Bonis, en cuanto oyó la voz de Serafina elevarse en el silencio delsalón, sin pensar en lo que hacía, sin poder remediarlo ni quererremediarlo, como atraído por un imán, se aproximó al umbral de la puertamás lejana para escuchar desde allí. La plegaria italiana, sin ser cosanotable ni muy original, era música buena para aficionados, música de sentimiento, lenta, suave, nada complicada, de un patos muy tolerable ysugestivo. «¡Ay—pensó Bonis—, la paz del alma! En otro tiempo, no hacemucho, yo amaba la pasión, que sólo conocía por los libros. Pero lapaz... la paz del alma, también tiene su poesía. ¡Quién me la diera!,¡ay, sí!, ¡quién me la diera! Así era, como aquella música: dulce,tranquila, sentimiento serio, fuerte a su modo, pero mesurado, suave,amigo de la conciencia satisfecha, amando el amor dentro del orden de lavida; como se suceden las estaciones sin rebelarse, como corren la nochey el día uno tras otro, como todo en el mundo obedece a su ley, sinperder su encanto, su vigor; así amar, siempre amar, bajo la sonrisa deDios invisible, que sonríe con el pabellón de los cielos, con el rozarsede las nubes y el titilar de las estrellas!». «Mi Serafina, mi mujersegún el espíritu, recuerdo de mi madre según la voz; porque tu canto,sin decir nada de eso, me habla a mí de un hogar tranquilo, ordenado,que yo no tengo, de una cuna que yo no tengo, a cuyos pies no velo, deun regazo que perdí, de una niñez que se disipó. ¡Yo no tengo en elmundo, en rigor, más parientes que esa voz!». ¡Cosa más particular!Cuando pensaba así, o por el estilo, Bonis, de repente, creyó entenderque el canto religioso de Serafina llegaba a narrar el misterio de laAnunciación: «Y el ángel del Señor anunció a María...». ¡Disparatemayor! ¡Pues no se le antojaba a él, a Bonis, que aquella voz leanunciaba a él, por extraordinaria profecía, que iba a ser... madre; asícomo suena, madre, no padre, no; ¡más que eso... madre! La verdad eraque las entrañas se le abrían; que el sentimiento de ternura ideal,puro, suave, pacífico que le inundaba, se convertía casi en sensación,que le bajaba camino del estómago, por medio del cuerpo. «¡Esto debe deser—pensaba—, en eso que llaman el gran simpático! ¡Y tan simpático!Dios mío, ¡qué delicias; pero qué extrañas! Estas parecen las deliciasde la concepción. ¡Oh, la música así, como esa, con esa voz, me vuelvecasi loco! Sí, sí, disparatado era todo aquel pensar; pero, ¡cómollenaba el alma! Más que el amor mismo, con otra clase de amor nuevo....menos egoísta, nada egoísta... ¡qué sabía él!». Tuvo que apoyar lacabeza en la madera fría del quicio y volverla hacia el gabinete, porquelos ojos se le oscurecían, llenos de lágrimas, y no quería que nadie leviese llorar. «Bueno sería—pensó mientras se iba serenando—, que ahorame preguntase Emma, por ejemplo:—¿Por qué lloras, badulaque?—Pues llorode amor... nuevo; porque la voz de esa mujer, de mi querida, me anunciaque voy a ser una especie de virgen madre... es decir, un padre....madre; que voy a tener un hijo, legítimo por supuesto, que aunque me leparas tú, materialmente va a ser todo cosa mía».
No, no pensaba él queel hijo fuese de la querida, eso no; que Serafina perdonase, pero esono; de la mujer, de la mujer... pero de cierta manera, sin que laimpureza de las entrañas de Emma manchase al que había de nacer; todosuyo, de Bonis, de su raza, de los suyos... un hijo suyo y de la voz,aunque para el mundo le pariese la Valcárcel, como estaba en el orden.Bonis tenía miedo de ponerse malo con tanto desbarrar, y, sobre todo,porque se le empezaban a aflojar las piernas, síntoma fatal de todos susdesfallecimientos. Cesó la música, calló la voz, estallaron losaplausos, y Bonis cambió de súbito de ideas y sensaciones y desentimientos. Volvió a la realidad, y se vio cogido del brazo porMochi, que se le llevó, salón adelante, hacia el piano.
