Riverita by Armando Palacio Valdés - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Irritado por aquella aventura peligrosa y ridícula, se presentó al díasiguiente en casa de la generala, sin tomar precaución ninguna, y lamanifestó que no quería oír hablar de citas misteriosas. Lucía, que lanoche anterior le había esperado en vano, se condolió extremadamente desu percance, aunque no pudo menos de reír al oírselo contar. Desdeentonces se vieron todos los días a la hora que a Miguel le placíavisitar el hotel de D. Pablo Bembo.

El tiempo que estas visitas le dejaban libre aprovechábalo para hacerexcursiones a San Sebastián, trabajar para el periódico o salir a lapesca con su huésped. Este D.

Valentín, antiguo capitán de El Rápido,bergantín redondo que hacía la carrera de la Habana, era una personabastante original. Tendría a lo sumo cincuenta años; era alto y enjuto yde complexión recia, si no fuese el reumatismo que a largas temporadasle atormentaba mucho; gastaba el cabello largo y la barba, ya gris, enforma de cazo. En su vida había visto Miguel, ni pensaba ver, hombre mássilencioso: estuvo una porción de días sin oírle el metal de la voz:cuando le tropezaba en la calle o en casa, el marino se llevaba la manoal sombrero y gruñía algo que debía ser «buenos días» o «buenas tardes»juzgando por hipótesis. En la casa jamás se le oía pedir ni ordenarnada: parecía una sombra cuando entraba o salía o se sentaba a la mesa acomer. Con su mujer y con Maximina, más se entendía por gestos que porpalabras: como sus necesidades eran poco complicadas, no costaba grantrabajo tenerle siempre satisfecho. Si el reuma no le tenía postrado,salía, casi todos los días, a pescar en un bote de su propiedad: horas yhoras se pasaba el ex-capitán fondeado cerca de tierra, inmóvil, con elaparejo en la mano, dejándose tostar por el sol y azotar por el aire. Afuerza de no mantener relaciones más que con los peces, se habíaidentificado con su naturaleza fría, grave y silenciosa; era unverdadero derviche del mar, cuya aspiración única parecía consistir enpenetrar más y más en este elemento y fundirse y disolverse al cabo enél, como una piedra de sal. Por lo demás, en el pueblo era consideradocomo un buen vecino y marino muy inteligente.

Este hombre, que cruzaba por el mundo en zapatillas, fue el compañeroconstante de Miguel en sus excursiones marítimas. Claro está quehablaban poco, casi nada; pero nuestro joven había creído comprender porgestos, por gruñidos, más que por palabras, que era simpático a D.Valentín, lo cual podía achacarse a la afición que mostraba a la pesca.Sobre todo desde cierto día en que enganchó (pura casualidad) unamagnífica robaliza y consiguió meterla a bordo, el ex-capitán le guardó,aunque tácitas, altas consideraciones. Además, había adivinado tambiénque el ex-capitán profesaba un afecto vivísimo a su sobrina Maximina,bien pagado por parte de ésta: ambos se comprendían admirablemente, consólo mirarse, y se tributaban todas las pruebas de cariño que podían. Ydigo podían, porque doña Rosalía estaba al tanto de este cariño y nomanifestaba tendencias muy decididas a alentarlo.

Por todo esto Miguel fue estrechando su amistad con él. Maximina cadadía se mostraba a sus ojos más simpática e interesante. Las personascandorosas y sinceras tienen la ventaja de no repetirse. Así que, sinque ella pudiese sospecharlo, al mismo tiempo que le abría su alma paraque hundiese la mirada en ella, iba cautivando la de su joven huésped,en términos que a éste llegaron a fastidiarle todos en la casa si noeran Maximina y su tío. Hablaba con aquélla largos ratos aprovechandolos momentos en que venía a arreglar su sala.

—¿Está V. ocupado, D. Miguel?

—Ahora voy a dejar la tarea.

Y mientras salía del cuarto y Maximina se ponía a asearlo, charlabanalegremente.

