Riverita by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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ycontestándole aquélla con voz temblona « Siii. » Apesar de eso no salíabien; y era porque las partes secundarias no lo tomaban con la mismaafición y calor que las primeras. Los coros de ambos sexos,particularmente, estaban rematados; cada cual por su lado. En vano laintendenta ponía mala cara a las señoritas que la secundaban y lesdirigía de vez en cuando alguna pulla amarga: en vano el tío Manolo, conmás paciencia y amabilidad, hacía repetir infinitas veces los pasajesdifíciles. Nada; las señoritas y señoritos que componían la reunión,tomaban aquellos ensayos como pretexto para verse todas las noches ydecirse recaditos y ternezas; y cuando por indicación de Rivera secolocaban los varones frente a las hembras a los dos lados del piano,había un fuego graneado de miradas y señas que ardía Troya; laintendenta estaba dada a los diablos.

Cuando la tertulia pareció mostrar interés fue al hablarse de lostrajes. Comenzaron con calor los preparativos de indumentaria; lascoristas encargaron vestidos riquísimos a París y se retrataron conellos: los caballeros también fatigaron a los sastres con menudenciasimpertinentes. Todo esto era motivo de indignación para la intendenta.«De trapos muy bien—solía decir con amargura;—pero de música están VV.tan desnudos como su madre los parió.» El tío Manolo lo tomaba con másfilosofía, sobre todo en lo que tocaba a las señoritas. La intendenta noestaba lejos de sospechar que también él andaba metido en alguna deaquellas intrigas amorosas que se urdían descaradamente en su salón.

Se hicieron en éste algunas reformas necesarias para el caso, esto es,se construyó en uno de los extremos un bonito escenario. El tío Manolo,a quien se le alcanzaba también algo de pintura, bosquejó dosdecoraciones bastante regulares. La de la ópera de Rossini representabalas inmediaciones de un castillo feudal, donde habitaba aquel señor queaborrecía las mujeres; a la puerta había un gran letrero que decía: Ilferoce Coradino odia il sexo feminino. La de la obra de Donizettirepresentaba el salón de un palacio; en el fondo tenía una plataformapara que se viese bien al tenor cuando entrase a pedir cuentas de laperrada que su novia le estaba haciendo y causara su aparición másefecto. El escenario tenía una puerta al foro que daba al gabinete de lacasa; por la puerta de escape de la alcoba habían de salir los artistasa vertirse en las habitaciones que se les había destinado.

Todo esto vio Miguel con asombro y deleite. Su tío le llevó varios díasal ensayo y le iba explicando minuciosamente lo que cada objeto deldiminuto teatro significaba y para lo que servía. Los futurosintérpretes de Rossini y Donizetti le agasajaban mucho; pero una cosa nopodía sufrir con paciencia, y era que todos al besarle o darleafectuosas palmaditas en el rostro le mostrasen compasión.—¿Dóndetienes a papá?—En Sevilla, contestaba él.—¿Y qué fue a hacer aSevilla? le preguntaban sonriendo. Miguel se encogía de hombros.—¿Nofue a buscarte una mamá? Él se callaba. Entonces le daban un beso yvolviéndose a los demás exclamaban por lo bajo:—¡Pobrecito! Estasexclamaciones le inquietaban un poco; mas al instante se disipaba lamala impresión. Aquellos días su tío le traía sumamente divertido; alcolegio por la tarde ya no había vuelto; después de almorzar en casa ofuera, al paseo, al casino, donde veía a tío Manolo jugar una partida decarambolas, algunas veces a los toros y por la noche al ensayo o alteatro. El ama de llaves le decía sacudiendo la cabeza condisgusto:—¡Buena vida te estás dando, Miguelito! ¡No sé en qué pararánestas misas!—El brigadier hacía ya más de ocho días que se había ido yno daba noticia del retorno. En casa del tío Bernardo no había vuelto aponer los pies; sin duda la antipatía, o por mejor decir, el miedo queaquel inspiraba a tío Manolo era la causa principal de este alejamiento.Sin embargo, una tarde vino Enrique a convidarle a comer de parte de suspapás y fue muy recriminado de toda la familia por su ingratitud.

