Tormento
Benito Pérez Galdós
I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII,
XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII, XXVIII, XXIX, XXX,
XXXI, XXXII, XXXIII, XXXIV, XXXV, XXXVI, XXXVII, XXXVIII, XXXIX,
I
Esquina de las Descalzas. Dos embozados, que entran en escena poropuesto lado, tropiezan uno con otro. Es de noche.
EMBOZADO PRIMERO.—¡Bruto!
EMBOZADO SEGUNDO.—El bruto será él.
—¿No ve usted el camino?
—¿Y usted no tiene ojos?... Por poco me tira al suelo.
—Yo voy por mi camino.
—Y yo por el mío.
—Vaya enhoramala. (Siguiendo hacia la derecha.)
—¡Qué tío!
—Si te cojo, chiquillo... (Deteniéndose amenazador.) te enseñaré ahablar con las personas mayores. (Observa atento al embozado segundo.)Pero yo conozco esa cara. ¡Con cien mil de a caballo!... ¿No eres tú...?
—Pues a usted le conozco yo. Esa cara, si no es la del Demonio, es lade D. José Ido del Sagrario.
—¡Felipe de mis entretelas! (Dejando caer el embozo y abriendo losbrazos.)
¿Quién te había de conocer tan entapujado? Eres el mismísimoAristóteles. ¡Dame otro abrazo... otro!
—¡Vaya un encuentro! Créame, D. José; me alegro de verle más que si mehubiera encontrado un bolsón de dinero.
—¿Pero dónde te metes, hijo? ¿Qué es de tu vida?
—Es largo de contar. ¿Y qué es de la de usted?
—¡Oh!... déjame tomar respiro. ¿Tienes prisa?
—No mucha.
—Pues echemos un párrafo. La noche está fresca, y no es cosa de quehagamos tertulia en esta desamparada plazuela. Vámonos al café deLepanto, que no está lejos.
Te convido.
—Convidaré yo.
—Hola, hola... Parece que hay fondos.
—Así, así... ¿Y usted qué tal?
—¿Yo? Francamente, naturalmente, si te digo que ahora estoy echando elmejor pelo que se me ha visto, puede que no lo creas.
—Bien, Sr. de Ido. Yo había preguntado varias veces por usted, y comonadie me daba razón, decía: «¿qué habrá sido de aquel bendito?».
Entran en el café de Lepanto, triste, pobre y desmanteladoestablecimiento que ha desaparecido ya de la Plaza de Santo Domingo, sindejar sombra ni huella de sus pasadas glorias. Instálanse en unamesa y piden café y copas.
IDO DEL SAGRARIO.—(Con solemnidad, depositando sobre la mesa sus doscodos como objetos que habrían estorbado en otra parte.) Tan deseososestamos los dos de contar nuestras cuitas y de dar rienda suelta alrelato de nuestras andanzas y felicidades, que no sé si tomar yo ladelantera o dejar que empieces tú.
ARISTO.—(Quitándose la capa y poniéndola muy bien doblada en unabanqueta próxima a la suya.) Como usted quiera.
—Veo que tienes buena capa... Y corbata con alfiler como la de unseñorito... Y
ropa muy decente. Chico... tú has heredado. ¿Con quiénandas? ¿Te ha salido algún tío de Indias?
—Es que tengo ahora, para decirlo de una vez, el mejor amo del mundo.Debajo del sol no hay otro, ni es posible que lo vuelva a haber.
—¡Bien, bravo! Un aplauso para ese espejo de los amos. ¿Pero es tandesordenado como aquel D. Alejandro Miquis?
—Todo lo contrario.
—¿Estudiante?
—(Con orgullo.) ¡Capitalista!
—Chico... me dejas con la boca abierta. ¿Es muy rico?
—Lo que tiene... (Expresando con voz y gesto la inmensidad.) no seacierta a contar.
—¡Otra que tal! ¿No te dije que Dios se había de acordar de tialgún día?.. Y dime ahora con franqueza: ¿cómo me encuentras?
—(Sin disimular sus ganas de reír.) Pues le encuentro a usted...
—(Con alborozo y soltando del inferior labio hilos de transparentebaba.) Dilo, hombrecito, dilo.
—Pues le encuentro a usted... gordo.
