Sangre y Arena by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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—¡Pero hombre, eres peor que un lobo!—dijo el apoderado sacando delcafé a su matador—. Esa señora esperaba que fueses a su casa. Ha estadola mar de tardes sin salir, creyendo que ibas a llegar de un momento aotro. Eso no se hace. Después de presentarte y de todo lo ocurrido, ladebes una visita: cuestión de preguntarla por su salud.

El espada detuvo el paso y se rascó los pelos por debajo del sombrero.

—Es que...—murmuró con indecisión—es que... me da vergüensa. Vaya, yaestá dicho: sí señor, vergüensa. Ya sabe usté que yo no soy un lila, yque me traigo mis cosas con las mujeres, y que sé desirle cuatropalabras a una gachí como otro cualquiera. Pero con ésta, no. Esta esuna señora que sabe más que Lepe, y cuando la veo reconosco que soy unbruto, y me queo con la boca cerrá, y no hablo que no meta la pata. Na,don José... ¡que no voy! ¡que no debo ir!

Pero el apoderado, seguro de convencerle, le llevó hacia la casa de doñaSol, hablando de su reciente entrevista con la dama. Mostrábase algoofendida por el olvido de Gallardo. Lo mejor de Sevilla había ido averla con motivo del accidente en Tablada, y él no.

—Ya sabes que un torero debe estar bien con la gente que vale. Hay quetener educación y demostrar que no es uno un gañán criado en losherraderos. ¡Una señora de tanta importancia, que te distingue y teespera!... Nada; yo iré contigo.

—¡Ah! ¡Si usté me acompaña!...

Y Gallardo respiró al decir esto, como si se librase del peso de un granmiedo.

Entraron en la casa de doña Sol. El patio era de estilo árabe,recordando sus arcadas multicolores de fina labor los arcos de herradurade la Alhambra.

El chorro de la fuente, en cuyo tazón coleaban peces dorados, cantabacon dulce monotonía en el silencio vespertino. En las cuatro crujías, detecho artesonado, separadas del patio por las columnas de mármol de lasarcadas, vio el torero antiguos vargueños, cuadros obscuros, santos defaz lívida, muebles venerables de hierros herrumbrosos y maderasacribilladas por la polilla, como si hubiesen sido fusilados conperdigones.

Un criado les hizo subir la amplia escalera de mármol, y en ella volvióa sorprenderse el torero viendo retablos con imágenes borrosas sobre unfondo dorado, vírgenes corpóreas que parecían labradas a hachazos, conlos colores pálidos y el oro moribundo, arrancadas de viejos altares;tapices de un tono suave de hoja seca, orlados de flores y manzanas,unos representando escenas del Calvario, otros llenos de gachós peludos, con cuernos y pezuñas, a los que parecían torear variasseñoritas ligeras de ropa.

—¡Lo que es la ignoransia!—decía con asombro a su apoderado—. ¡Y yoque creía que too esto sólo era güeno pa los conventos!... ¡Lo que paeseque lo apresia esta gente!

Arriba encendíanse a su paso los globos de luz eléctrica, mientras enlos cristales de las ventanas brillaban todavía los últimos resplandoresde la tarde.

Gallardo experimentó nuevas sorpresas. Estaba orgulloso de sus mueblestraídos de Madrid, todos de sedas vistosas y complicadas tallas, pesadosy opulentos, que parecían proclamar a gritos el dinero de su coste, yaquí sentíase desorientado viendo sillas ligeras y frágiles, blancas overdes, mesas y armarios de líneas sencillas, paredes de una sola tinta,sin más adorno que pequeños cuadros repartidos a grandes trechos ypendientes de gruesos cordones, todo un lujo barnizado y sutil queparecía obra de carpinteros. Avergonzábase de su propia estupefacción yde lo que había admirado en su casa como supremo lujo. «¡Lo que es laignoransia!» Y al sentarse lo hizo con miedo, temiendo que la sillacrujiese rota bajo su pesadumbre.

