¡Barájoles, ya le tenía yoganas a ese mastuerzo!... ¡que eche roncas ahora con sus dientes decaimán!»
Pero no se pasaron muchos días sin que el cielo vengara al pobre Manuel,dejando a Miguel en extremo complacido, y fue del modo siguiente:Salieron una tarde de paseo hacia la Moncloa todos los alumnos yprofesores, y cuando hubieron llegado a sitio a propósito, mandó eldirector romper filas, y los chicos comenzaron, como ordinariamente, arecrearse acompañados por sus maestros. Armose juego de peonza en unparaje, en otro de salto, más allá de aro, y así se distribuyeron en uninstante todos; el coronel se puso, como siempre, a dibujar, copiandodel natural un carromato, y don Leandro se fue a un lugar apartado asonar la flauta acompañado solamente de tres o cuatro discípulos;mientras el cura, que desde que había expulsado la solitaria andaba muygalán y boyante, se divertía, tumbado en el suelo, en levantar a pulsodos niños, uno en cada brazo. Mas cansado al fin de este ejercicio, selevantó y comenzó a pasear buscando medio de utilizar nuevamente susmúsculos poderosos: y sin darse cuenta de ello, fue acercándose ensilencio al paraje donde tocaba la flauta D. Leandro.
Una vez cerca deél, no se le ocurrió nada más gracioso que agarrar por detrás al infelizpreceptor, levantarle en alto y apretarle con todas susfuerzas:—«¡Suélteme, D.
Juan, que me hace daño!»—gritó el tiple de SanIsidro medio asfixiado y pataleando.
D. Juan se reía sin soltar. Perono contó con la huéspeda, la cual en esta ocasión fue Marroquín, quienindignado de aquel acto brutal, o por ventura cediendo a la aversión quele inspiraban todos los clérigos, acudió velozmente en auxilio de sucompañero, y sujetando a su vez al cura por la espalda, le apretó tantola cintura, que aquél se vio obligado, no solamente a dejar en paz a D.Leandro, sino a pedir con voz quejumbrosa misericordia. Dejole al cabode un rato Marroquín, pero tan estropeado y maltrecho, que en vez dereírse de la broma, comenzó a toser y a quejarse; la verdad es queestaba muy pálido:—«¡Barájoles! esto pasa de broma, Sr.Marroquín.—¿Pues no estaba V.
haciendo lo mismo con D. Leandro?—Peroyo no le apretaba con todas mis fuerzas, como V. ha hecho conmigo.»
Los chicos se rieron del percance, hallando el castigo de Marroquín muyen su lugar.
En cambio, el cura se puso cada vez más hosco, y comenzó apasearse solo tosiendo y escupiendo a menudo y llevando la mano al bajovientre. Cuando llegó la hora de la cena, no probó bocado; los alumnosse hacían guiños y contenían a duras penas la risa.
Al tiempo deacostarse, Miguel se vio obligado por más de media hora a oírle vomitarinjurias contra su mortal enemigo. Al fin concluyó diciendo:—«Por lasbuenas, Miguel, ya sabes que no hay hombre mejor que yo... ¡Pero por lasmalas, soy una fiera! Marroquín me las ha de pagar. Se figura,barájoles, que porque soy clérigo no he de pedirle satisfacción... Seequivoca... yo lo mismo visto los hábitos del sacerdote, que empuño laespada del militar. Mañana hablaremos.»
Durmiose, por último, en estas disposiciones belicosas, mientras Miguelsonreía entre sábanas, pensando que todo quedaría en agua de cerrajas.No fue así, sin embargo. Al día siguiente el cura continuaba taciturno yencrespado, meditando feroces venganzas: el apretón del día anteriorhacía rebasar la copa, y sentía la necesidad de dar cualquier desahogo asu odio. Mientras duraron las clases se mantuvo grave, y sosegado:actitud digna del que piensa jugar la vida a las pocas horas: comió pocoy sin hablar palabra. Al llegar la noche comenzó a pasear, agitadamente,por uno de los corredores. Poco rato después pasó por allí Marroquín queiba al comedor a cenar: el cura le dejó cruzar a su lado sin saludarle;pero cuando estaba a unos cuantos pasos de distancia, le llamó:—«Oigausted una palabra, Sr. Marroquín.»—Miguel, que estaba en acecho, vioque Marroquín se volvía y el cura le hablaba al oído; el profesorheterodoxo levantó la cabeza con sorpresa y se apresuró a decir en vozbastante alta y nada pacífica:—«Cuando usted quiera.»—D. Juan volvió ahablarle al oído, y tornaron a separarse. Miguel, interesado y afanosopor saber el resultado de aquella aventura, no perdió de vista al curaun instante: viole sentarse a la mesa y no probar apenas bocado.Marroquín comió como si tal cosa. Concluida la cena, el cura subió a sucuarto y se estuvo allí un ratito: después salió cautelosamente y subióa la boardilla. Marroquín, que estaba paseando por el corredor y le viosubir, no tardó en seguirle también sin hacer ruido. A entrambos lossiguió Miguel con más sigilo aún.
