Su Único Hijo by Leopoldo Alas - HTML preview

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—Eso, Minghetti, tú eres Minghetti y yo la Gorgoritos.... Minghetti de mialma, aquí tienes a tu reina de tu corazón, a tu reinecita; toma, toma,quiérela, mímala; Minghetti de mi vida, Bonis, Minghetti de misentrañas....

«Pero, oiga usted, señor matamoros; si usted quiere que sea suya parasiempre su señora reina de las botas nuevas, apague esas luces deltocador y véngase de puntillas, que puede oírle Eufemia, que ahoraduerme ahí al lado».

-XI-

Bonifacio Reyes era admirador del arte en todas sus manifestaciones,según él se decía; y aunque la música era la manifestación predilecta,porque le llegaba más al alma, con una vaguedad que le encantaba y queno le exigía a él previo estudio de multitud de ideas concretas quedebían de andar por los libros de facultad mayor; y aunque la susodichamúsica era el arte que él mejor poseía, merced a sus estudios de solfeoy de flauta, no había dejado de ejercitarse en una u otra época de suvida, sin pretensiones, por supuesto, en cuanto mero aficionado, enotros medios humanos de expresar lo bello. La poesía le parecía muyrespetable, y sabía de memoria muchos versos; pero las dificultades delconsonante siempre le habían retraído del cultivo de las musas;despreciaba, porque su sinceridad de hombre de sentimiento y deconvicciones no le permitían otra cosa, despreciaba los ripios y hastalos consonantes fáciles; y así, las pocas veces que había ensayado lagaya ciencia, se había ido derecho al peligro, a la rima difícil; yhasta recordaba que la última vez que había arrojado la pluma con elpropósito de no insistir en versificar, había sido con motivo de quererescribir un soneto a un señor Menéndez, que había fundado una obra pía.

La palabra principal, se decía Bonis mordiéndose las uñas, es, según lasretóricas y poéticas que yo he leído, la que debe terminar el verso;aquí lo más importante, sin duda, es el apellido del fundador y la obrapía: pues bien; para pía hay millares de consonantes, pero a Menéndez yono se lo encuentro. Y antes que relegar a Menéndez a un lugar del versoindigno de su filantropía, prefirió renunciar al soneto.

Esta falta de inspiración poética y de consonantes en éndez, no ledesanimó ni ajó su orgullo de artista, que al fin no era muy grande;después de todo, si bien se miraba, la poesía está como reconcentrada enla música.

Otra cosa eran las artes del dibujo, y en este punto el atildadopendolista no vacilaba en sostener que con la pluma hacía, si noprodigios, arabescos muy agradables; el arabesco era su dibujo favorito,porque se enlazaba con sus facultades de escribiente, y además tambiéntenía cierto parecido con la música por su vaguedad e indeterminación.El arabesco tocaba con la alegoría y el dibujo natural fantástico por unlado, y por el otro con el arte de Iturzaeta.

En cosas así pensaba Reyes una tarde, cerca del crepúsculo, en el cuartono muy lujoso ni ancho que Serafina Gorgheggi ocupaba en la fondadependiente del café de la Oliva, piso tercero de la casa. Mochi y suprotegida habían mudado de posada, lo cual en aquel pueblo sólo eramudar de dolor; pero en el hotel Principal, allá al extremo de laAlameda Vieja, les habían llegado a perder el respeto por lasintermitencias en el pago del pupilaje; la Compañía de ópera seriaacababa de disolverse por motivos económicos e incompatibilidades decaracteres, y el empresario, la tiple y Minghetti, el barítono, sehabían quedado en la ciudad, según unos, porque no tenían por lo prontocontrata ni lugar adonde ir, porque más valieran allá; según otros,porque querían servir de núcleo a una nueva Compañía, para constituir lacual andaba Mochi en tratos.

Pero entretanto había que hacer economías,y si Minghetti permaneció en el hotel Principal, aunque tampoco pagababien, por privilegio misterioso tolerado, Serafina y Julio tuvieron quereducirse a instalar sus personas y baúles en la mediana hospedería que,con el nombre de Fonda de la Oliva, sustentaba, con grandes apuros, eldueño del vetusto café del mismo nombre.

Reyes aquella tarde velaba el sueño de Serafina, que yacía allí cerca,en la alcoba, víctima de un agudísimo dolor de muelas que, al aplacarsea ratos, la dejaba sumirse en tranquilo sopor, aunque algo febril, nodesagradable.

