imponente y elconcertado gusto y elegancia que reinaban en la casa. Consistía esto(vamos a decirlo en secreto al lector, porque en secreto y al oído se lodecían los amigos de la familia cuando tocaban este asunto), en que doñaMartina había sido planchadora en sus juveniles años, planchadora de lacasa de su esposo, o por mejor decir, de los padres de su esposo. CómoD. Bernardo Rivera había descendido tan abajo y doña Martina habíasubido tan arriba, no era fácil de explicar en aquel tiempo; años atrásno había tal dificultad para los que apreciaban, en su justo valor, lascarnes macizas y sonrosadas de la buena señora. Se contaban a estepropósito mil anécdotas más o menos chistosas, que todas redundaban enelogio de ella; doña Martina había sido, en sus tiempos floridos, unafortaleza inexpugnable; el fuerte de Figueras y la ciudadela de Santoña,eran castillitos de naipes al lado suyo; sus condiciones de resistenciala habían llevado al término feliz en que hoy la vemos. Verdaderos ofalsos estos dichos maliciosos, el resultado es que D. Bernardo seencontró casado, y fue necesario que su esposa salvase de un golpe laenorme distancia que mediaba entre su humildad y la grandeza y autoridadque habían acompañado al Sr. de Rivera desde sus más tiernos años. ¿Lasalvó en efecto esta señora? En concepto de D. Bernardo no, y esta erala espina más dolorosa de su vida, la que le amargaba las muchassatisfacciones que la sociedad le había proporcionado.. Sin embargo, hayque convenir en que ella había hecho todo lo que estaba de su parte; sino lo había conseguido, acháquese a todo menos a falta de buenavoluntad. Y todavía creemos que andaba su esposo algo exagerado en estepunto; porque doña Martina supo muy bien, al cabo de pocos años, recibira los amigos de su esposo con dignidad, ya que no con distinción, y supotambién preparar una mesa con elegancia y pasear en carretela por laCastellana sin ir rígida e incómoda en el asiento; aprendió igualmente ano dormirse en el Teatro Real y a saludar a sus amigas desde lejosabriendo y cerrando repetidas veces la mano; ofrecía la casa bastantebien, aunque siempre con las mismas frases; se enteraba de las últimasmodas y se las aplicaba; se echaba polvos de arroz y se pintaba lascejas cuando iba a algún sarao; por último, aunque con marcado acentoespañol, había llegado a hablar medianamente el francés.
Apesar de todo esto, el Sr. de Rivera no estaba satisfecho. No que lomanifestase tontamente y al primero que llegase, pues la circunspecciónera una de sus cualidades predominantes, pero lo dejaba traslucir a susíntimos amigos. Hallaba don Bernardo que su cara esposa reñía demasiadocon los criados y a voces, que sus frases de cortesía eran siempre lasmismas y pronunciadas en retahíla como una lección, que daba confianza acualquier amiga y la iniciaba sin reparo en los asuntos domésticos, queno observaba, en fin, con las personas que frecuentaban la casa, aquelladignidad y reserva, aquel sosiego imponente propios de una perfectaseñora. Este capítulo de cargos que el Sr. de Rivera tenía guardadocontra su esposa, había ocasionado serios disgustos matrimoniales.
Sentada en una butaca trabajando con aguja de marfil en una colcha deestambre estaba Eulalia, cuya fisonomía semejaba notablemente a la de supapá: era también larga de cara, aguileña, de cejas pobladas y labioscolgantes que expresaban un profundo desprecio a todo lo que abarcabansus ojos: como él, tenía fruncida la frente casi siempre, lo cual daba asu rostro una expresión hostil, no muy común por fortuna en lasdoncellas de sus años; porque Eulalia estaba en la edad del amor, de lasilusiones, de la ternura, del rubor y la inocencia, por más que ningunade estas cosas se advirtiesen en ella.
Cuando los dos primitos pisaron el comedor, levantó la cabeza y lesclavó una intensa mirada escrutadora, que ellos por tácito acuerdofingieron no advertir. Mas contra lo que esperaban, en vez deconvertirla de nuevo a la labor, siguió cada vez más fija y másescrutadora sobre ellos, hasta el punto de turbarlos. Para evitar sufascinadora influencia se acercaron a los señores que allí había, loscuales les saludaron con palmaditas en el rostro. Doña Martina, despuésde dar a Miguel un beso sonoro en la frente, les preguntó que dóndehabían estado: contestó Miguel en voz alta, para que lo oyese Eulalia,que se habían pasado la tarde en el cuarto de Enrique y Carlos jugandocon el mapa de rompe-cabezas. Al oír esto Carlos, que tenía un año másque Enrique, se puso hecho un energúmeno, diciendo que si le enredabanotra vez con sus mapas, iba a hacer una en las narices de su hermano ysu primo que fuese sonada; pero aquél le tranquilizó en seguida,manifestándole por lo bajo que no habían andado con su rompe-cabezas,sino con los frascos de Eulalia: no sólo se sosegó, sino que tuvo unaverdadera satisfacción, porque para odiar a Eulalia estaban todos deacuerdo en la casa, menos su padre y su madre.
Carlitos era el hijo más guapo que tenían los Sres. de Rivera, y el másaplicado también. Cara redonda y sonrosada, facciones correctas, ojosnegros y expresivos y poblados de largas pestañas. Todos sus estudios enla escuela fueron coronados por un éxito lisonjero; diplomas con orlade colores, libros, medallas de metal azogado, hasta una corona delaurel con cintas de seda que hizo llorar y moquear copiosamente a doñaMartina, cuando de las manos del maestro la vio bajar solemnemente a lacabeza de su hijo. Pero su estudio favorito había sido siempre lageografía, sobre todo la astronómica. Los globos terráqueos y lasesferas armilares que había hecho comprar a su padre, no puedenfácilmente contarse; apesar de ser un hombre de ciencia, estosartefactos duraban poco tiempo íntegros en sus manos; y consistía en queCarlitos no se limitaba a estudiar la lección, como cualquier chicovulgar, sino que la alteza de su pensamiento le arrastraba a escudriñarlos secretos topográficos de nuestro planeta, para lo cual ideabagrandes vías de comunicación que tenía cuidado de señalar con tintasobre el globo, atravesando las montañas más altas y salvando mares ylagos por medio de asombrosos puentes que ningún ingeniero del mundo sehubiera atrevido siquiera a imaginar. Muchas veces, sin embargo, latinta se corría sobre la piel de que estaba revestido y quedaba el globohecho un asco, y vuelta a comprar otro su padre, para que el fuego de lapasión geográfica no se extinguiese en el niño. Pues tocante a lasesferas, pasaba lo propio. Carlitos no consideraba los espacios celestescon el asombro del hombre ignorante ni respetaba debidamente las leyesinmutables que determinan las revoluciones de los astros; familiarizadocon todos sus movimientos de rotación y traslación, formaba cuando se leantojaba nuevos sistemas planetarios, convirtiendo a un simple satélite,a la luna, verbi y gracia, en estrella fija y haciendo girar a sualrededor a todos los planetas, incluso la tierra: o bien imaginabanuevos