Aquílo dejé, aquí lo puse por mi propia mano....¡Esos miserables me han robado!...
Ahora comprendoque mi noble Tony me avisaba, me decía: «Vuelveatrás; te dejas tu dinero.» Y yo, miserable, estúpido,imbécil, he pagado su lealtad dándole la muerte.
YPablo se golpeaba la frente y se arrancaba los cabellos.
—¡Tony! ¡Tony! ¡Tony!—comenzó á gritar condesesperación. Pero cada uno de estos gritos que brotabadel alma del chalán sólo levantaba un eco en losbarrancos.
Pablo, abrumado bajo el peso de su desgracia,se sentó en una de las tres piedras, y entoncesvió con sorpresa unas manchas de sangre y la tierramovida como si se hubiera revolcado un animal. Conlos ojos inmensamente abiertos reconoció el terreno quele rodeaba, y observó que aquí y allá, en dirección delmonte, había manchas de sangre.
Con esa inquietud, mezcla de desaliento y esperanza,Pablo comenzó á seguir aquel rastro de sangre. De vezen cuando se inclinaba para examinar las matas, con ladetención de esos hombres de la naturaleza que ven lashuellas de los animales impresas sobre la yerba. Juntoá un enebro se veía otra revolcadura y algunos pelos decolor rojizo pegados á la mata.—Sí, no me cabe duda,—sedijo Pablo,—por aquí ha pasado Tony.... Pero¿es esto posible?.. Yo le pegué el tiro en el atajo,lejos de este sitio, en el fondo de la cañada. El chaláncontinuó siguiendo las gotas de sangre y las revolcadurasdel pobre animal herido. Así se internó en el monteunos cincuenta metros. Junto á una espesa marañahabía otro charco de sangre; pero allí se perdía el rastro.
Pablo entró con alguna dificultad en aquel espesar, yno pudo contener un grito de asombro, de admiración,tal vez de remordimiento; porque allí estaba Tony...Tony ensangrentado, Tony moribundo, con sus potenteszarpas sobre el gato que contenía los mil duros, y suenorme cabeza apoyada en el tesoro de su amo, dispuestoá defenderlo aún después de muerto. Pablocayó arrodillado junto á su perro. Tony le miró contristes ojos, exhalando uno de esos débiles gemidos quepreceden á la agonía.
El chalán, con los ojos llenos de lágrimas y el almaangustiada por los remordimientos, abrazó la cabeza deaquel pobre animal, y besándola respetuosamente, murmuróen voz baja:—¡Perdón... perdón, pobre Tony:yo he sido tu asesino, yo he pagado tu lealtad dándotela muerte! Tony comenzó á lamer las lágrimas queresbalaban por las curtidas mejillas de su amo. Pocoá poco aquella lengua, que acariciaba á su asesino, fuéperdiendo la fuerza y el calor, hasta que se quedó inmóvily fría.
Tony, sin embargo de que la muerte había paralizadola ternura de su corazón, permaneció con los ojos abiertos,mirando á su amo. Aquellos ojos sin luz parecíandecirle: «Perdona si me han faltado las fuerzas, si nohe podido llevarte el dinero hasta tu casa: ya lo ves, laculpa no es mía.» Pablo permaneció una hora arrodilladojunto al cadáver de su perro. Por fin se levantó,y dijo:—Tony, tu muerte será para mí un remordimientoque ha de acompañarme hasta el sepulcro.
Aquella misma tarde el noble perro fué enterrado alpie de un árbol, que desde entonces lleva por nombre«La encina de Tony.»
PESCADOR DE CAÑA
SENTADO á la sombra en la orilla del río, cubierta lacabeza con un sombrero de paja de anchas alas yabastante moreno por el uso, las piernas colgando, lacaña de pescar tendida casi horizontalmente á pocaaltura del agua, el bueno de Chaviri se pasaba las horasmuertas, esperando que algún pez picase en su anzuelo.
Los chicos del pueblo, al pasar por allí, solían gritarle:
—¡Pescador de caña, más pierde que gana!
