El Nacional refugiábase en un silencio desdeñoso. Todo ignorancia ysuperstición: falta de saber leer y escribir. Y firme en sus creencias,con la simplicidad del hombre sencillo que sólo posee dos o tres ideas yno las suelta aunque le conmuevan con los mayores zarandeos, volvía areanudar la discusión a las pocas horas, no haciendo caso de la cóleradel matador.
Su impiedad le acompañaba hasta en medio del redondel, entre peones ypiqueros, que, luego de haber hecho su oración en la capilla de laplaza, salían a la arena con la esperanza de que los sagrados objetoscosidos a sus ropas les librasen de peligro.
Cuando un toro enorme, de muchas libras, cuello grueso e intenso colornegro, llegaba a la suerte de banderillear, el Nacional se colocabacon los brazos abiertos y los palos en las manos, a corta distancia deél, llamándolo con insultos:
—¡Entra, presbítero!
El presbítero entraba furioso, y al pasar junto al Nacional hundíaleéste en el morrillo las banderillas con toda su fuerza, diciendo en altavoz, como si consiguiese una victoria:
—¡Pa er clero!
Gallardo acababa por reír de las extravagancias del Nacional.
—Me pones en ridículo; van a fijarse en la cuadrilla, y dirán que somostoos un hato de herejes. Ya sabes que a ciertos públicos no les gustaeso. El torero sólo debe torear.
Pero quería mucho al banderillero, recordando su adhesión, que algunasveces había llegado hasta el sacrificio. Nada le importaba al Nacional que le silbasen cuando en toros peligrosos ponía las banderillas decualquier modo, deseando acabar pronto. El no quería gloria, yúnicamente toreaba por el jornal. Pero así que Gallardo se iba, estoqueen mano, hacia un toro «de cuidado», el banderillero permanecía cercade él, pronto a auxiliarle con su pesado capote y su brazo vigoroso quehumillaban la cerviz de las fieras. Dos veces que Gallardo rodó en laarena, viéndose próximo a ser enganchado, el Nacional se arrojó sobrela bestia, olvidándose de los niños, de la mujer, de la tabernilla, detodo, queriendo morir para salvar al maestro.
Su entrada en el comedor de Gallardo era acogida por las noches como sifuese la de un miembro de la familia. La señora Angustias le quería conese cariño de los humildes que, al encontrarse en un ambiente superior,se juntan en grupo aparte.
—Siéntate a mi lao, Sebastián. ¿De verdá que no quieres na?... Cuéntamecómo marcha el establesimiento. ¿Teresa y los niños, güenos?
El Nacional iba enumerando las ventas de los días anteriores: tanto decopas, tanto de vino de la tierra servido a las casas; y la vieja leescuchaba con la atención de una mujer que ha sufrido miserias y sabe elvalor del dinero contado a céntimos.
Sebastián hablaba después del aumento de sus negocios. Un despacho detabaco en la misma taberna le iría como de perlas. El espada podíaconseguir esto valiéndose de sus amistades con los personajes; pero élsentía ciertos escrúpulos para admitirlo.
—Ya ve usté, señá Angustias: eso del estanco es cosa del gobierno, y yotengo mis prinsipios; yo soy federal: estoy en el censo del partío; soydel comité. ¿Qué dirían los de la idea?...
La vieja indignábase con estos escrúpulos. Lo que él debía hacer erallevar a su casa todo el pan que pudiese. ¡La pobre Teresa!... ¡contantos chiquillos!...
—¡Sebastián, no seas bruto! Quítate toas esas telarañas de la cabesa...No me contestes. No empieses a sortar barbariaes como otras noches.Mira que mañana voy a ir a misa a la Macarena...
Pero Gallardo y don José, que fumaban al otro lado de la mesa, con lacopa de coñac al alcance de la mano, tenían ganas de hacer hablar al Nacional para reírse de sus ideas, y le azuzaban insultando a donJoselito: un embustero que trastornaba a los ignorantes como él.
El banderillero acogía con mansedumbre las bromas del espada y suapoderado.
¡Dudar de don Joselito!... Este absurdo no llegaba aindignarle. Era como si le tocasen a su otro ídolo, a Gallardo,diciéndole que no sabía matar un toro.