La presencia de doña Sol le hizo olvidar estas reflexiones. La vio comonunca la había visto, libre de mantilla y de sombrero, al aire lacabellera luminosa, que parecía justificar su nombre romántico. Losbrazos de soberana blancura escapábanse de los embudos de seda de unatúnica japonesa cruzada sobre el pecho, la cual dejaba al descubierto elarranque del cuello adorable, ligeramente ambarino, con las dos rayasque recuerdan el collar de la madre Venus. Al mover sus manos, brillabancon mágico resplandor piedras de todos colores engastadas en lassortijas de extrañas formas que llenaban sus dedos. En los frescosantebrazos tintineaban pulseras de oro, unas de filigrana oriental, conmisteriosas inscripciones, otras macizas, de las que pendían amuletos yfigurillas exóticas, como recuerdos de lejanos viajes.

Había colocado, al hablar, una pierna sobra otra con desenfado varonil,y en la punta de uno de sus pies danzaba una babucha roja, de alto tacóndorado, diminuta como un juguete y cubierta de gruesos bordados.

A Gallardo le zumbaban los oídos, se le nublaba la vista: sólo alcanzabaa distinguir unos ojos claros fijos en él con una expresión entreacariciadora e irónica. Para ocultar su emoción, sonreía enseñando losdientes: una carátula inmóvil de niño que quiere ser amable.

—No, señora... Muchas grasias. Aqueyo no valió la pena.

Así se excusaba de las muestras de agradecimiento de doña Sol por suhazaña de la otra tarde.

Poco a poco, Gallardo fue adquiriendo cierta serenidad. Hablaban detoros la dama y el apoderado, y esto dio al espada una repentinaconfianza. Ella le había visto matar varias veces, y se acordaba conexactitud de los principales incidentes. Gallardo sintió orgullo alpensar que aquella mujer le había contemplado en tales instantes y aúnguardaba fresco el recuerdo en su memoria.

Había abierto una caja de laca con extrañas flores, y ofreció a los doshombres cigarrillos de boquilla de oro, que exhalaban un perfumepunzante y extraño.

—Tienen opio; son muy agradables.

Y encendió uno, siguiendo las espirales de humo con sus ojos verdosos,que adquirían al transparentar la luz un temblor de oro líquido.

El torero, habituado al bravo tabaco de la Habana, chupaba concuriosidad este cigarrillo. Pura paja; un placer de señoras. Pero elextraño perfume esparcido por el humo pareció desvanecer lentamente sutimidez.

Doña Sol, mirándole fijamente, le hacía preguntas sobre su vida. Deseabaconocer los bastidores de la gloria, el foso de la celebridad, la vidaerrante y miserable del torero antes de llegar a la aclamación pública;y Gallardo, con súbita confianza, hablaba y hablaba, relatando susprimeros tiempos, deteniéndose con soberbia delectación en la humildadde su origen, aunque omitiendo lo que consideraba vergonzoso en suadolescencia aventurera.

—¡Muy interesante... muy original!—decía la hermosa señora.

Y apartando sus ojos del torero, perdíanse éstos en vagorosacontemplación, como si se fijasen en algo invisible.

—¡El primer hombre del mundo!—exclamaba don José con brutalentusiasmo—.

Créame usted, Sol, no hay dos mozos como éste. ¿Y suresistencia para las cogidas?...

Satisfecho de la fortaleza de Gallardo, como si fuese su progenitor,enumeraba las heridas que llevaba recibidas, describiéndolas como si lasviese a través de las ropas.

Los ojos de la dama le seguían en estepaseo anatómico con sincera admiración. Un verdadero héroe; tímido,encogido y simplote, como todos los fuertes.

El apoderado habló de retirarse. Eran más de las siete, y a él leesperaban en su casa.

Pero doña Sol púsose de pie con sonrienteviolencia, como si quisiera oponerse a su marcha. Debía quedarse.Comerían con ella: una invitación de confianza. Aquella noche noesperaba a nadie. El marqués y su familia se habían ido al campo.

—Estoy solita... Ni una palabra más: yo mando. Se quedarán ustedes ahacer penitencia conmigo.

Y como si sus órdenes no pudieran admitir réplica, salió de lahabitación.