Reyes velaba. Había ido allí a muy otra cosa, pero los suspiros de suinglesa-italiana y el olor a medicinas antiespasmódicas, más el declinardel día, le habían cambiado de repente el ánimo, inclinándole a lamelancolía poética y reflexiva, a la abnegación espiritual y piadosa.

Como el velar el sueño del ser amado no es ocupación que dé empleo a lasmanos, Bonis, arrimado al velador de incrustaciones de no sabía él quépasta, que imitaban una escena veneciana azul y rosa con manchas de caféy huellas de nitrato de plata, dibujaba con pluma de ave sobre un pedazode papel de barbas. Dibujaba, como siempre, caprichos caligráficos conremates de la fauna y la flora del arabesco más fantástico. Sentía elalma, después del cambiazo que a sus deseos acababan de dar lascircunstancias, llena de música; no le cantaban los oídos, le cantaba elcorazón.

A tener allí la flauta y no estar dormida Serafina, hubiera acompañadocon el dulce instrumento aquellas melodías interiores, lánguidas,vaporosas, llenas de una tristeza suave, crepuscular, mitad resignación,mitad esperanzas ultratelúricas y que no puede conocer la juventud;tristeza peculiar de la edad madura que aún siente en los labios el dejode las ilusiones y como que saborea su recuerdo.

Pero ya que no la flauta, tenía la pluma: la pluma, que no hacía ruido,sino muy leve, al rasguear sobre el papel con aquellos perfiles y trazosgruesos, enérgicos, en claro-oscuro sugestivo, equivalente al timbre deuna puerta o de una placa.

Sí, poco a poco fue sintiendo Bonis que la música del alma se le bajabaa los dedos; las curvas de su arabesco se hacían más graciosas, suscomplicaciones y adornos simétricos más elegantes y expresivos, y laindeterminada tracería se fue cuajando en formas concretas,representativas; y al fin brotó, como si naciera de la cópula de loblanco y de lo negro, brotó en un cielo gris la imagen de la luna, encuarto menguante, rodeada de nubes, siniestras, mitad diablos o brujasmontados en escobas, mitad colmenas de formas fantásticas, pero colmenasbien claras, de las que salían multitud de bichos, puntos unidos a otrospuntos que tenían cuerpos de abejas, con patas, rabos y uñas de furiasinfernales. Aquellas abejas o avispas del diablo, volaban en torno de laluna, y algunas llenaban su rostro, el cual era, visto de perfil, el delmismísimo Satanás, que tenía las cejas en ángulo y echaba fuego de ojosy boca. Por encima de esta confusión de formas disparatadas, Bonisdibujó rayas simétricas que imitaban muy bien la superficie del mar encalma, y sobre la línea más alta, la del horizonte, volvió a trazar unaimagen de la noche, pero de noche serena, en mitad de cuyo cielo,atravesando cinco hileras de neblina tenue, las líneas del pentagrama,se elevaba suave, majestuosa y poética, la dulce luna llena: en sudisco, elegantes curvas sinuosas decían: Serafina.

Media hora larga le costó al soñador su composición simbólica; mas fuepremio de la inspiración y del esfuerzo un noble orgullo de artistasatisfecho; sensación que se mezcló enseguida con un enternecimientoaustero y en su austeridad voluptuoso, que le hizo inclinar la cabeza,apoyar la frente en las manos y meditar sollozando y con lágrimas en losojos.

—¡Qué vida extraña! ¡Qué cosas pueden pasarle por el alma a un pobrediablo!—pensaba Bonis.

La alegoría, que le había salido sin querer de la pluma, estaba bienclara, era la síntesis de su vida presente. En el cielo de sus amores,en la región serena, sobre el océano de sus pasiones en calma, brillabala luna llena, el amor satisfecho, poético, ideal, de su Serafina. Ya noeran aquellos los días de las borrascas sensuales, en que el amorfísico, mezclándose al platónico, se entregaba al arabesco de la pasióndisparatada y caótica; el alma ya se había sobrepuesto y daba el tono alcariño, que, al arraigarse y convertirse en costumbre, se había hechoespiritual. Y de repente, de poco tiempo a aquella parte, debajo delocéano, en las regiones misteriosas del abismo en las que habitaba elenemigo, de las que venían voces subterráneas de amenaza y castigo,aparecía como un reflejo infiel, otro cielo con otra luna, un cieloborrascoso con espíritus infernales vestidos de nubarrones, con elmismísimo demonio disfrazado de cuarto menguante... de la luna de mielsatánica, de Valpurgis, que su mujer, Emma Valcárcel, había decretadoque brillara en las profundidades de aquellas noches de amoresinauditos, inesperados y como desesperados.

