BIBLIOTECA DE «LA NACIÓN»
CARLOS-OCTAVIO BUNGE
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T H E S P I S
(NOVELAS CORTAS Y CUENTOS)
BUENOS AIRES
1907
Imp. y estereotipia de LA NACIÓN.—Buenos Aires ÍNDICE
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MÁSCARAS TRÁGICAS
Pesadilla drolática (Impresiones de veinticuatro horas de
MÁSCARAS CÓMICAS
PRÓLOGO
Al volver Baco de las vendimias, seguíale brillante séquito de faunos yninfas. Y los corifeos del dios ventrudo y coronado de pámpanos, deldios de los árboles frutales y las viñas, cantaban su canción báquica,narrando hechos y casos...
Thespis, el «divino» creador, inventó entonces la sustitución del coropor un hombre viviente, de carne y hueso, que simulara y mimase loshechos y los casos. Él fue este hombre. Y para representar
su
serie
deencarnaciones,
cambiábase
sucesivamente de trajes y de máscaras de lino.Actor único, personificaba hombres y mujeres, viejos y niños, reyes ymendigos. El coro se limitaba a replicarle.
Autor al mismo tiempo que actor, Thespis es el padre del teatro griego,la tragedia y la comedia, la máscara de Esquilo y la de Aristófanes. Poreso pudo Dioscoride escribir en su tumba el siguiente epitafio:
Aquí estoy yo, Thespis. Fui el primero en inventar el canto trágico,cuando Baco traía el carro de las vendimias, y era propuesto en premioun lascivo macho cabrío, con un cesto de higos áticos. Nuevos poetashan cambiado la forma del canto primitivo; otros, con el tiempo, loembellecerán todavía. Pero el honor de la invención siempre queda paramí.
Tendrás eternamente razón, oh glorioso Thespis. El honor de lainvención te pertenecerá siempre. Yo, hijo de tierras que no hasconocido y de una civilización que no pudiste sospechar, lo reconozco; yte rindo homenaje, poniendo tu nombre al frente de este libro...
Pues este libro es un manojo de cuentos y fantasías, escrito en los másvarios estados de ánimo. Presenta, puedo decirlo, distintos personajes ydiversos estilos. Por mi rostro han pasado también las máscaras de lino,ya trágicas, ya cómicas... ¿No es acaso todo escritor—poeta, dramaturgoo novelista,—la sucesiva encarnación de sus personajes? Él siente,actúa y habla por ellos, ellos por él. Un autor es un actor ensilencio... Su
«sinceridad» no es más que su aptitud de sugestionarsecon las máscaras que se suceden sobre su rostro.
¡Sedme pues propicios, oh manes de Thespis, padre común de todos lospoetas, dramaturgos y novelistas!... Al poner mi libro bajo tu nombre,pido al buen árbol buena sombra.
Buenos Aires, Diciembre de 1906.
PRIMERA PARTE
MÁSCARAS TRÁGICAS
EL ÚLTIMO GRANDE DE ESPAÑA
I
Pablo Gastón Enrique Francisco Sancho Ignacio Fernando María, duque deSandoval y de Araya, conde-duque de Alcañices, marqués de la Torre deVillafranca, de Palomares del Río, de Santa Casilda y de Algeciras,conde de Azcárate, de Targes, de Santibáñez y de Lope-Cano, vizconde deValdolado y de Almeira, barón de Camargo, de Miraflores y de Sotalto,tres veces grande de España, caballero de las órdenes de Alcántara y deCalatrava, señor de otros títulos y honores, era, ¡cosa extraña enpersona de tan ilustre abolengo y alta jerarquía! un joven modesto,sensato y virtuoso.
Huérfano desde temprana edad, fue educado por su única hermana, Eusebia,quien, por los muchos años que le llevaba, podía ser su madre, y demadre hizo. Desmedrado, rubio, paliducho, con incurable aspecto de niño,de facciones finas, de ojos dulces y claros y porte de principescamansedumbre, contrastaba el joven con la igualmente interesante figurade su hermana. Era ésta una mujer alta, huesosa, de dura y viejafisonomía, coronada por abundante masa de negrísima cabellera.Aristócrata y célibe empedernida, en cuanto él cumplió la mayor edad,profesó ella en la orden de las ursulinas.