El apoderado protestaba. No: él no podía quedarse; había llegado defuera aquella misma tarde, y su familia apenas le había visto. Además,tenía invitados a dos amigos.

En cuanto a su matador, le parecía naturaly correcto que no se marchase. Realmente, la invitación era para él.

—Pero ¡quédese usted al menos!—decía angustiado el espada—. ¡Marditasea!... No me deje usté solo. No sabré qué haser; no sabré qué desir.

Un cuarto de hora después volvió a aparecer doña Sol, pero con distintoaspecto, sin la negligencia exótica con que los había recibido,vistiendo uno de aquellos trajes enviados de París, modelos de Paquin,que eran la desesperación y el asombro de parientas y amigas.

Don José volvió a insistir. Se iba, era inevitable; pero su matador sequedaba. El se encargaría de avisar a su casa para que no lo esperasen.

Otra vez Gallardo hizo un gesto angustioso; pero se tranquilizó con lamirada del apoderado.

—¡Descuida!—murmuró éste al ir hacia la puerta—. ¿Crees que soy unchiquillo?...

Diré que comes con unos aficionados de Madrid.

¡El tormento que sufrió el espada en los primeros momentos de lacomida!...

Intimidábale el lujo grave y señorial de aquel comedor, en elque parecían perdidos la dama y él, sentados frente a frente en mitadde la gran mesa, junto a enormes candelabros de plata con bujías de luzeléctrica y pantallas rosa. Inspirábanle respeto los imponentes criados,ceremoniosos e impasibles, como si estuvieran habituados a los hechosmás extraordinarios y no pudiera asombrarles nada de su señora.

Seavergonzaba de su traje y sus maneras, adivinando el rudo contrasteentre aquel ambiente y su aspecto.

Pero esta primera impresión de miedo y encogimiento se desvaneció poco apoco.

Doña Sol reía de su parquedad, del miedo con que tocaba a losplatos y las copas.

Gallardo acabó por admirarla. ¡Vaya un diente el dela rubia! Acostumbrado a los remilgos y abstenciones de las señoritasque había conocido, las cuales creían de mal tono comer mucho,asombrábase de la voracidad de doña Sol y de la distinción con quecumplía sus funciones nutritivas. Desaparecían los bocados entre suslabios de rosa sin dejar huella de su paso; funcionaban sus mandíbulassin que este gesto disminuyese la hermosa serenidad del rostro;llevábase la copa a la boca sin que la más leve gota de líquido quedasecomo perla de color en sus comisuras. Así comían seguramente las diosas.

Gallardo, animado por el ejemplo, comió, y sobre todo, bebió mucho,buscando en los varios y ricos vinos un remedio para aquella cortedad,que le hacía permanecer como avergonzado ante la dama, sin otro recursoque sonreír a todo, repitiendo:

«Muchas grasias.»

La conversación se animó. El espada, sintiéndose locuaz, hablaba degraciosos incidentes de la vida toreril, acabando por contar lasoriginales propagandas del Nacional y las hazañas de su picador Potaje, un bárbaro que se tragaba enteros los huevos duros, teníamedia oreja de menos, por habérsela arrancado un compadre de unmordisco, y al ser conducido contuso a las enfermerías de las plazascaía en la cama con tal peso de hierros y músculos, que atravesaba loscolchones con sus enormes espuelas y luego había que desclavarlo como sifuese un Cristo.

—¡Muy original... muy interesante!

Doña Sol sonreía escuchando los detalles de la existencia de aquelloshombres rudos, siempre a vueltas con la muerte, y a los que habíaadmirado hasta entonces de lejos.

El champaña acabó de trastornar a Gallardo, y cuando se levantó de lamesa dio el brazo a la dama, asustándose de su propia audacia. ¿No sehacía así en el gran mundo?... El no era tan ignorante como parecía aprimera vista.

En el salón donde les sirvieron el café vio el espada una guitarra, lamisma, sin duda, con que daba sus lecciones el maestro Lechuzo. DoñaSol se la ofreció, invitándole a que tocase algo.

—¡Si no sé!... ¡Si soy lo más singrasia der mundo, fuera de matartoros!...

