Sangre y Arena by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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El animal, con la empuñadura de la espada en el cuello y la puntaasomando por el arranque de un brazo, empezó a cojear, agitando suenorme masa con el vaivén de un paso desigual. Esto pareció conmover atodos con generosa indignación. ¡Pobre toro!

Tan bueno, tan noble...Algunos echaban el cuerpo adelante, rugiendo de furia, como si fuesen aarrojarse de cabeza en el redondel. ¡Ladrón! ¡Hijo de tal!...¡Martirizar así a un bicho que valía más que él!... Y todos gritaban convehemente ternura por el dolor de la bestia, como si no hubiesen pagadopara presenciar su muerte.

Gallardo, estupefacto ante su obra, inclinaba la cabeza bajo elchaparrón de insultos y amenazas. «¡Mardita sea la suerte!...» Habíaentrado a matar lo mismo que en sus buenos tiempos, dominando laimpresión nerviosa que le hacía volver la cara como si no pudiesesoportar la vista de la fiera que se le venía encima. Pero el deseo deevitar el peligro, de salirse cuanto antes de entre los cuernos, lehabía hecho rematar la suerte con aquella estocada torpe y escandalosa.

En los tendidos agitábase la gente con el hervor de numerosas disputas.«No lo entiende. Vuelve la cara. Está hecho un maleta.» Y lospartidarios de Gallardo excusaban a su ídolo con no menos vehemencia.«Eso le ocurre a cualquiera. Es una desgracia. Lo importante es entrar amatar con guapeza, como él lo hace.»

El toro, después de correr cojeando con dolorosos vaivenes, que hacíanbramar al gentío de indignación, quedó inmóvil, para no prolongar más sumartirio.

Gallardo tomó otra espada y fue a colocarse ante él.

El público adivinó su trabajo. Iba a descabellar al toro: lo único quepodía hacer después de su crimen.

Apoyó la punta del estoque entre los dos cuernos, mientras con la otramano agitaba la muleta, para que la bestia, atraída por el trapo,humillase la cabeza hasta el suelo.

Apretó la espada, y el toro, alsentirse herido, agitó el testuz, repeliendo el arma.

—¡Una!—gritó la muchedumbre con burlesca unanimidad.

Volvió el matador a repetir su juego, y otra vez clavó el estoque,haciendo estremecerse a la fiera.

—¡Dos!—cantaron en los tendidos burlescamente.

Repitió el intento de descabello, sin más resultado que un mugido de lafiera, dolorida por este martirio.

—¡Tres!...

Pero a este coro irónico de parte del público uniéronse silbidos ygritos de protesta.

Pero ¿cuándo iba a acabar aquel maleta?...

Al fin acertó a tocar con la punta de su estoque el arranque de lamédula espinal, centro de vida, y el toro cayó instantáneamente,quedando de lado y con las patas rígidas.

El espada se limpió el sudor y emprendió la vuelta hacia la presidenciacon paso lento, respirando jadeante. Por fin veíase libre de aquelanimal. Había creído no acabar nunca. El público le acogía a su paso consarcasmo o con un silencio desdeñoso. Nadie aplaudía. Saludó alpresidente en medio de la indiferencia general y fue a refugiarse trasla barrera, como un escolar avergonzado de sus faltas. Mientras Garabato le ofrecía un vaso de agua, el matador miró a los palcos,encontrándose con los ojos de doña Sol, que le habían seguido hasta suretiro. ¡Qué pensaría de él aquella mujer!

¡Cómo reiría en compañía desu amigo, viéndole insultado por el público!... ¡Qué maldita idea la deaquella señora de venir a la corrida!...

Permaneció entre barreras, evitándose toda fatiga hasta que soltasen elotro toro que había de matar. Le dolía la pierna herida por lo muchoque había corrido. Ya no era el mismo: lo reconocía. Resultaban inútilessus arrogancias y su propósito de

«arrimarse». Ni sus piernas eranligeras y seguras como en otros tiempos, ni su brazo derecho teníaaquella audacia que le hacía tenderse sin miedo, deseoso de llegarcuanto antes al cuello del toro. Ahora se encogía, desobedeciendo suvoluntad, con el instinto torpe de ciertos animales que se contraen yocultan la cara, creyendo evitar de este modo el peligro.