Miguel la embromaba con el convento: ella se defendíanegando que tuviese por entonces intención de encerrarse en él. Sinembargo, al través de estas negativas se traslucía que acaso con eltiempo llegase a realizarlo. Un día poniéndose serio le dijo:

—No soy partidario de los conventos. Las virtudes más hermosas de lareligión cristiana, que son la caridad y el sacrificio por los demás, nopueden practicarse sino en medio de la sociedad. ¿Para qué sirven todaslas que una joven llega a adquirir si han de quedar encerradas entrecuatro paredes; si el mundo no se ha de aprovechar de ellas jamás? Lasúnicas monjas a quienes respeto y admiro con todo mi corazón son lashermanas de la caridad.

Maximina le miró sorprendida y no contestó. Todo el día estuvo un pocopensativa.

Solían reunirse diariamente a la hora del oscurecer algunos jóvenesdelante del estanquillo, aunque no en tanto número como los domingos.Las noches eran apacibles y calurosas, y la tertulia se prolongaba aveces hasta las nueve y media o las diez.

Miguel se fue acostumbrando aasistir a ella, dejando las visitas a la generala para otras horas.Sentábase a menudo al lado de Maximina y se complacía en regalarle eloído. Si nos preguntasen si creía lo que la iba diciendo, nos sería casiimposible contestar. Lo único que podemos decir es que no la requebrabapor burlarse, ni aun por pasar el rato: es posible que a fuerza de serlesimpática, la fuese encontrando hermosa.

Pero Maximina estaba tanconvencida de lo contrario, que rechazaba las lisonjas del joven contanto más empeño cuanto más grata le iba siendo su compañía. Una nochele dijo con acento suplicante:

—Por Dios, no me diga V. que soy bonita.

—¿Por qué?

—Porque se me figura que está V. haciendo burla de mí, y me causa muchapena...

—Aunque V. no lo fuese, a mí me lo parece, y con esto bastaría; pero yaque V. se enfada, la llamaré simpática únicamente.

—Tampoco. No me llame V. nada.

Las demás muchachas que allí había, todas de más edad que Maximina, lesechaban miradas penetrantes y comenzaban a murmurar de la persistenciacon que el joven forastero se sentaba al lado de aquélla. Los juegoscon que se mataba el tiempo en aquella reunión al aire libre, eran pocovariados: esconder un objeto para que uno de ellos lo hallase, mientraslos demás cantaban, unas veces suave y otras fuerte, según se alejaba oaproximaba a él: adivinar quién era la persona cuyo retrato fuesentrazando de palabra los presentes: correr el florón por la cuerda....Este juego del florón era el que más agradaba a Miguel: de él conservótoda su vida un recuerdo vivo y placentero.

Consistía en introducir unasortija por una cuerda y agarrarse a ésta todos los tertulianos formandocorro; uno se quedaba en el medio, y los demás corrían la sortijadisimuladamente gritando:

El

florón

está

en

la

mano.

Siga

el

florón.

Siga el florón.

El corifeo hacía una señal: el coro callaba y quedaba inmóvil: siadivinaba quién tenía la sortija, éste pasaba al centro del corro, yaquél ocupaba su sitio; si no, volvía a seguir el florón su carrera.Nuestro joven gozaba con este juego, porque le trasladaba a la infancia,y acaso también porque al agitar las manos sentía el contacto de las deMaximina. Muchas veces se reía pensando: ¡Si el conde de Ríos me vierajugando al florón!

Al domingo siguiente se bailó, como el día en que él llegara habíaprometido a Maximina entrar en el corro si ella bailaba. La niña,confiando en esta promesa, se decidió a ello, pero el huésped no quisocumplir la palabra, y se quedó sentado delante del estanquillo comosimple espectador. La pobre Maximina, defraudada, le miraba con ojostristes, dejando adivinar que sin él estaba allí aburrida.

—Oyes, Lolita—dijo el joven llamando a una de las pequeñas de doñaRosalía,—ve a decir a Maximina que en cuanto oscurezca un poco más,bailaré.

