Sangre y Arena by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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—¡La quiero a usté con toa mi arma!—repitió doña Sol, remedando suacento y su ademán—. ¿Y qué hay con eso?... ¡Ay, estos hombresegoístas, que se ven aplaudidos por las gentes y se figuran que todo hasido creado para ellos!... «Te quiero con toda mi alma, y esto bastapara que tengas que amarme también...» Pues no, señor. Yo no le quiero austed, Gallardo. Es usted un amigo, y nada más. Lo otro, lo de Sevilla,fue un ensueño, un capricho loco, del que apenas me acuerdo, y que usteddebe olvidar.

El torero se levantó, aproximándose a la dama con las manos tendidas. Ensu rudeza no sabía qué decir, adivinando que sus palabras torpes eranineficaces para convencer a aquella hembra. Confiaba a la acción, conuna vehemencia de impulsivo, sus deseos y esperanzas, intentandoapoderarse de la mujer, atraerla a él, suprimiendo con el contacto lafrialdad que los separaba.

—¡Doña Zol!—suplicaba tendiendo sus manos.

Pero ella, con un simple revés de su ágil diestra, apartó los brazos deltorero. Un fulgor de orgullo y de cólera pasó por sus ojos, y echó elbusto adelante agresivamente, como si acabase de sufrir un insulto.

—¡Quieto, Gallardo!... Si sigue usted así, no será mi amigo y lo pondréen la puerta.

El torero pasó de la acción al desaliento, quedando en una actitudhumilde y avergonzada. Así transcurrió un largo rato, hasta que doña Solacabó por apiadarse de Gallardo.

—No sea usted niño—dijo—. ¿A qué acordarse de lo que ya no esposible? ¿Por qué pensar en mí?... Usted tiene a su mujer, que, según mehan dicho, es hermosa y sencilla; una buena compañera. Y si no ella,otras. Figúrese si habrá mozas guapas allá en Sevilla, de las de mantóny flores en la cabeza, de aquellas que tanto me gustaban antes, quemirarán como una felicidad ser amadas por el Gallardo... Lo mío seacabó.

A usted le duele en su orgullito de hombre famoso acostumbrado alos éxitos, pero así es; se acabó: amigo y nada más. Yo soy otra cosa.Yo me aburro y no vuelvo nunca sobre mis pasos. Las ilusiones sólo duranen mí una corta temporada, y pasan sin dejar rastro. Soy digna delástima, créame usted.

Miraba al torero con ojos de conmiseración, adivinándose en ellos unacuriosidad lastimera, como si le viese de pronto con todos sus defectosy rudezas.

—Yo pienso cosas que usted no comprendería—continuó—. Me parece ustedotro.

El Gallardo de Sevilla era diferente al de aquí. ¿Que es usted elmismo?... No lo dudo; pero para mí es otro... ¿Cómo explicarle esto?...En Londres conocí yo a un rajá...

¿Sabe usted lo que es un rajá?

Gallardo movió negativamente la cabeza, sonrojándose de su ignorancia.

—Es un príncipe de la India.

La antigua embajadora recordaba al magnate indostánico, su cara cobrizasombreada por un bigote negro, su turbante blanco, enorme, con unbrillante grueso y deslumbrador sobre la frente y el resto del cuerpoenvuelto en albas vestiduras, sutiles y múltiples velos, semejantes alos pétalos de una flor.

—Era hermoso, era joven, me adoraba con sus ojos misteriosos de animalde la selva, y yo, sin embargo, lo encontraba ridículo y me burlaba deél cada vez que balbuceaba en inglés uno de sus cumplimientosorientales... Temblaba de frío, le hacían toser las brumas, movíase comoun pájaro bajo la lluvia, agitando sus velos lo mismo que si fuesen alasmojadas... Cuando me hablaba de amor, mirándome con sus ojos húmedos degacela, me daban ganas de comprarle un gabán y una gorra para que notemblase más. Y sin embargo, reconozco que era hermoso y que podía haberhecho la felicidad por unos cuantos meses de una mujer ansiosa de algoextraordinario. Era cuestión de ambiente, de escena... Usted, Gallardo,no sabe lo que es eso.