No sin decirle antes,sintetizando su obra educativa:
—Por tu nombre y antepasados, eres el primer noble, el primer grande denuestra siempre noble y grande España. Después del rey nadie tiene másaltos deberes que tú. Modelo debes ser, en virtudes y sentimientos, detanto hidalgo indigno de su prosapia y de tanto plebeyo blasonado por eldinero y la vanidad. No olvides jamás lo que a ti mismo te debes, y atus gloriosos predecesores. Ellos fueron virreyes, generales, cardenalesy hasta reyes y santos; conquistaron tierras para su patria, laurelespara sus sienes y almas para el cielo. En nuestros tiempos tu acciónserá forzosamente más reducida y simple. Tu vida, pura y retirada, nosólo será ejemplo de verdaderos hidalgos, sino también muda protestacontra estos tiempos corrompidos y vulgares.
Así dijo, en el tono austero y profético de una sibila. Y sin más,permitiendo apenas que por toda despedida el joven besararespetuosamente su mano de abadesa, cubriéndola de lágrimas, se retiródel mundo.
Pablo, Pablito, como ella cariñosamente le llamara, quedó solo. Aunqueemparentado con los mismos Borbones y con toda la nobleza antigua, nomantenía con sus parientes más que ceremoniosas relaciones de etiqueta;chocábale la excesiva familiaridad propia de las cortes modernas.Reservando en el fondo de su corazón tesoros de ternura, creía torpederrocharlos en afectos pasajeros y advenedizos. Por eso vivía retraídoy hasta huraño, en su palacio de familia.
Era éste, más que palacio, convento, por su arquitectura sobria y macizay por sus vastas dimensiones. El ala central había sido levantadadurante el reinado de Carlos III, en un extremo de la calle del ReyFrancisco, que pertenecía entonces a los suburbios de Madrid. Completadoy reconstruido luego, era todavía grandiosa morada.
Por las muchas deudas que contrajera el último duque de Sandoval, viejoy disipado solterón, tío del heredero, el palacio había sido embargadoen la liquidación testamentaria de sus bienes. Ocurrió esto en laminoría de Pablito. Y aquí fue donde primero se manifestó la entereza desu hermana Eusebia, a cuyos esfuerzos y diligencias debiose en granparte la salvación de la finca, con sus magníficas reliquias. Apenasheredara Pablo los blasones, dio ella en desplegar la perseverancia yhasta el buen criterio comercial que se revela en el epistolario deSanta Teresa de Jesús. ¡Había que salvar de la ruina que lo amenazara elducal mayorazgo, honra y prez de la patria historia! Y tanto bregó,luchó, suplicó, transigió y aun especuló, que al cabo de algunos añosiban en vías de salvarse de las garras de los acreedores las tierras mástradicionales y las dos más ricas dehesas de la opulenta casa. Al jovenduque no le tocaba ahora más que seguir las operaciones iniciadas yaconsejadas por su hermana, para que, al cumplir los treinta años, seviera en posesión de fortuna suficiente al decoro de su rango.
—Mira a nuestro primo Osuna—habíale dicho Eusebia.—Por lamagnificencia de su padre, digno embajador de España ante el zar, hadebido liquidar en pública almoneda los honrosos trofeos de su estirpe.Hay que evitar decadencia semejante. Y no podemos evitarla sino contrabajo y ahorro. El comercio y los negocios no son para nosotros.¡Recuerda al duque de Gandía!
Los deportes, que convendrían a tusgustos, no convienen aún a tu fortuna. No olvides que Alba, propietariode cuantiosos bienes, ha gastado una mitad de ellos en los llamados«sports», que nos traen las modas de Inglaterra. Tampoco te aconsejaríaque
esperes
aumentar
tus
caudales,
como
Montesclaros, uniéndote a laheredera de algún rico comerciante bilbaíno. Esa gente no participa denuestros sentimientos, no es capaz de desinterés ni de delicadeza. Hastaen ideas políticas te concedo que puedas a veces templar las pasionestradicionales con los nuevos tiempos, puesto que tu abuelo y tu tíodisimularon su fidelidad a don Carlos; pero nunca en cuanto a tucasamiento... ¡Una verdadera duquesa de Sandoval es tan difícil deencontrar como una reina de España!