Y no siempre eran los chicos los que se burlaban deél, sino á veces los grandes, preguntándole en tono dezumba:
—¿Pican? ¿Pican?
Chaviri miraba á unos y á otros con sonrisa desdeñosa,ó se encogía de hombros sin mirar siquiera, y,atento á su caña, seguía esperando la pesca con pacienciaejemplar.
Antes de hacerse Chaviri pescador de caña, había intentadohallar la fortuna por diversos caminos. Hombrede imaginación viva y fecunda, tuvo en varias ocasionesmuy luminosas ideas; pero, al ir á realizarlas, fué tandesgraciado que siempre se le adelantó alguno en lasempresas por él concebidas....
Lo que no acababa de comprender nunca, en mediodel desaliento que en él producían sus continuos chascos,era cómo á Pérez, y á Martínez, y á González, no leshabía pasado lo mismo al establecerse, habiendo podidollegar los tres á reunir millones....
Anduvo caviloso algún tiempo, y observaron todosun gran cambio en el carácter de Chaviri. Lo vierondar paseos solitarios y ausentarse del pueblo largashoras.
Ya no era, como antes, franco y expansivo, sino silenciosoy reservado.
Y como tenía fama de ambiciosillo y de hombretenaz que no se rinde fácilmente á las contrariedades,todos se dijeron al verle ir y venir:
¡Algo nuevo trae en su cabeza Chaviri!
Así es que, cuando se supo que después de tantascavilaciones se había hecho pescador de caña, no huboquien no dijese:
—¡Se ha desengañado! ¡Se da por vencido!
En los primeros días de aquella nueva ocupación deChaviri, acudieron muchos á verle pescar, entre ellosPérez, Martínez y González, que con sorna le preguntabande vez en cuando:
—¿Pican? ¿Pican?
Y los chicos, menos disimulados que las personasmayores, le gritaban al nuevo pescador:
—¡Pescador de caña, más pierde que gana!
Sólo de tarde en tarde se le veía sacar del río algúnpececillo, que ni la carnada valía siquiera.
Mas es el caso, que cuando Chaviri á la caída delsol volvía al pueblo, no llevaba sólo aquellos pececillosmiserables cuya pesca habían presenciado los curiosos,sino también hermosas anguilas y soberbias truchas, quelas vendedoras del mercado le pagaban á subido precio.
No había nadie que al pueblo llevara pesca tan ricay abundante como la de Chaviri.
Los primeros días se atribuyó aquello á simple casualidad.Pero la cosa iba durando una y otra semana.Á los dos meses el nuevo pescador había ganado yamucho dinero.
Fué la noticia extendiéndose, y Chaviri dejó de oirel irónico: ¿Pican? ¿Pican? Los chicos ya no volvieroná gritarle: ¡Pescador de caña, más pierde quegana!
Y como se había hecho malicioso, pronto se diócuenta de que algunos de los que antes se burlaban deél, le acechaban con cautela ó le seguían con disimulo.
—¡Ah! ¡Qué bien hice—se dijo—en evitar quenadie me viese río arriba, donde está el escondido remansode las anguilas y de las truchas que he descubiertoyo solo!
Usaba de toda clase de ardides para observar si eraacechado ó seguido, y prefería volver sin pesca al puebloá exponerse por una imprudencia á que acertasen elsitio de la pesca maravillosa.
Una tarde en que Chaviri estaba seguro de ser espiado,después de pasar pacientemente una hora echandosu caña en el sitio donde solía ponerse para que lasgentes le vieran, miró á su alrededor con gesto receloso,levantóse, recogió su aparejo, y se fué río abajo, dondela orilla forma un recodo oculto entre espinos y zarzales.
Se sentó sobre la hierba, tendió su caña y echó suanzuelo á la corriente.
Al poco rato exclamó:
—¡Gracias á Dios que estoy solo! ¡No es floja lapesca que hoy voy á llevar!
Entonces, del jaro inmediato salió una cabeza, yluego otra del de más allá y otra tercera más lejos.Chaviri reconoció al punto á González, á Martínez yá Pérez, que se apresuraron á decirle:
—¡Tú nos engañas!