Körner se había puesto en pie, y sus manos, aplaudiendo, sonaban comobatanes; Marta aplaudía también, con gran asombro de las damasindígenas, que creían privilegio de su sexo la impasibilidad ante elarte, y hubieran reputado, por unanimidad, indigno de una señorarecatada batir palmas ante una cómica; ni más ni menos que creían unaabdicación del sexo levantarse en visita para saludar o despedir a uncaballero. Emma acabó también por aplaudir, y la Gorgheggi no tardó enfijar la atención en aquellas dos señoras que tenía tan cerca, y que,por excepción, unían sus aplausos a los del sexo fuerte. Para Marta yKörner, la inglesa, por extranjera, tenía algo de compatriota; porartista la consideraban más digna de respeto y atenciones que las cursisdamas del pueblo, a pesar de todas sus pretensiones y preocupacionesseculares. Körner se acercó al piano y habló en inglés con Serafina; enaquella sazón llegaban Mochi y Bonis del brazo junto a la plataforma, ygracias al carácter expansivo de Minghetti, que medió en el diálogo, yal reconocimiento de Mochi con respecto a Bonis y todos los suyos, y ala habilidad políglota de Körner, pronto hablaron todos juntos, conentusiasmo, mezclándose el inglés, el alemán, el italiano y el español;y Marta estrechó la mano de la cantante, y esta, con una audacia y unagentileza que pasmaron a Bonis, oprimió con fuerza y efusión los dedosflacos de Emma.
Bonifacio, al ver unidas por las manos a su mujer y a suquerida, volvió a pensar en los milagros del diablo; y en su cerebroestalló lo de tigribus agnis, que tantas veces había leído en losperiódicos y en alguna retórica. Indudablemente el tigre era su mujer.La cual estaba radiante.
Para aquella clase de emociones y sucesos habíanacido ella. Sentía un orgullo loco al verse entre aquella gente,saludada por una mujer tan guapa y tan elegante, con tales muestras derespeto y deferencia. Serafina la había deslumbrado. Algunas veces habíapensado que había ciertas mujeres, pocas, que tenían un no sé qué,merced al cual ella sentía así como una disparatada envidia de loshombres que podían enamorarse de ellas; esas mujeres que ella concebíaque fuesen queridas por los hombres, no eran como la mayor parte, que,guapas y todo, no comprendía qué encontraban en ellas los varones paraenamorarse. La Gorgheggi era mucho más alta que Emma, y esta, a su lado,sentía como una protección varonil que la encantaba; además, aquello dever de cerca, tan de cerca, lo que estaba hecho para que todo el pueblolo mirase y lo admirase de lejos, la envanecía, y satisfacía una extrañacuriosidad; la envanecía más el pensar que a ella sola, a Emma, seconsagraban ahora aquellas sonrisas, aquellas miradas, aquellaspalabras, que eran ordinariamente del dominio público. Por otra parte,seducción, tal vez mayor para ella, era en Serafina la mujer de vidairregular, la mujer perdida... pero perdida en grande. La curiosidadpecaminosa con que ella había mirado siempre a las vulgares mozas delpartido, que se hacía enseñar, aquí se multiplicaba y como que seennoblecía; y Emma quería adivinar olfateando, tocando, viendo, oyendode cerca la historia íntima de los placeres y aventuras de la mujergalante y artista. De repente vio, casi con imágenes plásticas, lasideas de orden, de moral casera, ordinaria, sumidas en una triste ypálida y desabrida región del espíritu; oscurecidas, arrinconadas,avergonzadas; las vio, como el guardarropa anticuado y pobre de una damade aldea, ridículas; eran como vestidos mal hechos, de colores ajados;ella misma se los había vestido y sentía vergüenza retrospectiva; sí,ella, a pesar de su prurito de originalidad, participaba de tantas ytantas preocupaciones, estaba sumida en la moral casera de aquellasseñoras de pueblo que no aplaudían a los cantantes ni solían tenerqueridos. Se le pasó por las mientes la idea de que la Gorgheggi fueraun gran capitán, un caudillo de amazonas de la moral, de mujeres derompe y rasga; y ella iría a su lado como corneta de órdenes, comoabanderado, fiel a sus insignias.