Y doña Sol quedaba pensativa recordando al pobre rajá, siempretembloroso de frío, con sus vestiduras ridículas, bajo la luz brumosa deLondres. Le veía con la imaginación allá en su país, transfigurado porla majestad del poder y la luz del sol. Su tez cobriza, con los reflejosverdosos de la vegetación tropical, tomaba un tono de bronce artístico.Le veía montado en su elefante de parada, de largas gualdrapas de oroque barrían el suelo, escoltado por belicosos jinetes y esclavosportadores de braserillos con perfumes; el grueso turbante coronado deblancas plumas con piedras preciosas; el pecho cubierto de placas debrillantes; la cintura ceñida por una faja de esmeraldas, de la quependía una cimitarra de oro; y en torno de él bayaderas de pintados ojosy duros senos, tigres domesticados, bosques de lanzas; y en últimotérmino pagodas de múltiples techos superpuestos, con campanillas queexhalaban misteriosas sinfonías al más leve soplo de la brisa, palaciosde fresco misterio, espesuras verdes, en cuya penumbra saltaban yrampaban animales feroces y multicolores... ¡Ay, el ambiente! Viendo asíal pobre rajá, soberbio como un dios, bajo un cielo seco de intensoazul, y entre los esplendores de un sol ardiente, no se le hubieraocurrido regalarle un gabán. Era casi seguro que ella misma habría idohacia sus brazos, entregándose como una sierva de amor.

—Usted me recuerda al rajá, amigo Gallardo. Allá en Sevilla, con sutraje de campo y la garrocha al hombro, estaba usted muy bien. Era uncomplemento del paisaje.

¡Pero aquí!... Madrid se ha europeizado mucho:es una ciudad como las demás. Ya no hay trajes populares. Los pañolonesde Manila apenas se ven fuera de los escenarios.

No se ofenda usted,Gallardo; pero, no sé por qué, me recuerda usted al indio.

Miraba al través de los cristales el cielo lluvioso y triste, la plazamojada, los copos sueltos de nieve, la muchedumbre que transcurría apaso acelerado bajo los paraguas chorreantes. Luego volvía su vista alespada, fijándose con extrañeza en el mechón de pelo tendido sobre elcráneo, en su peinado y su sombrero, en todos los detalles reveladoresde la profesión, que contrastaban con su traje elegante y moderno.

El torero estaba, para doña Sol, fuera de «su marco». ¡Ay, aquel Madridlluvioso y triste! Su amigo, que venía con la ilusión de una España deeterno cielo azul, estaba desalentado. Ella misma, al ver en la acerainmediata al hotel los grupos de torerillos de apostura gallarda,pensaba inevitablemente en los animales exóticos llevados desde paísessolares a los jardines zoológicos de luz gris y cielo lluvioso. Allá enAndalucía era Gallardo el héroe, producto espontáneo de un país deganaderías. Aquí le parecía un cómico, con su cara afeitada y susademanes de cabotin acostumbrado al homenaje público: un cómico que envez de dialogar con sus iguales despertaba el escalofrío trágicoluchando con fieras.

¡Ay, el espejismo seductor de los países de sol! ¡La embriaguez engañosade la luz y los colores!... ¡Y ella había podido sentir un amor de unoscuantos meses por aquel mozo rudo y grosero, y había celebrado comorasgos ingeniosos las torpezas de su ignorancia, y hasta le exigía queno abandonase sus costumbres, que oliera a toro y a caballo, que noborrase con perfumes la atmósfera de fiera animalidad que envolvía a supersona!... ¡Ay, el ambiente! ¡A qué locuras impulsa!...

Recordaba el peligro en que se había visto de perecer destrozada bajolos cuernos de un toro. Luego, su almuerzo con un bandolero, al quehabía escuchado estupefacta de admiración, acabando por darle una flor.¡Qué tonterías! ¡Y qué lejos lo veía ahora todo!

De este pasado, que le hacía sentir el arrepentimiento del ridículo,sólo quedaba aquel mocetón inmóvil ante ella, con ojos suplicantes y unempeño infantil de resucitar tales tiempos... ¡Pobre hombre! ¡Como silas locuras pudieran repetirse cuando se piensa en frío y falta lailusión, ceguera encantadora de la vida!...

