—Pues entonces—dijo Miguel seria y pausadamente soltando otra bocanadade humo,—te anuncio que cuando sea ministro de la Gobernación, tendréel honor de suprimir las corridas de toros.
Enrique le echó una mirada torva.
—¡Ya se librará ningún ministro de la Gobernación de suprimir lostoros!
—¿Y dónde está tu padre ahora?—dijo Miguel levantándose.
La fisonomía de Enrique volvió a adquirir repentinamente su habitualexpresión de bondad e inocencia.
—Me parece que no ha salido esta mañana. ¿Quieres verle?
—Sí, tengo que hablar con él.
—Vamos allá.
Y poniéndose apresuradamente una chaqueta, sin haberse metido aún elchaleco, condujo a su primo por los corredores hasta cerca del cuarto desu padre. Allí vaciló un poco, porque seguía profesando a aquellahabitación el mismo respeto que cuando niño.
—Raimundo—dijo, viendo a un criado pasar,—entra en el cuarto de papáy pregúntale si puede recibir al señorito Miguel, que desea hablarle.
El criado tardó un rato en salir con la respuesta afirmativa. Miguelentró solo.
Estaba el tío Bernardo sentado en su poltrona, leyendo los periódicoscon la misma expresión de hostilidad con que siempre había acogido todaslas ideas expresadas por escrito. Había envejecido bastante: la calva,ya dilatada, se la cubría un gorro de terciopelo morado; más flaco ymás pálido; el bigote canoso había quedado reducido, merced al lentopero continuado trabajo de la navaja, por entrambos lados, a una motitadebajo de la nariz.
—Buenos días, tío, ¿cómo sigue V.?
—Hola, Miguel: bien, ¿y tú?—respondió D. Bernardo sin apartar la vistadel periódico.
—De salud, bien.
—¿Te vas resignando?—le preguntó, siempre con la vista fija en elperiódico y con un tono ligero que hirió vivamente a Miguel.
—No, señor—contestó éste un poco picado.
D. Bernardo se dignó levantar la vista hacia él manifestando sorpresa;tornó a bajarla y dijo en voz baja y cavernosa:
—Pues no adelantarás nada con atormentarte; hay que someterse a lavoluntad de Dios.
—Yo me someto a la fuerza. Resignarse y someterse tranquilamente lohacen los que no sienten con intensidad las desgracias.
—Supongo que no querrás decirme que yo no he sentido profundamente a tupadre.
—Debo creer que V. lo ha sentido mucho, porque era un modelo de padres,de hermanos y de caballeros.
—Así es, y te aconsejo que lo imites siempre.
—Hago lo que puedo; por de pronto le lloro mucho, como él me lloraría.
—No juzgo que deben condenarse las lágrimas en absoluto; pero meparecen más propias de las mujeres que de los hombres. Te aconsejoentereza para soportar esta prueba terrible. Pasados ya los primerosdías, es absurdo seguir entregado al dolor, y precisa darse cuentaexacta de su situación y pensar en lo porvenir.
—A eso venía precisamente; a tratar con V. la cuestión de intereses.
Casi todas las conversaciones entre tío y sobrino desde hacía algúntiempo, tomaban este tono un si es no es picante. Miguel era díscolo, ycada día iba formando una idea más pobre de las dotes intelectuales deltío Bernardo. Este, si no despreciaba a su sobrino en el fondo,aborrecía su carácter y le tenía miedo. Ambos se hallaban perfectamenteconvencidos de esta antipatía y procuraban demostrársela con más o menosdisimulo. La conversación que sobre intereses entablaron no fue larga:desde los primeros momentos comprendió Miguel que su tío no deseabahacerse cargo de la curaduría, y grandemente satisfecho, aunqueocultándolo lo mejor que pudo, le facilitó el camino para zafarse deella.
—Sí, tío, sí; comprendo perfectamente que las graves ocupaciones que V.tiene en su vida pública y privada no le permitirán dedicarse al arreglode mis negocios con la atención que V. quisiera... Yo lo sientomuchísimo... pero más vale que desde el principio hablemos claro...
—Por mi parte estoy dispuesto a cumplir en un todo la voluntad delfinado; bien lo sabes... Pero temo que apesar de sacrificar otrosquehaceres...