Pero al ver que el talabartero, que le inspiraba una irresistibleaversión, se unía a estas burlas, perdió la calma. ¿Quién era aquelhambrón, que vivía colgado de su maestro, para discutir con él?... Yrepeliendo toda continencia, sin reparar en la madre y la esposa delmatador, y en Encarnación, que, imitando a su marido, fruncía elbigotudo labio y miraba despectivamente al banderillero, éste se lanzócuesta abajo en la exposición de sus ideas, con el mismo fervor quecuando discutía en el comité. A falta de mejores argumentos, abrumó coninjurias las creencias de aquellos burlones.
—¿La Biblia?... «¡líquido!» ¿Lo de la creasión der mundo en seisdías?... «¡líquido!»
¿Lo de Adán y Eva?... ¡«líquido» también! Toomentira y superstisión.
Y la palabra «¡líquido!» aplicada a cuanto creía falso oinsignificante—por no usar otra más irreverente que comenzaba por lamisma letra—tomaba en sus labios una expresión rotunda de desprecio.
«Lo de Adán y Eva» era para él motivo de sarcasmos. Había reflexionadomucho sobre este punto en las horas de silencioso dormitar, cuando ibade viaje con la cuadrilla, encontrando un argumento incontestable,producto por entero de su pensamiento. ¿Cómo iban a ser todos loshumanos descendientes de una pareja única?...
—A mí me yaman Sebastián Venegas, eso es; y tú, Juaniyo, te yamasGallardo; y usté, don José, tié su apellido, y cada cual er suyo, nosiendo iguales mas que los de los parientes. Si toos fuésemos nietos deAdán, y a Adán, verbigrasia, le yamaban Pérez, toos seríamos Pérez deapellido. ¿Está claro?... Pues cuando ca uno yevamos er nuestro, esporque hubo muchos Adanes, y lo que cuentan los curas too...
«¡líquido!»Superstisión y atraso. Nos farta instrucsión y abusan de nosotros...
Mepaese que me explico.
Gallardo, echando atrás el cuerpo a impulsos de la risa, saludaba a subanderillero imitando el mugido del toro. El apoderado, con andaluzagravedad, le ofrecía la mano felicitándole.
—¡Chócala! Has estao mu güeno. ¡Ni Castelar!
La señora Angustias indignábase al oír tales cosas en su casa, con unterror de mujer vieja que ve cercano el fin de su existencia.
—Caya, Sebastián. Cierra esa bocasa de infierno, condenao, o te vas ala calle. Aquí no digas esas cosas, demonio... ¡Si no te conosiese! ¡sino supiera que eres un güen hombre!
Y acababa por reconciliarse con el banderillero, pensando en lo muchoque quería a su Juan, recordando lo que había hecho por él en momentosde peligro. Además, representaba una gran tranquilidad para ella y paraCarmen que figurase en la cuadrilla este hombre serio, de morigeradascostumbres, al lado de los otros «chicos» y del mismo espada, que alverse solo era sobrado alegre de carácter y se dejaba arrastrar deldeseo de verse admirado por las mujeres.
El enemigo de los clérigos y de Adán y Eva guardaba a su maestro unsecreto que le hacía mostrarse reservado y grave cuando le veía en lacasa entre su madre y la señora Carmen. ¡Si supieran estas mujeres loque él sabía!
A pesar del respeto que todo banderillero debe guardar a su matador, el Nacional había osado hablar un día a Gallardo con ruda franqueza,amparándose en sus años y en la antigua amistad.
—¡Ojo, Juaniyo, que en Seviya se sabe too! No se habla de otra cosa, yla notisia yegará a tu casa, y va a haber ca bronca que a Dios le arderáer pelo... Piensa que la señá Angustias se pondrá hecha una Dolorosa, yla pobre Carmen sacará su genio...
Acuérdate de lo de la cantaora; yaqueyo no fue na. Esto bicho es de más empuje, de más cuidao.
Gallardo fingía no comprenderle, molestado y halagado al mismo tiempopor la idea de que toda la ciudad conociese el secreto de sus amores.
—Pero ¿qué bicho es ese y qué broncas son esas de que hablas?