Bonis se levantó, y contempló a la Gorgheggi dormida:

—Esa mujer adorada no sabe que yo la soy infiel. Que hay horas de lanoche en que me dan un filtro hecho de terrores, de fuerza mayor, derecuerdos, de costumbres del cuerpo, de sabores de antiguos placeres, deolores de hojas de rosas marchitas, de lástima... y hasta defilosofías...

negras....

Esta mujer no sabe que yo me dejo besar... y beso... como quien dalimosna a la muerte; a la muerte enferma, loca; que doy besos que soncomo mordiscos con que quiero detener al tiempo que corre, que corre,pasándome por la boca.... Sí, sí, Serafina; en esas horas tengo lástimade mi mujer, de quien soy esclavo; sus caricias disparatadas, que sonreflejos de otras mías que yo aprendí de tus primeros arranques de amorfrenético y desvergonzado; sus caricias, que son en ella inocentes, paramí crímenes, se me contagian y me llevan consigo al aquelarre tenebroso,donde entre sueños y ayes de amor que acaban por suspiros de vejez, porchirridos del cuerpo que se desmorona, vivo de no sé qué negras locurassabrosas y sofocantes, llenas de pavor y de atractivo. Yo soy el amantede una loca lasciva... de una enferma que tiene derecho a mis caricias;pero un derecho que no es como el tuyo; como el tuyo, que no reconocenlos hombres, pero que a mí me parece el más fuerte, aunque sutil,invisible. Tu derecho... y el mío. El de mi alma cansada.

Y vuelta a llorar, después de haber pensado así, aunque con otraspalabras interiores, y en parte aun sin palabras; porque algunas de lasque ha habido que emplear Bonis ni siquiera las conocía.

Por ejemplo,aquello que se dijo antes de ultratelúrico. ¿Qué sabía Bonis lo quesignifica ultratelúrico? Pero, con todo, siempre estaba pensando enello, y lo mezclaba con todas sus cavilaciones y con todos los apuros desu miserable y atragantada existencia. En tiempo de Bonis, en esta épocade su vida, no se hablaba como ahora, y menos en su pueblo, donde paralos efectos fuertes y enrevesados, dominaba el estilo de Larrañaga y deD. Heriberto García de Quevedo. Sin contar con que Bonifacio, menosinstruido todavía que su historiador, ni de propósito hubiera podido darcon ciertas frases que aquí suelen usarse para interpretaraproximadamente las tribulaciones de su espíritu.

Fuera como fuera, la Gorgheggi no despertó con todo aquel ruido....psicológico de su querido.

El cual, por lo demás, andaba de puntillas,sin tropezar en nada; y hasta consiguió taparla, sin que ella losintiera, un poco de la espalda blanquísima, por donde estaba cogiendofrío. Era en casa de su Serafina el mismo galán fino, pulcro, suave ymañoso que cuidaba a su mujer, a su tirano, como las manecitas negras delos palacios encantados.

Conocía todos los rincones de la habitación de su amiga... y también losdel cuarto de Mochi.

Él era quien les había buscado y ajustado el nuevoalbergue; él quien procuraba introducir el espíritu y la práctica delorden y la economía en la vida doméstica de aquellos artistas,llevándoles un poco de la saludable influencia de su hogar, que al finhogar era, aunque no pudiese servir de modelo; menos cada día. Se lefiguraba a Reyes tener dos casas, la de su mujer y la de su querida; yasí como él mismo, sin pensarlo ni quererlo, había introducido en elcaserón de los Valcárcel aires de libertinaje, semilla de corrupcionesque tan bien preparado tenían el terreno en el alma de Emma; del propiomodo irreflexivo, por instinto, había ido poco a poco sembrando gérmenesde costumbres sedentarias, de orden provinciano, de disciplinadoméstica, en la intimidad de su trato con los cantantes. Tal vez a esteinflujo contribuían, más que los ejemplos de su propia casa, lasreminiscencias, de muy antiguos tiempos, de los hábitos de paz familiary humildad económica que conservaba todavía el escribiente de Valcárcel,que no en balde había pasado su niñez y el principio de su juventud allado de sus padres honrados, pobres, humildes, resignados.

