Tormento by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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«yo doy ladote para esa señorita monja»?

Rosalía miró al primo revelando la seguridad de obtener respuestacategórica y feliz a la indirecta que acababa de dirigirle. Agustín,herido en su sensible corazón, respondería infaliblemente: «Aquí está elhombre». Pero la de Bringas vio fracasado por aquella vez su astutoplan, porque el primo, sin revelar haberlo comprendido, se levantó desúbito y dijo:

«Pues yo, prima, tengo que marcharme».

Con mal disimulado despecho, Rosalía no pudo menos de exclamar:

«Eso es... siempre tan brutote... Abur, hijo, que te vaya bien:expresiones en llegando».

VI

Caballero dio un paso hacia la puerta. Pero en aquel instante entraronlos dos niños pequeños de Rosalía, que venían del colegio. Corrieronambos a abrazar a su mamá y después a Amparo.

«Un besito al primo».

—Ven acá, mona—dijo Caballero, que tenía pasión por los niños.

—La merienda, mamá—clamaron los dos a un tiempo.

—La merienda, mamá—repitió Caballero, tomando a cada uno de una mano ysaliendo con ellos hacia el comedor.

Isabelita, cubierta la cabeza con una toquilla roja, calzados los piesde zapatillas bordadas, andaba a saltos, colgándose del brazo deAgustín. El pequeño, fajado en una especie de carrik que learrastraba, con la cara mocosa y enrojecida por el frío, andaba como unviejo, haciéndose el cojo y el jorobado. Pero de repente daba unosbrincos tales y tan fuertes estirones al brazo de su tío, que este nopodía menos de quejarse.

«Juicio, muchachos, juicio».

Un momento después cada uno de los Bringas del porvenir atacabacon furia un pedazo de pan seco. Caballero se sentó en una silla junto ala mesa del comedor, y les miraba embelesado, considerando y envidiandoaquel soberano apetito, aquella alegría que rebosaba de ellos como deltazón de una fuente el agua henchida y rumorosa.

Alfonsito, que habíaido el domingo anterior con su tío al Circo de Price, dedicaba todas lashoras libres a hacer volatines. Sintiéndose con furiosas ganas de ser clown, quería imitar los lucidos ejercicios que había visto. Sinquitarse el carrik que le ahogaba, hacía difíciles cabriolas en losrespaldos de las sillas.

«Niño, que te caes... Este pillo se va a matar el mejor día... Como levuelvas a llevar al Circo, verás»—decía su madre, corriendo tras él.

Isabelita, sentada sobre las piernas de su tío, y cogiendo el pan con lamano izquierda, enseñábale con la derecha un sobado librejo, donde teníavarias calcomanías.

La Pipaón de la Barca, luego que le quitó el abrigo a Alfonsito y loscalzones y los zapatos, para que no destrozara la ropa con su endiabladofuror acrobático, volvió a donde estaban su hija y el primo.

«¿Quieres tomar alguna cosa, Agustín? ¿Quieres una copita demanzanilla?... Es de la misma que nos has regalado. Así es que de lotuyo bebes».

—Gracias, no tomo nada.

—Supongo que no lo harás de corto...

Desde el otro lado de la mesa, la dama contempló largo rato en silencioel bonito grupo que hacían el salvaje y la niña, y fue acometida de unpensamiento muy suyo, muy propio de las circunstancias y que se habíahecho consuetudinario y como elemental en ella. Era un desconsuelo quese había constituido en atormentador y en perseguidor de la buenaseñora, y como tal se le ponía delante muchas veces al día.

Helo aquí:

«Si yo tuviera poder para quitarle al primo diez años y ponérselos a miniña... ¡qué boda, Santo Dios, qué boda y qué partido! Ya lo arreglaríayo por encima de todo, y domaría al cafre, que, bajo su corteza, escondeel mejor corazón que hay en el mundo.

¡Ay!, Isabelita, niña mía lo quete pierdes por no haber nacido antes... ¡Y tú tan inocente sobre esassalvajes rodillas sin comprender tu desgracia!... ¡tan inocente sobreese monte de oro, sin darte cuenta de lo que pierdes!... ¡Oh!, sihubieras nacido a los nueve meses de haberme casado yo con Bringas, yatendrías diez y seis años.