—Nada, no hablemos más de eso. Como en el testamento se señala, endefecto de V., a tío Manolo, que él se encargue, ya que está desocupado.
D. Bernardo sonrió irónicamente al escuchar el nombre de su hermano.
—Sí; él bien puede encargarse; los quehaceres no le matan.
Con la solución dada al asunto, ambos se habían puesto de buen humor; laplática fue en adelante más expansiva y afable. D. Bernardo invitó a susobrino a almorzar, y éste aceptó sin que se lo rogase.
Cuando bajaron al comedor, estaba ya reunida la familia. Como eracostumbre, todos aguardaban en pie al jefe de ella, quien después desaludarles grave y cortésmente, se sentó y les invitó a sentarse con unademán tan imponente y señorial, que Miguel no pudo menos de sonreír.Nadie más que él sonrió: los demás, incluso Valle, que era ya unpersonaje político, aceptaban aquella severa etiqueta, persuadidos deque practicándola, se alejaban del vulgo y ganaban en prestigio yrespetabilidad.
Miguel, exagerando un poco el desdén que le inspirabatal farsa, decía para sí:—
«¡Pero, señor, esta es una familia desainete!» Durante el almuerzo se habló de varios asuntos políticos ydomésticos, pero siempre con el mayor orden, sin que bajo ningúnpretexto se quitasen la palabra unos a otros; después que todosexpresaban su opinión, D. Bernardo solía resumir y dar la suya, y en sudefecto, lo hacía Valle, como segunda persona de la casa. Casi siemprecoincidían todos en el modo de ver las cosas; cuando así no era, semostraban tal deferencia los unos a los otros para contradecirse, queconcluían por estar conformes. Alzar la voz para discutir se considerabaallí como la manifestación más acabada del mal gusto; sólo en lastabernas se disputaba a gritos.
A veces había también sus rasgos deironía, sus chistes; Carlitos y Valle se autorizaban algunos; entoncestodos sonreían con benevolencia y hasta se reía suave y discretamente,nunca con fuertes o sonoras carcajadas. En casi todos los asuntos que enla mesa se trataban, manifestábase claramente el desdén que la mayorparte de las cosas y personas inspiraba a aquella privilegiada familia,y el íntimo convencimiento que todos profesaban de su indiscutiblesuperioridad. Esta superioridad era el dogma de la casa.
Enrique tomaba muy pocas veces parte en la conversación; no seconsideraba a la altura de sus hermanos, conocía su genio sulfúrico ytemía desafinar. Desde que se sentaron a la mesa, la transformación queacababa de operar en su rostro había llamado la atención de todos, hastade su padre, que no se dignaba reparar sino en muy contadas cosas:habíale dirigido durante el almuerzo cuatro o cinco miradas largas yescrutadoras, y él, por no soportarlas, bajaba la vista y se hacía eldistraído; estaba avergonzado, y hubiera dado cualquier cosa por ponersede nuevo los pelos que se había quitado. Nadie se atrevió, sin embargo,a hablarle de ellos. Cuando concluyeron de almorzar se procedió a hacerel café sobre la misma mesa, tarea en que de antiguo se placía lafamilia de Rivera, y a la cual concedía extremada importancia. En estaocasión, la importancia era mucho más grande porque se trataba deensayar una nueva maquinilla que Carlitos había encargado a París. Todosse prepararon con ansiedad a ver funcionar el aparato. Carlitos se habíaencargado de armarlo; desgraciadamente, apesar de su reconocido talentomecánico, no había logrado encajar algunas piezas en su verdadero sitio;el café salió tan revuelto y malo, que fue imposible atravesarlo.Entonces se produjo en la familia de Rivera un movimiento de sorpresadolorosa; pero nadie osó dirigir cargo alguno al causante de ladesgracia; sólo por medio de rodeos y perífrasis, Valle declaró que elcafé pudiera estar más claro aún, lo cual no sabía si debiera achacarsea la calidad del mismo café, a la deficiencia del aparato o a algunaligera imperfección en la manera de armarlo. D. Bernardo tosió dos otres veces, lo cual indicaba siempre que iba a decir algo, y era laseñal preventiva para que todo el mundo se callase. En efecto, guardaronsilencio.