Cerraron tras sí la puerta de laboardilla; pero esta puerta, vieja y desvencijada, tenía tales rendijas,que le permitieron a Miguel enterarse de lo que dentro ocurría: el curaencendió un quinqué, que había sobre la mesa de la plancha, y actocontinuo se despojó de la sotana, y quedó en mangas de camisa hecho ungladiador; y para que todavía la semejanza fuese más perfecta,remangóselas, y lo mismo los pantalones.
Marroquín se limitó a quitarseel gorro y la levita. Todo se volvía ojos Miguel tratando de ver dóndeestaban las espadas a que el cura había aludido la noche anterior; perono parecían por ninguna parte. Y con gran sorpresa y desengaño, puesestaba creído de que iba a presenciar una extraña y terrible aventura,vio que los campeones se ponían a darse de morradas como mozos decuerda. El cura, que estaba espantosamente lívido, dijo con vozronca:—«Podemos empezar,»—y al instante arremetió con Marroquín,dándole
una
granizada
de
puñetazos
que,
por
precipitados
ydescompuestos, no consiguieron aturdir al hirsuto profesor, el cualechando dos pasos atrás, y alzando la mano, asestó al cura, en medio dela cara, tan tremenda bofetada, que medio le volcó, y si no hubiera sidopor la mesa, en que tropezó, le hubiera volcado por entero. Y sinaguardar a que el clérigo se repusiese, le alumbró una nueva, por elotro lado, de tal manera que le puso derecho. El cura entonces se trabócon él, cuerpo a cuerpo, procurando con todas sus fuerzas arrojarle alsuelo; pero Marroquín, sujetándole a su vez por el cuello y metiéndolela cabeza debajo del brazo, principió a darle con el otro tan fierosgolpes en las narices, que el cura gritó con voz sofocada:—
«¡Socorro;que me matan!»—Miguel le dejó gritar un poco más, pues no le pesaba deaquel merecido vapuleo, y sólo cuando vio que Marroquín persistíaincansable en solfearle, bajó a escape la escalera llamando alinspector:—«D. Ruperto, creo que D.
Juan y el Sr. Marroquín se estánpegando allá arriba en la guardilla.»—Subió el inspector a saltos yhalló al cura en un estado que daba lástima verlo: echando sangre porlas narices y los dientes. No quiso, sin embargo, que se diese parte aldirector, ni se dijese nada en el colegio. Entre D. Ruperto y Miguellleváronle a su cuarto, le pusieron algunos paños de árnica, y ledejaron acostado. Al día siguiente se quedó en la cama, porque tenía lanariz muy hinchada y un ojo también. Miguel fue a hacerle compañía yprocuró consolarle del mejor modo que pudo con alguna piadosa lisonja.Lo que más alivió la pesadumbre del vencido atleta fue oírle decir:—«V.está malo, señor cura; pero Marroquín tampoco anda muy bueno... Tiene lacara como un pan... Además, dicen que va a quedar resentido delpecho.»
VIII
En los dos primeros años vino el asistente de su padre a sacarle todoslos domingos del colegio y llevarle a casa. El corazón le palpitaba dealegría cuando el inspector le avisaba para que se vistiese el uniformey se preparase a salir. En casa, sin embargo, no le aguardaban grandesrecreos: comer con su padre, besar a su hermanita, retozar con loscriados en la cocina y salir a paseo en coche: y a cambio de estosgustos, contemplar todo el día el rostro de su madrastra que cada vez leparecía más aborrecible, y sufrir sus reprensiones y desdenes. Pero elpobre chico apetecía con ansia el amor y los cuidados de la familia:ante la bárbara indiferencia del colegio, el cariño y la consideraciónque le testimoniaban los criados de su casa éranle sabrosos.