—(Con inefable regocijo.) Sí, sí; otros me lo han dicho también.Nicanora asegura que aumento dos libras por mes... Es que la felizmudanza de mi oficio, de mi carrera, de mi arte de vivir, ha deexpresarse en estas míseras carnes. Ya no soy desbravador de chicos; yano me ocupo en trocar las bestias en hombres, que es lo mismo quefabricar ingratos. ¿No te anuncié que pensaba cambiar aquel menguadotrabajo por otro más honroso y lucrativo?... Tomome de escribiente unautor de novelas por entregas. Él dictaba, yo escribía... Mi mano unrayo... Hombre contentísimo... Cada reparto una onza. Cae mi autorenfermo y me dice: «Ido, acabe ese capítulo». Cojo mi pluma, y
¡ras!, loacabo y enjareto otro, y otro. Chico, yo mismo me asustaba. Mi principaldice:
«Ido colaborador»... Emprendimos tres novelas a la vez. Él dictabalos comienzos; luego yo cogía la hebra, y allá te van capítulos y máscapítulos. Todo es cosa de Felipe II, ya sabes, hombres embozados,alguaciles, caballeros flamencos, y unas damas, chico, másquebradizas que el vidrio y más combustibles que la yesca...; elEscorial, el Alcázar de Madrid, judíos, moriscos, renegados, el talAntoñito Pérez, que para enredos se pinta solo, y la muy tunanta de laprincesa de Éboli, que con un ojo solo ve más que cuatro; el CardenalGranvela, la Inquisición, el príncipe D. Carlos, mucha falda, muchohábito frailuno, mucho de arrojar bolsones de dinero por cualquierservicio,
subterráneos,
monjas
levantadas
de
cascos,
líos
y
trapisondas,chiquillos naturales a cada instante, y mi D. Felipe todo lleno deungüentos... En fin, chico, allá salen pliegos y más pliegos...Ganancias partidas; mitad él, mitad yo... Capa nueva, hijos biencomidos, Nicanora curada (Deteniéndose sofocado...) yo harto ycontentísimo, trabajando más que el obispo y cobrando mucha pecunia.
—¡Precioso oficio!
—(Tomando aliento.) No creas; se necesita cabeza, porque es una liornia de mil demonios la que armamos. El editor dice: «Ido,imaginación volcánica: tres cabezas en una». Y es verdad. Al acostarme,hijo, siento en mi cerebro ruidos como los de una olla puesta alfuego... Y por la calle cuando salgo a distraerme, voy pensando en misescenas y en mis personajes. Todas las iglesias se me antojanEscoriales, y los serenos corchetes, y las capas esclavinas. Cuando meenfado, suelto de la boca los pardiezes sin saber lo quedigo, y en vez de un carape, se me escapa aquello de ¡Con cien mil dea caballo! A lo mejor, a mi Nicanora la llamo Doña Sol o Doña Mencía.Me duermo tarde; despierto riéndome y digo: «Ya, ya sé por dónde va asalir el que se hundió en la trampa». (Con exaltación que pone encuidado a Felipe.) Porque has de saber, amiguito, que hay una mina muylarga, hecha por los moros, la cual pone en comunicación la casa delPlatero, vivienda de Antonio Pérez, con el convento de religiosascarmelitas calzadas de la Santísima Pasión de Pinto.
—Vaya que es larga de veras... (Disimulando la risa.) ¡Qué cosas! ¡Enqué enredos se ha metido usted! Pero lo que importa es ganar dinero.
—¡Moneda! Toda la que quiero. Ahora me sale a ocho duros por reparto.Despabilo mi parte en dos días. Pronto trabajaré por mi cuenta, luegoque despachemos la nueva tarea que se nos ha encargado ahora. El editores hombre que conoce el paño, y nos dice: «Quiero una obra de muchosentimiento, que haga llorar a la gente y que esté bien cargada demoralidad». Oír esto yo y sentir que mi cerebro arde es todo uno.
Micompañero me consulta... le contesto leyéndole el primer capítulo quecompuse la noche antes en casa... ¡Hombre entusiasmado! Francamente, lacosa es buena. Figuro que rebuscando en unas ruinas me encuentro unaarqueta. Ábrola con cuidado, y ¿qué creerás que hallo? Unmanuscrito. Leo y ¿qué es?, una historia tiernísima, un libro dememorias, un diario. Porque o se tiene chispa o no se tiene... Puestoslos dos en el telar, ya llevamos catorce repartos, y la cosa no acabaráhasta que el editor nos diga:
«¡ras, a cortar!». (Apurando la copa decoñac.) Francamente, este licor da la vida.
—(Mirando el reloj del café.) Es un poco tarde, y aunque mi amo es muybueno, no quiero que me riña por entretenerme cuando llevo un recado.