Llegó por fin el cumpleaños de Anita; así llamaban los amigos a laintendenta apesar de hallarse ya cerca de los cuarenta y no poderrevolverse de gorda. Desde las primeras horas de la mañana tío Manoloanduvo tan diligente y afanoso, que no pudo el sobrino echarle la vistaencima hasta que vino a decirle que a las siete volvería por él. Y enefecto, antes que fuesen sonadas se presentó a buscarle y con el bocadoen la boca le llevó a casa de Trujillo. Si inquieto y preocupado andabael tío Manolo, no lo estaba menos la intendenta; a más del temor naturalde que se desluciesen por culpa de los otros sus reconocidas y acatadasfacultades de cantante, el negocio de las invitaciones le daba muchaguerra; para no agraviar a ninguna se habían convidado más personas delas que cabían en el salón; cuando empezó a llegar la gente hubo algunosdisgustos; varias señoras se vieron obligadas a quedarse de pie porfalta de asiento y algunas se marcharon muy desabridas antes de comenzarla fiesta. ¡Buenos irían poniendo a los Trujillo! Para que no ocupasesilla, tío Manolo llevó a Miguel al escenario. No le pesó de ello; alcontrario, los preparativos, el trajín de los artistas, las voces, lasrisas le llenaban de gozo. Cuando comenzaron a llegar de los cuartosperfectamente disfrazados todos aquellos señores y señoras, tardó enreconocerlos; al pasar por delante de él le preguntaban acariciándole lacara:—¿Me conoces, Miguelito?—Y él, después de mirarlos con atención,decía:—Sí, Fulano—y esto le causaba un vivo placer. Pero el que ledejó confuso, absorto y entusiasmado fue tío Manolo vestido de señorfeudal; llevaba botas de ante amarillo que le llegaban hasta los muslosy el cuerpo ceñido con loriga que brillaba como un espejo; el casco eraenorme y asombroso por la cantidad de águilas, grifos y dragones y otrosanimales emblemáticos que le adornaban; la barba le llegaba casi hastala cintura, y hasta el medio de la espalda los cabellos. Finalmente, enesto, como en todo lo demás, se reconocía el gusto y la esplendidez deRivera.

Su aparición causó mágico efecto en el auditorio y fue saludado con unasalva de aplausos. También a la intendenta se la aplaudió al salir. Elacto de Coradino fue un triunfo para ambos: tío Manolo dijo su ariade salida admirablemente, según dos o tres dilettantti sietemesinosque allí se encontraban, y eso que era difícil de vocalizar; eraprecisamente el fuerte de Rivera; no tenía gran voz, pero vocalizabaperfectamente.

Donde la intendenta le llevó mucha ventaja fue en lamímica: Anita era una consumada actriz, mientras el tío Manolo se movíapoco y con trabajo en la escena. El acto de Lucía comenzó igualmentemuy bien: los coros, contra lo que se esperaba, estuvieron bastanteacertados: Rivera dijo sus primeras frases de indignación con buenéxito: el concertante tampoco salió mal. Mas al terminarse el acto,cuando el célebre ¡Ah maledetto! del tenor, el tío Manolo tuvo ladesgracia de soltar un gallo.

Nunca había dado las notas altas muyclaras y las temía mucho. En el auditorio se levantó un leve murmullo,al cual siguió un estrepitoso aplauso en testimonio de simpatía yperdón. Rivera, sin embargo, se desconcertó completamente y cantó lo quequedaba rematadamente mal. En cambio la intendenta apretó de firme,sobre todo en la declamación: al echar los brazos al cuello a Riverapara retenerle, estuvo inimitable. Cuando bajó el telón, tío Manolo,desesperado, saltándosele las lágrimas, agitó los puños contra el sueloexclamando:

—¡Infame tierra! ¿por qué no te abres y me tragas?

Miguel,

que

presenciaba

el

espectáculo

desde

los

bastidores,

se

conmovióprofundamente al ver el dolor de su tío.

Así terminó la ópera casera. Al día siguiente tío Manolo, cuando fue avisitarle, estaba muy triste y avergonzado y no tuvo humor para sacarlea paseo. El brigadier no acababa de anunciar su salida: sin embargo, sesospechaba que no tardaría en llegar.

Para acabar de ponerle de malhumor, el tío Manolo recibió una carta del director del colegionoticiándole que Miguel se descuidaba mucho en sus estudios hacía yaalgunos días. Esto ocasionó una muy fuerte desazón entre tío y sobrino.