Lamentábase de que no estuviese presente el puntillero de su cuadrilla,un muchacho que traía locas a las mujeres con sus manos de oro pararasguear la guitarra.

Quedaron los dos en largo silencio. Gallardo estaba en un sofá, chupandoel magnífico habano que le había ofrecido un criado. Doña Sol fumaba unode aquellos cigarrillos cuyo perfume la sumía en vaga somnolencia.Pesaba sobre el torero la torpeza de la digestión, cerrando su boca y nopermitiéndole otro signo de vida que una sonrisa de estúpida fijeza.

La señora, fatigada, sin duda, del silencio en el que se perdían suspalabras, fue a sentarse ante un piano de cola, y las teclas, heridascon viril empuje, lanzaron el ritmo alegre de unas malagueñas.

—¡Olé!... Eso está güeno; pero mu güeno—dijo el torero repeliendo sutorpeza.

Y tras las malagueñas sonaron unas sevillanas, y luego todos los cantosandaluces, melancólicos y de oriental ensueño, que doña Sol habíarecopilado en su memoria, como entusiasta de las cosas de la tierra.

Gallardo interrumpía la música con sus exclamaciones, lo mismo quecuando estaba junto al tablado de un café cantante.

—¡Vaya por esas manitas de oro! ¡A ver otra!...

—¿Le gusta a usted la música?—preguntó la dama.

¡Oh, mucho!... Gallardo nunca se había hecho esta pregunta hastaentonces, pero indudablemente le gustaba.

Doña Sol pasó lentamente del ritmo vivo de los cantos populares a otramúsica más lenta, más solemne, que el espada, en su sabiduríafilarmónica, reconoció como

«música de iglesia».

Ya no lanzaba exclamaciones de entusiasmo. Sentíase invadido por unadeliciosa inmovilidad; cerrábanse sus ojos; adivinaba que, por poco quedurase este concierto, iba a dormirse.

Para evitarlo, Gallardo contemplaba a la hermosa señora, vuelta deespaldas a él.

¡Qué cuerpo, madre de Dios! Sus ojos africanos fijábanseen la nuca de redonda blancura, coronada por una aureola de pelos de orolocos y rebeldes. Una idea absurda danzaba en su embotado pensamiento,manteniéndolo despierto con el cosquilleo de la tentación.

«¿Qué haría esta gachí si yo me levantase, y, pasito a pasito, fuese adarle un beso en ese morrillo tan rico?...»

Pero sus propósitos no pasaban de un mal pensamiento. Le inspirabaaquella mujer un respeto irresistible. Se acordaba, además, de laspalabras de su apoderado: de la arrogancia con que sabía espantar a losmoscones molestos; de aquel jueguecito aprendido en el extranjero que lahacía manejar a un hombrón como si fuese un guiñapo... Siguiócontemplando la blanca nuca, como una luna envuelta en nimbo de oro, altravés de las nieblas que tendía el sueño ante sus ojos. ¡Iba adormirse! Temía que de pronto un ronquido grosero cortase esta músicaincomprensible para él, y que, por lo mismo, debía ser magnífica. Sepellizcaba las piernas para espabilarse; extendía los brazos; cubríasela boca con una mano para ahogar sus bostezos.

Pasó mucho tiempo. Gallardo no estaba seguro de si había llegado adormir. De pronto sonó la voz de doña Sol, sacándole de su penosasomnolencia. Había dejado a un lado el cigarrillo de azules espirales, ycon una media voz que acentuaba las palabras, dándolas tembloresapasionados, cantaba acompañándose de las melodías del piano.

El torero avanzó los oídos para entender algo... Ni una palabra. Erancanciones extranjeras. «¡Mardita sea! ¿Por qué no un tango o unasoleá?... Y aún querrían que un cristiano no se durmiese.»

Doña Sol ponía los dedos en el teclado, mientras sus ojos vagaban en loalto, echando la cabeza atrás, temblándole el firme pecho con lossuspiros musicales.

Era la plegaria de Elsa, el lamento de la virgen rubia pensando en elhombre fuerte, el bello guerrero, invencible para los hombres y dulce ytímido con las mujeres.