Maximina, al recibir la noticia, se puso alegre. Y, en efecto, cuandolas sombras de la noche invadieron la plazoleta, seguro ya de no llamarla atención, el forastero se aventuró a tomar parte en el baile. No semostró todo lo suelto y airoso que fuera de desear, por lo cual tuvo queescuchar algunas carcajadas reprimidas; pero las llevó con paciencia, ya los pocos minutos ya no se fijaba en él nadie... nadie más queMaximina, que le decía en voz baja:—«Levante V. más los brazos.»—«Nosalte V. tanto.»

Consejos todos muy oportunos, que el joven ibasiguiendo al pie de la letra. La niña estaba alegre, satisfecha: Miguella sacaba a bailar con más frecuencia que a las otras: luego procurabacolocarse a su lado para tenerla cogida de la mano, que se complacía enapretar suavemente y acariciar. Después de bailar uno frente a otro,los jóvenes tenían la costumbre de abrazarse un instante al concluir.Miguel, aprovechando uno de estos abrazos, y a favor de la oscuridad,cogió la trenza de Maximina, que colgaba por la espalda con un lazo deseda en la punta, y la llevó a los labios.

—¿Qué hace V.?—dijo la niña volviéndose rápidamente.

—Besar la trenza de su pelo.

—¿Y por qué hace V. eso?—preguntó con sorpresa.

—Porque me gusta.

Maximina bajó los ojos y guardó silencio.

Poco después, el hijo del brigadier quiso besarle una mano; pero la niñala bajó con fuerza sin soltarse, y no le fue posible.

Maximina, desde entonces hasta que el baile se deshizo, se manifestó unpoco más circunspecta, aunque sin dejar de estar cariñosa con su amigo.Al concluirse y venir los jóvenes a su acostumbrada reunión, dijo que ledolía un poco la cabeza, y en vez de permanecer en la tertulia, seretiró. Creyó Miguel, en vista de esto, haberla causado algún disgusto,y estaba con deseos de hablar con ella. Al día siguiente de madrugada lahalló bordando en el estanquillo. Estaba un poco pálida, y sus ojos, allevantarlos hacia Miguel, aunque sonrientes, expresaban una suavemelancolía.

—¿Cómo ha descansado V., Maximina?—la preguntó.

—No he podido dormir en toda la noche—respondió la niña.

—¿Pues?

—No sé... daba vueltas y más vueltas... y nada.

Miguel sonrió admirando aquella ingenuidad.

En los días siguientes, a medida que buscaba las ocasiones de hablar conella a solas, la niña las evitaba cuidadosamente. Sin embargo, una vezque doña Rosalía se levantó dejándolos solos en el estanquillo, Miguella cogió una mano y casi a viva fuerza se la besó. Maximina se pusoencarnada y no supo más que decir:

—¡Oh, por Dios!...

Otra vez le dijo al oído hallándose de tertulia:

—Tengo que pedir a V. un favor, Maximina.

—¿Qué es?

—Que me dé V. un rizo de su pelo.

La chica levantó los ojos con sorpresa.

—¿Me lo dará V.?—repitió mirándola atrevidamente.

Maximina bajó los ojos haciendo una señal afirmativa.

Pero trascurrió un día y trascurrieron dos, y tres, y no daba señales decumplir su promesa. Miguel le preguntaba por señas: ella sonreía sincontestar. Entonces el joven se hizo el enojado y evitó a su vez elencontrarse con ella. Maximina comenzó a echarle miradas tristes ytímidas, que observaba riendo interiormente. Al fin, una noche porpropia iniciativa, aquélla vino a sentarse a su lado. Nuestro joven semostró inflexible; no quiso hablar; afectó tomar una parte muy activa enlos juegos de prendas. Entonces la pobre niña dijo con voz débil:

—Tome V.

Miguel no la oyó.

—Tome V.—repitió un poco más alto.

Al volverse vio que tenía en las manos un papelito blanco. Comprendióque era el rizo de pelo y lo tomó apretándole al mismo tiempo los dedoscon ternura.

—Muchas gracias, Maximina—le dijo con acento conmovido.—Es V. muybuena, y cada día...