—Todo se acabó—dijo la dama—. Hay que olvidar lo pasado, ya quecuando lo vemos por segunda vez no se presenta con los mismos colores.¡Qué diera yo por tener los ojos de antes!... Al volver a España laencuentro otra. Usted también es diferente de como le conocí. Hasta mepareció el otro día, viéndole en la plaza, que era menos atrevido... quela gente se entusiasmaba menos.

Dijo esto sencillamente, sin malicia; pero Gallardo creyó adivinar en suvoz cierta burla, y bajó la cabeza, al mismo tiempo que se coloreabansus mejillas.

«¡Mardita sea!» Las preocupaciones profesionales resurgieron en supensamiento.

Todo lo malo que le ocurría era porque no se «arrimaba»ahora a los toros. Ya se lo decía ella claramente. Le veía «como sifuese otro». Si volviese a ser el Gallardo de los antiguos tiempos, talvez le recibiría mejor. Las hembras sólo aman a los valientes.

Y el torero se engañaba con estas ilusiones, tomando lo que era uncapricho muerto para siempre por momentáneo desvío que él podía venceren fuerza de proezas.

Doña Sol se levantó. La visita resultaba larga, y el torero no parecíadispuesto a marcharse, contento de permanecer cerca de ella, confiandovagamente en una combinación del azar que los aproximase.

Gallardo tuvo que imitarla. Ella excusó su resolución con la necesidadde salir.

Esperaba a su amigo: tenían que ir juntos al Museo del Prado.

Luego le invitó a almorzar para otro día. Un almuerzo de confianza ensus habitaciones. Vendría el amigo. Indudablemente sería de su gusto verde cerca a un torero. Apenas hablaba castellano, pero le placeríaconocer a Gallardo.

El espada apretó su mano, contestando con palabras incoherentes, y salióde la habitación. La ira enturbiaba su vista: le zumbaban los oídos.

¡Así le despedía, fríamente, como a un amigo importuno! ¡Y aquella mujerera la misma de Sevilla!... ¡Y le convidaba a almorzar con su amigo,para que éste se recrease examinándolo de cerca como un bicho raro!...

¡Maldita sea! El era muy hombre... Se acabó. No volvería a verla.

IX

En aquellos días recibió Gallardo varias cartas de don José y de Carmen.

El apoderado pretendía infundir ánimos a su matador, aconsejándole, comosiempre, que se fuese recto al toro... «¡Zas! estocada y te lo metes enel bolsillo»; pero al través de su entusiasmo notábase ciertodesaliento, como si empezara a cuartearse su fe y dudase ya de siGallardo era «el primer hombre del mundo».

Tenía noticias del descontento y la hostilidad con que le acogían lospúblicos. La última corrida en Madrid había acabado de descorazonar adon José. No; Gallardo no era como otros espadas que siguen adelante altravés de las silbas del público, dándose por satisfechos con ganardinero. Su matador tenía vergüenza torera, y sólo podía mostrarse en elredondel para ser acogido con grandes entusiasmos. Quedar medianamenteequivalía a una derrota. La gente estaba habituada a admirarle por suvalor temerario, y todo lo que no fuese perseverar en tales audaciasrepresentaba un fracaso.

Don José pretendía saber lo que le ocurría a su espada. ¿Falta devalor?... Eso nunca.

Antes se dejaría matar que reconocer este defectoen su héroe. Era que se sentía cansado, que aún no estaba repuesto desu cogida. «Y para esto—aconsejaba en todas sus cartas—es mejor que teretires y descanses una temporada. Después volverás a torear, siendo elde siempre...» El se ofrecía para arreglarlo todo. Un certificado de losmédicos bastaba para acreditar su inutilidad momentánea, y el apoderadose pondría de acuerdo con los empresarios de las plazas para resolverlas contratas pendientes, enviando un matador de los que empiezan, elcual sustituiría a Gallardo por una modesta cantidad.

Aún ganarían dinero con este arreglo.