Cuando observó la Valcárcel que lasdamas del pueblo miraban con extrañeza, casi con espanto, la íntimaconferencia a que se habían entregado ella y su amiga con los cómicos,se redobló el placer que gozaba. ¡Qué gusto, hacer entre todo el señoríocursi del pueblo una que era sonada, algo del todo nuevo, inaudito,asombroso y de todo punto irregular y subversivo!
Marta, aunque afectando cierta recóndita superioridad al principio,también estaba encantada, llena de orgullo, sin quererlo, al hablar conSerafina; pero pronto se sintió deslumbrada y vencida, y sintió en laactriz una superioridad real que, si no era del género suprasensible dela que ella, Marta, se atribuía, era mucho más efectiva y susceptible deser reconocida. Marta, que hacía alarde de sus conocimientoslingüísticos hablando inglés, francés, italiano, acabó por seguir a laGorgheggi en su empeño de hablar español, para que la entendiese Emma. Aesta consagraba la cómica principalmente su amabilidad, la graciairresistible de sus gestos, gorjeos hablados, de su modesta actitud; yla miraba con ojos muy abiertos, muy brillantes, que chisporroteabansimpatía, naciente cariño. Y Emma acabó de perder el juicio cuandoSerafina, poniéndose el abanico en la frente, exclamó:
—¡Ah! ¡Sí, sí! ¡Finalmente!... ¡ Eccola qui!... Yo me decía: estaseñora... esta señora de Reyes... yo... la he visto, la he visto, vamos,de otro modo, en otros días... muy lejos.... Y de repente, ahora, ungesto, ese gesto de le... sopraciglie... me la pone delante. ¡Oh, sí,absolutamente la misma! Más que su retrato, ella, ella misma....
Emma abría la boca sin comprender; Marta, adivinando, ya sentía envidia;ello iba a ser que Emma se parecía a alguna mujer ilustre....
Pero la Gorgheggi no acababa de explicarse... y añadió:
—¡Ah! ¡Mochi y Minghetti!... Venid... venid.... A ver, decidme a quién separece esta señora...
¿Quién es... quién es... precisamente lo mismo queella?...
Mochi sonreía, mirando por cumplido a Emma, sin tratar de adivinar elparecido, como si estuviera en el teatro fingiendo en un diálogocuriosidad e interés.
Minghetti dio más solemnidad al caso. Acercó su cara morena y larga, delevantino, de ojos grandes, azules, húmedos, apasionados y rientes, debigote brillante y barba puntiaguda y algo rizada, fina, sedosa, alrostro de Emma, encendido, casi asustado; fijó la mirada desfachatada yalegre en los ojos de la dama, y hasta se permitió, para ver mejor,mover un poco un candelabro del piano, de modo que la luz llenase lasfacciones que examinaba como absorto.
Mochi se dio pronto por vencido. No acertaba. Minghetti decía:
—Espera, espera; como con la esperanza de evocar una imagen. Emma sesentía fascinada; por el pronto, Minghetti, así, tan cerca, le olía a hombre nuevo, y sus ojos, clavados en ella, eran todo una borrachera dedelicias que al tragarse se mascaban.
Cuando Minghetti se declaró también torpe de memoria, Serafina dijo:
—¡Oh, qué hombres estos! No recordáis... ¡Ma... la Parini... laParini!...
—¡Oh, sí! ¡La trágica, la gran trágica de Firenze! ¡Exacto, exacto; unespejo!
Así exclamó Mochi, que se guardó de decir que no encontraba lasemejanza.
Minghetti, que jamás había visto a la Parini, gritó:
—¡Oh, sí, en efecto! La expresión... el gesto... la viveza de lamirada... y el fuego....
Y añadió, sonriendo a la Gorgheggi, como diciéndoselo en secreto:
—Mas... las facciones son aquí más perfectas....
—¡Ah, sí; eso sí! Más perfectas...—dijo la tiple, que continuóexplicando que era la Parini una ilustre artista florentina, sin rivalentre las trágicas de su tiempo. Aunque Emma no podía dar a la semejanzaque se le encontraba todo el valor que le atribuía la envidia de Marta,sintió el orgullo en la garganta, se vio cubierta de gloria, y pensóenseguida:
«Parece mentira que en este poblachón de mi naturaleza se pueda gozartanto como yo gozo en este momento, mirándome en los ojos de este hombrey oyendo estas cosas que me dicen».