—Para que sepamos cuál es la causa de lo que ha ocurrido, y si Arturoha acertado en alguna de las diversas indicaciones que acaba de hacer,precisa, ante todo, que se lave el aparato, se le desarme y lo volvamosa armar con detenimiento.... A ver, Raimundo, llévate esa máquina, quese lave bien, y después de secarla, la traes.
Mientras Raimundo estuvo por allá, apenas se habló en la mesa, como siestuvieran todos bajo el peso de alguna grave preocupación: se esperabasu vuelta con mal disimulada impaciencia. Cuando llegó y dejó de nuevoel aparato sobre la mesa, los ojos se volvieron anhelantes hacia el jefede la familia, quien, después de toser otras dos o tres veces, dijosolemnemente, dirigiéndose a su hijo Carlos:
—Carlitos, ten la bondad de desarmar el aparato, a fin de que sepamos,si es posible, dónde reside la falta.
Carlitos se apresuró a tomar la máquina, y con mano un poco temblorosa,comenzó a desarmarla, bajo la mirada fija y atenta de su familia. Segúniba sacando las piezas, dejábalas esparcidas a granel sobre la mesa.
—¡Alto allá!—exclamó D. Bernardo extendiendo las manos.—Las distintaspiezas no pueden ni deben dejarse de este modo confundidas,exponiéndonos a que después no sepamos para qué sirven. Coloquémoslasordenadamente, a derecha e izquierda, según vayan saliendo, y no habrámás tarde dificultades.
Carlitos comenzó a alargar las piezas a su padre, y éste a colocarlas endiversos parajes de la mesa, no sin vacilar antes algún tiempo y pensarbien el pro y el contra de cada sitio.
—Esta tapadera de cristal la colocaremos aquí junto a Eulalia, ¿no eseso?... El recipiente superior lo pondremos delante de Vicente, ¿quétal?... Bien; queda colocado... acordarse bien... queda colocado delantede Vicente... El pasador aquí a mi derecha... no olvidarse... Elrecipiente de la leche, ¿dónde colocaremos el recipiente de la leche?...Aguárdate un instante, hombre... lo colocaremos, si no os parece mal,aquí delante de Arturo... acordarse bien, delante de Arturo...
Una vez desarmado el aparato, Carlos principió a encajar de nuevo unaspiezas con otras, con seguridad y desembarazo, como el que conoce bienel terreno que pisa. Su padre, no obstante, a quien disgustaba siemprela prisa, le atajó en seguida.
—Alto ahí, Carlos; eso no es resolver la dificultad... Hay que tomarlas cosas con más calma; si no, obtendremos el mismo resultado. Antes deproceder a la colocación de una pieza cualquiera, es necesariocerciorarse si la anterior está bien colocada; esto es, si ajustaperfectamente con la otra... Nada de precipitarse... ¿A qué conduce laprisa?... ¿No tenemos sobrado tiempo?... Caminemos con cautela... ¿No eseso?...
D. Bernardo echó una mirada en torno buscando la aprobación, que todosle concedieron sin vacilar. Después, tosió dos o tres veces, entestimonio de hallarse satisfecho.
Apesar de la cautela y del espacio que Carlitos se tomó para armar lamáquina, y a despecho de los graves y sensatos consejos que su padre leiba dando, y que él respetuosamente seguía, cuando de nuevo se hizo elcafé, salió tan malo como la vez anterior. Fue necesario apelar a laantigua maquinilla. La familia tomó el café pensativa y silenciosa.Miguel se puso a jugar con sus sobrinitas, las niñas de Eulalia.
D.Bernardo se levantó al fin de la mesa, encendiendo un cigarro habano.Aunque su continente era frío y grave, como siempre, adivinábase que noestaba de buen humor: el negocio del café le había excitado un poco labilis. Antes de salir se volvió hacia Enrique, que aún continuabasentado, y le dijo severamente:
—¿Por qué te has dejado esas ridículas patillas de torero?
—Me estorbaba la barba—contestó el alférez humildemente, un pocoruborizado.