—(Excitadísimo y sin atender a lo que habla Felipe.) Como te decía, hepuesto en la tal obra dos niñas bonitas, pobres, se entiende, muypobres, y que viven siempre con más apuro que el último día de mes...Pero son más honradas que el Cordero Pascual.
Ahí está la moralidad, ahíestá, porque esas pollas huerfanitas que solicitadas de tanto goloso,resisten valientes y son tan ariscas con todo el que les hable de pecar,sirven de ejemplo a las mozas del día. Mis heroínas tienen los dedospelados de tanto coser, y mientras más les aprieta el hambre, más seencastillan ellas en su virtud. El cuartito en que viven es una tacitade plata. Allí flores vivas y de trapo, porque la una riega los tiestosde minutisa, y la otra se dedica a claveles artificiales. Por lasmañanas, cuando abren la ventanita que da al tejado... Quisieraleértelo... Dice: «Era una hermosa mañana del mes de Mayo. Parecíaque la Naturaleza...». (Con desvarío.) En esto tocan a la puerta. Esun lacayo con una carta llena de billetes de Banco. Las dos niñasbonitas se ponen furiosas, le escriben al marqués en perfumado pliego...y me le ponen que no hay por donde cogerlo. Total, que ellas quieren másla palma que el dinero. ¡Ah!, me olvidaba de decirte que hay una duquesamás mala que la mala landre, la cual quiere perder a las chicas por laenvidia que tiene de lo guapas que son... También hay un banquero que norepara en nada. Él cree que todo se arregla con puñados de billetes.¡Patarata! Yo me inspiro en la realidad. ¿Dónde está la honradez?
En elpobre, en el obrero, en el mendigo. ¿Dónde está la picardía? En el rico,en el noble, en el ministro, en el general, en el cortesano... Aquellostrabajan, estos gastan.
Aquellos pagan, estos chupan. Nosotros lloramosy ellos maman. Es preciso que el mundo... Pero ¿qué haces, Felipe, teduermes?
—(Despabilándose y sacudiéndose.) Perdone usted, Sr. D. José querido.No es falta de respeto; es que con lo poco que bebí de ese malditoaguardiente parece que la cabeza se me ha llenado de piedras.
—(Con creciente desazón febril, que rompe el último dique puesto a sulocuacidad.) Si esto da la vida... si con este calorcillo que corre pormi cuerpo, tengo yo numen para toda la noche, y ahora me voy a casa y deun tirón despacho sesenta cuartillas... (Saltando de suasiento.) Eres un verdadero Juan Lanas. Bebe más.
—(Frotándose los ojos.) Ni por pienso. Me caería en la calle. Vámonos,D. José.
—Aguarda, hombre. No seas tan vivo de genio. ¿Qué prisa tienes?
—(Metiéndose la mano en el bolsillo del pecho.) Voy a llevar estacarta.
—¿A quién?
—A dos señoritas que viven solas.
—(Pasmado.) ¡Felipe!... ¡A dos niñas guapas, solas, honradas! Sin dudauna carta llena de dinero. Tu amo es banquero, un pillo que quieredeshonrarlas.
—Poco a poco... Usted ha bebido demasiado.
—¿Lo ves, lo ves? (Echando los ojos fuera del casco.) ¿Ves como pormucho que invente la fantasía, mucho más inventa la realidad?... Chicashuérfanas, apetitosas, tentación, carta, millones, virtud triunfante. (Gesticulando enfáticamente con el derecho brazo.) Fíjate en lo quedigo. ¿Qué apuestas a que te dan con la puerta en los hocicos? ¿Quéapuestas a que vas a ir rodando por la escalera? Capítulo: «De cómo elemisario del marqués le toma la medida a la escalera».
—Si mi amo no es marqués... Mi amo es don Agustín Caballero, a quienusted conocerá.
—(Con penetración.) Sea lo que quiera, la carta que llevas encierra uninstrumento de inmoralidad, de corrupción. La carta contienebilletes.
—Sí, pero son de teatro para la función de mañana domingo por la tarde.Es que los primos de mi amo, los señores de Bringas, no pueden ir,porque tienen un niño malo.
—¡Bringas, Bringas!... (Recordando.) Amigo Aristóteles, déjame ver elsobre de la carta...
—Véalo.
—(Leyendo el sobrescrito, lanza formidable monosílabo de asombro y selleva las manos a la cabeza.) «Señoritas Amparo y Refugio». Si son misvecinas, si son las dos niñas huérfanas de Sánchez Emperador...