—¡Quién ha de ser!... Doña Zol; esa señorona que da tanto que hablar.La sobrina del marqués de Moraima, el ganadero.
Y como el espada quedase sonriente y en silencio, halagado por lasexactas informaciones del Nacional, éste continuó, con aire depredicador desengañado de las vanidades del mundo:
—El hombre casao debe buscar ante too la tranquilidad de su casa...¡Las mujeres!...
«¡líquido!» Toas son iguales: toas tienen lo mismo enparesío sitio, y es tontera amargarse la vida saltando de una en otra.Un servidor, en los veinticuatro años que yevo con mi Teresa, no la hefartao ni con er pensamiento, y eso que soy torero y tuve mis buenosdías, y más de una moza me puso los ojos tiernos.
Gallardo acabó riéndose del banderillero. Hablaba como un padre prior.¿Y era él quien quería comerse crudos a los frailes?
— Nacional, no seas bruto. Ca uno es quien es, y ya que las jembrasvienen, éjalas venir. ¡Pa lo que vive uno!... Cualquier día pueo salirdel redondel con los pies pa alante... Además, tú no sabes lo que eseso, lo que es una señora. ¡Si vieras qué mujer!...
Luego añadió con ingenuidad, como si quisiera desvanecer el gesto deescándalo y tristeza que se marcaba en el rostro del Nacional:
—Yo quiero mucho a Carmen, ¿te enteras? La quiero como siempre. Pero ala otra la quiero también. Es otra cosa... no sé como explicártelo. Otracosa, ¡vaya!
Y el banderillero no pudo sacar más de su entrevista con Gallardo.
Meses antes, al llegar con el otoño la terminación de la temporada decorridas, el espada había tenido un encuentro en la iglesia de SanLorenzo.
Descansaba unos días en Sevilla antes de irse a La Rinconada con sufamilia. Al llegar este período de calma, lo que más agradaba al espadaera vivir en su propia casa, libre de los continuos viajes en tren.Matar más de cien toros por año, con los peligros y esfuerzos de lalidia, no le fatigaba tanto como el viaje durante varios meses de unaplaza a otra de España.
Eran excursiones en pleno verano, bajo un sol abrumador, por llanurasabrasadas y en antiguos vagones cuyo techo parecía arder. El botijo deagua de la cuadrilla, lleno en todas las estaciones, no bastaba a apagarla sed. Además, los trenes iban atestados de viajeros, gentes queacudían a las ferias de las ciudades para presenciar las corridas.Muchas veces, Gallardo, por miedo a perder el tren, mataba su últimotoro en una plaza, y vestido aún con el traje de lidia, corría a laestación, pasando como un meteoro de luces y colores entre los grupos deviajeros y los carretones de los equipajes. Cambiaba de vestido en undepartamento de primera, ante las miradas de los pasajeros, satisfechosde ir con una celebridad, y pasaba la noche encogido sobre losalmohadones, mientras los compañeros de viaje apelotonábanse paradejarle el mayor espacio posible. Todos le respetaban, pensando que aldía siguiente iba a proporcionarles el placer de una emoción trágica sinpeligro para ellos.
Cuando llegaba, quebrantado, a una ciudad en fiesta, con las callesengalanadas con banderolas y arcos, sufría el tormento de la adoraciónentusiástica. Los aficionados partidarios de su nombre le esperaban enla estación y le acompañaban hasta el hotel.
Eran gentes bien dormidas yalegres, que lo manoseaban y querían encontrarlo expansivo y locuaz,como si al verles hubiera de experimentar forzosamente el mayor de losplaceres.
Muchas veces, la corrida no era única. Había que torear tres o cuatrodías seguidos, y el espada, al llegar la noche, rendido de cansancio yfalto de sueño por las recientes emociones, daba al traste con losconvencionalismos sociales y se sentaba a la puerta del hotel en mangasde camisa, gozando del fresco de la calle. Los «chicos» de la cuadrilla,alojados en la misma fonda, permanecían junto al maestro, comocolegiales reclusos. Alguno más audaz pedía permiso para dar un paseopor las calles iluminadas y el campo de la feria.