El ideal deBonis era soñar mucho y tener grandes pasiones; pero todo ello sinperjuicio de las buenas costumbres domésticas. Amaba el orden en elhogar; mirando las estampas de los libros, se quedaba embelesado anteuna vieja pulcra y grave que hacía calceta al amor de la lumbre,mientras a sus pies, un gato, sobre mullida piel, jugaba sin ruido conel ovillo de lana fuerte, tupida, símbolo de la defensa del burguéscontra el invierno. Envidiaba el valor, la despreocupación de losartistas que no tienen casa, que acampan satisfechos en las cinco partesdel mundo; pero esta admiración nacía del contraste con los propiosgustos, con la invencible afición a la vida material tranquila,sedentaria, ordenada. Hasta para ser romántico de altos vuelos, con laimaginación completamente libre, le parecía indispensable, a lo menospara él, tener bien arreglada la satisfacción de las necesidadesfísicas, que tantas y tan complicadas son.

El símbolo de estossentimientos eran, como va indicado más atrás, las zapatillas. Cuando ensus ensueños juveniles había ideado un castillo roquero, una hermosanazarena asomada a la ojival ventana, una escala de seda, un laúd y ungalán, que era él, que robaba a la virgen del castillo, siempre habíatropezado con la inverosimilitud de huir a lejanos climas sin lasbabuchas. Y era claro que las babuchas eran incompatibles con el laúd.Además, no todo eran las zapatillas; había algo más en su cariño alhogar templado, dulce, sereno... la familia. ¡Oh, la familia honrada,sin adulteraciones, sin disturbios ni mezclas, era también su encanto!¿Sería la familia incompatible con la pasión, como las babuchas con ellaúd? Tal vez no. Pero él no había encontrado la conjunción de estos dosbellos ideales. La familia no era familia de verdad para él; Dios no lohabía querido. Su mujer era su tirano, y en sus veleidades de amorembrujado, carnal y enfermizo, corrompida por él mismo, sin saberlo, erauna concubina, una odalisca loca; y, lo que era peor que todo: faltabael hijo. Y en casa de Serafina, en casa de la pasión... no había lasantidad del hogar, ni siquiera la esperanza de una larga unión de lasalmas. Los cantantes tendrían que marcharse el mejor día. Eran judíoserrantes; ya era un milagro que entre abonos empalmados, truenos decompañías, semanas de huelga, prórrogas de esperanzas, ayudas delpréstamo, acomodos del mal pagar y abusos del crédito, hubieran podidopermanecer Mochi y la Gorgheggi meses y meses en el pueblo. El día menospensado Bonis se encontraría en el cuarto de Serafina con las maletashechas. «La de vámonos», diría Mochi, y él no tendría derecho paraoponerse. No tenía un cuarto, no podía ofrecerles medios materiales paracontinuar en el pueblo; el arte y la necesidad soplaban como el viento,y se llevaban allá, por el mundo adelante, su pasión, el único refugiode su alma dolorida, necesitada de cariño, de caricias castas (comohabían acabado por ser las de Serafina), de dignidad personal, que lefaltaba al lado de su Emma; la cual sólo se humillaba por momentos en sucalidad de bestia hembra, para ser enseguida, aun en el amor, el déspotade siempre, que sazonaba las caricias con absurdos, que eranremordimientos para el atolondrado marido. ¡Solo, solo se volvería aquedar en poder de Emma, en poder de las miradas frías, incisivas deNepomuceno, el de las cuentas, en poder de Sebastián, el primo, y detodos los demás Valcárcel que quisieron hacer de él jigote a fuerza dedesprecios!