Carmen era más vehemente en sus peticiones, no usando de los eufemismosdel apoderado. Debía retirarse en seguida; debía «cortarse la coleta»,como decían los de su oficio, yendo a pasar la vida tranquilamente en La Rinconada o en la casa de Sevilla con los de su familia, que eranlos únicos que le querían de veras. No podía sosegar; tenía ahora másmiedo que en los primeros años de casamiento, cuando las corridas eranpara ella como pedazos de existencia que le arrancaban la inquietud y latemerosa espera. Le decía el corazón, con ese instinto femenil pocasveces erróneo en sus temores, que iba a ocurrir algo grave. Apenasdormía; pensaba con miedo en las horas de la noche cortadas porsangrientas visiones.

Luego, la esposa de Gallardo se revolvía furiosa contra el público ensus cartas. Una muchedumbre de ingratos, que ya no se acordaban de loque el torero había hecho en otras ocasiones, cuando se sentía másfuerte. Gentes de mala alma, que deseaban para su diversión verlemuerto, como si ella no existiese, como si no tuviera madre. «Juan, lamamita y yo te lo pedimos. Retírate. ¿A qué seguir toreando? Tenemosbastante para vivir, y a mí me duele que te insulte esa gentuza que valemenos que tú... ¿Y si te ocurriese otra desgracia? ¡Jesús! Yo creo queme volvería loca.»

Gallardo quedábase preocupado luego de leer estas cartas. ¡Retirarse!...¡Qué disparate! ¡Cosas de mujeres! Eso podía decirse fácilmente, aimpulsos del cariño, pero era imposible realizarlo. ¡Cortarse la coletaa los treinta años! ¡Cómo reirían los enemigos! El «no tenía derecho» aretirarse mientras estuviesen enteros sus miembros y pudiera torear.Jamás se había visto este absurdo. El dinero no lo era todo. ¿Y

lagloria? ¿Y la vergüenza profesional? ¿Qué dirían de él los miles y milesde partidarios entusiastas que le admiraban? ¿Qué contestarían a losenemigos cuando les echasen en cara que Gallardo se había retirado pormiedo?...

Además, el matador deteníase a considerar si su fortuna le permitía estasolución. El era rico y no lo era. Su posición social no se habíaconsolidado. Lo que él poseía era obra de los primeros años dematrimonio, cuando una de sus mayores alegrías consistía en ahorrar ysorprender a Carmen y la mamita con la noticia de nuevas adquisiciones.Luego había seguido ganando dinero, tal vez en mayor cantidad, pero sedesparramaba y desaparecía por infinitos agujeros abiertos en su nuevaexistencia.

Jugaba mucho, llevaba una vida fastuosa. Algunas fincasañadidas al extenso dominio de La Rinconada, para redondearlo, habíansido compradas con dinero adelantado por don José y otros amigos. Eljuego le había hecho pedir préstamos a varios aficionados de provincias.Era rico, pero si se retiraba, perdiendo con esto el soberbio ingreso delas corridas—unos años doscientas mil pesetas, otros trescientas mil—,tendría que circunscribirse, luego de pagar sus deudas, a vivir como unseñor del campo, del cultivo de La Rinconada, haciendo economías yvigilando por sí mismo los trabajos, pues hasta entonces el cortijo,abandonado en manos mercenarias, apenas daba producto.

Esta existencia obscura de cultivador de la tierra, obligado a laeconomía y en lucha interminable con la escasez, asustaba a Gallardo,hombre arrogante y decorativo, acostumbrado al aplauso público y a laabundancia de dinero. La riqueza era algo elástico que había crecidoconforme avanzaba él en su carrera, pero sin adaptarse jamás con ellímite de sus necesidades. En otros tiempos se hubiera consideradoriquísimo con una pequeña parte de lo que poseía actualmente... Ahoraera casi un pobre si renunciaba al toreo. Tendría que suprimir loscigarros de la Habana, que repartía pródigamente, y los vinos andalucesde precios caros; tendría que contener su generosidad de gran señor, yno gritar más «¡Todo está pagado!» en cafés y tabernas, ímpetu generosode hombre acostumbrado a desafiar la muerte, que le hacía convertir suvida en un derroche loco; tendría que licenciar la tropa de parásitos yaduladores que pululaban en torno de él haciéndole reír con suspeticiones lloriqueantes; y cuando una hembra guapa de la clase popularviniese a él—si es que llegaba alguna viéndole retirado—, ya nolograría hacerla palidecer de emoción poniéndola en las orejas unoszarcillos de oro y perlas, ni se divertiría manchando de vino el ricopañuelo chinesco para sorprenderla después con otro mejor. Así habíavivido y así necesitaba seguir. El era el torero a la antigua, tal comose representan las gentes al matador de toros, rumboso, arrogante,aturdiéndose en escandalosos derroches, pronto a socorrer a losdesgraciados con limosnas principescas, siempre que éstos consiguieranconmover su rudo sentimentalismo.