Sus antiguas supersticiones aparecieron de pronto aterradoras yobsesionantes.

«Tengo mala pata—pensaba Gallardo—. Me da er corazón que el quintotoro me coge... ¡Me coge, no hay remedio!»

Sin embargo, cuando salió a la plaza el quinto toro, lo primero queencontró fue el capote de Gallardo. ¡Qué animal! Parecía distinto al queél había escogido en los corrales la tarde anterior. Seguramente habíancambiado el orden en la suelta de los toros. El temor seguía cantando enlos oídos del torero: «¡Mala pata!... Me coge; hoy salgo del reondel conlos pies pa alante...»

A pesar de esto, siguió toreando a la fiera y apartándola de lospicadores en peligro.

Al principio, sus lances pasaron en silencio.Luego, el público, ablandándose, le aplaudió débilmente.

Cuando llegó el momento de la muerte y Gallardo se plantó ante la fiera,todos parecieron adivinar la ofuscación de su pensamiento. Movíasedesconcertado; bastaba que el toro agitase su cabeza, para que, tomandoeste gesto por un avance, echase los pies atrás, retrocediendo a grandessaltos, mientras el público saludaba estos conatos de fuga con un corode burlas.

—¡Juy! ¡juy!... ¡Que te coge!

De pronto, como si desease terminar de cualquier modo, se arrojó sobrela bestia con el estoque, pero oblicuamente, para salir cuanto antes delpeligro. Una explosión de silbidos y voces. La espada sólo se habíaclavado unos centímetros, y después de cimbrearse en el cuello de lafiera, fue expelida por ésta a gran distancia.

Gallardo volvió a coger el estoque y se aproximó al toro. Fue acuadrarse para entrar a matar, y la fiera le acometió en el mismoinstante. Quiso huir, pero sus piernas ya no tenían la agilidad de otrostiempos. Fue alcanzado y rodó a impulsos del encontronazo.

Acudieron ensu auxilio, y Gallardo se levantó cubierto de tierra, con un granrasguño en el dorso del calzón, por el que se escapaba la ropa blancainterior, una zapatilla menos y perdida la moña que adornaba su coleta.

Aquel mozo arrogante, que tanto había admirado al público con suelegancia, mostrábase lastimero y ridículo con su faldón al aire,descompuesto el pelo y la coleta caída y deshecha como un rabo triste.

Tendiéronse en torno de él misericordiosamente varios capotes paraayudarle y protegerle. Hasta los otros espadas, con generosocompañerismo, le preparaban el toro para que acabase con él rápidamente.Pero Gallardo parecía ciego y sordo; sólo veía al animal para echarseatrás a la más leve de sus acometidas, como si el reciente revolcón lehubiese enloquecido de miedo. No entendía lo que le decían loscamaradas, y con el rostro intensamente pálido, frunciendo las cejascomo para concentrar su atención, balbuceaba sin saber lo que decía:

—¡Fuera too er mundo! ¡Ejarme solo!

Mientras tanto, en su pensamiento seguía cantando el terror: «¡Hoymueres! ¡Hoy es tu última cogida!»

El

público

adivinaba

los

pensamientos

del

espada

en

sus

desacompasadosmovimientos.

—¡Le tiene asco al toro! ¡Le ha tomado miedo!...

Y hasta los más fervorosos partidarios de Gallardo callabanavergonzados, no pudiendo explicarse este suceso nunca visto.

La gente parecía gozarse en su terror, con la valentía intransigente delque se halla en lugar seguro. Otros, pensando en su dinero, gritabancontra este hombre que se dejaba arrastrar del instinto de conservación,defraudándolos en su placer. ¡Un robo!

Gentes soeces insultaban al espada con palabras de duda sobre su sexo.El odio hacía emerger y flotar, al través de muchos años de admiración,ciertos recuerdos de la infancia del torero olvidados hasta de él mismo.Hacían memoria de su vida nocturna con la pillería de la Alameda deHércules. Se reían de sus calzones rotos y de las blancas ropas que seescapaban por el rasgón.