Antes que pudiese concluir, la niña se levantó, entrando en la casa.Miguel quedó saboreando una dulce felicidad que nunca hasta entonceshabía gustado, la de ser querido de aquel modo tan ingenuo y tan puro.Tenía el corazón henchido de suaves sentimientos; una ternura inefableinvadía su alma, y se dijo: ¿Por qué no he de querer yo a esta niñatambién? ¿Por qué no he de decírselo? Agitado por este deseo súbito, selevantó de la silla y entró en casa con la esperanza de encontrar aMaximina y expresarle lo que en aquel momento sentía. Recorrió aoscuras la sala, el comedor y el pasillo, llamándola suavemente; pero nopudo hallarla. Echó una mirada a la cocina y no vio en ella más que a lataciturna criada mondando patatas. Se habrá ido a su cuarto, se dijo, ybajó tristemente la escalera para restituirse a la tertulia; pero alcruzar por delante de la puerta del estanquillo que estaba a oscuras, sele ocurrió meter la cabeza dentro y decir:

—Maximina.

—¿Qué?—contestó una voz apagada.

—¡Oh, picarilla! ¿está V. aquí?

Y se introdujo en la tienda.

—¿Dónde está V.?

—Aquí.

—Deme V. la mano.

—¿Para qué, para besarla? No quiero; es V. muy malo.

Miguel soltó una carcajada, reprimiéndola para que no le oyesen fuera.

—No, criatura; es para saber dónde está V. nada más.

Se sentó al lado de ella en una silla baja.

—¿Por qué se ha escapado V. de la tertulia?

—¿Y V. por qué me anda buscando?

—Para decirla a V. una cosa.

—¿Qué es?

—...Que la voy queriendo a V. mucho—dijo con acento apasionado,cogiéndola una mano.

La niña guardó silencio.

—Y que V. también me va queriendo a mí un poco, ¿no es verdad?

Tampoco contestó.

—Vamos, dígame V. que sí... aunque sea mentira.

—Yo no digo mentiras—manifestó la niña con voz dulce.

—¿Entonces, no me quiere V.?...

—Tampoco digo eso.

Miguel entusiasmado la abrazó.

—Pues yo te quiero, te quiero por lo hermosa y lo buena que eres...

Maximina al sentirse en los brazos del joven comenzó a temblarfuertemente.

—¡Suélteme V.! ¡por Dios me suelte V.!

—¿Me quieres tú? ¿me quieres?

—¡Suélteme V., por Dios!

—No, sin decirme que me quieres.

—Pues sí, le quiero, le quiero; ¡suélteme V.!

El joven la besó con pasión en los labios y la dejó huir a su cuarto. Élse volvió a la tertulia.

XIV

Miguel sacó el reloj para mirar la hora.

—¡Oh qué reloj tan fastidioso!—exclamó la generala apoderándose de ély metiéndoselo de nuevo en el bolsillo sin permitir que loabriese.—Antes, cuando estabas a mi lado no hacías tanto uso de esaalhaja. De pocos días a esta parte no se te cae de la mano. ¿Qué prisatienes? ¿No has venido a Pasajes por mí?... Además, observo que estásalgo distraído; que siempre cruza tu frente una arruga profunda, signode graves meditaciones... hasta te encuentro ayer y hoy un pocoojeroso...

—¡Vaya, que no traes mal belén con mi fisonomía!—dijo él sonriendo:bajo esta sonrisa se traslucía la cólera.

En efecto, la generala exploraba a todas horas el semblante de Miguelcomo el marino el del tiempo. Unas veces estaba pálido, otras fatigado,otras melancólico, otras excesivamente risueño; nunca dejaba de teneralguna cosa que le llamase la atención.

Esta eterna y escrupulosainspección le había halagado al principio, después le aburrió un poco, yúltimamente había llegado a irritarle.

—¡Y te enfadas por eso, ingrato!—exclamó Lucía.—Si observo tufisonomía, es que no miro más que a ella; todo lo demás me pareceindiferente... Tu rostro es el libro donde leo mi felicidad o midesgracia.

Aunque ya no le causaban impresión alguna las metáforas amorosas de lagenerala, Miguel se dulcificó.