Despertó la Gorgheggi sonriente, sin dolor de muelas; agradeció a suBonis que velara su sueño como el de un niño; y la dulzura de sentirsebien, con la boca fresca, harta de dormir, la puso tierna, sentimental,y al fin la llevó a las caricias. Mas fueron suaves; mezcladas dediálogos largos, razonables; no se parecían a las ardientes prisiones enque se convertían sus abrazos en otro tiempo. «Así, pensaba Reyes,debieran ser las caricias de mi esposa». Serafina se había acostumbradoa su inocente Reyes y a la vida provinciana de burguesa sedentaria a queél la inclinaba, y a que daban ocasión su larga permanencia en aquellapobre ciudad y la huelga prolongada. Se iban desvaneciendo las últimasesperanzas de brillar en el arte, y Serafina pensaba en otra clase defelicidad. La falta de ensayos y funciones, la ausencia del teatro, lesabía a emancipación, casi casi a regeneración moral: como lascortesanas que llegan a cierta edad y se hacen ricas aspiran a lahonradez como a un último lujo, Serafina también soñaba con laindependencia, con huir del público, con olvidar la solfa y meterse enun pueblo pequeño a vegetar y ser dama influyente, respetada y de viso.Ya iba conociendo la vida de aquella ciudad, que despreciaba alprincipio; ya le interesaban las comidillas de la murmuración; hacíaalarde de conocer la vida y milagros de ésta y la otra señora, y un díatuvo un gran disgusto porque Bonis no consiguió que se la invitara elJueves Santo a sentarse en cualquier parroquia en la mesa de petitorio.Cantó una noche, con Mochi y Minghetti, en la Catedral, y sintió orgulloinmenso. Le andaba por la cabeza un proyecto de gran concierto abeneficio del Hospital o del Hospicio. A Mochi no le cayó en saco rotola idea; pero le torció el rumbo. Un gran concierto, sí, pero no abeneficio de los pobres, sino a beneficio de los cantantes, restos delnaufragio de la compañía.

Se dio a Minghetti, el barítono, noticia delproyecto, y le pareció magnífico. Él sugirió al tenor la ocurrencia deaprovechar aquel concierto para reanimar el instinto filarmónico de losvecinos: se habían cansado de ópera, bueno; pero ya hacía una temporadaque se había cerrado el teatro; la Gorgheggi, apareciendo en traje deetiqueta en los salones de una sociedad, y cantando, sin accionar y sindar paseos por la escena, pedazos de música escogida, volvería adespertar el apetito musical de los muchos aficionados; esto facilitaríala idea de abrir un abono condicional sobre la base del terceto; teníantenor, tiple y barítono; se traería contralto, bajo y coros, y se podíaarreglar otra campaña que bastase para pagar trampas, y esperar conmenos prisa y afán alguna contrata en otra parte. Para poner por obra elproyecto, había que contar con algún indígena que tomara la iniciativa.Nadie como Bonis. Serafina se encargó de rogarle que lo tomase por sucuenta. Dicho y hecho. Aquella tarde, entre las caricias de un amorapacible y de intimidad serena, la Gorgheggi suplicó a su amante queapadrinase con celo y entusiasmo su idea, que se encargara de prepararel concierto, venciendo los obstáculos que pudieran surgir. ¿Qué menospodía hacer Bonifacio por aquella mujer, a quien no podía dar ya dinero,y eso que tanto lo necesitaba? Propuso el proyecto de los cómicos a laJunta del Casino, que formaba como una Sociedad agregada a la empresadel café de la Oliva; en el piso principal estaban el salón de baile ylas salas de juego y de lectura de aquel círculo de recreo, algunasveces de envite y azar. La Junta directiva, que tenía la conciencia desus deberes, prometió estudiar la cuestión. Hubo deliberacionesrepetidas, se votó, y, por una exigua mayoría, se aprobó el proyecto delconcierto, que terminaría en baile, pero sin ambigú.

Bonifacio ocultaba a su mujer que andaba en aquellos tratos, que era elalma de la proyectada fiesta; pero ella supo que el concierto sepreparaba, y que su Bonis era factor del holgorio, que iba a ser cosarica. Si de otras cosas que sabía también, y tiempo hacía, no le habíahablado, sino con indirectas y sin insistir, ahora le convenía darse porenterada claramente; y así, le dijo un día a la mesa, a los postres, enpresencia de Nepomuceno:

—Vamos a ver, hombre, ¿por qué me tienes tan callado lo que me preparas?¿Es que quieres sorprenderme?

—¿Lo que te preparo?

—Sí, señor; lo del concierto: ya sé que tú y otros queréis echar unguante disimuladamente en favor de esos pobres cómicos que han quedadoen el pueblo y no deben de pasarlo bien.