—¡Qué se te ve!—gritaban voces atipladas, con acento femenil.

Gallardo, protegido por las capas de los compañeros, aprovechaba todaslas distracciones del toro para herirlo con su espada, sordo a larechifla del público. Eran estocadas que apenas parecía sentir elanimal. Su terror a ser cogido si alargaba el brazo le hacía quedarselejos, hiriéndolo solamente con la punta de la espada.

Unos estoques se desprendían apenas hundidos en la carne; otros quedabanfijos en el hueso, pero descubiertos en su mayor parte, cimbreándose conlos movimientos de la fiera. Iba ésta con la cabeza baja, siguiendo elcontorno de la valla, mugiendo como de fastidio por el tormento inútil.Seguíala el espada con la muleta en la mano, deseoso de acabar ytemeroso de exponerse, y tras él toda la tropa de ayudantes moviendosus capotes, como si quisieran convencer al animal con el flameo de lostrapos para que doblara las piernas y se acostase. El paso del toro porcerca de la barrera, con su hocico babeante y el cuello erizado deespadas, provocaba una explosión de burlas e insultos.

—¡Es la Dolorosa!—decían.

Otros comparaban al animal con un acerico lleno de alfileres.

—¡Ladrón! ¡Mal torero!

Algunos, más soeces, persistían en sus injurias al sexo de Gallardo,cambiándole de nombre.

—¡Juanita! ¡No te pierdas!

Había transcurrido mucho tiempo, y una parte del público, deseandodescargar su furia contra alguien más que el torero, se volvió hacia elpalco presidencial... ¡Señor presidente! ¿Hasta cuándo iba a durar esteescándalo?

El presidente hizo un gesto que acalló las protestas y dio una orden. Sevio correr a un alguacilillo, con su teja emplumada y el ferrerueloflotante, por detrás de la barrera, hasta llegar cerca de donde estabael toro. Allí, dirigiéndose a Gallardo, avanzó una mano cerrada con elíndice en alto. El público aplaudió. Era el primer aviso. Si antes deltercero no había matado el toro, éste sería devuelto al corral, quedandoel espada bajo el peso de la mayor deshonra.

Gallardo, como si despertase de su sonambulismo, aterrado por estaamenaza, puso horizontal el estoque y se arrojó sobre el toro. Unaestocada más, que no penetró gran cosa en el cuerpo de la fiera.

El espada dejaba pender sus brazos con desaliento. ¡Pero aquel bicho erainmortal!...

Las estocadas no le causaban mella. Parecía que no iba acaer nunca.

La inutilidad del último golpe enfureció al público. Todos se ponían depie. Los silbidos eran ensordecedores, obligando a las mujeres a taparselos oídos. Muchos braceaban, echando el cuerpo adelante, como siquisieran arrojarse a la plaza. Caían en la arena naranjas, mendrugos depan, cojines de asiento, como veloces proyectiles destinados al matador.De los tendidos de sol salían voces estentóreas, rugidos semejantes alos de una sirena de vapor, que parecía imposible fuesen producto de unagarganta humana. Sonaba de vez en cuando un escandaloso cencerro contoques de rebato. Cerca de los toriles, un nutrido coro entonaba el gorigori de los difuntos.

Muchos volvíanse hacia la presidencia. ¿Para cuándo el segundo aviso?Gallardo limpiábase el sudor con un pañuelo, mirando a todas partes,como extrañado de la injusticia del público, y haciendo responsable altoro de cuanto ocurría. En estos momentos se fijó en el palco de doñaSol. Esta volvía la espalda para no ver el redondel: tal vez le teníalástima, tal vez estaba avergonzada de sus condescendencias en elpasado.

Otra vez se arrojó a matar, y muy pocos pudieron ver lo que hacía, puesle ocultaban las capas abiertas incesantemente en torno de él... Cayó eltoro, arrojando por la boca un caño de sangre.

¡Al fin!... El público se aquietó, cesando de manotear, pero continuaronlos gritos y silbidos. El animal fue rematado por el puntillero; learrancaron las espadas, quedó enganchado por el testuz al tiro demulillas y lo sacaron a rastras del redondel, dejando una ancha faja detierra apisonada y regueros de sangre, que los mozos borraron con golpesde rastrillo y espuertas de arena.