Gallardo burlábase de muchos de sus compañeros, toreros de nuevo género,vulgares agremiados de la industria de matar toros, que viajaban deplaza en plaza, cual comisionistas de comercio, y eran arregladitos yminuciosos en todos sus dispendios.

Algunos de ellos, que casi eran unosniños, llevaban en el bolsillo el cuaderno de ingresos y gastos,apuntando hasta los cinco céntimos de un vaso de agua en una estación.Sólo se trataban con gentes ricas para aceptar sus obsequios, sinocurrírseles jamás convidar a nadie. Otros hervían en sus casas grandespucheros de café al iniciarse la temporada de viajes, y llevaban conellos el negro líquido en botellas, que hacían recalentar, para evitarseeste gasto en los hoteles. Los individuos de ciertas cuadrillas pasabanhambre, rezongando en público de la avaricia de los maestros.

Gallardo no estaba arrepentido de su vida fastuosa. ¿Y querían querenunciase a ella?...

Además, pensaba en las necesidades de su propia casa, donde todosestaban acostumbrados a la existencia fácil, amplia y desenfadada de lasfamilias que no cuentan el dinero ni se preocupan de su ingreso,viéndole chorrear incansable como una fuente. A más de su madre y sumujer, habíase echado sobre sí una nueva familia, su hermana, elhablador de su cuñado, que no trabajaba, como si su parentesco con unhombre célebre le diese derecho a la vagancia, y toda la tropa desobrinillos, que crecían, siendo cada vez más costosos. ¡Y tendría quellamar a un orden de estrechez y parsimonia a toda aquella gente,acostumbrada a vivir a su costa con un descuido alegre y manirroto!...¡Y todos, hasta el pobre Garabato, tendrían que irse al cortijo,tostándose al sol y embruteciéndose como paletos! ¡Y la pobre mamita yano podría alegrar sus últimos días con santas generosidades, repartiendodinero entre las mujeres pobres del barrio y encogiéndose como niñavergonzosa cuando el hijo fingíase colérico al ver que nada le quedabade los cien duros entregados dos semanas antes!... ¡Y Carmen, que eraeconómica, se apresuraría a limitar los gastos, sacrificándose laprimera, privando su existencia de muchas frivolidades que laembellecían!...

«¡Mardita sea!...» Todo esto representaba la degradación de la familia,la tristeza de los suyos. Gallardo avergonzábase de que tal cosa pudierasuceder. Era un crimen privarles de lo que tenían, luego de haberlosacostumbrado al bienestar. ¿Y qué era lo que debía hacer paraevitarlo?... Simplemente «arrimarse» a los toros: seguir toreando comoen otros tiempos... ¡El se «arrimaría»!

Contestaba a las cartas de su apoderado y de Carmen con breves epístolasde letra trabajosa que revelaban su firme voluntad. ¿Retirarse? ¡Nunca!

Estaba resuelto a ser el de siempre, se lo juraba a don José. Seguiríasus consejos.

«¡Zas! estocada, y el bicho en el bolsillo.» Se leensanchaba el ánimo, y en esta amplitud sentíase capaz de guardar todoslos toros, por grandes que fuesen.

Con la mujer mostrábase alegre, aunque un tanto resentido en su amorpropio porque ella parecía dudar de sus fuerzas. Ya recibiría noticiasde la corrida próxima. Iba a asombrar al público, para que éste seavergonzase de sus injusticias. Si los toros eran buenos, quedaría comoel propio Roger de Flor... aquel personaje que siempre tenía en boca elmamarracho de su cuñado.

¡Los toros buenos! Esta era la preocupación de Gallardo. Antes cifrabauna de sus vanidades en no ocuparse de ellos, y jamás iba a verlos en laplaza antes de la corrida.