¡Pobre hija mía, ya es tarde! Cuando tú seascasadera, el pobre Agustín estará hecho un arco... ¡Qué cosas hace Dios!Ay, Bringas, Bringas... ¡por qué no nació nuestra hija en el Otoño del51!... ¡Una renta de veinte, treinta mil duritos!... me mareo...

lobastante para ser una de las primeras casas de Madrid... Yahora, ¿a dónde irán a parar los dinerales de este pedazo debárbaro?...».

Era tan enérgico, tan vivo este pensamiento, que la ambiciosa dama leveía fuera de sí misma cual si tomase forma y consistencia corpóreas. Latarde caía, el comedor estaba oscuro. El pensamiento revoloteaba por loalto de la sombría pieza, chocando en las paredes y en el techo, como unmurciélago aturdido que no sabe encontrar la salida. La de Pipaón, acausa de la creciente oscuridad, no veía ya el grupo. Oía tan sólo losbesos que daba Caballero a la niña, y las risas y chillidos de estacuando el salvaje le mordía ligeramente el cuello y las mejillas.

Otro pensamiento distinto del antes expuesto, aunque algo pariente deél, surgía en ocasiones del cerebro de la esposa de Bringas, sin darse aconocer al exterior más que por ligerísimo fruncimiento de cejas y porla indispensable hinchazón de las ventanillas de la nariz. Estepensamiento estaba tan agazapado en la última y más recóndita célula delcerebro, que la misma Rosalía apenas se daba cuenta de él claramente.Helo, aquí, sacado con la punta de un escalpelo más fino que otropensamiento, como se podría sacar un grano de arena de un lagrimal conel poder quirúrgico de una mirada:

«Si por disposición del Señor Omnipotente, Bringas llegase a faltar... ysólo de pensarlo me horripilo, porque es mi esposo querido... perosupongamos que Dios quisiese llamar a sí a este ángel... Yo losentiría mucho; tendría una pena tan grande, tan grande, que no haypalabras con que decirlo... Pero al año y medio o a los dos años, mecasaría con este animal... Yo le desbastaría, yo lo afinaría, y así mishijos, los hijos de Bringas, tendrían una gran posición y creo, sí... lodigo con fe y sinceridad, creo que su padre me bendeciría desde elCielo».

«Luz, luz»,—dijo a este punto una fuerte voz.

Era Bringas que volvía de su paseo vespertino. Todas las tardes, alsalir de la oficina, iba al Ministerio de Hacienda, donde se le reuníandon Ramón Pez y el oficial mayor del Tesoro. Los tres daban la vuelta dela Castellana o del Retiro y regresaban a sus respectivos domicilios alpunto de las seis o seis y media.

«Hola... ¿estás aquí?»—preguntó D. Francisco tropezando con Caballero.

—¿Sabes que vamos al teatro esta noche? Agustín nos ha traído butacas.

—Lo siento—manifestó Bringas—; pensaba trabajar esta noche... ¡Ah!,gracias a Dios que traen luz... Mira, mirad qué bisagras tan bonitas hecomprado para componer la arqueta de la marquesa de Tellería. Quedarácomo nueva... Pero oye tú; si vamos al teatro, hay que comer temprano.Hija, son las siete menos cuarto.

Rosalía, atenta a activar la comida, fue en busca de Amparo, y con aquelcariño que se desbordaba en ella siempre que se disponía aengalanarse para ir de fiesta, le dijo:

«Hijita, no trabajes más... Pon esta luz en mi tocador, que voy aempezar a arreglarme, y date una vuelta por la cocina a ver si esacalamidad de Prudencia ha hecho la comida... Lo mejor es que pongas túla mesa... ¿Qué vestido crees que debo llevar?».

—Lleve usted el de color de caramelo.

—Eso es, el de color de caramelo.

Amparo pasó a la cocina.

«Luz a mi cuarto»—repitió Bringas.

El señorito, que estaba en su cuarto estudiando con Joaquinito Pez,pidió también luz. Porque su aplicado hijo no se quedase oscuras, D.Francisco renunció a alumbrar su cuarto, y con paternal abnegación dijoasí:

«Yo me vestiré a oscuras... Agustín, ¿por qué no te quedas a comer connosotros?