—Mañana, Miuras—decía el espada—. Sé lo que son esos paseos. Gorverásal amaneser con dos copas de sobra, y no te faltará un enreo pa perderlas fuerzas... No: no se sale. Ya te hartarás cuando acabemos.
Y al terminar el trabajo, si quedaban unos días libres hasta la próximacorrida en otra ciudad, la cuadrilla retardaba el viaje, y entonces eranlas francachelas lejos de la familia, la abundancia de vinos y mujeresen compañía de aficionados entusiastas, que sólo se imaginaban de estemodo la vida de sus ídolos.
Las diversas fechas de las fiestas obligaban al espada a viajesabsurdos. Partía de una ciudad para trabajar en el otro extremo deEspaña, y cuatro días después retrocedía, toreando en una poblacióninmediata a aquélla. Los meses del verano, que eran los más abundantesen corridas, casi los pasaba en el tren, en un continuo zigzag por todaslas vías férreas de la Península, matando toros en las plazas ydurmiendo en los trenes.
—¡Si pusieran en línea lo que corro en el verano!—decía Gallardo—. Lomenos yegaba ar polo Norte.
Al comenzar la temporada emprendía con entusiasmo el viaje, pensando enlos públicos que hablaban de él todo el año, aguardando impacientes sullegada; en los conocimientos inesperados; en las aventuras que lebrindaba muchas veces la curiosidad femenil; en la vida de hotel enhotel, con sus agitaciones, sus molestias y sus comidas diversas, quecontrastaba con la plácida existencia de Sevilla y los días de montarazsoledad en La Rinconada.
Pero a las pocas semanas de esta vida vertiginosa, en la que ganabacinco mil pesetas por cada tarde de trabajo, Gallardo comenzaba alamentarse como un niño lejos de su familia.
—¡Ay, mi casa de Sevilla, tan fresca, y con la pobre Carmen que la tiécomo una tacita de plata! ¡Ay, los guisos de la mamita! ¡Tan ricos!...
Y sólo olvidaba a Sevilla en las noches de asueto, cuando no había torosal día siguiente y toda la cuadrilla, rodeada de aficionados deseososde que se llevasen un buen recuerdo de la ciudad, se metía en un café decante «flamenco», donde mujeres y canciones todo era para el maestro.
Al volver a su casa para descansar durante el resto del año, sentíaGallardo la satisfacción del poderoso que, olvidando honores, se entregaa la vida ordinaria.
Dormía hasta muy tarde, libre de horarios de trenes, sin emoción algunaal pensar en los toros. ¡Nada que hacer aquel día, ni al otro, ni alotro! Todos sus viajes llegarían hasta la calle de las Sierpes o laplaza de San Fernando. La familia parecía otra, más alegre y con mejorsalud al tenerle seguro en casa por unos cuantos meses. Salía con elfieltro echado atrás, moviendo su bastón de puño de oro y mirándose losgruesos brillantes de los dedos.
En el vestíbulo le esperaban varios hombres, de pie junto a la cancela,al través de cuyos hierros se veía el patio blanco y luminoso, de frescalimpieza. Eran gentes tostadas por el sol, de agrio hedor sudoroso, lablusa sucia y el ancho sombrero con los bordes deshilachados. Unos erantrabajadores del campo que iban de camino, y al pasar por Sevilla creíannatural impetrar el socorro del famoso matador, al que llamaban señorJuan. Otros vivían en la ciudad, y tuteaban al torero, llamándoleJuaniyo.
Gallardo, con su memoria fisonómica de hombre de muchedumbres, reconocíasus rostros y admitía el tuteo. Eran camaradas de escuela o de infanciavagabunda.
—No marchan los negocios, ¿eh?... Los tiempos están malos pa toos.
Y antes de que esta familiaridad los animase a mayores intimidades,volvíase a Garabato, que permanecía con la cancela en la mano.
—Dile a la señora que te dé un par de pesetas pa ca uno.
Y salía a la calle silbando, satisfecho de su generosidad y de lahermosura de la vida.
En la taberna próxima asomábanse a las puertas los chicos del Montañés y los parroquianos, como si no lo hubiesen visto nunca, con bocasonriente y ojos devoradores de curiosidad.