—No me enfado, Lucía... Si es tu gusto trasformarte en un semáforo yseñalar todas las variaciones que experimento, ¿qué vamos a hacer? Esuna prueba de amor que te agradezco.

La generala creyó que debía continuar con el mismo tema.

—No puedes figurarte, Miguel, lo que sufro cuando te veo triste, lo quegozo cuando estás alegre... ¡Si supieras!... Al través de tu sonrisa veoyo el mundo risueño, hermoso, pienso que el cielo está siempre azul, elcampo siempre verde y rondoso, y que los hombres son todos felices...¡Oh, si lo supieras, estoy segura de que sonreirías siempre como ahoralo haces! ¿No es verdad?... ¡Algunas veces me acometen unos pensamientostan tristes! La imaginación excitada por el amor, da muchas vueltas...¡Si Miguel se muriese! me digo. Esta idea me aniquila, me deja yerta,como si el cielo se desplomase... Si tú te murieses, ¿qué haría la pobreLucía? Morirse también de pena; y si no se moría, peor para ella... Noquiero pensar en eso, Miguel, porque toda me acongojo. Ya no habríafelicidad posible en la tierra: sólo tu recuerdo dulce podría prestarmealgún consuelo en ciertos momentos. ¡Oh, te juro que si te murieses,guardaría tu imagen en el corazón hasta la hora de mi muerte, y aun másallá, si posible fuera, vivirías en espíritu conmigo; y todos los días,todos los días, sin faltar uno, iría a visitarte al cementerio y a dejarsobre tu sepulcro un puñado de flores...

La generala había empleado ya muchas veces este recurso, y siempre conel mismo éxito. A Miguel no le caían en gracia estas ideas lúgubres yprocuraba llevar la conversación hacia otro punto. Esta vez la cortólevantándose del diván donde ambos estaban sentados y cogiendo elsombrero. Para paliar un poco el mal efecto de este brusco movimiento,se acercó sonriente a la dama y la acarició amorosamente la cara.

—Tengo una carta para el periódico empezada... Necesito terminarlaantes que se vaya el correo. Adiós, amor mío...

Aquel amor mío fue pronunciado de un modo distraído, rutinario, quehubiera mortificado a la generala, si no fuese frecuente en ella tambiénal acariciar de palabra a su amante.

—¡Qué pronto! Apenas has estado conmigo dos horas.

—Mañana procuraré estar más tiempo... Hoy no puedo.

Lucía se levantó también y le echó los brazos al cuello con el mimo deotras veces.

Miguel soportó aquel abrazo y aun hizo esfuerzos pormostrarse entusiasmado.

—Aguarda un poco—dijo la generala soltándose y tomando un ramilleteque había sobre la chimenea.—Toma estas flores, ponlas delante de ticuando escribas, para que al levantar la cabeza te acuerdes de tu Lucía.

Miguel cogió el ramo y lo besó maquinalmente, como tenía por costumbresiempre que la generala le daba algún objeto en recuerdo: luego sedespidió.

Al salir del challet llevaba el corazón menos oprimido que Romeo alsepararse de Julieta en aquella célebre noche que el lector conoceráseguramente; pero su paso era cuando menos tan ligero. Quería llegar atiempo a la novena de San Ramón Nonnato que se celebraba hacía días enla iglesia de San Pedro. Allí veía a Maximina, a la cual estaba ligadopor una simpatía irresistible. Y lo que más le entusiasmaba era que éstahabía aceptado sus amores sin aquella reserva que el temor de serengañadas obliga a manifestar a las muchachas, cuando un joven decondición superior se dirige a festejarlas. Maximina fue su novia sinque tuviese necesidad de vencer escrúpulos y prevenciones que el cálculoo la malicia introduce en el pensamiento de aquéllas. Le entregó sucorazón con inocencia, como una cosa natural o que no podría ser de otromodo. Lo único que la había hecho vacilar al principio fue la sorpresade que se dirigiese a ella con preferencia a otras jóvenes que pasabanen el pueblo por mucho más bonitas; una vez convencida de que aquéltenía el mal gusto de encontrarla bella o al menos simpática, noconsideró poco ni mucho la diferencia de fortuna ni se imaginó que todoaquello podría ser nada más que un puro y frívolo pasatiempo por partedel joven forastero. Abrió su espíritu al amor con la inocencia que laflor abre su cáliz a los rayos del sol. Y aquella niña tímida,melancólica y reflexiva, en algunos días había experimentado notabletrasfiguración; la alegría que rebosaba de su alma comunicó a su rostroatractivos que antes no tenía, gracia a sus movimientos, sonoridad a surisa, brillo a su palabra. Este cambio no pudo pasar inadvertido anadie, pero menos a Miguel. Observolo con placer, con el placer delartista que contempla la obra salida de sus manos; fue un aliciente máspara seguirla enamorando sin calcular las fatales consecuencias queaquel devaneo honesto podría traer consigo.