—¡No pones nada en tu anzuelo!
—¡Si querrás hacernos creer que se puede pescar sincarnada!
—¿Cómo que no? ¡Ya lo veis!—contestó Chaviririéndose.—¡Nada he puesto en mi anzuelo... y lostres habéis picado!
LA CONFESIÓN DE UN CRIMEN
EN el vasto salón del Prado aún no había gente.Era temprano; las cinco y media nada más. Á faltade personas formales los niños tomaban posesión delpaseo, utilizándolo para los juegos del aro, de la cuerda,de la pelota y de escondite....
El sol aún seguía bañando una parte no insignificantedel paseo. Los chiquillos resaltaban sobre laarena como un enjambre de mosquitos en una mesa demármol. Las niñeras, guardianas fieles de aquel rebaño,con sus cofias blancas y rizadas, las trenzas delcabello sueltas, las manos coloradas y las mejillas rebosandosalud, se agrupaban á la sombra sentadas en algúnbanco, desahogando con placer sus respectivos pechoshenchidos de secretos domésticos, sin que por eso perdiesende vista un momento los inquietos y menudosobjetos de su vigilancia....
Esperando la llegada de la gente, me senté en unasilla metálica de las que dividen el paseo, y me puse ácontemplar con ojos distraídos el juego de los chicos.Detrás de mí estaban sentadas dos niñas de once á doceaños de edad, cuyos perfiles—lo único que veía de ellas—erande una corrección y pureza encantadoras. Ambasrubias y ambas vestidas con singular gracia y elegancia....
Me llamó la atención desde luego la gravedad que lasdos mostraban y el poco ó ningún efecto que les causabala alegría de los demás muchachos. Al principio creíque aquella circunspección procedía de considerarse yademasiado formales para corretear, y me pareció cómica:pero observando mejor, me convencí de que algoserio pasaba entre ellas....
El paseo se iba poblando poco á poco.... Los pequeños,retrocedían ante la invasión de los grandes á losparajes más apartados, donde establecían nuevamentesus juegos.
Un chico rubio, vestido de marinero, concara de desvergonzado, se quedó fijo delante de nuestrasniñas contemplándolas con insistencia, y no hallandoal parecer conveniente la gravedad que mostraban, sepuso á hacerles muecas en son de menosprecio. Luisa,al verse interrumpida, se levantó furiosa y le tiró por loscabellos.
El chico se alejó llorando.
Al cabo de un rato, cuando ya me disponía ádejar la silla para dar algunas vueltas, oí exclamará Luisa:
—¡Calla... calla... me parece que ahí vieneLola!
Asunción se estremeció la cabeza vivamente.
—Sí, sí, es ella,—continuó Luisa.—Viene conPepita y con Concha y Eugenia... Es el primerdomingo que viene después de la muerte de su hermano...No te asustes...
verás, yo lo voy á arreglartodo.
Asunción, en efecto, había empalidecido y estabaclavada é inmóvil en la silla como una estatua. Prontodivisé un grupo de niñas de su misma edad quese aproximaba; en el centro venía una completamenteenlutada, morenita, con grandes ojos negrosque debía de ser la causante de los temores de Asunción.Luisa se levantó á recibirlas....
Asunción nose movió....
Lolita se vino hacia la melancólica niña y le preguntócariñosamente tocándole la cara:
—¿Qué tienes, Chonchita?
La pobre Asunción, completamente abatida, no contestónada; visto lo cual por su amiga, tomó asiento allado; y la instó con mucha viveza para que le contaselo que la ponía tan triste.
—Mira, Lola,—comenzó con voz temblorosa y casiimperceptible,—después que te lo diga, ya no mequerrás.
Lola protestó con una mueca....
—Mañana hace un mes que murió tu hermano Pepito....Á mí no me han dejado ir á tu casa, pero todala tarde la pasé llorando... Luisa te lo puede decir...Lloraba porque Pepito y yo éramos novios... ¿no losabías?
—¡No!