—¡Salú, cabayeros!... Se agradese el orsequio, pero no bebo.
Y librándose del entusiasta que marchaba a su encuentro con una caña enla mano, seguía adelante, siendo detenido en otra calle por un par deviejas amigas de su madre.
Le pedían que fuese padrino del nieto de unade ellas. Su pobrecita hija estaba para librar de un momento a otro; elyerno, un «gallardista» furibundo, que había andado a palos varias vecesa la salida de la plaza por defender a su ídolo, no se atrevía ahablarle.
—Pero ¡mardita sea!... ¿es que me toman ustés por ama de cría?... Tengomás ahijaos que hay en el Hospisio.
Para librarse de ellas, las aconsejaba que se avistasen con la mamita.¡Lo que ella dijese! Y seguía adelante, no deteniéndose hasta la callede las Sierpes, saludando a unos y dejando a otros que gozasen el honorde marchar a su lado, en gloriosa intimidad, ante la mirada de lostranseúntes.
Asomábase al club de los Cuarenta y cinco para ver si estaba en él suapoderado: una sociedad aristocrática, de número fijo, según indicaba sutítulo, en la que sólo se hablaba de toros y caballos. Estaba compuestade ricos aficionados y ganaderos, figurando en lugar preeminente, comoun oráculo, el marqués de Moraima.
En una de estas salidas, un viernes por la tarde, Gallardo, que ibacamino de la calle de las Sierpes, sintió deseos de entrar en laparroquia de San Lorenzo.
En la plazuela alineábanse lujosos carruajes. Lo mejor de la ciudad ibaen este día a rezar a la milagrosa imagen de Nuestro Padre Jesús delGran Poder. Bajaban las señoras de sus coches, vestidas de negro, conricas mantillas, y los hombres penetraban en la iglesia, atraídos por laconcurrencia femenina.
Gallardo entró también. Un torero debe aprovechar las ocasiones pararozarse con las personas de alta posición. El hijo de la señoraAngustias sentía un orgullo de triunfador cuando le saludaban losseñores ricos y las damas elegantes susurraban su nombre, designándolocon los ojos.
Además, él era devoto del Señor del Gran Poder. Toleraba al Nacional sus opiniones sobre «Dios u la Naturaleza» sin gran escándalo, pues ladivinidad era para él algo vago e indeciso, semejante a la existencia deun señor del que se pueden escuchar con calma toda clase demurmuraciones, por lo mismo que sólo se le conoce de oídas. Pero laVirgen de la Esperanza y Jesús del Gran Poder los estaba viendo desdesus primeros años, y a éstos que no se los tocasen.
Su sensibilidad de rudo mocetón conmovíase ante el dolor teatral deCristo con la cruz a cuestas, el rostro sudoroso, angustiado y lívido,semejante al de algunos camaradas que había visto tendidos en lasenfermerías de las plazas de toros. Había que estar bien con el poderososeñor, y rezó fervorosamente varios padrenuestros de pie ante la imagen,reflejándose los cirios como estrellas rojas en las córneas de sus ojosafricanos.
Un movimiento de las mujeres arrodilladas delante de él distrajo suatención, ávida de intervenciones sobrenaturales para su vida enpeligro.
Pasaba una señora por entre las devotas, atrayendo la atención de éstas:una mujer alta, esbelta, de belleza ruidosa, vestida de colores claros ycon un gran sombrero de plumas, bajo el cual brillaba con estallido deescándalo el oro luminoso de su cabellera.
Gallardo la conoció. Era doña Sol, la sobrina del marqués de Moraima,«la Embajadora», como la llamaban en Sevilla. Pasó entre las mujeres,sin reparar en sus movimientos de curiosidad, satisfecha de las ojeadasy del susurro de sus palabras, como si todo esto fuese un homenajenatural que debía acompañar su presentación en todas partes.
El traje de una elegancia exótica y el enorme sombrero destacábanse conrealce chillón sobre la masa obscura de los tocados femeniles. Searrodilló, inclinó la cabeza como si orase unos instantes, y luego, susojos claros, de un azul verdoso con reflejos de oro, paseáronse por eltemplo tranquilamente, como si estuviese en un teatro y examinase laconcurrencia buscando caras conocidas. Estos ojos parecían sonreírcuando encontraban el rostro de una amiga, y persistiendo en sus paseos,acabaron por tropezarse con los de Gallardo fijos en ella.
