Riverita by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—La cosa no merece tanta risa—concluyó por decir el primo, amostazado.

Pero ni Julia ni Miguel hicieron caso. Cuando se hubieron sosegado unpoco, vinieron hacia él y le examinaron curiosamente.

—¿Pero cómo diablo te ha dado la ocurrencia de ponerte así? ¿Te havisto tu padre?

—No: me he ido a vestir a casa de un amigo: tengo allí el traje...

—Pues si te ve, de fijo le da un ataque. ¿Y a qué asunto te has vestidohoy de chulo?

—¡Toma! ¿no sabes que se abre la temporada?

—¡Ah! ¿hoy hay toros? ¿Mata el Cigarrero?

—¡Ya lo creo!: después de quince años que no pisa la plaza de Madrid. Aeso venía, a ver si quieres ir conmigo.

—Hombre—dijo indeciso,—no soy muy aficionado a los toros; pero elCigarrero me ha sido simpático... ¿Me traes localidad?

—Te traigo la contrabarrera de un amigo que está enfermo. A mi lado yasabes que no puedes ponerte, porque todas las barreras están abonadas;pero estamos cerca.

—¡Ay, llévame, Miguel!—exclamó Julita saltándole al cuello.—Llévame alos toros.

—¿Tienes deseo?

—¡Muy grande! Los toros me encantan.

—¡Eso, eso!—gritó Enrique entusiasmado. Tú eres española de pura raza.¡Pisa ese sombrero, chiquita!

Y lo arrojó al suelo.

Julita no se anduvo con melindres; tomó la galantería al pie de la letray se puso a taconear sobre el infortunado sombrero de tal suerte, que siEnrique no acude a tiempo se lo hace pedazos.

—Está visto que contigo no se puede ser galante—dijo de mal humormientras lo limpiaba con la manga de la chaqueta.

Miguel, previo el permiso de su madrastra, mandó al criado por unacarretela a casa de Lázaro y por un palco a la de un revendedorconocido. Después que madre e hija se vistieron la clásica mantilla yMiguel cambió la levita y el sombrero de copa por la americana y elhongo, subieron los cuatro al carruaje.

Eran las dos y media de la tarde. El sol brillaba en el firmamento sinque una sola nube asomara por el horizonte a recibir su parternalcaricia. Madrid gozaba del privilegio divino de su cielo sin dirigirlesiquiera una mirada de gratitud, como una sultana a quien las cariciascausan tedio. Al cruzar por la Puerta del Sol, vieron el chorro de sufuente, despidiendo fúlgidos destellos elevarse por encima del tejadodel Principal. A la entrada de la calle de Alcalá había una larga filade ómnibus que una muchedumbre asaltaba anhelante, furiosa, cual si setratara de escapar a un grave e inmediato peligro. Pero muy contra loque sucede en casos tales, en vez de oponerse los unos a que seencaramasen los otros, todos se ayudaban con solicitud, mostrando poranticipado lo que debe ser y lo que será con el tiempo la fraternidaduniversal.

—Eh, buen hombre, que se va V. a caer... Deme V. la mano.—Caballero,téngame V. por el bastón.—No ponga V. el pie sobre la rueda.—¿QuiereV. que nos apretemos más? Bueno, hombre, bueno, nos apretaremos.

Estos gritos se oían en todas partes, viéndose a algunos pobres viejospor el aire, elevados a la imperial de los ómnibus en brazos de los queya estaban en ella. Las caras resplandecían de alegría, lo mismo que elcielo. La acera de la derecha, donde estaba el despacho de billetes,veíase cuajada de gente, que discurría por ella en espectativa de quelas localidades bajasen y se pusiesen al alcance de su bolsillo.

Unsinnúmero de coches particulares y de berlinas de punto cubrían másabajo la ancha carretera, galopando en dirección a la plaza; y altravés de ellos, dejándolos atrás en seguida, corrían desbocados losómnibus, mientras los que iban encima, sin miedo a estrellarse,embriagados por la carrera vertiginosa, saludaban con gritos de alegríaa los que iban dejando en pos de sí. Algunos picadores con sus chaquetasde brocado y sombreros inmensos galopaban también sobre algún malcaballo, llevando a las ancas a un amigo, que le abrazaba cariñosamentepara no caerse. Los peones bajaban por las aceras lentamente, en amableplática, formando apretados y numerosos grupos.