—¿Las conoce usted?
—¡Si vivimos en la misma casa, Beatas, 4, yo tercero, ellas cuarto! Sien esa parejita me inspiro para lo que escribo... ¿Ves, ves? La realidadnos persigue. Yo escribo maravillas, la realidad me las plagia.
—Son guapas y buenas chicas.
—Te diré... (Meditabundo.) Nada dan que decir a la vecindad, pero...
—¿Pero qué?...
—(Con profundo misterio.) La realidad, si bien imita alguna vez a losque sabemos más que ella, inventa también cosas que no nos atrevemos nia soñar los que tenemos tres cabezas en una.
—Pues ponga usted en sus novelas esas cosas.
—No, porque no tienen poesía. (Frunciendo el ceño.) Tú no entiendes dearte.
Cosas pasan estupendas que no pueden asomarse a las ventanas de unlibro, porque la gente se escandalizaría... ¡prosas horribles, hijo,prosas nefandas que estarán siempre proscritas de esta honrada repúblicade las letras! Vamos, que si yo te contara...
—Cuénteme usted esas prosas.
—¡Si tú supieras guardar un secretillo!...
—Sí que sé.
—¿De veras?
—Échelo, hombre.
—Pues... (Después de mirar a todos lados, acerca sus labios al oído deFelipe, y le habla un ratito en voz baja.)
—(Oyendo entristecido.) Ya... ¡Qué cosas!
—Esto no se debe decir.
—No, no se debe decir.
—Ni se debe escribir. ¡Qué vil prosa!
—(Reflexionando.) A menos que usted, con sus tres cabezas en una, no laconvierta en poesía.
—(Con enérgica denegación.) Tú no entiendes de arte. (Intentandohoradarse la frente con la punta del dedo índice.) La poesía la saco yode esta mina.
—Vámonos, D. José.
—Vamos; y pues tú y yo llevamos el derrotero de mi casa...hablaremos... camino.
Luego que desempeñes... comisión,entrarás en mi cuarto. Nicanora se alegrará mucho de verte. Apretón demanos... tertulia, recuerdos, explicaciones... (Con lenguaje cada vezmás incoherente y torpe.) Yo... hablarte Emperadoras... tú... de ese amoinsigne...
preclaro... opulentísimo...
II
D. Francisco de Bringas y Caballero, oficial segundo de la RealComisaría de los Santos Lugares, era en 1867 un excelente sujeto queconfesaba cincuenta años.
Todavía goza de días, que el Señor leconserve. Pero ya no es aquel hombre ágil y fuerte, aquel temperamentosociable, aquel decir ameno, aquella voluntad obsequiosa, aquellacortesanía servicial. Los que le tratamos entonces, apenas lereconocemos hoy cuando en la calle se nos aparece, dando el brazo a uncriado, arrastrando los pies, hecho una curva, con media cara dentro deuna bufanda, casi sin vista, tembloroso, baboso y tan torpe de palabracomo de andadura. ¡Pobre señor! Diez y seis años ha se jactaba de poseerla mejor salud de su tiempo; desempeñaba su destino con puntualidadinverosímil en nuestras oficinas, y llevando sus asuntos domésticos conintachable régimen, cumplía como el primero en la familia y en lasociedad. No sabía lo que era una deuda; tenía dos religiones, la deDios y la del ahorro, y para que todo en tan bendito varónfuera perfecciones, dedicaba muchos de sus ratos libres a diversosmenesteres domésticos de indudable provecho, que demostraban así laclaridad de su inteligencia como la destreza de sus manos.
Desde sus verdes años fue empleado, empleados fueron sus padres yabuelos, y aún se creo que sus tatarabuelos y los ascendientes de estossirvieron en la Administración de ambos mundos. No tiene conexiones esteseñor con la conocida familia comercial de Madrid que llevaba el mismonombre y lo dio también a unos muy afamados soportales. Los Bringas deeste D. Francisco, amigo nuestro queridísimo, procedían de la Mancha, yel segundo apellido venía de aquellos Caballeros gaditanos, familiaopulenta del pasado siglo, la cual se arruinó después de la guerra.Había hecho el bueno de D. Francisco su carrera con paso tardo peroseguro, en dependencias a las cuales rara vez llegaban entonces lainconstancia y tumulto de la política. Asido a los mejores faldones quehabía en su época, no vio nunca Bringas la pálida faz de la cesantía, yera ciertamente el empleado más venturoso de españolas oficinas.