Interrumpida a poco la conversación para cantar Serafina de nuevo, ahoraun terceto con Mochi y Minghetti, después de la ovación que siguió alcanto, volvió la sabrosa plática, más animada cada vez, aunque en ellase mezclaron ya algunos señoritos del pueblo de los más audaces ydespreocupados. Emma y Serafina hablaron algunos minutos solas entre lascolgaduras de un balcón, sonriéndose, como acariciándose con ojos ysonrisas; las vio de lejos Bonis, pasó cerca de ellas, y ni una ni otranotaron su presencia; volvió a alejarse y a contemplar su obra desde unrincón.
¡Juntas! ¡Estaban juntas! ¡Se hablaban, se sonreían, parecíanentenderse!... Se le antojaban un símbolo, el símbolo del pacto absurdoentre el deber y el pecado, entre la virtud austera y la pasiónseductora... ¡Qué barbaridades pienso esta noche!—se decía Bonis—; y sepuso a figurarse que aquellas mujeres que hablaban como cotorras, yparecían de acuerdo, y se sonreían, y se entusiasmaban con su diálogo,se estaban diciendo, ¡qué atrocidad!, cosas por el estilo:
—«Sí, señora, sí—decía Emma en la hipótesis absurda de su marido—; puedeusted quererle todo lo que guste; comprendo que usted se haya enamoradode él, y él de usted. Eso no está mal: en Turquía las gastan así, ypueden ser tan honradas como nosotras las turcas; todo es cuestión decostumbres, como dice la de Körner: todo es convencional».
—«Pues sí, señora; le quiero, ¿para qué negarlo?, y él a mí. Pero austed también se la estima, a pesar de ese geniazo que dicen que ustedtiene. Se la estima y se la respeta. Ya verá usted qué buenas amigashacemos. ¿Por qué no? Usted no sabe lo que son artistas, lo que es vivirpara el arte, y despreciando las pequeñeces de la vida de pueblo y de la moral corriente. ¡Valiente moral!
Todos deben querer a todos: usted amí, yo a usted, su marido a las dos, las dos a su marido.... El mundo, latriste vida finita, no debe ser más que amor, amor con música; todo lodemás es perder el tiempo...».
«Aquel diálogo hipotético—se quedó pensando Bonis—, era un disparate,sí... y con todo...
con todo... ¿Por qué no había de ser así? Él habíaleído que los antiguos patriarcas tenían varias mujeres, Abraham, sin irmás lejos...». La idea de Abraham le trajo la de Sara la estéril...
sumujer... «¡Isaac!», le dijo una voz como un estallido en el cerebro....Emma era Sara...; Serafina, Agar.... Faltaban Ismael, que erainverosímil, dadas las costumbres de Serafina, e Isaac... ¡Isaac! ¿Quiénsabía? ¿Por qué le decía el corazón... acuérdate de Sara, ten esperanza?Dos veces en aquella noche, que él debería consagrar a emociones tandiferentes, se le llenaba el alma del amor de su Isaac... de su hijo....Tenía fiebre no sabía dónde; tal vez estaba volviéndose loco; primero secomparaba con la Virgen; ahora con Abraham...; y a pesar de tantodislate, una esperanza íntima, supersticiosa, se apoderaba de él, ledominaba.
Y al volver a mirar el grupo de su mujer y la cómica, a las cuales sehabían agregado ahora Mochi, Marta, Minghetti y Nepomuceno, sintióReyes una especie de repugnancia; aquella paz moral que a ratos seapoderaba de su espíritu, y hasta pudiera decirse de sus entrañas, se lealarmó en el pecho, en la conciencia; le entró vivísimo deseo de apartara su mujer de toda aquella gente; y sin poder dominarse, se acercó algrupo, y con gesto serio, que contrastaba con la alegría de todos, conel ambiente de vaga concupiscencia que envolvía al grupo, dijo Bonis conuna energía en el acento que sorprendió a Emma, la única que se hizocargo de ello por la novedad de la voz:
—Señores... y señoras... basta de charla; el público se impacienta, y lomejor que pueden hacer estas damas y estos caballeros es comenzar lasegunda parte del programa.... Vale más la música que toda esaalgarabía....