Y después de una larga pausa, con una emoción que nunca, antes nidespués, le notara su hermano, había concluido:
—No me he casado yo, tal vez por que no hallé un marido para missentimientos y mi linaje. Dios sabe que sólo quería nobleza, no dinero.Pero tú, mejorada la suerte de nuestra casa y heredero de sus títulos,te encontrarás un día en ocasión de poder elegir una princesa. Esperodel cielo que ella exista entre la miseria y corrupción de nuestrosiglo. ¿No has visto nunca crecer, pura y lozana, en montones deestiércol, una azucena blanca?
Mucho meditó Pablo sobre tan excelentes advertencias. Y
después deguardar durante algún tiempo el duelo que sentía por la profesión de suhermana, comenzó a frecuentar, de cuando en cuando, si no la sociedadbullanguera y aparatosa, las recepciones de Palacio, donde era bienquisto por su ejemplar conducta. Allí conoció las beldades de la corte,cuyas «toilettes»
y modos le chocaron, a veces hasta la indignación.Encontrábales cierta desfachatez que se le antojaba canallesca, biendistante de la casta y severa majestad de las grandes damas de otrostiempos.
Llegó a pensar que hallaría la esposa soñada en las soledadesde provincia y hasta en otras cortes menos modernas, como las de ciertospequeños principados de la feudal Alemania. Pero, ¡ay!
esas infantaseran generalmente herejes... Y al defecto de la herejía innata, cuyodejo subsiste aún después de la conversión, era casi preferible eldefecto del modernismo parisiense, del modernismo Revolución Francesa!
Decíase que, avalorando su nobleza y señorío, la reina madre llegó ainsinuarle, por discreto intermediario, la proposición de que casara conla menor de las infantas reales... Él la conocía, él sabía de memoria superfil borbónico... Debió pensar si podría amarla... ¡No, nunca laamaría, a pesar de su adhesión y su respeto! ¿Cómo engañar, entonces, auna princesa real ante el altar divino? ¿No sería eso faltar doblementea su Dios y a su rey? Fue así que, según se contaba, rechazó elofrecimiento en agradecidos y leales términos.
Parece que el emisario de Palacio insistió a pesar de su negativa. Creyóque ésta fuese inspirada por la modestia; y debió llegar hastaofenderle, con su moderno espíritu comercialista, encareciendo lasventajas de la alianza, como si el joven duque fuese una mercancía quese ofreciera... Esto acabó por indignarle en su íntimo y concentradoorgullo, y tan hondamente que, para terminar el enojoso asunto, dioPablo una réplica digna de los antiguos tiempos de la grandeza española:
—Diga usted a su majestad la reina que, siendo yo el primer grande deEspaña, no quiero ser el último infante.
Picado, el proponente preguntó:
—¿Es ésa la última palabra del señor duque?
Pablo se encogió de hombros:
—El duque de Sandoval no tiene más que una palabra. Lo mismo dallamarla primera que última.
Y, diciendo esto, se puso de pie, para significar a su interlocutor quehabía terminado la entrevista.
Poco a poco, disgustado por el ambiente, fue retirándose otra vez a supalacio. Maldecía allí a las nuevas invenciones, que le obligaban avivir continuamente preocupado en el saneamiento económico de su casa,cuyas deudas estaban todavía a medio amortizar. En los reinados deCarlos V y de Felipe II, ¡cuánto mejor aprovechamiento tuvieran susjuveniles energías, al frente de los tercios de Flandes y de Italia, ode las huestes conquistadoras de las Indias! ¡Felices tiempos aquellosen que el sol no se ponía nunca en los dominios del Rey Católico!
Cansado por los tráfagos de la administración harto del inacabablecálculo de intereses y amortizaciones, pensó en distraerse viajando porel extranjero. Mas desistió por entonces de la idea, en parte porahorro, en parte porque todavía no estaban los asuntos de su casa comopara delegarlos en manos de procuradores o intendentes. Seguiría puesaun en el puesto que su hermana le indicara, cumpliendo las tareas máscontrarias a su carácter generoso y altivo, en aras de esa mismagenerosidad y esa altivez.