Estaba él asegurado en la nómina como la ostra que yace en profundísimobanco a donde no pueden llegar los pescadores; suerte peregrina en laburocracia de Madrid, que perturbada constantemente por lapolítica, la ambición, la envidia, la holganza y los vicios, es campo deinfinitos dolores.
No era político Bringas, ni lo había sido nunca, aunque tenía sus ideas,como todo español, por cierto muy moderadas. No sentía ambición, y porno tener vicios, ni siquiera fumaba. Era tan trabajador que sin esfuerzoy contentísimo desempeñaba su trabajo y el de su jefe, que era muyharagán. En su casa no perdía el tiempo, y sus habilidades mecánicaseran tantas que no nos será fácil contarlas todas. Naturaleza puso en élútiles y variados talentos para componer toda suerte de objetos rotos.Cualquier desvencijada silla que cayera en sus manos quedaba como nueva,y sus dedos eran milagroso talismán para pegar una pieza de finaporcelana que se hubiera hecho pedazos. Se atrevía hasta con los relojesque no querían andar, y con los juguetes que en manos de los chicosperdieran la virtud de su mecanismo. Restauraba libros cuyaencuadernación se deteriorase, y barnizaba un mueble a quien el tiempo yel uso hubieran gastado el lustre. Lo mismo remozaba un abanico decabritilla o una peineta de concha, que la más innoble pieza de lacocina. Hacía nacimientos de corcho para Navidad, y palillos de dientespara todo el año. En su casa no se llamaba nunca a un carpintero.Bringas sabía mejor que nadie clavar, unir, tapizar,descerrajar, y le obedecían el hierro y la madera, la chapa ebúrnea y elpedazo de suela, la cola y el engrudo, el tornillo y la punta de París,el papel de lija y el esmeril. Tenía herramientas de todas clases, yprovisiones y pertrechos mil; y si se ofrecía manejar una aguja gordapara empalmar piezas de la alfombra, tampoco se quedaba atrás.
Forrabasoberanamente un mueble con telas viejas de otro mueble invalido ya ydeshuesado. Al mismo tiempo, Bringas era hombre que no se desdeñaba, endía de apuro y de convidados, de ponerse en mangas de camisa y limpiarlos cubiertos. Hacía el café en la cocina a estilo de gastrónomo, y silo apuraban, se comprometía a poner un arroz a la valenciana quesuperara a las mejores obras de su digna esposa y de la cocinera de lacasa.
Era nuestro buen señor excelente y aun excelentísimo padre de familia.Su mujer, Doña Rosalía Pipaón, le había dado tres hijos. El primogénito,de quince años, era ya un bachillerazo muy engreído de su ciencia, y sele destinaba a estudiar Leyes, para seguir, de un modo más glorioso, lashuellas burocráticas de su señor padre.
Completaban la familia una niñade diez años y un niño de nueve, herederos de las gracias maternas.Porque la señora de Bringas era una dama hermosa, mucho más joven que sumarido, que en edad la aventajaba como unos tres lustros. Su flaco eracierta manía nobiliaria, pues aunque los Pipaones no descendíande Íñigo Arista, el apellido materno de Rosalía, que era Calderón, laautorizaba en cierto modo para construir, aunque sólo fuese con lafantasía, un frondosísimo árbol genealógico.
Observaciones precisas nosdan a conocer que Rosalía no carecía de títulos para afiliarse, por lalínea materna, en esa nobleza pobre y servil que ha brillado en loscargos palatinos de poca importancia. Ella no recordaba, al sacar arelucir su abolengo, timbres gloriosos de la política o las armas, sinoaquellos más bajos, ganados en el servicio inmediato y oscuro de la RealPersona. Su madre había sido azafata, su tío alabardero, su abueloguardamangier, otros tíos segundos y terceros, caballerizos, pajes,correos, monteros, administradores de la cabaña de Aranjuez, etcétera,etc.
Se explica que Rosalía añadiese a su segundo apellido la apostilla dela Barca; pero toda la ciencia heráldica del mundo no dará fundamentoal trasiego y combinación que hacía llamándose, para que el nombre fueraredondo y sonante, Rosalía Pipaón de la Barca. Esto lo pronunciaba dandoa su bonita y pequeña nariz una hinchazón enfática, rasgo físico quemarcaba con infalible precisión lo mismo sus accesos de soberbia que lasresoluciones de su bien templada voluntad.