Todos le miraron entonces. Hablaba en broma seguramente, y, sin embargo,su gesto y el tono de su voz eran serios, como imponentes.
Minghetti, inclinándose cómicamente, exclamó:
—Quien manda, manda.... Obediencia al tirano... al futuro empresario forse....
Serafina, dando la espalda a los otros, en un momento que pudoaprovechar, miró fijamente a su querido, abrió mucho los ojos conexpresión de burla cariñosa, que acabó con una mirada de fuego.
Bonis tembló un poco por dentro al recibir la mirada, pero se hizo eldesentendido y no sonrió siquiera.
—¡A cantar, a cantar!—dijo, fingiendo seguir la broma de su papel dedéspota.
Mochi se inclinó también, y Minghetti, después de una gran reverencia,se sentó al piano para acompañar el dúo de tenor y tiple con queempezaba la segunda parte.
Nepomuceno se sentó junto a Marta, y Bonis muy cerca de su mujer, querespiraba con fuerza, absorbiendo dicha por boca y narices.
Y mientras ella, sin pensar en que le tenía allí, devoraba con los ojosa la tiple y al barítono, Bonis paseaba la mirada triste, seria ytiernamente curiosa, del rostro pálido, ajado de su esposa, al vientreque una vez había engañado sus esperanzas; y oyendo, sin comprenderla enaquel momento, la música romántica del dúo, se dijo entre dientes:
—No importa...; más vieja era Sara.
-XIII-
Terminó el concierto a la una de la madrugada, y como era costumbre enel pueblo, en vez de disolverse la reunión, se pusieron a bailar losjóvenes con el mayor ahínco, muy a placer de las señoritas, que sólotoleraban dos o tres horas de música con la esperanza de estar bailandootras dos o tres horas. Emma no pensó en retirarse mientras quedase allíalma viviente. En cuanto a Marta Körner, estaba demasiado ocupada parapensar en el tiempo. ¡Íbale tanto en perseguir las fieras, es decir, enla caza mayor a que se había entregado en cuerpo y alma, que ya ni veíani oía lo que estaba delante; para ella no había en el mundo más que suD. Juan Nepomuceno, con sus grandes patillas! Desde antes de terminar elconcierto habían hecho rancho aparte, en un rincón de la sala; y allíestaba la alemana enseñándole el alma, y un poco, bastante, de lablanquísima pechuga, al acaramelado mayordomo, futuro administrador dela fábrica de productos químicos.
Körner, aunque muy metido enconversación con Mochi primero y después con el Gobernador militar y elIngeniero jefe de caminos, vigilaba desde lejos, muy satisfecho de laconducta de su hija. Muy de corazón aplaudió la habilidad y delicadezaque demostró su digno vástago cuando uno, y dos y tres jóvenes de lo másdistinguido de la sociedad, se acercaron a ella solicitando el favor deun vals o cosa parecida, y fueron cortés y fríamente despedidos por larobusta alemana, que no bailaba porque... aquí una disculpa torpementezurcida, pero mal compuesta con toda intención. A Nepomuceno había queponerle las cosas muy claras; y Marta, aun a riesgo de molestar a losbailarines, tal vez contenta con molestarlos, porque aquello venía a serun anuncio, dejaba ver con gran transparencia el verdadero motivo de losdesaires que se veía obligada a dar; a saber: que era más importantepara ella hablar con Nepomuceno que andar por allí dando saltos ydespertando, el diablo sabría qué apetitos, en aquella juventud lucida ygeneralmente colorada, gracias a la mucha sangre.
Nepomuceno, que a la segunda negativa de Marta, acompañada de una miraday una sonrisa de inteligencia para él, acabó de comprender, agradeciócon todas sus entrañas el sacrificio que en su favor se hacía; y sehubiera derretido de gusto, a no estarlo ya, gracias a la proximidad vertiginosa de la alemana y a las cosas espirituales y no espiritualesque ella le estaba diciendo; y, sobre todo, gracias a ciertos tropezonesque de vez en cuando, bastante a menudo, daban las rodillas con lasrodillas.
«¡Qué elocuencia... y qué calor natural despedía aquella mujer!» pensabadon Juan, aplicando el mismo verbo al calor y a la elocuencia.