Fácil es de suponer que la antipatía de la brigadiera no cedió nadadurante este tiempo; antes se fue recrudeciendo gradualmente, por másque no tuviese tantas ocasiones como antes de mostrarla. Otro tantoacaeció con Miguel: en su naturaleza impresionable fue echando raíces detal suerte, que apenas podía mirarla sin advertir que se le encendíanlas mejillas y la cólera le roía el corazón. En ciertos momentos, cuandose hallaba bajo el peso de algún nuevo agravio, volaba su imaginación enalas de la cólera y se complacía en ir estudiando detenidamente todoslos tormentos de que había oído hablar, los que empleaba la Inquisicióncon los herejes y los Emperadores romanos con los cristianos, y todosellos se los aplicaba con fruición a su madrastra.
Al cabo sucedió loque era de esperar. Una tarde, al regresar del paseo con sus compañeros,cruzando desde el Prado a la calle de Alcalá, se vieron obligados apararse por no ser atropellados de los carruajes. Los ojos de Miguel,que estaba en primera fila aguardando el desfile, tropezaron con los desu madrastra, que venía en carretela abierta. La brigadiera le hizo unsigno con la cabeza; pero el niño contestó clavando en ella una miradafría y apartando después los ojos con desdén. ¡Ay! la brigadiera llegóa su casa en tal estado de exaltación, que los criados pensaron que sehabía vuelto loca: hubo necesidad del frasco del éter, fricciones deagua fría en las sienes y una cucharada del anti-espasmódico; al cabo demedia hora la irascible andaluza rompió a llorar perdidamente,llamándose la mujer más infeliz de la tierra. La brigada toda padeciódurante quince días por causa de la grosería de Miguel; pero muyparticularmente su digno jefe, que tardó algunos meses en ver limpio denubarrones el cielo conyugal. Desde entonces el colegial no volvió apisar las escaleras de la casa, mal llamada de su padre, pues era detodo en todo de su madrastra.
No le pesó tanto a Miguel como era de presumir: por aquella épocacomenzaban a estrecharse sus relaciones singulares con Petra, y losdomingos en que a la planchadora no le tocaba salir, pasaba la mayorparte del tiempo en su grata compañía.
Lo único que sintió positivamentefue el verse privado de acariciar a su hermana, de la cual continuabasiendo el gato predilecto. En cuanto a su padre, empezó a visitar conmás frecuencia que antes el colegio de la Merced: dos o tres veces porsemana le llamaban a la hora de recreo para decirle que su papá leaguardaba en el salón, y al oírlo, volaba hacia allá con el corazónhenchido de alegría. El brigadier le recibía con los brazos abiertos yle apretaba contra el pecho preguntándole después con sonrisa dulce ytriste:—«¿Cómo te va, hijo mío?»—Se enteraba minuciosamente de susestudios, de sus recreos, de sus faltas, de sus premios, de cuanto leocurría, en suma, y no se cansaba de recomendarle la formalidad y laaplicación; casi nunca se marchaba sin dejarle algún regalo o dinero,que no pocas veces pasaba íntegro a las manos de la gentil planchadora,dueño absoluto de sus acciones y pensamientos.