—Pues lo éramos desde hacía dos meses. Me escribióuna carta y me la dió un día al entrar en tu casa:salió de un cuarto de repente, me la dió y echó á correr.Me decía que desde la primera vez que me había vistole había gustado, que podríamos ser novios si yo lequería, y que en concluyendo la carrera de abogado, queera la que pensaba seguir, nos casaríamos. Á mí medaba mucha vergüenza contestarle, pero como á Luisale había escrito también Paco Núñez declarándose, yopor encargo de ella le dije un día en el paseo: «Paco, departe de Luisa, que sí,» y á la otra vuelta Luisa le dijoá Pepito: «Pepito, de parte de Asunción, que sí.» Yquedamos novios. Los domingos cuando bailábamosen tu casa ó en la mía, me sacaba más veces que á lasdemás, pero no se atrevía á decirme nada... Á pesarde eso, una vez bailando, como estaba triste y hablabapoco, le pregunté si estaba enfadado, y él me contestó:«Yo no me enfado con nadie, y mucho menos contigo.»Yo me puse colorada... y él también... Todos losdías por la tarde iba á esperarme á la salida del colegio;se estaba paseando por delante hasta que yo salía ydespués me seguía hasta casa...
Aquí Asunción cesó de hablar, y Lola, que la escuchabacon tristeza y curiosidad, aguardó un rato á quecontinuase....
—¿De qué murió tu hermano? ¿No dijeron losmédicos que había muerto de una mojadura que habíacogido?
—Sí.
—Pues esa mojadura, Lola... la cogió por causamía... Sí, la cogió por causa mía...
Una tarde enque estaba lloviendo á cántaros, fué á esperarme alcolegio... Le ví por los cristales metido en un portal...en el portal de enfrente... no traía paraguas.Cuando salimos, yo me tapé perfectamente porque lacriada había traído uno para mí y otro para ella...Pepito nos siguió á descubierto. Llovía atrozmente...y yo en vez de ofrecerle el paraguas y taparme con el dela criada, le dejé ir mojándose hasta casa...
Pero nofué por gusto mío, Lola... por Dios, no lo creas...fué que me daba vergüenza...
Al decir estas palabras, la embargó la emoción, se leanudó la voz en la garganta y rompió á sollozar fuertemente.Lolita se la quedó mirando un buen rato, conojos coléricos, el semblante pálido y las cejas fruncidas;por último se levantó repentinamente y fué á reunirsecon sus amigas que estaban algo apartadas formandoun grupo. La ví agitar los brazos en medio de ellasnarrando, al parecer, el suceso con vehemencia, y observéque algunas lágrimas se desprendían de sus ojos,sin que por eso perdiesen la expresión dura y sombría.Asunción permaneció sentada, con la cabeza baja yocultando el rostro entre las manos....
El sol se había retirado ya del paseo, aunque anduviesetodavía por las ramas de los árboles y las fachadasde las casas. Los lejanos palacios del paseo de Recoletosresplandecían en aquel instante como si fuesen deplata. El salón estaba ya lleno de gente.
Después de discutir con violencia y de rechazarenérgicamente las proposiciones conciliadoras, Lolita seencerró en un silencio sombrío.... Al fin volvió lentamentela cabeza hacia Asunción. La pobre niña seguíaen la misma postura, abatida, ocultando siempre elrostro con las manos. Al verla, debió pasar un soplode enternecimiento por el corazón de la irritada hermana;destacóse del grupo, y viniendo hacia ella, leechó los brazos al cuello diciendo:
—No llores, Chonchita, no llores.
Pero al pronunciar estas palabras lloraba también.La cabecita rubia y la morena estuvieron un instanteconfundidas. Rodeáronlas las amigas, y ni una soladejó de verter lágrimas.
—¡Vamos, niñas, que nos están mirando!—dijoLuisa.—Enjugad las lágrimas y vamos á pasear.
Y en efecto, llevándose el pañuelo á los ojos, ella laprimera, con rostro sereno y risueño se mezclaron agrupadasentre la muchedumbre; y las perdí muy prontode vista.