—¡Mira, mira, majaderillo, lo que me dice el director!—exclamó llenode cólera.—

¿Es esta manera de portarse? ¿Qué dirá tu padre cuando vengay lo sepa? ¿Para eso procuro yo que te diviertas?...

El fuerte de tío Manolo no era la lógica: porque procurar que sedivierta un chico no es procurar que estudie. Bien lo comprendió Miguel,pero no quiso contestarle conociendo su carácter arrebatado: además, nole convenía ponerse mal con él.

—¡Chiquillo! ¡Tontuelo! ¡Ponerme a mí en berlina de esta manera!...¡Vaya un modo decente de corresponder a mis condescendencias!... Nada,si con estos chicos es mejor ser malo que bueno... ya me voyconvenciendo de eso... ¡El palo, el palo... esto es lo único querespetan!... ¿A que no harías esto con tu tío Bernardo si él se hubieseencargado de ti?... ¡Hombre, me parece que si fueses hijo mío te rompíael trasero a azotes en este momento!

Miguel aguantó el chubasco con la cabeza baja y sin chistar. Y ya que sehubo bien desahogado tío Manolo se marchó dando un gran portazo.

Pero al otro día vino tan risueño como si tal cosa, salieron juntos apaseo y por la noche le llevó al cuarto de la Albini. Todavía disfrutóel hijo del brigadier otros cuatro o cinco días de vida regalona, porquesu tío no volvió a acordarse de mandarle estudiar más que del santo desu nombre; al cabo llegó carta de Sevilla anunciando la salida delbrigadier y su nueva esposa, y las cosas tomaron repentinamente unaspecto más serio. Por convenio expreso entre ambos, Miguel había de irpor la mañana a buscar a su tío con la carretela, y desde la fonda iríana esperar a los viajeros.

Cuando subió a la fonda a eso de las siete, tío Manolo comenzaba aaderezarse, en cuya grave y prolija ocupación no gustaba de que nadie leturbase. Sin embargo, Miguel logró entrar en el cuarto y se sentórespetuosamente en una silla a esperar que se diese por terminada. Elnegocio no era tan fácil y expedito como a primera vista parecía: el Sr.de Rivera había sido siempre extremadamente escrupuloso en el lavado,planchado y demás artes decorativas; gustaba asimismo de que todas lasprendas que usaba le viniesen como anillo al dedo; cualquierdiscrepancia en esta materia conseguía alterarle la bilis. Cuando Miguelentró estaba vivamente satisfecho porque los pantalones que estrenaba lehabían salido muy bien. Dio tres o cuatro vueltecitas taconeando por elgabinete, y parándose delante del espejo, dijo:

—¿Qué tal, Miguel, te gustan estos pantalones?

Miguel no entendía casi nada, pero contestó afirmativamente.

—Yo creo—manifestó Rivera con voz conmovida—que son los que mejor meha sacado Utrilla hasta ahora... Y el género es muy rico... ingléslegítimo... tócalo, haz el favor de tocarlo...

Miguel le dio un pellizquito al paño y dijo que sí, que era bueno.

—¡Doce duros, amiguito!—Y viendo que el sobrino le miraba sincomprender, repitió:

—Que me han costado doce duros como doce soles... Pero chico, quéquieres, cuando las cosas salen bien, doy por bien empleado el dinero...Lo triste es darlo cuando salen mal... ¡La verdad, se ha portado elamigo Utrilla! Y que no hay otro pantalón en Madrid igual... Es el únicoque ha venido de este dibujo...

Lo decía en un tono que rebosaba de alegría, moviéndose delante delespejo y dando pataditas en el suelo. Después se puso a silbar La donnae móvile y se fue a la alcoba a buscar la camisa que ya tenía preparadasobre la cama. Pero la camisa no logró satisfacerle como el pantalón; lapechera hacía bomba y el cuello estaba poco descotado. Después demirarse gravemente al espejo muchas veces y de procurar arreglarlatirando de ella hacia abajo, el tío Manolo soltó un terno y echó unamirada feroz a Miguel. En seguida, procurando refrenarse, sin poderconseguirlo, exclamó por lo bajo y sonriendo forzadamente:

—¡A que no me visto hoy, Miguelito!