Soñaba despierta al cantar, poniendo en sus palabras temblores depasión, subiéndole a los ojos una lacrimosidad emocionante. El hombresencillo y fuerte, el guerrero, tal vez estaba detrás de ella... ¿Porqué no?

No tenía el aspecto legendario del otro, era rudo y torpe; pero ellaveía aún, con la limpieza de un recuerdo enérgico, la gallardía con quedías antes había corrido en su auxilio, la sonriente confianza con quehabía peleado con una fiera mugidora, lo mismo que los héroeswagnerianos peleaban con dragones espantosos. Sí; él era «su»

guerrero.

Y sacudida desde los talones hasta la raíz de los cabellos por un miedovoluptuoso, dándose por vencida de antemano, creía adivinar el dulcepeligro que avanzaba a sus espaldas. Veía al héroe, al paladín,levantarse lentamente del sofá, con sus ojos de árabe fijos en ella;sentía sus pasos cautelosos; percibía sus manos al posarse sobre sushombros; luego, un beso de fuego en la nuca, una marca de pasión que lasellaba para siempre, haciéndola su sierva... Pero terminó la romanzasin que nada ocurriese, sin que sintiera en su dorso otra impresión quesus propios estremecimientos de miedoso deseo.

Decepcionada por este respeto, hizo girar el taburete del piano, y cesóla música. El guerrero estaba frente a ella hundido en el sofá, con unacerilla en la mano, intentando encender por cuarta vez el cigarro yabriendo desmesuradamente los ojos para defenderse del entorpecimientode sus sentidos.

Al verla fijos los ojos en él, Gallardo se puso de pie... ¡Ay! ¡elmomento supremo iba a llegar! El héroe marchaba hacia ella paraestrujarla con varonil apasionamiento, para vencerla, haciéndola suya.

—Güeñas noches, doña Zol... Me voy, es tarde. Usté querrá descansar.

A impulsos de la sorpresa y el despecho, ella también se puso de pie, ysin saber lo que hacía, le tendió la mano... ¡Torpe y sencillo como unhéroe!

Pasaron

atropelladamente

por

su

pensamiento

todos

los

convencionalismosfemeniles, los reparos tradicionales, que no olvida ninguna mujer ni aunen los momentos de mayor abandono. No era posible su deseo... ¡Laprimera vez que entraba en su casa! ¡Ni el más leve simulacro deresistencia!... ¡Ir ella a él!... Pero al estrechar la mano del espadavio sus ojos; unos ojos que sólo sabían mirar con apasionada fijeza,confiando a la muda tenacidad sus esperanzas tímidas, sus deseossilenciosos.

—No te vayas... Ven: ¡ven!

Y no dijo más.

IV

Una gran satisfacción para su vanidad vino a unirse a los numerososmotivos que hacían que Gallardo sintiérase orgulloso de su persona.

Cuando hablaba con el marqués de Moraima contemplábalo con un cariñocasi filial.

Aquel señor vestido como un hombre del campo, rudo centaurode zajones y fuerte garrocha, era un ilustre personaje que podíacubrirse el pecho de bandas y cruces y vestir en el palacio de los reyesuna casaca llena de bordados con una llave de oro cosida a un faldón.Sus más remotos ascendientes habían llegado a Sevilla con el monarca queexpulsó a los moros, recibiendo como premio de sus hazañas inmensosterritorios quitados al enemigo, restos de los cuales eran las vastasllanuras en las que pacían actualmente los toros del marqués. Susabuelos más próximos habían sido amigos y consejeros de los monarcas,gastando en el fausto de la corte una gran porción de su patrimonio. Yeste gran señor bondadoso y franco, que guardaba en la llaneza de suvida campesina la distinción de su ilustre ascendencia, era paraGallardo algo así como un pariente próximo.