ECONOMÍA PRÁCTICA
...HAY personas que cifran todo su orgullo en comprarbarato, como le sucede á un tío mío, hombre muynervioso y algo irascible, que se va á un establecimientode paños y empieza por pedir una silla y sentarse cómodamente.
—Sáqueme usted tela para un gabán—dice con airede hombre superior.—Quiero que sea buena, ¿sabeusted?
El dependiente coloca sobre el mostrador seis ó sietepiezas de paño. Mi tío desde su asiento examina elgénero, lo frota, lo mira al trasluz, lo estira, lo encoge,lo acerca á la nariz, se lo pasa por los párpados paraver si es suave, y, por último, pregunta:
—¿Á cómo?
—Á tres duros.
Mi tío se levanta, hace un gesto de desdén y se fingeque va á tomar la puerta, no sin decir antes:
—Vaya, vaya; veo que no quiere usted vender.
—Pero venga usted acá y nos arreglaremos....
Mi tío se acerca al mostrador, coge al dependientepor la muñeca, le aproxima los labios al oído y le dice ámedia voz:
—¿Quiere usted treinta reales?...
—¿Está usted loco? ¡Treinta reales por un génerocomo éste!...
Enójase el dependiente; mi tío le contesta una barbaridad;chillan ambos, interviene el dueño de la tienda,y mi tío dice por último, con voz alterada:
—¿Quiere usted treinta y cinco reales? No doy uncéntimo más.
El caso es que mi tío sale de allí con la tela despuésde conseguir que le rebajen un duro en cada vara; ycuando está hecho el gabán, pregunta á los amigos:...
¿Cuánto cree usted que me ha costado esta prenda?
—Veinte duros—dice uno.
—Usted los hubiera pagado seguramente, ¡pero yo!...Límpiese usted los ojos para ver este gabán, yahora sepan ustedes que con tela, forros, botones yhechura me ha costado.... ciento once reales conquince céntimos.
¿Puede dudarse de que mi tío compra barato enMadrid? Pues ¿y D. Sinforoso, mi compañero deoficina?
Hace pocos días tuvo que comprar una jaula para unjilguero que le enviaron de Cuzcurrita, su tierra natal, yse fué á la plaza de Santa Ana.
—¿Á cómo son estas jaulitas?
—Á cuatro pesetas.
—¡Hombre, por Dios! No diga usted disparates.¿Quiere usted dos pesetas?
—No, señor; es precio fijo....
El pajarero volvió las espaldas; se puso á dar de comerá un loro que está delicado y no come con su propiopico.
—Oiga usted—gritó D. Sinforoso desde la puerta.—¿Noquiere usted vender?
—Sí, señor; pero no puedo perder el tiempo.
—Vamos, póngase usted en razón. ¿Quiere ustedlas dos pesetas?
—He dicho que no.
—¿Dos pesetas y diez céntimos?
Nueva retirada del pajarero....
Y viendo D. Sinforoso que el de los pájaros se sentabaen una silla para alimentar al loro con más comodidad,él se sentó también á la entrada de la tienda, yallí se estuvo cerca de una hora, diciendo de vez encuando:
—Conque ya lo sabe usted: dos pesetas y un perrogrande.
El pajarero comenzó á perder la paciencia, y acabópor vender la jaula en los ocho reales ofrecidos, dandoun empujón á D. Sinforoso y poniéndole de patitas enla calle....
DE VIAJE
DEJO á Barcelona entregada á su industria poderosay á sus hábitos mercantiles y me vuelvo á Madrid....Llego á la estación del ferrocarril en busca del tren queha de conducirme á la corte, y advierto con profundasorpresa que el andén está lleno de peregrinos de todasclases, procedentes de Roma y que se disponen á regresará sus pueblos respectivos.
En mi coche penetran varios, y entre ellos una señoracon una perra, á la que trata de ocultar en el seno parano incurrir en las iras de los empleados.... La perra,que es muy juguetona, salta sobre mis rodillas y se poneá escarbar encima de mis pantalones como si estuvieraen el campo.
—Celina—le dice su ama cariñosamente,—lame áeste caballero para manifestarle tus simpatías.