Pero éste, en vez de contestar a la sonrisa con otra, permaneció muyserio y asustado adivinando la tempestad que hervía debajo de talespalabras. En efecto, Rivera no tardó en murmurar una blasfemiaespantosa. Estaba muy pálido y se le había formado un círculo oscuro entorno de los ojos.

—Oyes, Miguelito, ¿quieres hacerme el favor de salirte a lasala?—dijo a su sobrino en un tono almibarado, pero muy sospechoso.

Miguel se apresuró a escapar del gabinete. No tardó en oír fuertestrastazos, acompañados de vivas interjecciones, paseos y un resuellolúgubre de malísimo agüero. Al fin todo quedó en silencio, y curioso desaber en qué consistía, miró por la rendija de la puerta, y vio a su tíosentado en una butaca, en mangas de camisa, hundida la cabeza en elpecho, el pelo caído por la frente en la más triste y desesperadaactitud que nadie pudiera imaginarse. Después de permanecer algunosminutos en tal estado, vecino de la locura, vio que se levantaba, y concristiana resignación sacaba del armario la tercer camisa, y después demeterle los botones, se la ponía dando un profundo suspiro. Al cabo deun cuarto de hora, concluida su tarea, salió del gabinete serio,tranquilo, un poco pálido, como sucede siempre después de las grandescrisis. Al encontrarse sus ojos con los de Miguel, sonrió avergonzado. Aéste le acometieron aquellas malditas ganas de reír que tanto daño lecausaron, y no faltó mucho para echarlo todo a perder. Por fortunaconsiguió refrenarlas.

Encamináronse lo más pronto posible al parador de la silla de posta, queno tardó en llegar. Abrió la portezuela el tío Manolo, y se apresuró adar la mano a su cuñada, que saltó en tierra con mucha compostura yelegancia. El brigadier, después de abrazar a su hijo, lo presentó a sunueva mamá, quien le dio un beso en la mejilla, reparando poco en él.Era una mujer hermosa, alta, maciza de carnes, el rostro blanco yovalado, negros y grandes los ojos, pestaña larga, cabello castañotirando a rubio, derecha de espaldas y cogida de cintura, gallarda ybriosa en sus movimientos y un tantico soberbia. Miguel entendió que nohabía visto nunca nada tan bello, y la expresó su rendimiento mirándolahasta comérsela con los ojos. Terminados los saludos y las preguntas queen casos tales suelen repetirse bastante, se entraron los cuatro en lacarretela. Sentose la dama en el fondo a la derecha, y el brigadier a sulado: Miguel y el tío Manolo se acomodaron enfrente. Comprendiendo elbuen efecto que en su hijo había causado la mamá que le traía, elbrigadier iba muy complacido y estaba harto locuaz; mucho más de lo queacostumbraba. El tío Manolo, por cierto instinto de coquetería que jamásle abandonaba, hacía esfuerzos por mostrarse agudo y chistoso delante desu cuñada, y la abrumaba a galanterías.—«Ángela, ¿te molestan lasventanillas abiertas?—la decía llamándola por su nombre y tuteándolaya.—

¿Quieres que cerremos ésta de la derecha? ¿Llevas los pies fríos?Dame acá esa sombrilla. Échate hacia atrás, que irás más cómoda.» Lahermosa dama contestaba a estos homenajes con leves sonrisas no exentasde displicencia.

—Vamos, Miguel—dijo el brigadier.—¿No te parece mejor tu mamá que elretrato?

Miguel, ruborizado y gozoso, contestó que sí con la cabeza.

—De modo que votas a mi favor, ¿verdad?—le preguntó la nuevabrigadiera con gracioso acento andaluz.

Miguel, avergonzado, no se atrevió a contestar.

—¡Ya lo creo que vota!—respondió por él su padre.—Y está dispuesto ahacer todo lo que esté de su parte por que le quieras mucho. ¿No esverdad que serás siempre obediente a tu mamá, y no la darás ningúndisgusto?

El muchacho afirmó otra vez con la cabeza.

—Vaya, dala un beso ahora.

Miguel fue muy gustoso a besarla en la mejilla, pero en aquel instantela dama sacó la cabeza por la ventanilla para ver los edificios de laPuerta del Sol, mientras le tendía su mano enguantada. El niño,obedeciendo a un signo de su padre, la tomó entre las suyas y la besó.