Gallardo se ocultó entre barreras, huyendo de la protesta injuriosa quelevantaba su presencia. Allí permaneció, cansado y jadeante, con unapierna dolorida, sintiendo en medio de su desaliento la satisfacción deverse libre del peligro. No había muerto en los cuernos de la fiera...pero lo debía a su prudencia. ¡Ah, el público! ¡Muchedumbre de asesinosque ansían la muerte de un hombre, como si sólo ellos amasen la vida ytuvieran una familia!...

La salida de la plaza fue triste, al través del gentío que ocupaba losalrededores del circo, de los carruajes y automóviles, de las largasfilas de tranvías.

Rodaba el coche de Gallardo con lento paso, para no atropellar a losgrupos de espectadores que salían de la plaza. Estos se apartaban antelas mulas, pero al reconocer al espada parecían arrepentidos de suamabilidad.

Gallardo adivinaba en el movimiento de sus labios tremendas injurias.Pasaban junto al coche otros carruajes ocupados por hermosas mujeres conmantillas blancas. Unas volvían la cabeza, como para no ver al torero;otras le miraban con ojos de desconsoladora conmiseración.

El espada achicábase, como si quisiera pasar inadvertido; se ocultabadetrás de la corpulencia del Nacional, ceñudo y silencioso.

Un grupo de muchachos rompió a silbar siguiendo el carruaje. Muchos delos que estaban de pie en las aceras les imitaron, creyendo vengarse asíde su pobreza, que les había obligado a permanecer toda una tarde fuerade la plaza con la esperanza de ver algo. La noticia del fracaso deGallardo había circulado entre ellos, y le insultaban, contentos dehumillar a un hombre que ganaba enormes riquezas.

Esta protesta sacó al espada de su resignado mutismo.

—¡Mardita sea!... Pero ¿por qué sirban? ¿Han estao acaso en lacorría?... ¿Les ha costao el dinero?...

Una piedra dio contra una rueda del coche. La pillería vociferaba juntoal estribo; pero llegaron dos guardias a caballo y deshicieron lamanifestación, escoltando después por todo lo alto de la calle de Alcaláal famoso Juan Gallardo... «el primer hombre del mundo».

X

Acababan las cuadrillas de salir al redondel, cuando sonaron fuertesgolpes en la puerta de Caballerizas.

Un empleado de la plaza se acercó a ella gritando con mal humor. No seentraba por allí; debían buscar otra puerta. Pero una voz le contestódesde fuera con insistencia, y abrió.

Entraron un hombre y una mujer: él con sombrero blanco cordobés; ellavestida de negro y con mantilla.

El hombre estrechó la mano del empleado, dejando dentro de ella algo quehumanizó su fiero gesto.

—Me conose usté, ¿verdá?...—dijo el recién venido—. ¿De vera que nome conose?... Soy el cuñao de Gallardo, y esta señora es su esposa.

Carmen miraba a todos lados en el abandonado patio. A lo lejos, tras lasrecias paredes de ladrillo, sonaba la música y se percibía larespiración de la muchedumbre, cortada por gritos de entusiasmo yrumores de curiosidad. Las cuadrillas desfilaban ante el presidente.

—¿Dónde está?—preguntó ansiosa Carmen.

—¿Dónde ha de está, mujé?—repuso el cuñado con rudeza—. En la plasacumpliendo con su obligasión... Es una locura haber venío; undisparate. ¡Este carácter tan flojo que tengo!

Carmen siguió mirando en torno de ella, pero con cierta indecisión, comoarrepentida de haber llegado hasta allí. ¿Qué iba a hacer?...

El empleado, conmovido por el apretón de manos de Antonio y por elparentesco de aquellas dos personas con un matador de fama, mostrábaseobsequioso. Si quería aguardar la señora a la terminación de la fiesta,podía descansar en la casa del conserje.

Si deseaba ver la corrida, élsabría colocarlos en buen sitio aunque no llevasen billetes.