Perfectamente; muy bien hecho.Es una gran idea y una obra de caridad. Haremos una limosna y nosdivertiremos. Magnífico. ¿Verdad, tío, que es una idea excelente?

—Excelente—asintió Nepomuceno, limpiándose los labios con la servilletay bajando la cabeza.

—Cuenta conmigo y con la señorita Marta, con Marta Körner, la delingeniero, ya sabes, mi amiguita, que irá conmigo. El tío me acompañará,¿verdad? Y acaso el primo Sebastián, que vendrá a las ferias. Tú tendrásque arreglar por allá cosas; si ya lo sabemos, hombre, no te hagas elchiquitín, ya sabemos que eres el director de la fiesta. ¿Y qué? Mejor.Gracias a Dios que haces algo de provecho. Lo que me enfada es que nuncame hayas dicho que eras amigo de los cómicos, tan amigo. ¿Creías que ibaa disgustarme? ¿Por qué? Yo no soy orgullosa, yo no creo que mi apellidose desdore porque mi esposo trate a unos artistas; al contrario; si yofuera hombre haría lo mismo. ¿No se casó la famosa Tiplona con uncaballero de aquí? ¿Verdad, tío, que no nos ha parecido mal saber queBonis trata a los cómicos mucho, muchísimo? Lo supimos por la señoritade Körner, ¿verdad, tío? Y yo hasta me puse hueca. Para que veas.

Bonifacio miraba a su mujer con los ojos fijos, combatido por dosopuestas corrientes: un instinto ciego le decía: ¡Guarda, Pablo! ¡No tefíes, no cantes, hay trampa! Otra tendencia poderosa le hacía ver elcielo abierto y le empujaba el enternecimiento. ¿Si su mujer sería capazde comprenderle, de comprender su amor al arte y a los artistas? Nollegaba él hasta esperar que disculpara sus amores con Serafina; era,por el contrario, indispensable, que no supiera de ellos; pero todo lodemás, ¿por qué no? Es decir, lo de las deudas y el dinero prestado,tampoco.

Miraba a Emma; después miró al tío: o no había honradez yfranqueza y lealtad en el mundo, o estaban pintadas en la cara, yespecialmente en los ojos de tío y sobrina.

Confesó todo lo que creyó oportuno confesar. Se le agradeció lafranqueza, y tío y sobrina manifestaron verdadera admiracióncontemplando la perspectiva de ideal y horas de jarana y alegría honestaque Bonis les puso ante la fantasía con elocuencia conmovedora.

AunqueNepomuceno y Emma iban con segunda, cada cual por diferente motivo, enparte eran sinceros su entusiasmo y adhesión a los proyectos de Reyes.En cuanto a disculpar las aficiones artísticas del marido y su trato conlos cantantes, nada más fácil. ¿No era él músico también? ¿Y

qué teníade particular que, en saliendo de casa, empleara sus ocios en cultivarla amistad de aquellos excelentes señores que sabían tanta música, erande tan fino trato y no se parecían a los envidiosos del pueblo,espíritus limitados, estrechísimos, monótonos, inaguantables?

Nepomuceno habló más que solía; él también era pintor, esto es, músico;sí: en la Sociedad Económica había coadyuvado a la creación de la clasede solfeo y piano.

—¡Bah, la música!, ya lo creo, es una gran cosa. Domestica las fieras.

—Ciertamente—dijo Bonis encantado.

Y refirió a su modo la fábula de Orfeo, que a Emma la cogía de nuevascompletamente, y le pareció muy interesante.

—A propósito de piano... aunque ya está viejo el alcacer para zampoñas,yo quisiera saber teclear, así... un poco... aunque no fuera más quetocar con un dedo las óperas esas que tú tocas en la flauta.

A Bonis le pareció muy laudable el propósito. Volvió a pensar, aunquesin esperanza, en lo de

«la música las fieras domestica», y dijo:

—Pues mira, si te decides, Minghetti, el barítono, es un excelenteprofesor....

Emma, encendida, no pudo menos de ponerse en pie, y sin pensar encontenerse, comenzó a batir palmas.

—¡Oh, sí, sí; sublime, sublime; qué idea!, el barítono... y le pagaremosbien; será una obra de caridad. Pero ¡qué lástima! ¿Se marchará pronto?