Miguel empezó a notar que el abrazo que su padre le daba al verle eracada vez más prolongado, y la sonrisa con que le saludaba cada día másdulce y más triste. El corazón le dijo que era muy desgraciado, y amedida que lo era aumentaba el cariño que le profesaba. El brigadierRivera, que ostentaba en su pecho los días de besamanos la cruz laureadade San Fernando, gemía en una esclavitud insoportable. La red en que lasoberbia andaluza le tenía aprisionado, era ya tan tupida, que el tristeno podía sacar un dedo fuera sin riesgo de provocar algún conflicto.¡Quién sabe los esfuerzos y la habilidad que desplegaba, los peligrosque corría para lograr el ver tan a menudo a su hijo! Apagado el fuegode la pasión amorosa que le había arrastrado a un segundo matrimonio,padeciendo los vejámenes que éste trajo consigo, despertose en sumemoria la pura felicidad que había gozado con el primero y el recuerdode las virtudes de su infeliz esposa; el amor del hijo que le habíadejado, creció en su pecho con estas dulces memorias, y la comúndesgracia que sobre ellos pesaba, contribuyó también a acalorar sucariño. Al fin era su primogénito, el fruto deseado de sus primerosamores, el depositario de su apellido y el único que podía trasmitirlo,por cuanto de su esposa Ángela no tenía varón: todo se fue agregando enfavor del colegial. Además, su hija Julia se criaba con tanto mimo ymelindres, producía tales disturbios en la casa y originaba tantosdisgustos, que en medio del amor de padre, que no muere nunca, elbrigadier Rivera no podía menos de sentir hacia ella cierto leve rencorque la desgracia de Miguel contribuía a sostener. Por eso su tremendaesposa, al verle algunas veces salir de casa sin dar un beso a la niña,le llamaba padre desnaturalizado.
Los momentos de verdadera dicha para el brigadier eran aquellos en quese encerraba con su hijo en el salón del colegio. Lejos de las miradasdel enemigo común, podía entregarse libremente a las expansiones delafecto paternal, y se entregaba de buen grado. Teníale larguísimo ratoentre sus rodillas, mirándole fijamente con ojos aterradores paracualquiera menos para Miguel, que ya sabía a qué atenerse; tirábale porlos cabellos suavemente, y a menudo le rozaba las mejillas con susferoces y encrespados bigotes. Algunas veces le montaba sobre los muslosy se entregaba, sin saber por qué, a un movimiento vertiginoso decaballo desbocado haciéndole saltar más de lo que el chico deseara.Cuando el furioso corcel quedaba rendido y jadeante, nuestro colegialveía a menudo deslizarse por el rostro de su padre una lágrima abultadaque se deshacía al llegar al bigote, después de lo cual, el bravobrigadier apretaba a su hijo contra el pecho hasta descoyuntarlo,murmurándole al oído palabras amorosas. Algunas veces solíadecirle:—«Tú no sabes, hijo mío, lo que te quiere tu padre; ya losabrás, ya lo sabrás... ¡y a alguno le pesará!» añadía en tono triunfal.Miguel no sabía lo que estas palabras significaban; pero veía sonreír asu padre, y esto le ensanchaba el corazón.
Un día aquél vino a noticiarle con tristeza que había pedido el cuartelpara Sevilla.
Miguel comprendió inmediatamente que quien lo había pedidoera su madrastra. El brigadier le abrazó llorando y se despidiórepitiéndole al oído las mismas incomprensibles palabras: «¡Ya sabrás,ya sabrás lo que te quiere tu padre!» La andaluza no quiso decirleadiós, ni Miguel se humilló a solicitarlo. Desde Sevilla su padre leescribía muy a menudo, y cada cinco o seis meses venía a hacerle unavisita; pero jamás intentó llevarle a pasar las vacaciones en su casa.El pobre colegial, al llegar el mes de junio, veía partirse a todos suscompañeros alegres como las golondrinas, y durante algunos días llorabaa solas en su cuarto. Mas pronto se consolaba, que en su edad las penasno abren surco profundo en el corazón, y aceptaba la vida monótona yholgazana del colegio con gusto.
Su respetable tío D. Bernardo Rivera venía a visitarle de vez en cuando,y si él no podía hacerlo a causa de sus graves ocupaciones, comisionabaal bueno de Hojeda, para que fuese en su nombre. Miguel prefería estasvisitas por representación. D.