—Y porque la barba te estorbase, ¿había razón para poner la cara comola de un chulo o un chispero?... ¿No sabes que eres hijo de una familiarespetable, y que debes imitar a las personas decentes, lo mismointerior que exteriormente?... A ver si te quitas inmediatamente esosadornos... ¡No quiero chulos o picadores en mi casa!...
Tiempo hace queme estás disgustando con tus groseras inclinaciones... Ya sé que tienespor amigos a unos cuantos toreros o granujas de la calle, olvidando loque debes a tu familia y lo que debes a ti mismo... que no tienes otrosplaceres, que ver encerrar y apartar los toros... Me hiere profundamentetener un hijo tan insensato... ¿De dónde has sacado esas aficiones?...¿No ves a tus hermanos, de quien nadie tuvo que decir jamás unapalabra?...
Hizo aquí una pausa larga el irritado señor de Rivera, y dijo después entono perentorio, saliendo del comedor:
—¡Que no te vuelva a ver esas patillas!
Enrique recibió la reprensión de malísimo talante, con los codosapoyados en la mesa y la cabeza metida entre las manos en señal deprotesta. Cuando su padre volvió las espaldas y estaba un poco lejos,dejó repentinamente aquella postura, y agitando frente a él los puñoscon frenesí, exclamó con voz sofocada a fin de que no le oyese:
—¡En mi cara mando yo!
Todos guardaron silencio, incluso doña Martina, ante la cólera delalférez. Sólo Eulalia se atrevió a decir solemnemente:
—Eso, Enrique, está muy mal hecho: papá tiene razón...
No pudo concluir: su hermano se le echó encima convertido en basilisco.
—¡Ya me extrañaba a mí que tú no metieses la cucharada! ¿Quién te pidea ti consejo, ni qué se me da a mí que tú lo encuentres malo o bueno?...¡Es decir, que mamá se calla, y que esta tontuela ¡mentecata! se ha demeter siempre en mis cosas!...
Yo hago lo que me parece; ¿sabes?... Medejo las patillas o me las quito; ¿sabes?... Y
tú te callas; ¿sabes?...
Nadie protestó; el mismo Valle, que era a quien correspondía ponercorrectivo a aquellas palabras, se las tragó; el alférez pudo seguirgritando cuanto quiso.
—¿Sabes—le dijo Miguel cuando estuvieron solos en el cuarto—que no esprecisamente la dulzura lo que te caracteriza cuando tienes quedirigirte a tu hermana?
Enrique encogió los hombros en señal de desprecio.
X
El hotel de Puerto Rico, donde tío Manolo se alojaba, no era, enrealidad, más que una mediana casa de huéspedes. Nada de cuantocaracteriza a los hoteles se encontraba en él; ni movimiento de criados,ni entrada y salida de viajeros y equipajes, ni ruido de ninguna clase.Lo único en que remedaba un poco la manera de ser de aquellosestablecimientos, era en los números pintados (con tinta de escribir)sobre la puerta de los cuartos y en los impresos con la cuenta que a finde mes repartía una criada entre los huéspedes. Por lo demás, éstos eranfijos y no pasaban mucho de una docena. Entre ellos, el más antiguo unMarqués diplomático retirado del servicio hacía veinte años, seco,avellanado, fruncido, sin pizca de dientes y enteramente sordo(soltero). Otro de los que llevaban más tiempo en la casa, era un mayordel Consejo de Estado, buen mozo, muy dado al aseo y a los perfumes,gastrónomo, abonado perpetuo a la ópera, animal dañino entre el bellosexo, disimulando sus cuarenta y cinco años con arte diabólico(soltero). Un ex-diputado carlista aniquilado por el reuma, viviendo desus rentas, pasando los días húmedos en la cama, los secos en el café dela esquina, jugando al dominó, entrado ya en días, gran narrador decuentos verdes, silencioso en todos los demás asuntos, hombre dulce yservicial (separado de su mujer). Un oficial de marina, joven, terriblediscutidor de cuantos problemas o cuestiones se suscitasen, porespeciales y técnicos que fuesen; todo lo sabía, todo lo analizaba, losasuntos religiosos como los financieros, lo perteneciente al ordenfísico y lo que tocaba al espiritual; con todo eso, hablaba poco debarcos; asistía invariablemente a los estrenos de los dramas, y emitíasu opinión a gritos en los pasillos de los teatros, y después, en lamesa de la fonda (soltero). Este oficial constituía el tormento y lapenitencia de un médico anciano que ya no ejercía, y que también sehospedaba en el hotel; hombre ilustrado y meticuloso, que jamásaventuraba una opinión sin haberla meditado con gran espacio. Vivía allídisfrutando de un capital que había juntado en su larga carreraprofesional, procurándose, con escrúpulos de monja, cuantos goceshigiénicos, cuantos cuidados y regalos puede inventar una imaginaciónexperta y dedicada exclusivamente a tan grata tarea; los razonamientos,o por mejor decir, la charla insustancial del oficial de marina, leponía fuera de sí, le alteraba la bilis, era su única cruz en esta vida.