—Yo mato too lo que me echen—decía con arrogancia.

Y conocía por primera vez a los toros al verlos salir al redondel.

Ahora quería examinarlos de cerca, escogerlos, preparando el éxito conun estudio detenido de sus condiciones.

Habíase aclarado el tiempo, lucía el sol; al día siguiente iba a darsela segunda corrida.

Gallardo, por la tarde, se fue solo a la plaza. El circo de ladrillorojo, con sus ventanales arábigos, destacábase aislado sobre un fondo delomas verdeantes. En último término de este paisaje amplio y monótonoblanqueaba sobre el declive de una loma algo semejante a un rebañolejano. Era un cementerio.

Al ver al torero en las inmediaciones de la plaza se aproximaron a élalgunos individuos astrosos, parásitos del circo, vagabundos que dormíande limosna en las cuadras, sustentándose con la caridad de losaficionados y las sobras de los que comían en las tabernas inmediatas.Algunos de ellos habían llegado de Andalucía tras una conducción detoros, quedándose para siempre en los alrededores de la plaza.

Repartió Gallardo algunas monedas entre estos mendigos que le seguíangorra en mano, y entró en el circo por la puerta de Caballerizas.

En el corral vio un grupo de aficionados presenciando las pruebas de lospicadores.

Potaje, con grandes espuelas vaqueras, preparábase a montarempuñando una garrocha. Los encargados de las cuadras escoltaban alcontratista de caballos, hombre obeso, con gran fieltro andaluz, tardoen las palabras, y que respondía calmosamente a la atropellada einjuriosa charla de los picadores.

Los «monos sabios», con los brazos arremangados, tiraban de los míserosjacos para que los probasen los jinetes. Llevaban varios días de montary amaestrar a estos caballos tristes, que aún guardaban en sus flancoslas rojas huellas de los espolazos.

Los sacaban a trotar por losdesmontes inmediatos a la plaza, haciéndoles adquirir una energíaficticia bajo el hierro de sus talones, obligándolos a dar vueltas paraque se habituasen a la carrera en el redondel. Volvían a la plaza conlos costados tintos en sangre, y antes de entrar en las caballerizasrecibían el bautismo de unos cuantos cubos de agua. Junto al pilóninmediato a aquéllas, el agua encharcada entre los guijarros era de unrojo obscuro, como vino desparramado.

Iban saliendo casi a rastras de las cuadras los caballos destinados a lacorrida del día siguiente, para que los examinasen los picadores,dándolos por buenos.

Avanzaban los macilentos restos de la miseria caballar, delatando en supaso trémulo y sus ijares atormentados la vejez melancólica, lasenfermedades y la ingratitud humana, olvidadiza del pasado. Había jacosde inaudita delgadez, esqueletos de agudas aristas salientes queparecían próximas a rasgar la envoltura de piel de largos y flácidospelos. Otros agitábanse arrogantes, piafando de energía, con las patasfuertes, el pelo reluciente y el ojo vivo: animales de hermosa estampaque era incomprensible figurasen entre unos desechos destinados a lamuerte; bestias magníficas que parecían recién desenganchadas de uncarruaje de lujo. Estos eran los más temibles: caballos incurables,atacados de vértigos y otros accidentes, que de pronto venían al suelo,arrojando al jinete por las orejas. Y tras estos ejemplares de lamiseria y la enfermedad, sonaban las tristes herraduras de los inválidosdel trabajo: caballos de tahonas y de fábricas, machos de labranza,jacos de coche de alquiler, todos soñolientos por el hábito de arrastraraños y años el arado o la carreta; parias infelices que iban a serexplotados hasta el último instante, dando diversión a los hombres consus pataleos y saltos al sentir en el abdomen los cuernos del toro.

Era un desfile de ojos bondadosos empañados y amarillentos; de pescuezosflácidos a los cuales se agarraban sanguinarias las moscas hinchadas yverdosas; de caras huesudas por cuyo pelaje trepaban insectos; deflancos angulosos con mechones retorcidos como si fuesen lanas; depechos angostos agitados por relinchos cavernosos; de patas débiles queparecían próximas a troncharse a cada paso, cubiertas de largo pelohasta los cascos, como si llevasen pantalones. Sus estómagos, pocohabituados al pienso fuerte con que pretendían reanimar sus fuerzas,iban sembrando el pavimento de residuos humeantes y mal cocidos por unadigestión anormal. Para montar esta miserable caballada, trémula delocura o próxima a desplomarse de miseria, necesitábase tanto valor comopara hacer frente al toro. Echábanles sobre los lomos la gran sillamoruna de alto arzón y asiento amarillo, con estribos vaqueros, y habíabestia que al recibir este peso estaba próxima a doblar las patas.