—No, señora—contesto yo,—dígale V. que no semoleste.
—Quiero que vea V. su docilidad.
La perra dirige á la señora una mirada de infinitaternura y se pone á lamer á los viajeros, uno por uno,hasta que llega á un fabricante de corchos, hombreiracundo, sin fe religiosa, ni aseo personal, que al sentirselamido suelta un terno y quiere matar á la perracon el lío de los paraguas.
Los demás viajeros conseguimos tranquilizarle, y laseñora se ve acometida de un estremecimiento nervioso,y comienza á herir la delicadeza del fabricante desatándoseen improperios contra los corchos, hasta que llegael interventor del tren y exige el billete de la perra conmal talante.
—¿Cómo?—grita la señora.—Un animalito que nopasa de los seis años, ¿va á pagar billete entero, como sifuese una persona mayor?
—No hay más remedio.
—Pues esto es un abuso, y en cuanto llegue á Madridse lo contaré todo á Conejo, que es de la mayoría parlamentariay se tutea con un primo de Salvador.
Al fin se conmueve el empleado, y exige sólo por laperra el importe de medio billete, considerándola niñade lanas.
Y en éstas y las otras llegamos á Manresa, donde hayvarios viajeros esperando el tren para tomarlo pocomenos que á la bayoneta.
La señora se pone de pie delante de la portezuela áfin de evitar el asalto, pero ellos no cejan en su propósitoy atropellan todo lo existente.
Entre los recién llegados figura un teniente de carabinerosque viaja con un saco de noche, dos sombrereras,una escopeta de dos cañones y un manojo desables atados con un cordel. La perra ve aquellosinstrumentos mortíferos y se pone á ladrar como unaloca.
—Aquí no hay sitio para todo ese equipaje—dice laseñora estrechando á la perra contra su corazón.
—¿Que no?—contesta el militar sonriendo.
Y deja caer los bultos sobre el almohadón del coche;después se quita las botas, abre el saco de noche, sacaunas babuchas que parecen dos orejas de elefante y selas calza con la mayor tranquilidad murmurando:
—¿Ve V. como hay sitio para todo?
La señora se muerde los labios.
Detrás del teniente penetran dos curas y se sientanencima de la perra, haciéndola prorrumpir en sollozosagudos. Entonces ocurre lo que no puede referirse; laseñora pierde la calma y quiere arañar al clero; el fabricantese subleva porque le ha pisado la señora unjuanete; ruge el carabinero y se asustan los sacerdoteshasta que se restablece la calma y cada cual busca elmedio de descansar mejor.
Un peregrino se sienta á mi lado, apoya la cabeza enmi hombro y se queda dormido, rozándome dulcementela mejilla con la media docena de pelos que adornan sufrente.
Otro peregrino saca un salchichón, que pareceuna escopeta, y se pone á comer rajas y á tararear unhimno piadoso. Algunas veces va á levantar el salchichóny me da con él en la cabeza.
Cuando llego á Madrid, quiero abrazar á un amigoque me espera en la estación y las fuerzas me faltan.
—¿Qué tienes?—me pregunta.—¿Estás malo?
—¿Cómo quieres que esté un hombre que ha venidodesde Barcelona debajo de dos peregrinos, y amenazadoconstantemente por una perra, una señora y unsalchichón?
TEMPRANO Y CON SOL
EL empleado que despachaba los billetes en la taquillade la estación del Norte de Madrid, no pudoreprimir un movimiento de sorpresa cuando la infantilvocecita pronunció, en tono imperativo:
—¡Dos billetes de primera para París...!
Miró á su interlocutora, y vió que era una morena deonce á doce años, de ojos como tinteros, de tupida melenanegra, vestida con rico y bien cortado ropón defranela roja, y luciendo un sombrerillo jockey de terciopelogranate que le sentaba á las mil maravillas.Agarrado de la mano traía la señorita á un caballereteque representaba la misma edad sobre poco más ómenos, y también tenía trazas en semblante y ropade pertenecer á muy distinguida clase y á muy acomodadafamilia. El chico parecía azorado; la niña,alegre con nerviosa alegría. El empleado sonrió á lagentil pareja y murmuró como quien da algún paternalaviso:
—¿Directo ó á la frontera? Á la frontera son cientocincuenta pesetas, y...