El hijo del remendón enorgullecíase lo mismo que si hubiese entrado aformar parte de la noble familia. El marqués de Moraima era su tío; yaunque no pudiera confesarlo públicamente ni el parentesco fueselegítimo, consolábase pensando en el dominio que ejercía él sobre unahembra de la familia, gracias a unos amoríos que parecían reírse detodas las leyes y prejuicios de raza. Primos suyos eran también, yparientes en grado más o menos cercano, todos aquellos señoritos queantes le acogían con la familiaridad un tanto desdeñosa con que losaficionados de rango hablan a los toreros, y a los que ahora comenzabaél a tratar como si fuesen sus iguales.

Acostumbrado a que doña Sol hablase de ellos con la familiaridad delparentesco, Gallardo creía vejatorio para su persona no tratarlos conigual confianza.

Su vida y sus costumbres habían cambiado. Entraba poco en los cafés dela calle de las Sierpes, donde se reunían los aficionados. Eran buenasgentes, sencillas y entusiastas, pero de poca importancia: pequeñoscomerciantes, obreros que se habían convertido en patronos, modestosempleados, vagos sin profesión que vivían milagrosamente de ocultosexpedientes, sin otro oficio conocido que hablar de toros.

Pasaba Gallardo ante los ventanales de los cafés, saludando a susentusiastas, que le respondían con grandes manoteos para que entrase.«Ahora güervo.» Y no volvía, pues se metía en una sociedad de la mismacalle, un club aristocrático, con domésticos de calzón corto, imponentedecoración gótica y servicios de plata sobre la mesa.

El hijo de la señora Angustias conmovíase con una sensación de vanidadcada vez que pasaba entre los criados, erguidos militarmente dentro desus fracs negros, y un servidor imponente como un magistrado, con cadenade plata al cuello, pretendía tomarle el sombrero y el bastón. Dabagusto rozarse con tanta gente distinguida. Los jóvenes, hundidos enaltos sitiales de drama romántico, hablaban de caballos y mujeres yllevaban la cuenta de cuantos desafíos se realizaban en España, puestodos eran hombres de honor quisquilloso y obligatoria valentía. En unsalón interior se tiraba a las armas; en otro se jugaba desde lasprimeras horas de la tarde hasta después de salido el sol. Toleraban aGallardo como una originalidad del club, porque era torero

«decente»,vestía bien, gastaba dinero y tenía buenas relaciones.

—Es muy ilustrado—decían los socios con gran aplomo, reconociendo quesabía tanto como ellos.

La personalidad de don José el apoderado, simpática y bien emparentada,servía de garantía al torero en esta nueva existencia. Además, Gallardo,con su malicia de antiguo chicuelo de la calle, sabía hacerse querer deesta juventud brillante, en la que encontraba los parientes a docenas.

Jugaba mucho. Era el medio mejor para estar en contacto con su nuevafamilia, estrechando las relaciones. Jugaba y perdía, con la mala suertede un hombre afortunado en otras empresas. Pasaba las noches en la «saladel crimen», como llamaban a la pieza del juego, y rara vez conseguíaganar. Su mala suerte era motivo de vanidad para el club.

—Anoche llevó paliza el Gallardo—decían los socios—. Lo menosperdió once mil pesetas.

A este prestigio de «punto» de fuerza, así como la serenidad con queabandonaba el dinero, hacía que le respetasen sus nuevos amigos, viendoen él un firme sostenedor del juego de la sociedad.

La nueva pasión se apoderó rápidamente del espada. Domináronle lasemociones del juego, hasta el punto de hacerle olvidar algunas veces ala gran señora, que era para él lo más interesante del mundo. ¡Jugarcon lo mejor de Sevilla! ¡Verse tratado como un igual por los señoritos,con la fraternidad que crean los préstamos de dinero y las emocionescomunes!... Una noche se desprendió de golpe sobre la mesa verde unagran lámpara de globos eléctricos que iluminaba la pieza. Huboobscuridad y barullo, pero en esta confusión sonó imperiosa la voz deGallardo.

—¡Carma, señores! Aquí no ha pasao na. Continúa la partida. Que traiganvelas.

Y la partida continuó, admirándole los compañeros de juego por suenérgica oratoria más aún que por los toros que mataba.

Los amigos del apoderado preguntábanle sobre las pérdidas de Gallardo.Se iba a arruinar; lo que ganaba en los toros se lo comería el juego.Pero don José sonreía desdeñoso, pluralizando la gloria de su matador.