Al llegar a casa volvió el tío Manolo a ayudarla a saltar del coche yofrecerla caballerosamente su brazo para subir la escalera. El brigadiery su hijo marchaban detrás.

V

Aquella hermosa señora que estusiasmó a Miguel, era hija de una familiasevillana, tan necesitada de bienes de fortuna como rica en timbres yblasones. Había tenido innumerables admiradores, algunos novios y casiningún pretendiente. Los hombres en esta edad prosaica rara vez sevuelven locos por amor; y locura era casarse con Ángela Guevara noposeyendo mucho dinero y buenos deseos de gastarlo: porque esta jovenesclarecida, educada en la adoración de su estirpe, tenía de ella tanalto concepto y tan pagada estaba igualmente de su belleza, gallardoingenio, despejo y gentileza, que ningún palacio consideraba bastantesuntuoso, ningún trono suficiente elevado para contener y soportar talsuma de perfecciones. Su entrada en los teatros y paseos de Sevillalevantaba siempre un murmullo de admiración en la gente: los forasterosse apresuraban a preguntar a los naturales:—¿Quién es esa joven?—¿Legusta a V., verdad?—solían contestar chuscamente,—pues tenga V.cuidado, porque es de mírame y no me toques.—Y era cierto: la nobledoncella pasó bastantes años (hasta alcanzar casi los treinta), sin quenadie se atreviese más que a mirarla: era una soberbia figuradecorativa, el mejor ornamento quizá, exceptuado la Giralda, de laciudad que baña Guadalquivir famoso; pero como aquélla, ni los inglesessiquiera osaban llevársela.

Y así se hubiera estado la pobre hasta desmoronarse, a no haberarribado, en comisión del servicio, el brigadier Rivera. Ángela habíallegado en materia de novios a un escepticismo desconsolador: tanto lahabían requebrado con la vista y con la lengua sin ulterioresconsecuencias, que concluyó por imaginar que el amor era un frívoloentretenimiento para no aburrirse en las tertulias, y el marido (elsuyo, por supuesto) un ser hipotético, una incógnita imposible dedespejar. Así, cuando el brigadier, rendido a tanta hermosura, seresolvió a pedir su mano, entregola apresuradamente como si fuera unpeso que la molestase: y no reparó en la diferencia de edad, ni en lafigura quijotesca del pretendiente, ni en la viudez, ni en el hijo queestaba allá por Madrid: todo era nada comparado con el magno problemaque se resolvía: casarse y vivir con boato en la corte. Sevilla enterase alegró; dio un suspiro de descanso, exclamando: ¡Al fin la hemoscasado!

Aquí dan comienzo las desdichas del héroe de nuestra historia. Tanpronto como la noble doncella andaluza pisó los umbrales de la casa deRivera, tomó las llaves de los armarios y se encargó de su dirección,tuvo a bien arrojarle el guante. No se detuvo en melindres hipócritas,ni preparó el terreno, ni dejó trascurrir siquiera el tiempo decortesía, como hacen la mayor parte de las madrastras; desde el primermomento reveló que Miguel no le agradaba y le declaró la guerra; por lomenos tuvo el mérito de la franqueza. Aquél tardó bastante tiempo enrecoger el guante. La impresión que su nueva mamá le había producido erademasiado grata para que se borrase fácilmente; pensó que se entraba unángel del cielo por su casa. Pronto se hubiera trocado la admiración enamor, si la gentil señora le hubiese tendido su mano protectora. Pero nofue así: la nueva brigadiera rechazó indignamente la fija mirada deadoración que Miguel tenía como muda caricia posada constantemente sobreella.

En vez de agradecerla y de sentirse lisonjeada, comenzó a exclamarásperamente en presencia de los criados: «¿Por qué me mirará tanto esteniño?» Miguel no comprendió en un principio que su madrastra le dabacalabazas. Su inteligencia infantil no podía darse cuenta de que un sertan hermoso aborreciese a quien no le había hecho ningún daño, ypersistió cándidamente en su amor platónico. Mas a la postre no tuvo másremedio que percibir que se le declaraba la guerra, ¡guerra bien injustapor cierto, y bien desigual! Sintió las espinas de aquella rosaespléndida, y quedó confuso y apenado. Era un temperamento muy nerviosoel suyo; no cabía en él la indiferencia: o amaba o aborrecía. Por eso,pasada la sorpresa, sin buscar la razón de tal antipatía, trocose prestosu amor en odio. Y a los pocos días la brigadiera Ángela, si quiso, pudoobservar que los ojos de Miguel no expresaban ninguna clase deadoración.