—Ahí va dinero,—contestó la intrépida señoritaalargando un abierto portamonedas.
El empleado volvióá sonreír, ya con marcada extrañeza y compasión,y advirtió:
—Aquí no tenemos bastante.
—¡Hay quince duros y tres pesetas!—exclamó laviajerilla.
—Pues no alcanza. Y para convencerse, preguntenustedes á sus papás.
Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta lasorejas del galán, cuya mano no había soltado la damisela,y ésta, dando impaciente patada en el suelo, gritó:
—¡Bien... pues entonces... un billete más barato!
—¿Cómo más barato? ¿de segunda? ¿de tercera?¿á una estación más próxima?
¿Escorial; Ávila...?
—¡Ávila, sí... Ávila... justamente Ávila...! respondiócon energía la niña.—Dudó el empleado unmomento; al fin se encogió de hombros...y entrególos dos billetes, devolviendo muy aligerado el portamonedas.
Sonó la campana de aviso; salieron los chicos disparadosal andén; metiéronse en el primer vagón quevieron, sin pensar en buscar un departamento dondefuesen solos; y con gran asombro del turista americanoque ya acomodaba en un rincón su valija de cuero, alverse dentro del coche se agarraron de la cintura y empezaroná bailar.
. . . . .. . . . .. . . . .. . . . .. . . . .
¿Cómo principió aquella pasión devoradora? Puesempezó del modo más sencillo, más inocente y másbobo. Empezó por una manía. Ambos eran coleccionistas....
El papá de Serafina, llamada Finita, y la mamá deFrancisco, llamado Currín, se trataban poco; ni siquierase visitaban, á pesar de vivir en la misma opulenta casadel barrio de Salamanca: en el primer piso el papá deFinita, y en el segundo la mamá de Currín. Currín yFinita, en cambio, se encontraban muy á menudo enla escalera, cuando él iba á clase y ella salía para sucolegio....
Cierta mañana, al bajar las escaleras, Currín notóque Finita llevaba bajo el brazo un objeto, un librorojo, ¡libro tantas veces codiciado y soñado por él!...Rogó á Finita que le enseñase el magnífico álbum desellos. Finita accedió á los ruegos de Currín: pusieronel álbum sobre la repisa de la ventana, y se dieron áhojearlo con vivacidad.—
«Esta hoja es del Perú.Mira, los de las islas Hawai. Tengo la colección completa.»
Y desfilaban los minúsculos y artísticos grabaditoscon que cada nación marca y autoriza su correspondencia....Currín se embelesaba, y chillaba de vezen cuando dando brincos: «¡Ay! ¡Ay! ¡qué rebonito!Éste no lo tengo yo...» Por fin, al llegar á uno muyraro de la república de Liberia, no pudo contenerse.«¿Me lo das?»—«Toma;»
respondió con expansiónFinita. «Gracias, hermosa;» contestó el galán; y comoFinita, al oir el requiebro, se pusiese color de la cubiertade su álbum, Currín reparó en que Finita era muyguapa, sobre todo así, colorada de placer y con los ojosbrillantes, negros, rebosando alegría.
«¿Sabes que te he de decir una cosa?»—murmuró elchico.—«Anda, dímela.»—
«Hoy no.»—La doncellaque acompañaba á Finita al colegio, había mostradohasta aquel instante risueña tolerancia con la escenafilatélica; pero le pareció que se prolongaba mucho, ypronunció un «vamos, señorita,» que significaba: «Hayque ir al colegio....»
Currín se quedó admirando su sello y pensando enFinita. Era Currín un chico dulce de carácter, no muytravieso, aficionado á los dramas tristes, á las novelasde aventuras extraordinarias, y á leer versos y aprendérselosde memoria. Siempre estaba pensando en quele había de suceder algo raro y maravilloso; de nochesoñaba mucho, y con cosas del otro