Cuando se hubo alejado de casa de la generala, cerca ya de la orilladonde Úrsula le aguardaba con su esquife, echó una mirada al ramo quellevaba en la mano, reflexionó que era grande y molesto para llevar a laiglesia, y diciendo:—¡A dónde voy yo con esta carga de hierba!—loarrojó al suelo, y siguió rápidamente su camino sin más pensar en él. Lanovena de San Ramón atraía mucha gente a la iglesia de San Pedro.

Era untemplo grande, sucio y tenebroso hasta de día: por la noche, con cuatroo cinco lámparas de aceite colgadas aquí y allá a largas distancias,ofrecía un aspecto siniestro.

Mas ahora el rosetón de luces que ardía entorno de la imagen alegraba un círculo muy ancho donde resaltaban lascabezas de las beatas que se colocaban en primera fila.

Miguelacostumbraba a introducirse en la iglesia por la puerta de la sacristía,y desde ésta, sacando un poco la cabeza, veía toda la parte iluminadadel templo.

Maximina y su tía se acomodaban allá enfrente, cerca de un banco parasentarse en los intervalos de descanso. La niña, penetrada de un vivosentimiento religioso, no osaba mirar hacia Miguel; creía profanar lamajestad de la casa de Dios. No obstante, alguna que otra vez, de raroen raro, se autorizaba el levantar los ojos y clavarle una rápida ygrave mirada, arrepintiéndose inmediatamente de haberlo hecho. A nuestrojoven le hacía gozar más aquella tímida y rapidísima mirada que lasardientes y prolongadas que otras mujeres más bellas y más vistosas lehabían echado en el curso de su vida.

Aunque a larga distancia, observó aquella tarde que el semblante deMaximina no era el mismo de otros días; la melancolía, siempre esparcidasobre él, se había convertido en profunda tristeza; sus miradas eran másfrecuentes y más largas, y en torno de sus ojos un círculo levementeencarnado acusaba claramente el llanto vertido.

¿Qué le habrá pasado? sepreguntó con inquietud. ¿La habrá reñido su tía? Y deseó que seconcluyese pronto la novena a fin de enterarse.

Era noche cerrada cuando salieron de la iglesia. El joven forasteroacostumbraba a esperar a doña Rosalía y su sobrina en el pórtico,ofrecerles agua bendita y acompañarlas a casa en unión de otras vecinas,lo cual le permitía emparejarse con su novia y sostener con ellaconversación aparte. Todo esto respiraba un sentimiento idílico, desuave felicidad, que, como contraste a sus refinados amores cortesanos,le causaba un gran deleite. Después de haberla dirigido algunaspreguntas insignificantes, a las cuales contestó la niña con dulce yapagada voz, un poco más apagada que otras veces, la preguntóbruscamente:

—¿Qué tienes?... Parece que estás triste y has llorado (la tuteaba ensecreto desde hacía algunos días: ella no se atrevía a hacerlo sinoalguna que otra vez, cuando el joven se lo exigía con vehemencia).

Maximina siguió caminando en silencio.

—¿Te ha reñido tu tía?

—No.

Volvió a guardar silencio. Al cabo de un instante, acercando más elrostro, observó que algunas gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¿Estás llorando?... ¿Por qué?—preguntó con zozobra.