—¡Oh!, eso... según las circunstancias... si renuevan el abono, sirecomponen el cuarteto... si se les ayuda....

—¡Vaya si se les ayudará! ¿Verdad, tío?

El tío volvió a inclinar la cabeza. ¡La de planes que tenía dentro deella! Los ojos le brillaban, fijos en el mantel, hablando con su fijezade cien ideas que no explicaban, pero que revelaban como presentes.

Llegó la noche del concierto. Se abrieron los salones del Casino,sucursal del café de la Oliva; hasta hubo su poquito de buffet, a pesardel acuerdo de la Junta, y lo mejor de la población acudió a tomarsorbetes y a contemplar de cerca, y vestidos en traje de sociedad, a loscantantes ilustres que tantas veces había aplaudido viéndolos en lastablas, llenos de abalorios y galones dorados.

¡Noche solemne para Bonis! ¡Noche solemne para Emma! ¡Noche solemne paraNepomuceno!

-XII-

Ardían en las arañas de cristal muchas docenas de bujías de esperma;allá, al extremo del salón, sobre una plataforma improvisada, larespetable orquesta de los músicos sedentarios, de los profesoresindígenas, inauguraba la fiesta con una sinfonía de su vetustorepertorio: allí estaba el trompa, refractario al italiano y a laafinación; allí el espiritual violinista Secades, que había soñado conser un segundo Paganini, que había pasado noches y noches, días y días,buscando en las cuerdas, acariciadas por el arco, ora lamentos de amorsublime, ora imitaciones exactas de los ruidos naturales; v. gr.: losrebuznos de un jumento. ¡Sarcasmo de la suerte! El rebuzno lo habíadominado; su arco había llegado a hablar como la burra de Balaam; perola inefable cantinela del amor, los ayes de la pasión sublime, losreservaban aquellas cuerdas para otro arco amante, no para el deSecades. El cual, ya maduro y desengañado, iba prefiriendo su otrooficio de zurupeto, y más atendía ya a la banca y sus gajes que al arteque meciera sus sueños infantiles.

Tocaba ya por ganar la pitanza, mediodormido, como sus compañeros, sin fe, sin emulación, apenas conservandoun poco de cariño melancólico y de respeto supersticioso a la buenamúsica, a la antigua, despreciando las novedades que traían lascompañías de algunos años a aquella parte. Allí estaba también elantiguo figle, don Romualdo, calvo, digno, de gran panza; en la catedralchirimía, en todo lo profano figle; casi una gloria provincial. Todo elpueblo, hasta los sordos, reconocía que era maravilloso lo que hacía consu extraño instrumento aquel hombre; le hacía llorar, reír, hasta casicasi toser. Pues a pesar de tanta fama, la fuerza del tiempo, eldesgaste de la admiración, habían echado sobre la celebridad de donRomualdo una capa espesa de indiferencia pública; bien conocía él quesus paisanos, sin poner un momento en duda su grandeza, se habíancansado de admirarle; sobrellevaba estas contrariedades ineludibles conuna melancolía filosófica y taciturna; seguía tocando con el esmero desiempre, aunque ya en vano.

En resumidas cuentas, estaba triste,desengañado, ni más ni menos que su compañero Secades; él, sinilusiones, de vuelta ya de la gloria, yacía en el mismo surco deresignación fría y amarga en que se había acostado Secades, camino de lacelebridad. Todo era igual: no haber subido al templo de la Fama y estarde vuelta. A pesar de contarse entre aquellos respetables profesoresestas y otras notabilidades, la orquesta sonaba como los tornillos deuna máquina sin aceite; los instrumentos de cuerda estaban asmáticos,sonaban a la madera, como sabe la sidra al barril; los de bronce eranestridentes sin compasión; bastaba uno de aquellos serpentones paraderribar todas las fortificaciones de cinco Jericós. Afortunadamente elpúblico filarmónico oía la orquesta como quien oye llover.

Emma entró en el salón después de ejecutado el primer número delprograma; atrajo la atención por dos cosas; por su vestido carísimo yllamativo, y por venir colgada del brazo del alemán, del ingenieroKörner, un hombre gordo, alto, encarnado, de ojos de niño llorón,azules, claros, muy hundidos. Parecía un gran cerdo muy bien criado,bueno para la matanza, y era un hombre muy espiritual, enamorado deMozart y de los destinos de Prusia. Hablaba español como si estuvi