Una carretela abierta, donde iban toreros, se acercó un instante alcostado de la de Miguel y siguió adelante. Era la del Cigarrero, quecontestó al saludo de Enrique y Miguel con la gravedad afable que lecaracterizaba. El Serranito y Merluza, que iban con él, saludaron conmás expansión.

—Me brindarás un par, ¿no es verdad, Baldomero?—gritó Enrique.

—A uté no, que e mu feo: a esa señorita tan remonísima que yeva uté ala vera—

contestó el Serranito.

Julita se echó a reír, ruborizada.

En torno de la plaza, donde llegaron en seguida, se agitaba la multitud,pugnando por entrar; los coches que allí se juntaban producíandisturbios y motines, que los guardias no eran suficientes a reprimir.Después de dejar a su madrastra y hermana en el palco, Miguel se retirócon su primo, pretextando que deseaba ver de cerca matar el primer toroal Cigarrero, y que luego volvería; en realidad, era porque había vistoa la generala Bembo en un palco con la señora del banquero Mendiburu.Bajó al redondel, y desde allí pudo hacerse notar de ella, y la saludóceremoniosamente con el sombrero.

La arena estaba llena de aficionados; una muchedumbre abigarrada,compuesta de estudiantes, paletos, chulos, señoritos y soldados,elegantes unos, otros desarrapados, fraternizando todos y creyendo quepor el mero hecho de hallarse allí, en el terreno del toro, como sidijéramos, participaban del arrojo y gallardía de los lidiadores.

Lostendidos se iban poblando lentamente, y desde aquí al redondel mediabansaludos y gritos entre unos y otros, que convertían la plaza en unmercado. La voz de los vendedores de naranjas salía entre todas lasdemás; y las naranjas, cuando alguno las demandaba, volaban rápidas ycerteras de las manos de aquéllos a las del comprador, por encima de lascabezas. En los tendidos de sombra, los jóvenes lechuguinos charlaban envoz alta, levantando la cabeza para mirar a las damas de los palcos. Enlos de sol, los honrados menestrales se acomodaban en sus asientos,resueltos a dejarse tostar toda la tarde, y hablaban entre sí detauromaquia, muy pagados de ser los verdaderos inteligentes en la plaza.El júbilo, la alegría nerviosa que comunica la esperanza del placer,brillaba en todos los ojos.

Al fin los alguaciles salieron a despejar, y los aficionados delredondel se fueron retirando hasta dejarlo enteramente libre. Enrique yMiguel, que habían estado en los patios interiores hablando un momentocon el Cigarrero y su cuadrilla, también fueron a ocupar los respectivosasientos. El ruido había disminuido bastante; gracias a esto sepercibían los acordes de la charanga de hospicianos, que hasta entoncesno había logrado hacerse escuchar. Los espectadores sacaban los relojesy dirigían miradas significativas a la presidencia. En esto la charangaentonó con energía la marcha real; todos los rostros se volvieron almirador regio donde apareció la reina Isabel: algunos batieron palmas;otros dijeron «chis, chis,» porque la atmósfera política estaba entoncesencapotada con ciertos nubarrones que descargaron no mucho tiempodespués. Hecha la señal, al cabo, las cuadrillas entraron en la arena alson de la marcha de la zarzuela Pan y toros: salían, como decostumbre, formando tres filas, al frente de cada cual iba el respectivoespada. Al verlos estalló un prolongado aplauso.

Cruzaron la plazagraves, firmes, acompasados, escuchando la gritería que su apariciónhabía levantado, con la mayor indiferencia; brillaban sus ricos vestidosy capellares despidiendo vivos destellos que alegraban la vista.

—¡Miale, miale el viejo!... Ese es, el de la izquierda... Miale quécara tiene... ¡Le zumba el alma a ese tío!.. En España no queda ya quienreciba toros más que él...