II
Hallábase una noche después de cenar, solo como de costumbre, hojeandodistraídamente periódicos y revistas, en la habitación que eligiera paragabinete de trabajo. Era ésta una amplia sala, decorada con cincoantiguos retratos de familia, los mejores de la colección, verdaderaspiezas de museo, obras de grandes maestros. Terminada la lectura, dejócaer al suelo la última revista y absorviose en la contemplación delcuadro, firmado
por
el
Tiziano,
que
tenía
frente
a
su
poltrona.Representaba él a don Fernando, el primer duque de Sandoval, fundador dela grandeza de su casa, en traje de gran maestre de la orden deCalatrava... Y, por súbita y peregrina ocurrencia, Pablo dirigiómentalmente a don Fernando, esta breve, pero sentida alocución:
—Ya ves. Llevo por ti, ¡oh mi glorioso abuelo! una vida lánguida yaburrida, una verdadera vida de sacrificio. Sólo espero que tú, ya queeres el dios tutelar de nuestra casa, me apruebes y bendigas.
Pareciole entonces ver al joven duque que su abuelo don Fernando,soltando la preciosa empuñadura de su espada, le tendía, en la tela delTiziano, ambas manos, como para bendecirle y protegerle...
—Esto es ilusión de mis ojos—se dijo.—El viento que penetra por laventana entreabierta la ha producido, sacudiendo la luz de las bujías.
Y se levantó bruscamente, para cerrar la ventana, volviendo aarrellanarse después en su asiento. Pero, realmente, don Fernandoparecía haber cambiado de postura y estar poco dispuesto a tomar denuevo la que le diera el pintor...
—Me siento mal—se repitió su último heredero.—No, no puede ser así.Es tarde... Acaso estoy soñando ya. Debo irme a acostar... Mañanadesaparecerá la alucinación.
Efectivamente, era ya entrada la noche, pues en una habitación vecina elreloj dio la una. Hizo entonces el joven un esfuerzo para levantarse,aunque sin conseguirlo, saludando al retrato, entre burlón y respetuoso:
—De todos modos, don Fernando, os agradezco en el fondo de mi almavuestra bendición. Y me despido hasta mañana, porque ya es tarde y mevoy a dormir. ¡Buenas noches... o buenos días!
Los labios de don Fernando parecieron desplegarse en el retrato,mientras en la misma habitación decía vagamente una voz engolillada:
—Dios te ayude, hijo mío.
Al oír esta voz, estremeciose Pablo, alarmado.
—Debo de tener fiebre—pensó.—Decididamente, esta vida que llevo esantihigiénica para cualquiera, y más para mí, que pertenezco a unafamilia de guerreros y de ascetas, es decir, de nerviosos. Estoyfatigado por las preocupaciones y el trabajo. Me siento medioneurasténico... Es preciso que mañana mismo haga mis maletas y me dé unavuelta por Roma o por París, para reponerme.
Quiso levantarse otra vez, y le faltaron fuerzas. Quedó así clavado,siempre
en
su
sillón,
agitándolo
extraños
e
indefiniblespresentimientos...
De las tres bujías que alumbraban la estancia, apagose una, yaconsumida... Al disminuir la luz, Pablo dirigió una mirada a losretratos que colgaban en los muros, y vio que todos, hombres y mujeres,lo miraban y sonreían cariñosamente, como saludándolo. El único que nole hiciera manifestación alguna de simpatía era la efigie de undominico, fray Anselmo de Araya, gran inquisidor de Felipe II. La adustarigidez de este fraile, que permanecía tal cual fuera pintado hacíasiglos, infundió a Pablo todavía mayor temor que las sonrisas y losmovimientos de las demás figuras...
Junto al fraile estaba el retrato de su hermana doña Brianda, la esposade don Fernando, en un traje de terciopelo negro de severidad casimonástica. Y destacábase enfrente, atribuida al pincel del Tintoretto,la arrogante imagen del joven caballero gascón vizconde Guy de laFerronière, que cayó prisionero del emperador en la batalla de Pavía.Embajador más tarde ante Carlos V, aunque por unas semanas, en rápidamisión secreta, habíase enamorado y casado con una española, doñaBárbara de Aldao. De cuyo matrimonio naciera doña Mencía, la que fuesegunda duquesa de Sandoval, por casarse con el primogénito de donFernando y doña Brianda. Doña Bárbara, doña Mencía y su esposo y demásascendientes de ese tronco no estaban representados en la galería delsalón. En cambio, hechizaban los ojos de demonio de un ángel pintado porGoya.