—Para este año tenemos más corridas que nadie. Nos vamos a cansar dematar toros y ganar dinero... Dejad que el niño se divierta. Para esotrabaja y es quien es... ¡El primer hombre del mundo!

Consideraba don José como una gloria más de su ídolo el que la genteadmirase la serenidad con que perdía el dinero. Un matador no podía serigual a los demás hombres, que andan a vueltas con los céntimos. Poralgo ganaba lo que quería.

Además, satisfacíale como un triunfo propio, como algo que era obrasuya, el verle metido en un Círculo donde no todos podían entrar.

—Es el hombre del día—decía con aire agresivo a los que criticaban lasnuevas costumbres de Gallardo—. No va con granujas ni se mete entabernas, como otros matadores. ¿Y qué hay con eso? Es el torero de laaristocracia, porque quiere y puede... Lo demás son envidias.

En su nueva existencia, Gallardo no sólo frecuentaba el club, sino quealgunas tardes se metía en la sociedad de los Cuarenta y cinco. Era amodo de un Senado de la tauromaquia. Los toreros no encontraban fácilacceso en sus salones, quedando así en libertad los respetables próceresde la afición para emitir sus doctrinas.

Durante la primavera y el verano reuníanse los Cuarenta y cinco en elvestíbulo de la sociedad y parte de la calle, sentados en sillones dejunco, a esperar los telegramas de las corridas. Creían poco en lasopiniones de la prensa; además, necesitaban conocer las noticias antesde que saliesen en los periódicos. Llegaban a la caída de la tardetelegramas de todos los lugares de la Península donde se había celebradocorrida, y los socios, luego de escuchar su lectura con religiosagravedad, discutían, levantando suposiciones sobre el laconismotelegráfico.

Era una función que les llenaba de orgullo, elevándolos sobre los demásmortales, esta de permanecer tranquilamente sentados a la puerta de lasociedad tomando el fresco y saber de una manera cierta, sinexageraciones interesadas, lo que había ocurrido aquella tarde en laPlaza de Toros de Bilbao, en la de la Coruña, la de Barcelona o la deValencia, las orejas que había alcanzado un matador, las silbas que sehabía llevado otro, mientras sus conciudadanos vivían en la más tristede las ignorancias y paseaban por las calles teniendo que aguardar lanoche con la salida de los periódicos. Cuando «había hule» y llegaba untelegrama anunciando la terrible cogida de un torero de la tierra, laemoción y la solidaridad patriótica ablandaban a los respetablessenadores, hasta el punto de participar a cualquier transeúnte amigo elimportante secreto. La noticia circulaba instantáneamente por los cafésde la calle de las Sierpes, y nadie la ponía en duda. Era un telegramarecibido en los Cuarenta y cinco.

El apoderado de Gallardo, con su entusiasmo agresivo y ruidoso, turbabala gravedad social; pero le toleraban por ser antiguo amigo, y acababanriendo de «sus cosas». Les era imposible a aquellas personas sesudasdiscutir tranquilamente con don José sobre el mérito de los toreros.Muchas veces, al hablar de Gallardo, «un chico valiente pero con pocoarte», miraban temerosos hacia la puerta.

—Que viene Pepe—decían, y la conversación quedaba rota.

Entraba Pepe agitando sobre su cabeza el papel de un telegrama.

—¿Tienen ustedes noticias de Santander?... Aquí están: Gallardo, dosestocadas dos toros, y en el segundo la oreja. Nada; lo que yo digo: ¡elprimer hombre del mundo!

El telegrama de los Cuarenta y cinco era distinto muchas veces, peroel apoderado apenas pasaba por él una mirada de desprecio, estallando enruidosa protesta.

—¡Mentira! ¡Todo envidia! Mi papel es el que vale. Aquí lo que hay esrabia porque mi niño quita muchos moños.

Y los socios acababan riendo de don José, llevándose un dedo a la frentepara indicarle su locura, bromeando sobre el primer hombre del mundo ysu gracioso apoderado.

Poco a poco, como inaudito privilegio, consiguió i