Toda la atención de la plaza estaba concentrada sobre el Cigarrero,apesar de que mataban también el Gordo y Lagartijo, que comenzabaentonces a ser el niño mimado del público. Mas para el aficionadomadrileño, el ver recibir un toro es una de esas ilusiones que jamás serealizan aunque vivan constantemente en el corazón: aguantar lo hacenvarios toreros; pero recibir, lo que se llama recibir de verdad, no lohan hecho más que los héroes antiguos del toreo.

Saludaron con ademán uniforme a la presidencia, y rompieron filas,tirando las capas de gala a los amigos de los tendidos, que seencargaron de su custodia con más orgullo que si se tratara del Arca dela Alianza. El presidente sacó el pañuelo; sonó el clarín; abriose lapuerta del toril: apareció el primer toro. Era un Miura castaño,chorreao, listón, fino y de hermosa lámina, largo y levantado de cuerna.Mostrose voluntario y noble en las varas, aguantando seis puyazos de lospicadores de tanda. Pero al llegar a los palos comenzó a defenderse.Sin embargo, el Serranito le clavó un soberbio par cuarteando con finuray limpieza, que sorprendió agradablemente al público: en Madrid nosabían, como en Sevilla, que Baldomero era un chico que daría mucho quehablar. Merluza se pasó una vez y luego colgó un palo cuarteandotambién. Volvió el Serranito a coger los palos, y después de intentar envano colgárselos al sesgo, se los puso quebrando con limpieza ymaestría. Hubo un delirio de palmas en la plaza; su figura esbelta y lasingular corrección y delicadeza de sus facciones, cautivaron alpúblico; las mujeres le clavaban codiciosamente los gemelos; se paseótriunfante en torno de la plaza recibiendo sonriente el aplauso de lostendidos.

Llegó su turno al Cigarrero: avanzó gravemente hacia la presidencia, sequitó la montera y dijo con voz ronca unas cuantas palabras que nadiepudo entender; después se fue derecho al toro, que tenía marcadastendencias a huirse. Persiguiole infructuosamente algún tiempo en mediode la curiosidad expectante de la plaza. Por fin, gracias a losesfuerzos de la cuadrilla, pudo trastearle, y lo hizo bastante ceñido,dándole algunos pases buenos; el público aplaudió y se las prometió muyfelices. Mas en medio de la faena, el diestro sufrió una colada y perdióenteramente el aplomo; dio otros tres o cuatro pases sin confianza ydescompuesto; y deprisa y corriendo, sin estar bien cuadrado el animal,lió el trapo bastante lejos y se tiró a paso de banderillas. La estocadaresultó un bajonazo de lo más malo que nunca se hubiera visto. Esindescriptible la cólera que se apoderó de los espectadores. Si hubierasido otro torero, hubiera pasado con una silba, grande o pequeña; perohaber concebido la esperanza de ver a un antiguo maestro toreando por elsistema de Montes y venir a la plaza a presenciar aquella ignominia,esto ponía fuera de sí a los aficionados. ¡Qué gritería, cielo santo!¡Qué injurias! ¡Qué lamentos!

Parecía que a cada uno le acababan derobar el honor de su hija.

—¡Morral, ladrón, gran cochino! ¡Así te ahorquen por los pies! ¿Eres túel que recibías los toros? ¡A la cárcel con ese pillo! Señor presidente,¿para cuándo quiere V.

la Guardia civil?

Y en medio del alboroto, las naranjas, las botellas vacías y hastaalgunas piedras, volaban a la plaza, y por milagro no herían al diestro.Éste avanzaba, pálido, avergonzado, hacia la presidencia. Al llegarcerca del tendido donde estaban Enrique y Miguel, una naranja certera ledio en el rostro y le sacó sangre. Enrique, que ya estaba excitado ynervioso, no pudo reprimir la indignación, y levantándose gritó a losque estaban detrás:

—¿Quién ha sido ese valiente? ¿Ese valiente sin vergüenza?

—¡Fuera el chulo sietemesino! ¡Que baile!—contestaron desde arriba.

—¿Se dirige V. a mí?—dijo uno levantándose con arrogancia.

—Me dirijo al que haya sido.

—Pues nos veremos las caras al salir.

—Se la veré a usted para escupírsela—contestó Enrique encolerizado.

—¡Fuera, fuera! ¡Que se siente ese babieca!—gritaron desde arriba.