El espada no era modesto. Acostumbrado a verse objeto de lacontemplación de miles y miles de personas en las tardes de corrida,creía buenamente que allí donde estuviese él todas las miradas habían deser forzosamente para su persona. Muchas mujeres, en horas de confianza,le habían revelado la emoción, la curiosidad y el deseo que sintieron alverle por vez primera en el redondel. La mirada de doña Sol no se bajóal encontrarse con la del torero; antes bien, permaneció fija, con unafrialdad de gran señora, obligando al matador, respetuoso con los ricos,a desviar la suya.
«¡Qué mujer!—pensó Gallardo, con su petulancia de ídolo popular—. ¡Siestará por mí esta gachí!...»
Fuera del templo sintió la necesidad de no alejarse, de verla otra vez,permaneciendo cerca de la puerta. Le avisaba el corazón algoextraordinario, lo mismo que en las tardes de buena fortuna. Era lacorazonada misteriosa que en el redondel le hacía desoír las protestasdel público, lanzándose a las mayores audacias siempre con excelenteresultado.
Cuando salió ella del templo, volvió a mirarle sin extrañeza, como sihubiese adivinado que iba a esperarla en la puerta. Subió en un carruajedescubierto, acompañada de dos amigas, y al arrear el cochero loscaballos, todavía volvió la cabeza para ver al espada, marcándose en suboca una ligera sonrisa.
Gallardo anduvo distraído toda la tarde. Pensaba en sus amoríosanteriores, en los triunfos de admiración y curiosidad conseguidos porsu arrogancia torera; conquistas que le llenaban de orgullo, haciéndolecreerse irresistible, y ahora le inspiraban cierta vergüenza. ¡Una mujercomo aquella, una gran señora que había corrido mucho mundo y vivía enSevilla como una reina destronada! ¡Eso era una conquista!... A suadmiración por la hermosura uníase cierta reverencia de antiguo pilluelolleno de respeto por los ricos, en un país donde el nacimiento y lafortuna tienen gran importancia. ¡Si él consiguiera llamar la atenciónde aquella mujer! ¡Qué mayor triunfo!...
Su apoderado, gran amigo del marqués de Moraima y relacionado con lomejor de Sevilla, le había hablado algunas veces de doña Sol.
Después de una ausencia de años, había vuelto a Sevilla pocos mesesantes, provocando el entusiasmo de la gente joven. Venía, tras su largapermanencia en el extranjero, hambrienta de cosas de la tierra, gozandocon las costumbres populares y encontrándolo todo muy interesante,muy... «artístico». Iba a los toros con traje antiguo de maja, imitandoel adorno y apostura de las graciosas damas pintadas por Goya. Hembrafuerte, acostumbrada a los sports y gran caballista, la gente la veíagalopar por las afueras de Sevilla, llevando con la negra falda deamazona una chaquetilla de hombre, corbata roja y blanco castoreño sobreel casco de oro de sus cabellos. Algunas veces ostentaba la garrochaatravesada en el borrén de la silla, y con un pelotón de amigosconvertidos en piqueros iba a las dehesas para acosar y derribar toros,gozando mucho en esta fiesta brava, abundante en peligros.
No era una niña. Gallardo recordaba confusamente haberla visto en suinfancia en el paseo de las Delicias sentada al lado de su madre ycubierta de rizadas blancuras, como las muñecas lujosas de losescaparates, mientras él, mísero pillete, saltaba entre las ruedas delcarruaje buscando colillas de cigarro. Eran indudablemente de la mismaedad: debía estar al final de la veintena; ¡pero tan esplendorosa, tandistinta a las otras mujeres!... Parecía un ave exótica, un pájaro delParaíso caído en un corral, entre lustrosas y bien cebadas gallinas.
Don José el apoderado conocía su historia... ¡Una cabeza desbaratada latal doña Sol! Su nombre de drama romántico cuadraba bien con lo originalde su carácter y la independencia de sus costumbres.