Marta hablaba del ideal, de todos los ideales; pero se las arreglaba demanera que en su disertación se mezclaban, por vía de incidentes,descripciones autobiográficas que se referían casi siempre al actosolemne de mudarse ella de ropa, o a estar en su lecho, medio dormida....desvelada.... Ello es que Nepomuceno supo aquella noche, v. gr., queaquella señorita había leído una cosa que se llamaba la Dramaturgia deHamburgo, de Lessing, y que, tanto como el autor del Laoconte, legustaban a ella las medias muy ceñidas, atadas sobre las rodillas y decolor gris perla. Lo más tierno fue la historia de las queridas deGoëthe, tema que tenía muy preocupada a la de Körner desde muchos añosatrás. El noble orgullo de Federica Brion, que no quiso casarse nunca,porque nadie era digno de la que había sido amada por Wolfgang, lopintaba Marta con un calor sólo comparable al que despedían sus propiasrodillas. Nepomuceno, confundiendo las cosas, y hasta las facultades delalma, se llegó a figurar que los genios alemanes eran unos sátrapas quese pasaban la vida despreciando a los seres vulgares y manoseando losmejores bocados del eterno femenino. Cuando llegó lo de las madres deltantas veces citado Goëthe, Nepo no podía menos de figurarse las tales madres como unas ubérrimas amas de cría.
De todas suertes, y fuera loque fuera de Heine y de la Joven Alemania, él estaba que ardía... y atanta ciencia y poesía y contacto de piernas, sólo se le ocurríacontestar lo que, sin saberlo él, Nepomuceno, contestaba aquel personajede la comedia titulada: «De fuera vendrá...». Quiere decirse, que al tíomayordomo no se le venía a la boca más que la solemne promesa de futuro,pero muy próximo matrimonio.
Emma, siguiendo el ejemplo de algunas otras casadas, que bailabantambién, aceptó unos lanceros a que la invitó el presidente del Casino,y poco después bailó con Minghetti una polca íntima, género dedesfachatez tolerada que empezaba entonces a hacer furor y no pocosestragos morales.
La polca íntima de Minghetti fue para ella una revelación. El barítono,que no había perdido la pista a la afición que le había demostradoaquella señora en paseo, en misa, en la calle, por medio de miradasincendiarias, aquella noche acabó de comprenderlo todo, y formó un plande seducción, que le convenía desde muchos puntos de vista. Empezó amarearla con miradas y lisonjas allí, junto al piano, durante elconcierto; y al atreverse a invitarla nada menos que para bailar unapolca de aquellas condiciones coreográficas, jugó el todo por el todo.Aceptada la polca, ya sabía él lo que le tocaba hacer; y mientras lasrodillas hablaban el lenguaje de las de Marta Körner, aunque sincolaboración de los clásicos alemanes, él, allá en sus adentros, seentregaba a proyectos y cálculos en que había hasta números. Medio enserio, medio en broma, se declaró a Emma mientras daban vueltas por elsalón; y ella, muerta de risa, muy contenta, nada escandalizada, lellamaba loco, y se dejaba apretar, como si no lo sintiera, como si suhonra estuviese por encima de toda sospecha y no debiera parar mientesen aquellos estrujones fortuitos. Le llamaba loco, y embustero, ybromista; pero cuando, después de la polca, se sentaron juntos, en vezde incomodarse por la insistencia del cantante, se quedó un poco seria,suspiró dos o tres veces, como una doncella de labor no comprendida, yacabó por ofrecer a Minghetti una amistad desinteresada; pura amistad,pero leal y firme. Entonces el barítono, que no echaba nada en sacoroto, sin dejar el tema de su pasión incandescente, mezcló en lasvariaciones del mismo una discretísima narración de los apuros de suvida económica y la de sus compañeros. A Minghetti, que era un bohemio,sin saber de tal epíteto, no le daba vergüenza hablar de su pobreza, nide las trazas picarescas a que había recurrido muchas veces para salirde atrancos.
Comprendía él que parte del encanto de su persona,irresistible para muchas mujeres, consistía en su misma vidadesarreglada, de aventurero simpático, generoso, alegre, casi infantil,pero poco escrupuloso, como no fuera en puntos de galanteo y devalentía. Enseguida noto que en Emma este elemento de seducción era delos que producían más efecto; ella misma le confesó que había comenzadoa fijarse en él, y a encontrarle ángel, como dicen los andaluces, lanoche aquella famosa en que había cantado el Barbero... a la fuerza....