Encendiose más con esto la mala voluntad de aquélla; la guerra estallócon todos sus horrores, sin tregua y sin cuartel. Si Miguel salía depaseo con el lacayo, los ojos penetrantes de la andaluza siempredescubrían a la vuelta en su traje alguna mancha, algún siete malrecosido por una sirviente piadosa:—«¡Jesú, qué niño ma susio y marevoltoso! ¿Qué dirá la gente que le vea? Dirá que yo le abandono y ledejo andar hecho un pordiosero. ¡Es una vergüensa!» Si se quedaba encasa y jugaba con los criados, la señora se ponía furiosa, le dolía lacabeza, hablaba de la bajeza de sentimientos que el muchacho revelaba,allanándose a estar siempre entre la servidumbre, e increpaba duramenteal brigadier porque no sabía educar a su hijo. Si, por complacer a supadre, tomaba la resolución de estarse quieto y sentadito en una sillatoda la tarde, esto era lo que no podía ver el pasmo deSevilla:—«¡Jesú qué niño tan posma! ¡Siempre en las mismitas faldas deuna, mirándolo todo, observándolo todo!... ¡Ay, qué fatiga!»

Ni era fácil, como se ve, que le diese gusto en nada. El brigadierpadecía mucho con esta injustificada aversión y procuraba mitigarla, sinresultado alguno. Necesitábase la pasión loca que su mujer le habíainspirado y su carácter pacífico, para que algunas veces no hubiese unescándalo en casa. Los parientes, en cuanto se hicieron cargo de lo quepasaba, mostraron mucho disgusto. El más indignado fue tío Manolo:—«¡Eldía que vea a esa petenera tratar mal a mi sobrino—había dicho encierta casa,—como no se tape las orejas con cera va a escuchar cosasmuy lindas!» Y pasó como había previsto. La brigadiera, que no serecataba de nadie para hacer lo que se le antojaba, reprendió agriamentea Miguel en presencia suya, y entre otros insultos cometió la ligerezade llamarle mala casta. Oír esto y volverse loco tío Manolo, fue todouno; por milagro no acabó allí mismo con su cuñada. Así y todo la agarrófuertemente por el brazo, y soltando tres o cuatro ternos seguidos, leescupió más que le dijo: «Oyes tú, grandísimo pendón; su casta es mejorque la tuya siete mil veces... ¿Qué hubiera sido de ti si no te hubierascasado con el calzonazos de mi hermano? ¿Así pagas el bien que te hahecho, insultándole a él y a todos nosotros?... ¡Pues mira, chica, queel porvenir de tu casta hubiera sido lucido como hay Dios!... Estabaiscon el agua al cuello, más pobres que las arañas, ¿y todavía vienesechando fieros?... ¡Si le digo a V., hombre, que es morirse de risa!...¡Vaya un hermano babieca que tengo!... ¡Babieca!... ¡Más quebabieca!...»

La brigadiera, respuesta al instante del susto, se revolvió airada y levomitó tres o cuatro insultos feroces, y después tuvo por oportunodesmayarse. Tío Manolo salió del gabinete batiendo las puertas ysoltando juramentos. Encontrose en la escalera a su hermano, yencarándose con él, le dijo: «¡Parece mentira que con esos bigotazos tetraiga alineado la cursilona de tu mujer! ¡El día que vuelva a poner lospies en tu casa, que me entierren vivo!»

Y sin aguardar la respuesta del atónito brigadier, bajó en cuatro saltosla escalera y desapareció.

La bella andaluza logró al cabo de poco tiempo indisponerse con todoslos parientes de su marido, y lo que es más grave, que éste apenas setratase con ellos. En cambio comenzaron a frecuentar la casa bastantesmiembros de la colonia sevillana amigos de la familia Guevara: lamayoría señoras y señoritas. Entre estas últimas la más íntima y asiduafue Lucía Población, aquella joven rubia que D. Manuel de Rivera saludóen el Prado llevando a Miguel en su compañía. Los pormenores biográficosque había dado a su sobrino eran exactos.