Muerta su madre y poseedora de una buena fortuna, se había casado enMadrid con cierto personaje mayor que ella en años, pero que ofrecíapara una mujer ansiosa de brillo y novedades el aliciente de andar porel mundo como embajador, representando a España en las principalescortes.
—¡Lo que se ha divertido esa niña, Juan!—decía el apoderado—. ¡Lascabezas que ha vuelto locas en diez años de una punta a otra de Europa!Figúrate que es un libro de geografía con notas secretas al pie de cadahoja. De seguro que no puede mirar el mapa sin hacer una crucecita derecuerdo junto a las capitales grandes... ¡Y el pobre embajador! Semurió, sin duda, de aburrido, porque ya no le quedaba adónde ir. La niñapicaba alto. Iba el buen señor destinado a representarnos en una corte,y antes del año ya estaba la reina o la emperatriz de aquella tierraescribiendo a España para que relevasen al embajador con su temiblecónyuge, a la cual llamaban los periódicos «la irresistible española».¡Las testas coronadas que ha trastornado esa gachí!... Las reinastemblaban al verla llegar, como si fuese el cólera morbo. Al fin, elpobre embajador no vio más sitio disponible para sus talentos que lasrepúblicas de América; pero como era un señor de buenos principios,amigo de los reyes, prefirió morirse... Y
no creas que la niña secontentaba sólo con el personal que come y baila en los palacios reales.¡Si fuese verdad todo lo que cuentan!... Esa chica es lo más extremosa:o todo o nada; tan pronto se fija en lo más alto, como busca arañandodebajo de tierra. A mí me han dicho que allá en Rusia anduvo tras uno deesos melenudos que tiran bombas: un mozuelo con cara de mujer, que no lahacía caso porque le estorbaba en sus negocios. Y la niña, por lo mismo,erre que erre detrás de él; hasta que al fin lo ahorcaron. También dicenque tuvo sus cosas con un pintor en París, y hasta aseguran que laretrató ligera de ropas, con un brazo en la cara para no ser conocida, yque así anda en las fototipias de las cajas de cerillas. Esto debe serfalso: exageraciones. Lo que parece más cierto es que fue gran amiga deun alemán, un músico de esos que escriben óperas. ¡Si la oyeses tocar elpiano!... ¡Y cuando canta! Lo mismo que cualquier tiple de las quevienen al teatro de San Fernando en la temporada de Pascua. Y no creasque canta en italiano solamente; ella lo camela todo: francés, alemán,inglés. Su tío el marqués de Moraima, que, aquí para entre los dos, yasabes que es algo bruto, cuando habla de ella en los Cuarenta y cinco,dice que tiene sus sospechas de que sabe latín... ¡Qué mujer! ¿eh,Juanillo? ¡Qué hembra tan interesante!
El apoderado hablaba de doña Sol con admiración, considerandoextraordinarios y originales todos los sucesos de su vida, así losindudables como los inciertos. Su nacimiento y su fortuna le inspirabanrespeto y benevolencia, lo mismo que a Gallardo. Ocupábanse de ella consonrisas de admiración. Los mismos hechos en otra mujer habrían dadosuelta a un raudal de comentarios irreverentes, comparándola a la bestiarapaz de gruesa cola que es protagonista de muchas fábulas.
—En Sevilla—continuaba el apoderado—lleva una vida ejemplar. Por estopienso si será mentira lo que cuentan del extranjero. ¡Calumnias deciertos pollos que quieren entrar por uvas y las encuentran verdes!
Y riendo de los arrestos de esta mujer, que en ciertos momentos erabrava y acometedora como un hombre, repetía las murmuraciones que habíancirculado en ciertos clubs de la calle de las Sierpes. Cuando «laEmbajadora» llegó a vivir en Sevilla, toda la juventud había formado unacorte en torno de ella.
—Figúrate, Juanillo. Una mujer elegante, de las que aquí no se usan,trayendo sus ropas y sombreros de París, su perfumería de Londres, yademás amiga de reyes...
Como si dijéramos marcada con el hierro de lasprimeras ganaderías de Europa...
Andaban como locos tras de sus paso