No tuvo más remedio que hacerlo. El Cigarrero sonreía limpiándose lasangre con el pañuelo. Era una sonrisa tan triste y tan humilde, que aMiguel se le apretó el corazón y estuvieron a punto de saltársele laslágrimas.

Sólo cuando apareció el segundo toro en el ruedo, concluyó del todo labronca. Por más que trabajó, hasta no poder más en los quites, el pobreCigarrero no consiguió captarse la benevolencia, ni siquiera el perdóndel público. Cuantos esfuerzos hacía, cuantos capotes echaba (y lajusticia obliga a declarar que los echaba con arte), servían de befa yde irrisión al enfurecido pueblo. El Gordo, en su toro, estuvo como casisiempre, pasando de muleta con maestría y pinchando bastante mal.Lagartijo toreó el suyo sobre corto y con frescura, y se metió porderecho a volapié, dando una buena estocada, pero saliendo trompicado.Muchos aplausos.

Llegó el cuarto toro, que correspondía de nuevo al Cigarrero. Era unVeragua colorado listón, bragado, ojinegro, abierto de cuerna y de buenaestampa, como casi todos los del Duque; un bravo y hermoso animal.

Merluza le colgó un buen par al cuarteo. El Serranito cogió después lospalos, y en cuanto el público le vio en medio de la plaza, aplaudió.

—¡Ole tu mare, saleroso!

Quiso ponerlas cuarteando también, pero se pasó una vez porque el torono arrancó.

Volvió a cuartear y volvió a pasarse por la misma razón. Denuevo se fue hacia el toro, y otra vez se pasó. Entonces hubo ciertomovimiento de impaciencia en el público; se oyó un silbido; esta fue laperdición del pobre mozo. Herido su amor propio, acometió ciego a la resy quiso clavarle las banderillas a todo trance; el toro, que no se habíamovido, le enganchó por debajo del brazo y lo echó al aire. Sonó ungrito de horror en la plaza. Las cuadrillas enteras se arrojaron sobreel animal, tratando de llevárselo; pero inútilmente. Inútilmente elCigarrero brincaba con heroísmo delante de los cuernos, metiéndole eltrapo por los ojos; inútilmente Lagartijo y el Gordo le echaban tambiénlos capotes, exponiéndose a morir; el toro, como si tuviese algúnagravio del infortunado Baldomero, no atendía a nada, y lo recogió otravez y otra vez lo tiró al aire. Entonces el Cigarrero, por últimainspiración, soltó la capa, se agarró fuertemente al rabo de la bestia ycomenzó a colearla; dio tantas vueltas, que al fin cayó mareado; elGordo la llevó con la capa lejos. En esto el Serranito se había puestoen pie, sonrió forzadamente al público, como el gladiador que quieremorir con gracia, se llevó la mano al pecho y cayó de nuevo, soltandochorros de sangre por las heridas. Dos monos sabios lo recogieron y lollevaron a la enfermería; otros corrieron en seguida a tapar la sangrecon arena.

El presidente, que debía de estar conmovido y alterado como todos losespectadores, dio la señal de muerte, sin considerar que al toro no sele habían puesto más que un par de banderillas, y que era peligroso parael espada que fuese tan entero a la muerte.

¡Aquí fue ella! El público,que gusta de mostrar buen corazón después que han sucedido lasdesgracias, se levantó en masa, volviéndose iracundo contra elpresidente, como si él fuese quien hubiera pegado las cornadas alSerranito.

—¡Bárbaro, bárbaro, asesino!

Agitaban frenéticos los puños y los bastones frente al palcopresidencial, los ojos llameantes, los rostros demudados por la ira.Nadie respetaba ni se acordaba siquiera de la majestad que estaba a sulado: se proferían los dicterios más soeces. Pero el presidente, aunqueestuviese arrepentido, y debía de estarlo, a juzgar por la confusión quese reflejaba en su semblante, ya no podía revocar la orden; su dignidadse lo impedía. Entonces el público se volvió al Cigarrero, que ya habíacogido los trastos, y le gritó:

—¡No lo mates, no lo mates! ¡Que lo mate ese asesino!