Facundo era un hombre corriente que leenteraba de todo lo que ocurría por el mundo (el mundo de D. Facundo),le traía siempre alguna golosina y se dejaba interrogar con la pacienciade un santo. Por él supo que su prima Eulalia se casaba al fin conArturo Valle, el joven abolicionista que había conocido en casa de tíoBernardo, quien había consentido en este matrimonio en vista de queValle iba templando un poco sus opiniones avanzadas y había renunciado alos banquetes antiesclavistas. Pero como la naturaleza sensible de estejoven necesitaba algún tierno desahogo, sustituyó a los esclavos por losniños, dedicando toda su actividad a la protección de estos seresinocentes; fundó una sociedad para el efecto, e inauguró una serie debanquetes que dieron mucho que decir a los periódicos; también escribióalgunos folletos acerca de « la educación física intelectual ysentimental de los niños,» « los juegos de la infancia,» « el trabajode los párvulos,» etc., etc. D. Bernardo le dejó este recursoinofensivo, aunque hubiera deseado más que se dedicase a los trabajosdel foro y a la resolución de otros problemas jurídicos de mayorimportancia. También supo por Hojeda (y esto le llenó de asombro), queLucía Población, aquella señorita rubia, tan dulce, tan poética, amigade su madrastra había dado su mano al coronel Bembo, ascendido hacíapoco tiempo a brigadier. En esto habían venido a parar aquellas largasdisertaciones acerca del amor, el ideal, los presentimientos y otrasreconditeces psíquicas que le había oído, aunque sin comprenderlas,cuando iba a comer a casa; en casarse con un elefante. Su tío Manolovenía también a verle; pero era muy caprichoso y desigual en susvisitas; le daba una temporada por ir casi diariamente y sacarle amenudo a paseo, violentando para ello la voluntad del director y lasprácticas del establecimiento; después se pasaba dos o tres meses sinparecer por el colegio.
Cuando Miguel se hizo bachiller, con la nota de sobresaliente en letrasy la de aprobado en ciencias, vino su padre de Sevilla, y tuvieron unalarga conferencia para tratar de la elección de carrera: el brigadier seinclinaba a la de ingeniero; pero Miguel quiso ser abogado, y aquél nose atrevió a contrariarle. Ofreciose después la cuestión de alojamiento;en el colegio ya no podía permanecer; el brigadier pensó en la casa desu hermano Bernardo; pero habiéndole tocado el asunto con delicadeza,halló una acogida tan fría, quizá por la fama que Miguel tenía adquiridade travieso, que le dejó muy ofendido, y jurando no volver a pedir jamásun favor a su hermano. En Manuel no pensó, porque conocía demasiado sugénero de vida, incompatible con los cuidados y la vigilancia que exigeun muchacho de diez y siete años. Al fin no tuvo más remedio que dejarloacomodado en una casa de huéspedes, modesta, pero decente, de la callede Jacometrezo. Antes de marchar le pronunció un sentido discurso acercade la necesidad de ser formal y estudioso, «siquiera porque aquella nome saque loco echándome todo el día a la cara tus travesuras.»
Con esta etapa dio comienzo para nuestro mancebo un modo de vidatotalmente distinto del que hasta entonces había tenido. El goceinefable de la independencia le embargó por algunos meses; entraba ysalía de casa cien veces al día, sin necesidad alguna, sólo paraconvencerse de que era libre, dueño de sus acciones; tiraba de lacampanilla y se hacía traer vasos de agua sin tener sed; compró unapetaca y algunas libras de tabaco picado, y para aprender a hacercigarros, se ensayó, por consejo de un teniente de artillería que sealojaba en la misma casa, haciéndolos con arenilla de la salvadera;corría por las calles deteniéndose largo rato delante de losescaparates, y gastaba el dinero alquilando por horas berlinas de punto;entraba en los cafés y pedía copas de ron o cognac, sólo por enjuagarsela boca, pues no podía atravesar los licores.
Se enamoraba de cuantascorbatas veía, y no pudiendo resistir a la tentación de comprarlas,llegó pronto a poseer una colección asombrosa: después le dio por losgemelos y trasladó a su cómoda toda una tienda de bisutería; después,por las boquillas de espuma de mar. Últimamente se enfrascó en lalectura de novelas: leía bueno y malo, cuanto caía en sus manos.