—¡Pero, hombre de Dios! ¿Sabe V. por ventura obstetricia?
—¡A mí qué me importa la obstetricia! Lo que le sé a V. decir, es queuna mujer puede concebir de un animal, y que está probado.
—¡Cómo ha de estar probado semejante disparate!
—Dispénseme V., D. Agustín, dispénseme V.; no es un disparate, ni muchomenos.
Hay un médico alemán llamado Grotte...
—No conozco semejante médico.
—Usted no lo conocerá; pero el que V. no lo conozca, no prueba nada...Digo, que Grotte, que es el médico de más reputación que existe enAlemania, y que ha escrito infinidad de libros, afirma terminantementeque una mujer puede concebir de un mono, y hasta de un perro...
—¡Jesús, qué barbaridad! ¡No estará mal mono sabio ese señor Grotte!
—¡Dispénseme V., D. Agustín; dispénseme V.! Grotte goza de reputacióneuropea, es miembro honorario de la Academia de Ciencias de Berlín y dela de París, director de uno de los hospitales más importantes, médicodel Emperador...
A D. Agustín le retozaban las ganas de decir: «¡Todo eso es una patraña,y V. un mentecato sin pizca de sentido común!» Pero se contenía poreducación, y cortaba las discusiones diciendo en tono sarcástico preñadode cólera:
—Bueno, hombre, bueno; tiene V. razón... V. lo sabe todo... Conoce V.la fisiología, la anatomía, la obstetricia... para eso es V. marino...Yo no sé una palabra de esas cosas... para eso soy médico... Nada, nada,tiene V. razón... dejemos eso.
Estas retenciones de bilis le producían a don Agustín algunos disturbiosen el estómago; estuvo tentado algunas veces a dejar la casa, pero ledolía en el alma abandonar un gabinete muy gentil al mediodía, que élhabía amueblado con particular esmero. Nuestro D. Manuel Rivera, por susprendas personales, por sus relaciones con la alta sociedad madrileña ypor los años que llevaba en la casa, representaba también papelprincipal en ella.
Los demás huéspedes eran figuras secundarias, que presenciaban riendolas disputas de la mesa redonda, aventurando pocas veces su opinión yaceptando resignadamente la oligarquía de los seis que hemos enumerado,los cuales gobernaban la fonda a su talante, dictando al cocinero losplatos y al dueño las horas de las comidas; los criados, que serenovaban a menudo, poníanse muy pronto al tanto de la existencia deeste primer estamento, y empezaban a servir siempre por aquella parte dela mesa en que se situaba, lo que hacía montar en cólera a una señoraviuda, ajamonada, que en las discusiones daba siempre la razón aloficial de marina.
Cuando éste comía en casa, era sabido que habría gran calor en la mesa,mucho ruido, gritos desaforados: el dueño de la fonda, el cocinero y elpinche, cuando la algazara subía de punto, asomaban disimuladamente lasnarices por la puerta un poco asustados; mas al instante setranquilizaban oyendo palabras que no comprendían, y se retiraban denuevo a la cocina. Pero el oficial comía con frecuencia fuera de casa;entonces la mesa redonda languidecía, quedaba sumida en un letargotriste y silencioso; se oía el ruido de los platos y el de lasmandíbulas; el mayor del Consejo de Estado era el encargado de animar laescena, y lo hacía llamando la atención del Marqués, que comíaabstraído, y dándole siempre la misma broma: el diplomático habíaprestado cinco duros a un tunante llamado Laguna, que vivía del juego yla estafa, y como es natural, no había vuelto a echarle la vista encima.