Lucía no tenía fortuna; vivía atenida a una pensión que el Estado lepagaba por haber sido su padre regente de la Audiencia de Puerto Rico.Relacionada y aun emparentada por su madre con varias familiasaristocráticas de Sevilla y Madrid, disfrutó, aunque sin poseerlo, delbienestar y esplendor que el dinero procura. Desde que había quedadohuérfana de padre, sus ricos parientes habían tenido la amabilidad deinvitarla a comer con frecuencia y llevarla al teatro y al paseo. A losdiez y siete años perdió también a su madre y fue recogida por losMarqueses de Cisneros, sus parientes más próximos establecidos enMadrid. Como Lucía era una joven hermosa, discreta y bien educada, ycomo por otra parte contaba con diez o doce mil reales de orfandad, fuecarga muy liviana para aquellos señores, que sólo tenían dos hijos ygozaban buena renta. Había sido en Sevilla muy íntima de la familiaGuevara, y en particular de Angelita, por más que ésta la aventajase enedad siete u ocho años lo menos. Enfriadas un poco las relaciones por laseparación, volvieron a calentarse tan pronto como se encontraron enMadrid. Al poco tiempo de llegar Ángela, su amiga apenas salía de casasino para dormir; ni al paseo, ni al teatro, ni a misa siquiera dejabande salir juntas.

Era Lucía una rubia de las dichas vulgarmente vaporosas; ojos azules yclaros y un poco húmedos, tersa y blanca la frente, los cabellos comomadejas de oro, las cejas perfiladas en arco, algo aguileña, el tallefino y esbelto, el rostro alegre y muy apacible. Formaba su hermosuradichoso contraste con la de la brigadiera; quizás fuera este elfundamento más sólido de su amistad. También se diferenciabannotablemente en el humor. Ángela era desdeñosa, irascible, absolutamenteincapaz de enternecerse, amiga de los placeres de la mesa sobre todoslos demás. Lucía era romántica, llorona, con ribetes de literata, amigade contar los sueños y los presentimientos, muy habladora, astuta yzahorí para explicar los misterios y laberintos del corazón; apenascomía. De tal diversidad de cuerpo y espíritu nacía el acuerdo queentre ellas existía. Ángela mandaba sobre Lucía, pero a condición deescucharla, lo cual no le costaba trabajo; ejercía sobre ella un ciertoprotectorado maternal. Lucía en sus adentros compadecía a su amiga porestar tan ignorante de los inefables deleites de la poesía y del amor, yen este mutuo aprecio y desprecio vivían ambos genios acordados ytranquilos.

Lucía notó en seguida la antipatía de su amiga por el hijastro, y tratóde vencerla suavemente; pues no hallaba fundamento para ello. RecordabaMiguel después de hombre que la belleza de esta señora no le habíaimpresionado como la de su madrastra; mas el cariño que le mostró y sucarácter afable y expansivo, concluyeron, no obstante, por seducirle. Undía, recién casado su padre, charlaban las dos amigas mientras él jugabaen un rincón; debía referirse la conversación a su persona, porque ambasle miraban a menudo, la mamá con ojos severos y desdeñosos, Lucía condulzura.

—Ven acá, Miguelito—le dijo ésta de pronto. Miguel acudió alllamamiento. La amable señorita le hizo unas cuantas preguntas de pocasustancia, y cogiéndole después por la barba y mirándole fijamente, dijocomo si atase el hilo a una conversación empezada:

—¡Pues no es feo este chico, Ángela!

La brigadiera calló. Miguel, que tenía ya más penetración de lo que sefiguraban, comprendió que había estado su rostro sobre el tapete, yagradeció toda su vida a la blonda sevillana esta buena opinión.

Otra vez su nueva mamá, cuya antipatía fue siempre en aumento, lecastigó por haber roto con la pelota un juego de tocador que le habíanregalado en su boda. Dejolo encerrado en el cuarto ropero con orden a loscriados de que bajo ningún pretexto le diesen de merendar, y se fue devisita con su marido. Llegó al poco rato la señorita de Población, yenterándose de que no había nadie en casa más que Miguel, y éste sumidoen oscura mazmorra, tuvo a bien sacarle de ella, apesar de lasadvertencias de las don