Este ángel era una mujer descendiente de los nombrados,tía-tatarabuela de Pablo, llamada doña Inés de Targes y Cabeza de Vaca,dama admirable que trastornaba los afeminados corazones de lospalaciegos de Carlos IV y María Luisa. Diz que el mismo príncipe de laPaz se enamorara de ella, y que el rey, a pesar de las insinuaciones dela reina no llegó nunca ni a fruncir el ceño ante su triunfante belleza.Al verla, Pablo no pudo menos de sonreír con intensa ternura, lo que talvez no le ocurriera desde que profesara su hermana...
Pasándose largas horas, bajo la escasa luz de la última bujía que durabaencendida, acabó el joven por familiarizarse con el raro caso deaquellas figuras que se movían y hasta hablaban...
—Vamos, yo os agradezco vuestros saludos—les dijo,—y os invito a quebajéis de vuestros cuadros, a tomar conmigo una copa de vino Oporto. Lotengo bastante bueno, del que olvidara en la bodega mi tío, que en pazdescanse. Esto os reconfortará y servirá de distracción. Pues debéissentiros un tanto aburridos de estaros quietos tantos años y hastasiglos colgados de las paredes...
—Aceptamos—repuso en seguida don Fernando.
—Todo sea a la mayor gloria de Dios—dijo fray Anselmo, el dominico.
—«C'est gentil!»—exclamó el vizconde de la Ferronière.—
«J'en meurspour le bon vin du Porto, et de Bourgogne aussi.»
¡Gracias, gracias!
—Has tenido una piadosa idea, mi querido nieto, digna de la generosahospitalidad de tus abuelos—articuló la voz de doña Brianda.
Y doña Inés nada dijo, pero sonrió con tal encanto a su sobrino-nieto,que su sonrisa era una flecha de amor...
Recibida con tanto gusto la invitación, Pablito se adelantó hacia sunoble antepasado don Fernando, tendiéndole la mano para que descendieseel primero. El anciano tomó formas corpóreas, y saltó del cuadro alsuelo con la agilidad de un hombre acostumbrado a los hípicos ejerciciosde combate. Su joven descendiente, con una rodilla en tierra, le besó lavelluda y callosa diestra, que midiera su fuerza alguna vez con el mismoFrancisco I.
Luego ayudó al inquisidor, quien, materializado a su vez, se persignó ymasculló alguna oración en ininteligible latín.
Doña Brianda, tocándole inmediatamente el turno, descendió condificultad, por sus años y su respetable peso de matrona española. Hastaparece que se dislocó un poco el tobillo izquierdo, sin que el dolor leimpidiera acomodarse el zapato con serio y recatado ademán, dandoamablemente las gracias a Pablito.
Al contrario, la bella doña Inés sólo apoyó ligeramente su mano en elhombro del joven duque, y saltó con tanto salero y coquetería, que elmismo gran maestre don Fernando hubo de sonreírle.
Por fin, el vizconde de la Ferronière, tocando apenas y como por bromala cabeza de Pablo, bajó con la elegancia de un gimnasta. Riosefrancamente, y exclamó, luego, con marcado acento gascón:
—«Mais, c'est drôle!» Ya se me había dormido la pierna derecha de estartanto tiempo en la incómoda postura en que me puso en el lienzo ese«brigand» de Tintoretto. ¡Si estuviera aquí, ya le calentaría un pocolas orejas!
Altamente turbado, Pablo no sabía cómo hacer los honores de su casa...El vizconde intervino, muy oportunamente:
—¿Y no nos habías ofrecido buen vino de «Bourgogne»... o de
«Porto»?
—Voy a buscarlo con el mayor gusto, si lo deseáis, caballero...
—¡Eh! Yo no soy español. Puedes tutearme, muchacho. Los franceses,entre iguales, nos tratamos como iguales.
Dejando instalados a sus extraños huéspedes, todos como en cuerpo yalma, bajó Pablo a la bodega, y volvió al rato con copas de cristal ybotellas cubiertas de polvo y telaraña. Estaba pálido y tembloroso, puesen el estado de sobreexcitación en que se hallaba, habíale asustado comoespectros un par de lauchas que corrieran en la obscuridad de la bodega.