El Cigarrero encogió los hombros y se dispuso a ir en busca de la res.En aquel instante un torero que llegaba corriendo le dijo algo al oído,y el espada se puso terriblemente pálido. El público comprendió quehabía malas noticias del Serranito.

Quitose el matador la montera, sepasó la mano por la frente con abatimiento, se la puso de nuevo y marchóhacia el toro. Los gritos se apagaron instantáneamente; reinó unsilencio lúgubre en la plaza.

—¡Ha matado a su hermano! ¡ha matado a su hermano!—se decían losespectadores al oído.

Y todos sentían ansiedad inexplicable, una simpatía profunda por eldesgraciado Cigarrero. Éste avanzaba con lentitud, el paso vacilante,hacia el toro. Pero no se detuvo hasta dejar caer el trapo sobre losmismos cuernos.

—¡¡Ole!!—rugió la plaza; volvió a reinar el silencio.

El toro brincó como si hubiera sentido un acicate, y se revolvió alinstante, furioso.

El espada le dio un pase de pecho, superior.

—¡¡Ole!!—rugió de nuevo la plaza.

Y otra vez se hizo el silencio.

Siguieron a éste otros pases naturales y en redondo, dados tan en cortoy con tal maestría, que el público quiso volverse loco. Los pies delmatador apenas se movían ni salían de un círculo estrechísimo; pero estecírculo parecía sagrado e infranqueable; los cuernos del toro pasabanrozando la chaquetilla del anciano torero sin hacerle el más ligerodaño. Al fin, la fiera, harta de tanto revolverse y acometer sin fruto,se detuvo jadeante. El toro y el torero se miraron; lió éste el trapotranquilamente, se echó el estoque a la cara y citó con el pie pararecibir. Acudió la bestia, furiosa, y se clavó ella misma la espadahasta la empuñadura. Hubo un grito reprimido de entusiasmo en la plaza.El toro se quedó un instante inmóvil frente al torero, lanzó un débilmugido y se dejó caer desplomado sobre los brazos.

Nadie puede representarse lo que entonces pasó: un delirio, un inmensoataque de nervios; diez o doce mil energúmenos gritando con toda lafuerza de sus pulmones; una nube de cigarros, petacas y sombrerosvolando por el aire y tapizando al instante de negro la blanca arena.Veinte años hacía que no se había visto en la plaza de Madrid la suertede recibir, de este modo consumada.

El Cigarrero dirigió una mirada vaga a los tendidos; se pasó otra vez lamano por la frente, y dejando caer al suelo la muleta, se echó a corrercomo un gamo sin atender a los gritos de entusiasmo, a los llamamientosque de todos lados le hacían; brincó la barrera y desapareció de lavista del público.

Cuando llegó a la enfermería estaban ya allí Enrique y Miguel con elmédico y algunos amigos. El cura acababa de confesar y se disponía aponer la unción al desdichado Baldomero, que presentaba en el rostro lasseñales indefectibles de la muerte. Al entrar su hermano volvió los ojoshacia él y sonrió con cariño.

—¿No habrá sío náa, eh?—le preguntó éste con voz alterada y ronca,queriendo persuadirse de que no era caso de muerte.

—Poca cosa, Pepe... que me voy ar otro barrio...

El cura avanzó en aquel instante con los sagrados óleos. Todos loscircunstantes doblaron la rodilla. Reinó silencio aterrador, que sólointerrumpía el murmullo del clérigo y el estertor del moribundo. Cuandoaquél concluyó, Baldomero dirigió otra sonrisa a su hermano y le tendióla mano diciendo con trabajo:

—Mis chiquitine...

—Pierde cudiao, Baldomero—repuso el anciano con la voz anudada yllevándose la mano al corazón.—Tus hijo serán lo mío.

En aquel instante se oyó un gran vocerío en la plaza. Era la plebe, quesaludaba la entrada del quinto toro.

El Cigarrero se dejó caer sollozando en los brazos de Miguel.

—¡Qué tristesa, D. Miguelito del arma, qué tristesa!