Para esta señora había dos cosas divinas: el Cielo, o mansiónde los elegidos, y lo que en el mundo conocemos por el lacónicosustantivo de Palacio. En Palacio estaba su historia y también suideal, pues aspiraba a que Bringas ocupase un alto puesto en laadministración del Patrimonio y a tener casa en el piso segundo delregio alcázar.
Cualquier frase, palabrilla o pensamiento contrarios a lasuperioridad omnímoda y permanente de la Casa Real entre todo lo creadopor Dios y los hombres, ponía a la buena señora tan fuera de sí, quehasta su hermosura como que se eclipsaba y oscurecía; tanto era elahuecamiento de la nariz bonita, tal la descomposición que la ira daba asus rojos labios. Era Rosalía, para decirlo de una vez, una de esashermosuras gordas, con semblante aniñado y facciones menudas, labradas ygraciosas que prevalecen contra el tiempo y las penas de la vida. Suvigorosa salud, defendiéndola de los años, dábale una frescura que loenvidiarían otras que, a los veinticinco y con un solo parto, parece quehan sido madres de un regimiento. Se había oído comparar tantas vecescon los tipos de Rubens, que, por un fenómeno de costumbre y deasimilación, siempre que se nombraba al insigne flamenco, le parecía oírmentar a alguno de la familia... entiéndase bien, de la familia dePipaón de la Barca.
A principios de Noviembre, obligado Bringas, por las crecientesnecesidades de la familia, a un aumento de local, se mudó de lacasa de la calle de Silva, en que había vivido durante diez y seis años,a otra en lo más angosto de la Costanilla de los Ángeles. La mudanza deuna casa en que había tan diversos objetos algunos de mérito, dos o trescuadros buenos, bronces, espejos, guarda-brisas, y cortinajes riquísimosque eran despojos de la ornamentación de Palacio, no se hizo sindificultades ni quebranto.
Con mucha razón repetía Bringas la exactafrase de Franklin: «tres mudanzas equivalen a un incendio». Y se poníanervioso y airado viendo tanta cosa rota, tanta rozadura, deterioros tangraves y en tanto número. La suerte era que allí estaba él paracomponerlo todo. Los carros estuvieron trasportando objetos desde lasseis de la mañana hasta muy avanzada la noche. Los zafios y torpísimosganapanes que hacen este servicio trataban los muebles sin piedad, ytodo era gritos, esfuerzos, brutalidades de palabra y de obra. Mientrasse verificaba la mudanza, Bringas desempeñaba por sí mismo funcionesaugustas, propias de un amo hacendoso y listo. Ayudado de dos personasde toda su confianza, esteraba y alfombraba toda la casa, porque no sefiaba de los estereros asalariados, que todo lo echan a perder y no vanmás que a salir del paso, haciendo mangas y capirotes. Después de biensentadas las alfombras (ocupación que tiene la poca gracia depresentarnos a este dignísimo personaje andando en cuatropies), se proponía colocar por sí mismo todos los muebles en su sitio,armar las camas de hierro, colgar todo lo que debía estar en lasparedes, fijar lo útil, distribuir con arte y gracia lo decorativo. Estatarea cansada y desesperante no se realiza nunca por completo en dosdías ni en tres, pues aun después de que parece terminada, quedan restosinsignificantes, que son tormento del aposentador en las jornadassucesivas, y al fin de la fiesta siempre queda algo que no se coloca enla vida.
Es quizás gran contrariedad que la primera vez que nos encaramos coneste interesante matrimonio sea en día tan tumultuoso como el de unamudanza, en medio del desorden de una casa sin instalar y en el senosofocante de polvorosa nube. No es culpa nuestra que la personarespetabilísima de D. Francisco Bringas resulte un tanto cómica alpresentársenos dentro de un chaquetón viejo, con un gorro más viejo aúnencasquetado hasta cubrir las orejas, la fisonomía desfigurada por elpolvo, los pies en holgados pantuflos; a veces andando a gatas porencima de las alfombras para medir, cortar, ajustar; a veces subiéndosecon agilidad en una silla, martillo en mano; ya corriendo por aquellospasillos en busca de un clavo, ya dando gritos para que le tuvieran laescalera.
Bringas usaba gafas de oro y se afeitaba totalmente. Unacoincidencia feliz nos exime de hacer su retrato, pues bastan dospalabras para que todos los que lean esto se lo figuren y le puedan vervivo, palpable y luminoso cual si le tuvieran delante. Era la imag