—Vamos, tranquilízate, «mon cher»—le dijo el gascón.—¿Te hanaterrorizado las ratas del sótano? En mi tiempo, los jóvenes eran másanimosos. Cuando yo tenía quince años...
—Dejad vuestra historia para otro momento, vizconde, si os place. Ahorabeberemos—interrumpió con serena autoridad don Fernando.
—Tenéis razón, querido consuegro. Bebamos a la salud del último duquede Sandoval.
Y el mismo gascón descorchó las botellas y sirvió a los presentes congallarda alegría. Entonces pudo ver Pablo que las cinco visitas habíantomado completa posesión de su casa.
Encendidas nuevas luces, estabandiseminadas por la sala, en familiares posturas y cómodos sitiales. Elúnico que permanecía en un rincón, fosco y como inspirado, era frayAnselmo.
—Yo me siento aquí tan a «mon aise», como si estuviese
«chezmoi»—decía el gascón.—Siempre me encontré bien en España, porque silos españoles son un poco orgullosos, también son valientes, valientescomo los mismos franceses. ¡Y nunca vi mujeres más lindas que las deEspaña!—Doña Inés agradeció con su mejor sonrisa, mientras proseguía elvizconde:—¡Sobre todo, que las mujeres de España cuando tienen tambiénsu poquito de sangre francesa, como mi nieta doña Inés!
—No seáis adulador, vizconde—repuso ésta, irónicamente.—
Tal vez si mevierais bajo mi estatua yacente que está en la catedral de Ávila...
—Estos franceses—murmuró doña Brianda, con la severidad de unadueña,—más que galantes, parecen deschabetados.
—El hecho es—dijo don Fernando a Pablo, como para cortar laconversación,—que nos encontramos muy bien en tu casa y que gozaremosalgún tiempo de tu castellana hospitalidad.
Aquí se oyó la gruesa voz del fraile, con entonación casi iracunda:
—No es por encontrarnos bien por lo que nos quedaremos un tiempo envuestra casa, joven duque, sino para cumplir un designio de Dios. Él nosdio la vida, Él nos la quitó, Él nos la devuelve hoy. No somos más queinstrumentos de su Voluntad omnipotente, que acaso nos llama a cumpliruna grande acción en su pueblo predilecto, el reino católico.
—Amén—agregó doña Inés, más devota que burlona.
—Para servir mejor a mi Dios—continuó el fraile,—
permitidme que meretire a mi habitación... No tenéis por qué incomodaros acompañándome,joven duque; yo conozco el aposento que me destináis y puedo ir solo yabrirlo, con la gracia de Dios, llave que abre todas las puertas. Buenasnoches.
—Buenas noches, padre—repuso a coro la compañía.
Y fray Anselmo se retiró, haciendo sonar entre sus magros dedos lasgruesas cuentas negras del rosario que pendía en la cintura de su hábitoblanco.
—Es uno de los más preclaros varones de nuestra casa, un verdaderosanto—exclamó con unción doña Brianda.
—¿Está limpia y ventilada la habitación que se le destina?—
preguntózumbonamente el gascón.
—Hace algún tiempo que no se abre...—repuso Pablo.
—Algún tiempo... un par de añitos, por lo menos... Pues en tal caso, siel fraile pasa la noche de rodillas, «saperbleu!», se va a ensuciar suhábito blanco, y cuando vuelva al retrato, dará asco.
Doña Inés lanzó una alegre carcajada; doña Brianda estiró su labio conuna mueca de desdén y de fastidio...
—Tantas veces os dije, vizconde—observó don Fernando,—
que en Españano debéis nunca burlaros o hablar ligeramente de sacerdotes y cosas dereligión...
—Sois insufrible, caballero—aseguró a Guy doña Brianda.
—¿Cuándo aprenderéis a estaros con juicio?—preguntole el primer duquede Sandoval.
—¿Cuándo? ¿Y todavía me lo preguntáis? ¿No me he pasado tres siglosquieto, quietecito, colgado siempre de la pared, sin moverme, sinpediros en préstamo ni un maravedí, mi querido consuegro, sin hacerosuna guiñada, «sage comme une image»?
¡Bien sabéis que muchas veces meha picado la nariz, porque se paraba una mosca