X

No pocas idas y venidas costó la aparición de La Independencia,«diario liberal de la mañana.» Nuestro amigo Mendoza por poco pierde larazón a puro correr por las calles. Desde la imprenta al almacén depapel, de aquí a la redacción, de la redacción a casa de Ríos, y asítodo el día y parte de la noche. La mayoría de los redactores fuenombrada por el conde; algunos eran hijos de sus tertulianos asiduos,otros periodistas famélicos a quienes debía algún suelto laudatorio.

Por fin apareció el primer número. Grande fue la sorpresa de Miguel alleer debajo del título otro rengloncito corto que decía: «Director: donPedro Mendoza y Pimentel.» No pudo reprimir un sentimiento deindignación.

—¿Pero este majadero, qué se habrá llegado a figurar?—murmuróestrujando el periódico. Y al poco rato, viendo entrar jadeante,corriéndole el sudor por la frente a Brutandor, se encaró con éldiciéndole:

—Oyes, Perico, ¿te sientes con fuerzas para dirigirme en las arduastareas del periodismo?

Mendoza se puso colorado y comenzó a balbucir:

—¡Yo no he sido!... ¡Demasiado sé yo!... El conde se ha empeñado...Decía que era necesaria una persona... No nos atrevimos a ponerte a tipor si no querías... De todos modos ya sabes...

—Bueno, bueno; ya lo sé todo—repuso Miguel con acritud.—Pero estascosas, querido Perico, se dicen por si no convienen.

Así quedó el asunto. En cuanto se le fue el enojo, Miguel se rió de la gansada de su amigo y no volvió a pensar más en ella. No obstante, sela hizo pagar con algunas bromas; era la menor venganza que podía tomar.

—Te participo, amado Mánchester, que si no me das un fósforo, divulgoel secreto que hace años te tengo guardado—decía sin levantar la cabezade las cuartillas que estaba escribiendo.

Mendoza le daba el fósforo gravemente y se salía evitando en cuanto leera posible las burlas de su amigo.

—¿Qué secreto es ese?—le preguntaban riendo los demás redactores.

—Hice juramento de no revelarlo. Acaso algún día él mismo lo descubra.Tengan VV. paciencia.

Y, en efecto, al cabo de algunos meses, habiendo escrito Miguel unartículo de polémica personal, Mendoza se autorizó el enmendarloañadiéndole algunas palabras que produjeron un serio conflicto alperiódico.

—¿Lo ven VV.?—gritaba encolerizado en medio de la redacción arrojandoel sombrero contra el suelo.—¡Hace tantos años que yo le guardofielmente el secreto de que es un animal, y él mismo acaba de revelarloahora!

—Ya lo sabíamos—apuntó un redactor sonriendo y mirando con recelo a lapuerta.

—¡Ah! ¿Lo sabía V.?

—Lo sabíamos todos—dijo otro mirando también a la puerta.—Todos menosel conde de Ríos.

—Eso tiene una explicación muy sencilla: consiste en que el conde deRíos es más animal que él.

Los redactores se miraron consternados, y sin decir otra palabra,bajaron la cabeza y continuaron escribiendo.

—Oyes, Perico—le decía otra vez,—me parece que esa levita es muycorta.

Los compañeros se rieron porque estaba muy lejos de ser cierto.

—Es bastante larga—contestó Mendoza un poco amostazado.

—Para cualquier otro mortal no lo dudo, ¡pero para un director!...Observa, Perico, que tienes contraídos con el público ciertoscompromisos ineludibles.

La redacción se componía de una sala y gabinete en un cuarto entresuelode la calle del Baño. En un principio todo era redacción, maspaulatinamente y a la sordina, Mendoza se fue quedando solo en elgabinete. Cierto día apareció sobre la puerta de éste un letrero quedecía: Dirección. Perico se creyó en el caso de dar una explicación asu amigo.

—No extrañes lo del letrero, Miguel. Ya comprenderás que tú nada tienesque ver con eso... Pero los demás... El general me dijo que debía haberun cuarto reservado...

Porque ya sabes... Vienen visitas...

—Bien, hombre, bien; no te apures, Majagranzas...

Mendoza, que no había leído el Quijote, no entendió la cruel intencióndel mote y quedó muy satisfecho.