—¡Ah, sí—exclamó él sonriendo—; cuando me cazó la Guardia civil!...
Y de este incidente, que tanto había dado que hablar en el pueblo mesesatrás, tomó pie para contar su historia y sus penas y apuros a sumanera, como burlándose de sus propios males.
Callaba muchas cosas quejuzgaba poco a propósito para hacerle aparecer interesante; pero noocultó ciertas maniobras no muy decentes, y osó referirlas, no por amora la verdad, sino porque su sentido moral no le decía que era aquellorepugnante e indigno; por fortuna, tampoco Emma sentía delicadezas deeste orden, y en toda treta victoriosa admiraba el arte y olvidaba alengañado, o sea al tonto.
La mujer de Bonis escuchaba encantada aquella narración del géneropicaresco, en que las picardías venían a estar explicadas y disculpadaspor la viveza de las pasiones y los golpes repetidos de una adversafortuna.
Lo cierto era que la historia del barítono, desfigurada por él en sunarración cuando le convino, podía resumirse en lo siguiente:
Cayetano Domínguez era natural de Valencia; había asistido en suinfancia a los azares de la miseria, que aspira a convertir en industriala holganza y no lo consigue, sino con intervalos de negras prisiones yen perpetua lucha con el Código penal y los agentes de su eficacia. Lacárcel, residencia frecuente de su señor padre, le había enseñado, comopor ensayos repetidos, la triste vida de la orfandad; y cuando al fin elautor de sus días salió de casa para no volver, porque en una ocasión,al recobrar la libertad, en vez del hogar, encontró la muerte en unamisteriosa aventura, allá en la Huerta, el pobre Minguillo, que así lellamaban los demás pillastres de su barrio, al quedarse en el mundosolo, pues su madre había muerto al darle a luz, tenía un aprendizajeanulado que le sirvió no poco, de mala suerte, apuros, desvalimiento; yvenía a ser a los doce años todo un hombre, y casi casi todo un pícaro,por los recursos de su ingenio, el ahínco de su trabajo, cuando tocabana trabajar honradamente, y las tretas de su industria, la fuerza decinismo, el vigor de los músculos y el desprecio de todas las leyes ycortapisas morales y jurídicas, que, en su opinión, se habían hecho paralos ricos; porque los pobres no podían con ellas, bajo pena de matarsede hambre, que era el mayor crimen.
De las manos de un pariente lejano, que le molía a palos y le llamabahijo de tal y de cual, pasó al servicio de la Iglesia con carácter demonaguillo, y hasta llegó a cantar en el coro de la catedral enfunciones de tiple; y esta época fue, según él, la más santa de su vida,sin ser perfecta. No hacía él las picardías por hacerlas, sino por ellucro; de modo que mientras su voz sirvió para el coro, cantó en calidadde ángel en la catedral, sin hacerse jamás reprender por su pereza oimpericia, pues en el trabajo era asiduo, y su destreza en todo oficioque emprendía, extremada. Volvió a la calle porque la voz se le mudaba,que era para el caso como perderla; y con la edad de comenzar laspasiones a abrir sus yemas, coincidió la mayor pobreza de su vida, porlo que no fue extraño, o a él no se lo pareció, que por aquellos díassus expedientes para procurarse el sustento y lo demás que necesita unmozo suelto y sin escrúpulos, fuesen del todo incompatibles con losrigores de la ley civil y criminal; sin que esto quisiera decir quellegase a robar, al menos con violencia; sino que, recordandotradiciones familiares, inventó industrias alegres y vistosas, comojuegos de feria, con moderada trampa, inocentes chascos, justo castigode tontos avarientos y confiados necios, en que el provecho que a él, aMingo, le quedaba entre las uñas, era apenas la necesaria retribución desu trabajo, que hubiera sido exigua cotejada con el riesgo y con elprimor y gracia de las trazas inventadas. De su voz ¡voz traidora!, nose había vuelto a acordar en mucho tiempo, a no ser para cantar entabernas y paseos nocturnos, para solaz de los compañeros del hampa, oseducción de a