En los primeros meses de curso asistió unas cuantas veces a laUniversidad: los profesores le aburrieron: usaban todos una jergafilosófica que le parecía necia e incomprensible. Prefirió corretear porMadrid en compañía del teniente de artillería y otros amigos, que notardó en adquirir, de los cuales fue al instante muy querido por sugenio abierto y simpático y su «buena sombra.» Su vida durante aquelcurso hay que confesar que no fue muy edificante. Su amigo íntimo ycompañero de colegio, Perico Mendoza, también comenzó cuando él lacarrera de derecho, pero con muy diversos auspicios. Desde la aperturadel curso no hubo estudiante más puntual ni más diligente; cargadosiempre de cuadernos camino de la Universidad, o metido en su cuartoponiendo los apuntes en limpio; esta era su vida. Alojaba en unamodestísima posada de la Corredera baja de San Pablo, pagando nuevereales al día. El pobre Brutandor, apesar de sus apellidos ilustres ysonoros, estaba muy lejos de nadar en la opulencia. Su padre, según pudoaveriguar más adelante Miguel, era un cirujano de un pueblecillo deExtremadura; la carrera se la costeaba un tío cura. Pero nada de estodejaba traslucir su exterior, siempre pulcro y aliñado. Había crecido yengordado hasta convertirse en lo que el vulgo suele llamar «un realmozo.» Su rostro, aunque sin expresión, no tenía nada de repulsivo; erafresco, sonrosado, rebosando de salud y cercado por una patilla rubia yprecoz que le sentaba admirablemente. Lo único que afeaba aquella figurahermosa e imponente, era cierta desproporción entre la cabeza y eltronco: era un poco cabezudo. Miguel se había quedado pequeñito ymenudo: poseía en cambio una fisonomía expresiva y simpática, modalessueltos y un modo de hablar tan agraciado, que cautivaba a cuantos letrataban. Su temperamento inquieto se había modificado, o, por mejordecir, había tomado otro sesgo, manifestándose ahora en su conversación,siempre viva y salpicada de frases oportunas: para intimar con cualquierpersona le bastaba media hora.
Pocos meses después de abierto el curso, se encontraron Miguel y Mendozaen la calle. Aunque seguían siendo muy amigos, estaban algo alejados enel trato, a consecuencia de la vida tan distinta que hacían; puesmientras Mendoza asistía con puntualidad a las cátedras y pasaba muchashoras en casa, el hijo del brigadier rodaba en compañía del teniente ysus nuevos amigos por los cafés, teatros y otros sitios menos santostodavía de la corte. Se saludaron con efusión y se contaron su vida.Mendoza aconsejó a su amigo que fuese por la Universidad, porque era muyfácil perder curso; los profesores tenían fama de severos; lasasignaturas eran largas y difíciles, y acostumbraban a apretar más a losque no asistían a clase. Miguel se encogió de hombros, riose un poco dela gravedad con que Mendoza le decía todas aquellas cosas, y prometió ira la Universidad y empezar a estudiar de firme. Después Brutandor lehabló con rubor de ciertos apuros económicos que a la sazón padecía.
—En este momento—le dijo—iba pensando en ti y trataba de ir avisitarte por si pudieras sacarme de este pilanco... Debo a la patronacerca de dos meses...
—¿Qué dinero necesitas?—le preguntó Miguel en seguida.
—Cuarenta duros.
—Pues no los tengo; pero mañana se los pediré a mi tío con cualquierpretexto, y te los daré... Pásate a la hora de comer por mi casa.
Al día siguiente se pasó, en efecto, por la calle de Jacometrezo, yMiguel le dio los cuarenta duros.
Trascurrido algún tiempo, Mendoza volvió a visitarle y le pidióveinticinco. Se encontraba en deuda con otra patrona, pues se habíamudado a la calle del Pez. Miguel volvió a abrir su bolsa y aremediarle. Por fin, cierta noche en los últimos días de enero,regresando Miguel a casa, le dijo el criado al entregarle la luz:
—Señorito, en su cuarto está un joven que ha venido ya otras veces averle... Llegó en mangas de camisa y sin sombrero y me pidió por favorque le dejase entrar a esperarle... No sé si habré hecho bien... Me dijoque le había pasado una desgracia...
Miguel, lleno de asombro, se dirigió a su habitación: al entrar oyó lavoz de Perico.
—Buenas noches, Miguelito.
Miró a todos los rincones del gabinete, y no vio a nadie.
—Estoy aquí, en la alcoba.
Miguel fue a allá y le encontró metido dentro de su cama.
—¡Pero hombre!...
—Perdóname... me hallaba medio desnudo y tenía mucho frío...
—Pero ¿qué ha sido eso?
—El patrón de la calle del Pez... Me quitó el baúl con la ropa, mearrancó la levita que llevaba puesta, el sombrero, la corbata... ydespués de darme unas cuantas bofetadas, me echó a la calle a las diezde la noche...