Carmen se estremeció con esta proposición. ¿Ver la corrida?... No. Habíallegado hasta la plaza con un esfuerzo de su voluntad, y se arrepentíade ello. Le era imposible resistir la presencia de su marido en elredondel. Nunca le había visto toreando.

Aguardaría allí hasta que nopudiese más.

—¡Vaya por Dió!—dijo con resignación el talabartero—. Nos quearemos,aunque no sé qué pintamos aquí frente a las caballerisas.

Desde el día anterior que el marido de Encarnación iba tras de sucuñada, sufriendo los sobresaltos y lágrimas de una nerviosidad excitadapor el miedo.

El sábado a mediodía, Carmen le había hablado en el despacho delmaestro. ¡Se marchaba a Madrid! Estaba resuelta a este viaje. No podíavivir en Sevilla. Llevaba cerca de una semana de insomnios, viendo en suimaginación escenas horrorosas. Su instinto femenil parecía avisarle ungran peligro. Necesitaba correr al lado de Juan. No sabía con qué objetoni qué podría conseguir en el viaje, pero ansiaba verse junto aGallardo, con ese anhelo cariñoso que cree aminorar el peligrocolocándose cerca de la persona amada.

Aquello no era vivir. Se había enterado por los diarios del granfracaso de Juan el domingo anterior en la plaza de Madrid. Conocía lasoberbia profesional del torero; adivinaba que no toleraría conresignación este contratiempo. Iba a hacer locuras para reconquistar elaplauso del público. La última carta que había recibido de él se lo dabaa entender vagamente.

—No, y no—dijo con energía a su cuñado—. Me voy a Madrid esta mismatarde. Si tú quiés me acompañas; si no quiés venir, me iré sola. Sobretoo, ni una palabra a don José: me estorbaría el viaje... Esto no losabe mas que la mamita.

El talabartero aceptó. ¡Un viaje gratuito a Madrid, aunque fuese entriste compañía!... Durante el camino, Carmen daba forma a sus anhelos.Hablaría a su marido enérgicamente. ¿A qué continuar toreando? ¿Notenían bastante para vivir?...

Debía retirarse, pero inmediatamente; sino, ella iba a perecer. Era preciso que esta corrida fuese la última...Aun esto le parecía demasiado. Llegaba a tiempo a Madrid para que sumarido no torease por la tarde. Le decía el corazón que con su presenciaiba a evitar una desgracia.

Pero el cuñado protestaba con grandes aspavientos al oír esto.

—¡Qué barbariá! ¡Lo que sois las mujeres! Se os mete una cosa en lacabesa, y eso ha de ser. ¿Es que crees tú que no hay autoriá, ni leyes,ni reglamento de plaza, y que basta que a una mujer se le ocurraabrazarse al marío y tené miedo, pa que se suspenda una corría y se queeel público con un parmo de narises?... Tú dirás lo que quieras a Juan,pero será aluego de la corría. Con la autoría no se juega; iríamos toosa la cársel.

Y el talabartero se imaginaba las consecuencias más dramáticas si Carmenpersistía en su disparatada idea de presentarse al marido, impidiéndoleque torease. Los prenderían a todos. El se veía ya en la cárcel comocómplice de este acto, que en su simpleza consideraba un crimen.

Cuando llegaron a Madrid tuvo que hacer nuevos esfuerzos para impedirque su compañera corriese al hotel donde estaba su marido. ¿Qué iba aconseguir con esto?...

—Lo vas a azará con tu presensia, y aluego irá a la plaza de mal humó,sin sereniá, y si le ocurre argo, tú tendrás la curpa.

Esta reflexión amansó a Carmen, haciendo que se entregase a la direcciónde su cuñado. Se dejó llevar a un hotel que éste escogió, y allí estuvotoda la mañana, tendida en un sofá de su cuarto, llorando, como si diesepor cierta su desgracia. El talabartero, contento de verse en Madrid,bien instalado, indignábase contra esta desesperación, que le parecíaridícula.

—¡Vamo, hombre!... ¡Lo que sois las mujeres! Cualquiera creería queeres viuda, y tu marío está a estas horas tan campante, preparándosepara la corría, güeno y sano como el propio Roger de Flor. ¡Quétontunas!