El periódico estaba inspirado, o como empezaba a decirse entonces, eraórgano del general conde de Ríos; pero éste no se dignaba pasar casinunca por la redacción: cuando de uvas a brevas lo hacía, nunca dejabael conserje de entrar a anunciarlo a los redactores, quienes seapresuraban a sentarse y a quedarse absortos en su tarea. El único queseguía como estaba, paseando o fumando, con las manos en los bolsillos,era Miguel. El general se descubría al entrar, y con afectadaamabilidad, daba las buenas noches.

—¿Cómo siguen VV., señores?

Al ver a Miguel en actitud un poco displicente, fruncía levemente lascejas; pero dominándose en seguida, se apresuraba a saludarle; Miguel leestrechaba la mano sin ceremonia. Después solía pasar al gabinete conMendoza, quien le seguía, embargado por el susto y el respeto. Al pocorato se oía la voz cascada del general dictando alguna orden o«echándole una chillería,» como se decía en la redacción.

—¡Caramba, Mendoza, no me llamen VV. tantas veces ilustre a Serrano! Yame tienen VV. de ilustración hasta el cogote.—Dígale V. al encargado delos teatros que es un adoquín; ayer da un palo al drama de Chamorro, quees correligionario, y hace unos cuantos días ponía por las nubes unapiececita muy mala de un sobrino de González Bravo... ¡Ah! y que metenga cuidado con la Ferni: ya sabe V. que ha cantado en mi casa.—Vamosa ver, Mendoza, ¿cómo consiente V. que ese Sr. Darwin diga en la secciónde Variedades que el hombre desciende del mono? (Pausa mientrascontesta Mendoza, al cual no se oye.) ¿Traducido, eh? Pues que notraduzcan tales badajadas... ¡Buen mono estará ese traductor!

El que se oía llamar de esta suerte, o majadero, o adoquín, se hacía eldesentendido y bajaba aún más la cabeza fingiéndose enteramenteembebecido en su trabajo. Pero alguno de los compañeros tosíamaliciosamente y los demás se echaban a reír. A Mendoza en estos casosno se le oía el metal de la voz; por manera que desde la sala, parecíaque el general hablaba solo. Pero esto, como ya hemos dicho, sucedía muypocas veces: ordinariamente el director iba a tomar órdenes a casa deaquél dos a tres veces cada día. El General mostraba en la dirección delperiódico la misma saludable energía que siempre le había caracterizadodentro de los cuarteles. Pero allí, como en éstos, su espírituesencialmente analítico se detenía mucho más en los pormenores que en elconjunto. Un remiendo mal pegado, una correa mal puesta, sacaba dequicio y encendía la cólera en el pecho del héroe de Torrelodones (asíle llamaba La Independencia un día sí y otro no). Asimismo una noticia fiambre, un anuncio torcido llevaba a su noble espíritu una turbaciónextraña que no era poderoso a reprimir. Mendoza tenía buen cuidado de noturbarle a menudo. Los artículos, los sueltos no conseguían excitar elinterés del valeroso caudillo, y dejaba a la redacción bastante libertaden esta materia. En cambio, por nada en el mundo consentiría que sevariase el título de una sección sin consultarle. Algunas veces, porespontánea y libérrima inspiración, él mismo llegó a cambiarlos. Un día,después de venir de su casa recibió Mendoza un volante ordenándole, entérminos que no daban lugar a torcidas interpretaciones, que la seccióndel periódico titulada Noticias generales llevase por nombre, de allíen adelante, el de Noticias universales. Apesar de la utilidadinnegable de esta reforma, pues el adjetivo universal es, sin duda, máscomprensivo que general, algún redactor se empeñaba en sostener que lossuscritores, no sólo no la agradecerían, sino que ni siquiera se haríancargo de ella. El único asunto vedado para los redactores era el sistemacolonial inglés, y todo lo que de él se derivase; el general sereservaba enteramente esta materia, en la cual era indudablementeperitísimo; como que había tocado dos veces en la India al ir aFilipinas. Su punto de vista, en consonancia con la energía de sucarácter, era que para colonizar un país, se hacía indispensableextirpar a los indígenas; sin extirpación, imposible la colonización.Este fue el principio que sostuvo en una serie de artículos escritos«con más bizarría que gramática,» al decir de un colega ministerial.Por cierto que Ríos se empeñaba en q