Dijo esto con la misma calma que si hablase de otro. Miguel le miróestupefacto.
—¿Y tú qué has hecho?
—Venir aquí.
—Ya lo veo, ¿pero antes no has devuelto ninguna de las bofetadas que tehan dado?
—Ninguna.
—¿Y para qué quieres entonces esas manazas que Dios te ha concedido?
—Si le hubiera pegado, me llevarían a la cárcel.
Miguel volvió a mirarle de hito en hito, y quitándose el sombrero conafectado respeto, le dijo:
—¡Oh, varón prudentísimo, yo te saludo! Aunque no esté bien averiguadotodavía si es mejor llevar bofetadas que ir a la cárcel, no puedo menosde admirar tu profunda sabiduría... ¿Y por qué ha osado poner las manosen tu rostro virginal y aligerarte tanto de ropa?
Mendoza un poco amoscado contestó:
—Porque le debía mes y medio de pupilaje.
—¡Problema!—exclamó Miguel.—Si por adeudarle mes y medio de pupilajeel patrón te ha dado quince bofetadas... ¿Fueron más o menos?...
Mendoza, más amoscado y fruncido, no quiso contestar.
—Pongamos quincé... Si hubieses llegado a deberle año y medio, ¿cuántasbofetadas te hubiera dado?
—Me parece que el lance no es para reírse.
—Si no me río: es que soy muy aficionado, como sabes, a lasmatemáticas. Pero vamos a otra cosa: ¿y por qué debías mes y medio en laposada cuando no hace uno que te he dado veinticinco duros?
Mendoza tampoco contestó.
—Este problema te lo voy a resolver yo. Consiste en que tú, en vez depagar la posada, gastas todo el dinero en levitas, sombreros, guantes,corbatas, etc., etc.
Siempre has tenido la manía de ponerte muyguapote... y sin consecuencias ulteriores, como no sea la de enseñartede balde por esas calles de Dios... Hasta ahora no te he vistoconquistar a nadie más que a la planchadora del colegio...
Esto último se lo dijo en un tono más irritado, que podía achacarse muybien al recuerdo de su derrota.
—¿Qué te propones saliendo a la calle tan perfilado? Que digan: «¡ahíva un buen mozo!» Pues para tan flojo resultado, no merece la pena quesacrifiques a tu familia, que pases tantos apuros y te expongas como hoya coger una pulmonía.
Mendoza escuchó la reprensión sin impacientarse. La irritación de Miguelpasó al instante. Llegándose a la cama, y tirándole cariñosamente de lospelos, comenzó a decir riendo:
—Animal, procura estrecharte un poco, y no ronques, porque voy aacostarme contigo. ¡Qué honor para ti y para tu familia! ¿verdad?...Pero has de ser modesto.
Perico, ¡cuidado que lo propales por ahí!
La consecuencia de todo fue que Brutandor se quedó definitivamente avivir con Miguel: éste pagaba un duro por su gabinete; el ama de lacasa, acomodándose los dos en él, rebajó el pupilaje a cuatro pesetascada uno; de las cuatro pesetas que le tocaban, quedó convenido entreambos que Mendoza pagaría diez reales y Miguel supliría los otros seisen tanto que aquél no mejorase de fortuna. Mas aunque así se convino, loque acaeció fue que la mayor parte de los meses se vio necesitado elhijo del brigadier a pagar íntegra o casi íntegra la cuenta de ambos.Mendoza continuó perfilándose, como decía Miguel, a más y mejor; cuandoéste, encolerizado después de pagar la cuenta desahogaba con él subilis, ponía una cara tan compungida e inclinaba la frente con tantahumildad, que la ira de su amigo disipábase como por encanto y concluíapor reírse y resarcirse del dinero que soltaba con algunos sarcasmos quetambién resbalaban sobre la piel de Brutandor, sin lograr hacerlecambiar de conducta.
Los dos últimos meses Miguel asistió puntualmente a las clases, y se diotal atracón de estudiar, que obtuvo en los exámenes la nota desobresaliente en una asignatura, y la de notable en otras dos. Mendoza,apesar de su constante aplicación y de sus voluminosos cuadernos deapuntes, no consiguió más que la de bueno en las tres asignaturas. Pormás que esto le dejase un poco despechado, n