Carmen apenas almorzó, mostrándose sorda a los elogios que tributaba sucuñado al cocinero del establecimiento. Por la tarde, su resignaciónvolvió a desvanecerse.

El hotel estaba situado cerca de la Puerta del Sol, y llegaban hastaella el ruido y el movimiento de la gente que iba a la corrida. No; nopodía permanecer en esta habitación extraña mientras su maridoarriesgaba la existencia. Necesitaba verlo. Le faltaba valor parasoportar la vista del espectáculo, pero quería sentirse cerca de él:deseaba ir a la plaza. ¿Dónde estaría la plaza?... Nunca la había visto.Si no podía entrar en ella, vagaría por los alrededores. Lo importanteera sentirse cerca, creyendo que esta aproximación podía influir en lasuerte de Gallardo.

El talabartero protestaba. ¡Por vida de...! El tenía el propósito deasistir a la corrida; había salido del hotel para comprar un billete, yahora Carmen le aguaba la fiesta con su empeño de ir a la plaza.

—Pero ¿qué vas a hacé allí, criatura? ¿Qué vas a remediá con tupresensia?...

Figúrate, si Juaniyo yega a verte.

Discutieron largamente, pero la mujer oponía a todas sus razones lamisma respuesta tenaz:

—No me acompañes... Iré yo sola.

Acabó el cuñado por rendirse, y en un coche de alquiler fueron a laplaza, entrando en ella por la puerta de Caballerizas. El talabartero seacordaba mucho del circo y sus dependencias luego de haber acompañado aGallardo en uno de sus viajes a Madrid para las corridas de primavera.

El y el empleado mostrábanse indecisos y con mal humor ante aquellamujer de ojos enrojecidos y mejillas hundidas, que seguía plantada en elpatio sin saber qué hacer...

Los dos hombres sentíanse atraídos por elrumor del gentío y la música que sonaba en la plaza. ¿Iban a estar allítoda la tarde, sin ver la corrida?...

El empleado tuvo una buena inspiración.

—Si la señora quiere pasar a la capilla...

Había terminado el desfile de las cuadrillas. Por la puerta que dabaacceso al redondel volvían trotando algunos caballos. Eran los picadoresque no estaban de tanda y se retiraban de la arena para sustituir a suscompañeros cuando les llegase el turno. Amarrados a unas anillas delmuro estaban en fila seis jacos ensillados, los primeros que habían desalir al redondel para suplir las bajas. A espaldas de ellos, lospicadores entretenían la espera haciendo evolucionar sus caballos. Unencargado de las cuadras, montando una yegua asustadiza y brava, lahacía galopar por el corral para fatigarla, entregándola luego a lospiqueros.

Coceaban los jacos, martirizados por las moscas, tirando de las anillascomo si adivinasen el cercano peligro. Trotaban los otros caballos,enardecidos por las espuelas de los jinetes.

Carmen y su cuñado tuvieron que refugiarse bajo las arcadas, y al fin lamujer del torero aceptó la invitación de pasar a la capilla. Era unlugar seguro y tranquilo, y allí podría hacer algo de provecho para suesposo.

Cuando se vio en la santa pieza, de un ambiente denso por la respiracióndel público que había presenciado la oración de los toreros, Carmen fijósus ojos en la pobreza del altar. Ardían cuatro luces ante la Virgen dela Paloma, pero a ella le pareció mezquino este tributo.

Abrió su bolso para dar un duro al empleado. ¿No podía traer máscirios?... El hombre se rascó una sien. ¿Cirios? ¿cirios?... En losenseres de la plaza no creía encontrarlos. Pero de pronto se acordó delas hermanas de un matador, que traían velas siempre que toreaba éste.Las últimas apenas se habían consumido, y debían estar guardadas enalgún rincón de la capilla. Tras larga rebusca las encontró.

Faltabancandeleros; pero el empleado, hombre de recursos, trajo un par debotellas vacías, e introduciendo en su cuello las velas, las encendió,colocándolas junto a las otras luces.

Carmen se había arrodillado, y los dos hombres aprovecharon suinmovilidad para correr a la plaza, ansiosos de presenciar los primeroslances de la corrida.