—D. Lorenzooo—gritaba el atusado mayor.
D. Lorenzo seguía comiendo tranquilamente.
—D. Lorenzoooo—tornaba a gritar.
—¿Cómo?—decía aquél levantando la cabeza y poniendo la mano por detrásde la oreja.
—Que hoy he visto a Lagunaaa.
—¡Hum!—gruñía el viejo bajando de nuevo la cabeza y dándose ya porenterado de la broma.
—Me ha dicho, que es V. una persona muy simpáticaaa.
—¿Sí, eh?—refunfuñaba D. Lorenzo sin levantar la vista.
—Muchooo... y que probablemente vendrá un día de estos a hacerle a V.una visitaaa.
Esta noticia producía siempre risa entre los comensales, que estabanperfectamente enterados de todo.
—No lo creo.
—Pues créalo V.; está muy agradecidooo.
—Eso sí lo creo—murmuraba con sorna.
—Dice, que a ninguna persona pedirá él cinco duros con más libertad quea V... en caso de necesidaaad.
—¡Hum!
—Que ha sido V. para él un padre...
—¡Ya, ya!
—Me ha preguntado qué formalidades se exigían para la adopcióoon...Desea que V.
le declare hijo adoptivo.
—Mejor sería hijo pródigo.
La ocurrencia levantaba algazara en la mesa. El mayor volvía a la carga.
—¿Cuánto piensa V. darle para sus gastos particulares cuando sea suhijooo?
—Nada... le dejaré letra abierta en todas las tabernas y chamizos.
—Eso está bien; ¿pero y los gastos imprevistos?
—Habiendo aguardiente de Chinchón, está todo previsto...
El Marqués hablaba pausadamente, dejando trascurrir un espacio regularentre la pregunta y la respuesta; de este modo, su ironía causaba másefecto. Y la broma se prolongaba al través de la comida con grandesintervalos de silencio. Al día siguiente, si el marino no llegaba asazonarla con alguna discusión científica o literaria, se repetía lavaya con leves variantes: los comensales encontraban muy donoso almayor, y cuando se descuidaba en embromar al Marqués, le guiñaban el ojoexcitándole a hacerlo; la charla del marino los mareaba y aburría unpoco; pero siempre se encontraban dispuestos a confesar su talento y susconocimientos poco comunes.
Desde la última vez que le vimos, D. Manuel Rivera había envejecidobastante en realidad, en apariencia muy poco; el vientre le habíacrecido, las patas de gallo se habían acentuado, el cabello y la barbaestaban poblados de canas. Mas como acudía, casi tan pronto como sucompañero el mayor del Consejo, al reparo de estos mandobles del tiempo,amortiguaba su fuerza y la herida apenas se mostraba. Hacía algunos añosque usaba constantemente justillo de gamuza (en verano de hilo), querecogía y aprensaba el abdomen; jamás se lavaba sin frotarse después conuna llamada «agua de Circasia para refrescar y embellecer el cutis;»todos los meses daba una vuelta por casa del dentista para limpiar ladentadura y orificar los muchos agujeritos que iban pareciendo en ella;en cuanto a las canas, ahí estaba su fuerte; las tinturas que usaba,traídas por él todos los años de París, eran la envidia del mayor por lofinas y exquisitas. Sin embargo, por las mañanas antes que el barberollegase, cuando tío Manolo envuelto en su bata le esperaba sentado en labutaca leyendo los periódicos, tenía todo el aspecto de una ruinavenerable: aun después de salir fresco y rozagante del cuarto, un ojoexperto y curioso podía notar en ocasiones, en que andaba la tinturadescuidada, ciertas vislumbres de plata en la raíz de la patilla. Estoen cuanto a lo corporal; por lo que toca al espíritu, nuestro D. Manuelno necesitaba componer ni aliñar absolutamente nada; teníalo tanfresco, tan vivo y juvenil como a los veinte años. Y eso que por efectode sus constantes prodigalidades, padecía con frecuencia seriosdisgustos en el orden económico; hacía ya bastante tiempo que teníavendidas o empeñadas las fincas que sus padres le dejaron; esto no leimpedía vivir holgadamente y recrearse con el mismo sosiego que siestuviese recién heredado. Nunca había retrocedido ni pensaba retrocederante los gastos indispensables a un hombre que frecuenta la buenasociedad, que es galán y divertido. El cómo proveía a ellos nadie losabía, ni el mismo Miguel, que después de la muerte de su padre se fue avivir con él en el Hotel de Puerto Rico. Tenía noticia por sus primos ypor algunos amigos del mal estado de la hacienda de su tío; pero seasombraba de que éste nada le dijese ni hallase en sus actos algo queacusase la ruina de que se hablaba.