Potaje mostrábase altanero en sus discusiones con el contratista decaballos, hablando en nombre propio y en el de los camaradas, haciendoreír hasta a los «monos sabios» con sus gitanescas maldiciones. Que ledejasen a él los otros picadores entendérselas con los de lascaballerizas. Nadie conocía mejor la manera de hacer marchar a estasgentes.

Avanzaba un criado hacia él tirando de un jaco cabizbajo, con el pelolargo y el costillar en doloroso relieve.

—¿Qué traes ahí?—decía Potaje encarándose con el contratista—. Esono e de resibo. Eso e una alimaña que no hay quien la monte. ¡Pa tumare!...

El contratista, cachazudo, contestaba con grave calma. Si Potaje no seatrevía a montarlo, era porque los piqueros de ahora tenían miedo atodo. Con un caballo así, bueno y dócil, el señor Calderón, el Trigo u otro jinete de los buenos tiempos hubiese sido capaz de torear dostardes seguidas sin dar una caída y sin que el animal recibiese unarañazo. ¡Pero ahora!... Ahora sólo había mucho miedo y muy pocavergüenza.

Se insultaban el picador y el contratista con amistosa tranquilidad,como si entre ellos las mayores injurias perdiesen importancia por lafuerza de la costumbre.

—Tú lo que eres—contestaba Potaje—un frescales, más ladrón que JoséMaría el Tempraniyo. Anda y que suba en ese penco la pelá de tuagüela, que montaba en la escoba toos los sábaos al dar las doce.

Reían los presentes, y el contratista se limitaba a encoger los hombros.

—Pero ¿qué tié este cabayo?—decía tranquilamente—. ¡Arrepárale, malaalma!

Mejor es que otros que tién muermo, o les dan vértigos, y que hassacao tú a la plaza, apeándote por las orejas antes de que te arrimasesal toro. Más sano es que una manzana. Como que ha estao veintiocho añosen una fábrica de gaseosas, cumpliendo como una presona desente, sin quenadie le pusiera farta. ¡Y vienes tú ahora, voceras, a meterte con él,poniéndole peros y fartándole como si fuese un mal cristiano!...

—¡Que no lo quiero, vaya!... ¡Que te quees con él!

El contratista se acercaba lentamente a Potaje, y con la tranquilidadde un hombre experto en estas transacciones, le hablaba al oído. Elpicador, fingiendo enfado, acabó por acercarse al jaco. ¡Por él que noquedase! No quería que le tuviesen por hombre intratable, capaz deperjudicar a un camarada.

Poniendo un pie en el estribo, dejó caer sobre el pobre jaco lapesadumbre de su cuerpo. Luego, colocándose la garrocha bajo el brazo,la apoyó en un gran poste empotrado en la pared, picando varias vecescon gran esfuerzo, como si tuviera al extremo de la lanza un torocorpulento. El pobre jaco temblaba y doblaba las patas con estosencontronazos.

—No se regüerve mal...—dijo Potaje con tono conciliador—. El pencoes mejó que yo creía. Tié güena boca, güenas piernas... Te saliste conla tuya. Que lo aparten.

Y el picador se apeaba, dispuesto a aceptar todo lo que le presentase elcontratista luego de su aparte misterioso.

Gallardo se separó del grupo de aficionados que presenciaban sonrientesesta operación. Un portero de la plaza iba con él hacia donde estabanlos toros. Atravesó una puertecilla, saliendo a los corrales. Una vallade mampostería que llegaba a la altura del cuello de un hombre limitabael corral por tres de sus lados. Esta valla estaba afirmada por gruesospostes unidos al balconcillo superior. A trechos abríanse unas salidastan angostas que sólo podía pasar por ellas un hombre de lado. En elamplio corral había