—No lloro... no es nada—contestó ella levantando hacia él sus ojossonrientes, pero nublados por las lágrimas.

—Lloras, sí, y quiero saber por qué. Me parece que tengo derecho paraello... si es que me quieres, como dices.

Todavía le costó algún trabajo arrancarle su secreto. Al fin la niñadesahogó el pecho oprimido y dijo con voz cortada por los sollozos:

—Hoy han estado en casa Paulina y Segunda y me llevaron a la tienda deJoaquina antes de venir a la novena... y allí comenzaron a burlarse demí... ¡Me dijeron unas cosas tan malas!

—¿Qué te han dicho?

—Que V. se estaba riendo de mí y sólo aparentaba quererme pordivertirse un rato...

Que cómo podía figurarme yo que un joven rico yelegante se había de casar conmigo...

—¿Todo eso te han dicho?—exclamó Miguel con sorda irritación.—¿Nadamás?

—También me dijeron que V. tenía una novia... una señora que vive ahíen el camino de Francia, y que la iba V. a ver todos los días... ¡Pareceque vinieron a buscarme apropósito para darme esta puñalada!

—Pues no te han dicho más que la verdad.

La niña le miró con ojos suplicantes.

—Sólo que hay una pequeña dificultad para que esa señora, a quienvisito muchos días, sea mi novia... y es que esa señora está casada.

Miguel había penetrado perfectamente el alma de la niña: por eso lepresentó esto como una dificultad insuperable. En efecto, Maximina abriómás los ojos manifestando gran sorpresa; exigió que el joven se lojurara, y una vez hecho el juramento, un rayo de alegría iluminó susemblante.

—¡Pero qué malas son esas chicas!—exclamó cruzando las manos.—¿Notendrán miedo que Dios las castigue?

Miguel se esforzó en persuadirla a que no creyese nada de cuanto ladijeran acerca de él, le hizo mil protestas sinceras de cariño, y logróque antes de llegar a casa se disipasen las nubes que velaban su rostro.Al llegar, despojose Maximina inmediatamente de la mantilla y se fue ala cocina, donde nuestro joven la siguió. Era una hora ésta muy ocupadapara la niña: la cena de los chicos y del huésped exigía bastantespreparativos: la criada se encargaba únicamente del condimento de losmanjares; doña Rosalía de atender al estanquillo. Maximina encendió lalámpara del comedor y puso el mantel sobre la mesa: Miguel la seguía conla vista: ella levantaba de vez en cuando la suya y le enviaba unasonrisa para mostrarle la confianza que tenía en sus palabras y lo felizque la había hecho con ellas. Una vez puesta la mesa, volvieron a lacocina.

—Hay que limpiar esa vajilla—dijo la criada con el tono agrio quesiempre usaba.

—¿La ha fregado V. ya?

—Si no la hubiera fregado, ¿cómo se había de limpiar? ¡Vaya unasalida!

—No se incomode, Rufa—dijo un poco acortada la niña.

Y cogiendo un paño, se sentó con calma a secar los platos. Miguel sesentó cerca de ella.

—Voy a contarles a VV. un cuento—dijo aquél tomando otro paño yponiéndose a secar platos también.—Viajando un amigo mío por la China,hace ya bastantes años, me contó que había llegado por la noche a unpueblo llamado Cerdópolis. En cuanto estuvo dentro de él, ya no leextrañó el nombre que tenía; no se veían más que cerdos por todaspartes; en las huertas, en las calles y hasta dentro de las casas; enfin, no se podía dar un paso sin tropezar con alguno de estosanimaluchos.

—¡Qué olor habría allí, madre mía!—exclamó Maximina.

—¡Atroz! me dijo que no se podía respirar. Pues sucedió que fue aalojarse a casa de uno de los principales del pueblo; pero la mayorparte de las casas, aun las de los ricos, no tenían más habitaciones quela cocina y los dormitorios. El dueño le presentó a sus hijas, unaschicas bastante feas, con los ojos torcidos y los pies muy chiquitos...en fin, VV. ya habrán visto a algún