Como el pez en el agua se encontró nuestro mancebo en el hotel de sutío; aunque muy joven para ello, formó inmediatamente parte del primerestamento o directorio, en atención quizá a los méritos de aquél, enparte también a los suyos propios; pues muy pronto se mostró en la mesacomo muchacho de entendimiento, alegre y despejado. El médico D. Agustínhalló en él poderoso auxiliar contra las afirmaciones disparatadas deloficial de marina, y desde que se vio secundado, se las tuvo tiesas entodas las discusiones, y no quiso retroceder ni humillarse ante ningunacita de autor exótico.
Perdió terreno el oficial de día, en día ycomenzó a decirse entre los comensales que formaban el público, quetenía una ciencia superficial y que el sobrinito de D. Manuel le poníamuchas veces las peras a cuarto. Hasta la viuda ajamonada que le dabasiempre la razón comenzó a quitársela y apoyar con vivas cabezadas loque Miguel manifestaba; pero esto, según se supo después, fue porque laviuda le propuso un cambio de habitaciones, fundándose en que el oficialparaba muy poco en casa y le bastaba un cuarto más pequeño; no tuvoaquél la galantería de aceptar el trueque, y se captó para siempre suantipatía.
Pocos días después de vivir juntos, dijo D. Manuel a su sobrino:
—¿Sabes quién tiene muchos deseos de verte?... Aquella señora delintendente Trujillo, a cuya casa te llevé yo una noche cuando eraschico... ¿No te acuerdas que cantó unos dúos de ópera conmigo?... Haquedado viuda la pobre hace ya dos años...
Es una buena señora, muyamable y obsequiosa...
—¿Y aquella hija que tenía y también cantaba?...
—Se murió antes que su padre... Anita se ha quedado completamente sola.Cuando sucedió tu desgracia me preguntó con mucho interés por ti, y mehizo prometerle que te llevaría alguna noche por su casa... No estertulia formal; nos reunimos solamente tres o cuatro amigos, de modoque puedes venir sin inconveniente.
Aquella noche fue, en efecto, Miguel con su tío a casa de la intendenta,quien le recibió con mucho agasajo: no tanto a los tres o cuatro amigosde que había hablado tío Manolo, y que fueron entrando uno después deotro. Todos ellos eran entrados en días; uno era coronel retirado; otro,catedrático de matemáticas en la facultad de ciencias; otro,ex-gobernador de provincia. Observó Miguel que la intendenta ejercía unasoberanía absoluta, casi despótica, sobre esta diminuta tertulia;ordenaba en tono perentorio cualquier servicio, contestaba con acritud alas observaciones que la hacían, y en general se mostraba bastanteindiferente a las atenciones y acatamientos que a cada instante laprodigaban aquellos señores, incluso el tío Manolo. Sin embargo, ésteera el único con quien se humanizaba a ratos. Echando la vista en tornoy advirtiendo el lujo que allí reinaba, pronto se convenció Miguel deque los tertulianos todos, sin exceptuar a su tío, apetecían la mano unpoco rugosa ya de la intendenta.
Frisaba ésta en los cincuenta, pero noestaba mal conservada, y apoyada sobre el pedestal de una más queregular fortuna, parecía a los ojos de sus amigos como una diosa. Bienpersuadida estaba también ella de su influencia fascinadora, y por esoabusaba; quizá se juzgase digna de un marido más fresco y juvenil. Locierto es que trataba a sus p