Quedó la mujer en curiosa contemplación de la imagen borrosa, enrojecidapor las luces. No conocía a esta Virgen, pero debía ser dulce ybondadosa como la de Sevilla, a la que tantas veces había suplicado.Además, era la Virgen de los toreros, la que escuchaba sus oraciones deúltima hora, cuando el cercano peligro daba a los hombres rudos unasinceridad piadosa. Sobre aquel suelo se había arrodillado su maridomuchas veces. Y este pensamiento bastó para que se sintiera atraída porla imagen, contemplándola con religiosa confianza, cual si la conocieradesde la niñez.

Moviéronse sus labios repitiendo oraciones con automática velocidad,pero su pensamiento huía del rezo, como arrastrado por los ruidos de lamuchedumbre que llegaban hasta ella.

¡Ay, aquel mugido de volcán intermitente, aquel bramar de olas lejanas,cortado de vez en cuando por pausas de trágico silencio!... Carmen seimaginaba estar presenciando la corrida invisible. Adivinaba por lasdiversas entonaciones de los ruidos de la plaza el curso de la tragediaque se desarrollaba en su redondel. Unas veces era una explosión degritos indignados, con acompañamiento de silbidos; otras, miles y milesde voces que proferían palabras ininteligibles. De pronto sonaba unalarido de terror, prolongado, estridente, que parecía subir hasta elcielo; una exclamación miedosa y jadeante, que hacía ver miles decabezas tendidas y pálidas por la emoción siguiendo la veloz carrera deltoro, que le iba a los alcances a un hombre...

hasta que se cortabainstantáneamente el grito, restableciéndose la calma. Había pasado elpeligro.

Extendíanse largos espacios de silencio, de un silencio absoluto, elsilencio del vacío, en el que sonaba agrandado el zumbar de las moscassalidas de las caballerizas, como si el inmenso circo estuvieradesierto, como si hubieran quedado inmóviles y sin respiración lascatorce mil personas sentadas en su graderío y fuese Carmen el único serviviente que subsistía en sus entrañas.

De pronto se animaba este silencio con un choque ruidoso e infinito,cual si todos los ladrillos de la plaza se soltasen de su trabazón,dando unos contra otros. Era un aplauso cerrado que hacía temblar elcirco. En el patio inmediato a la capilla sonaban golpes de vara sobreel pellejo de los míseros caballos, reniegos, choque de herraduras yvoces. «¿A quién le toca?» Nuevos picadores eran llamados a la plaza.

A estos ruidos uniéronse otros más cercanos. Sonaron pasos en lashabitaciones inmediatas, abriéronse puertas con estrépito: oíanse lasvoces y la respiración jadeante de varios hombres, como si marchasenabrumados por un gran peso.

—No es nada... un coscorrón. No tienes sangre. Antes de que acabe lacorrida estarás picando.

Y una voz bronca, debilitada por el dolor, como si viniese de lo másprofundo de los pulmones, gemía entre suspiros, con un acento querecordaba a Carmen su tierra:

—¡Virgen de la Soleá!... Creo que me he roto argo. Mire bien, dotor...¡Ay, mis hijos!

Carmen se estremeció de espanto. Elevaba sus ojos a la Virgen,extraviados por el miedo. Su nariz parecía afilarse con la emoción entrelas mejillas hundidas y pálidas.

Sentíase enferma; temía desplomarsesobre el pavimento con un síncope de terror.

Intentaba rezar otra vez,aislarse en su oración, para no escuchar los ruidos de fuera,transmitidos por las paredes con una sonoridad desesperante. Pero apesar de estos propósitos, llegaba a su oído un lúgubre chapoteo de aguay las voces de ciertos hombres, que debían ser médicos y enfermeros,animando al picador.

Este se quejaba con una rudeza de jinete montaraz, queriendo ocultar almismo tiempo, por orgullo viril, el dolor de sus huesos quebrantados.

—¡Virgen de la Soleá! ¡Mis hijos!... ¿Qué van a comé los pobreschurumbeles si su pare no pué picá?...

Carmen se levantó. ¡Ay, no podía más! Iba a caer desplomada si seguía enaquel sitio obscuro estremecido por