Comeremos más y comeremos menos».

Rosalía, que en aquel momento pasaba con un gran jarro para ir a lacocina en busca de agua, dio un disimulado golpe en el brazo de sumarido. Bien entendió Bringas aquel mudo lenguaje que quería decir «noconvides hoy, hombre».

«Señores—dijo Amparo sonriendo—, apartarse. Voy a poner la mesa».

Y mientras extendía el mantel, Caballero, mirándola, contestabamaquinalmente:

«Hoy no puedo. Me quedaré otro día».

En esto llegaba al comedor un rumorcillo oratorio, procedente delinmediato cuarto en que encerrados estaban el estudioso hijo de Bringasy el no menos despierto niño de Pez. Ambos habían principiado la carrerade Leyes, y se adestraban en el pugilato de la palabra, espoleados desdetan temprana edad por la ambicioncilla puramente española de sernotabilidades en el Foro y en el Parlamento. Paquito Bringas no sabíaGramática ni Aritmética ni Geometría. Un día, hablando con su tíoAgustín, se dejó decir que Méjico lindaba con la Patagonia y que lasCanarias estaban en el mar de las Antillas. Y no obstante, esta lumbreraescribía memorias sobre la Cuestión Social, que eran pasmo de suscompañeritos. La tal criatura se sentía con bríos parlamentarios, y comoJoaquinito Pez no lo iba en zaga, ambos imaginaron ejercitarse en elarte de los discursos, para lo cual instituyeron infantil academia en elcuarto del primero, lo mismo que podrían establecer un nacimiento o unaltarito. Pasábanse las horas de la tarde echando peroratas, y mientrasel uno hacía de orador, el otro hacía de presidente y de público.Algunas veces concurrían a aquel juego otros amigos, el chico deCimarra, el de Tellería, y mejor repartidos entonces los papeles, no sedaba el caso de que uno mismo tocara la campanilla y aplaudiese.

Agustín y D. Francisco se acercaron a la puerta y oyeron de lapropia boca de Joaquinito estas altisonantes palabras: «Señores,volvamos los ojos a Roma; volvamos a Roma los ojos, señores, ¿y quéveremos? Veremos consagradas por primera vez la propiedad y laslibertades personales...».

«Estos chicos de ahora son el demonio...—dijo el padre sin disimular sugozo—. A los quince años saben más que nosotros cuando llegamos aviejos... Y lo que es este hará carrera. Pez me ha prometido que encuanto el niño sea licenciado, le dará una placita de la clase dequintos... A poco más que se ejercite hablará mejor que muchosdiputados...».

—A estos condenados muchachos—observó Agustín—, parece que les hatraído al mundo la diosa, el hada o la bruja de las taravillas...

—Y en la manera de educarles, querido—indicó Bringas frotándose lasmanos—, no soy de tu parecer. Lo que tantas veces me has dicho deenviarle a una casa de Buenos Aires o de Veracruz con buenasrecomendaciones sería malograr su brillante porvenir burocrático ypolítico... Ea, niños,—añadió abriendo la puerta del cuarto—. Selevanta la sesioncita. Venga esa luz...

Joaquinito, saliendo del cuarto con un rimero de libros debajo delbrazo, despidiose de don Francisco, y el primogénito de Bringas entrególa luz a su padre, que se dirigió al despacho. Este tenía una comoalcobilla que servía al buen señor de taller y de vestuario.Allí estaban sus herramientas, su lavabo y su ropa.

«Ven para acá, Agustín»,—decía, luz en mano, marchando con grave pasohacia su cuarto.

Iluminado de lleno aquel semblante, que pertenecía también a una de lasmás insignes personalidades del siglo, semejaba mi D. Francisco el farode la historia derramando claridad sobre los sucesos. Luego quellegaron, puesto el humoso quinqué sobre la mesa, Thiers dijo a suprimo:

«Paquito será un funcionario inteligente, y después... sabe Dios qué.Ahora, lo que más me preocupa es la educación de Isabelita, que dentrode algunos años será una mujer. Es preciso ponerle maestro de piano...de francés. La música y los idiomas son indispensables en la buenasociedad».

Caballero debía de pensar en las musarañas, porque no respondió cosaalguna.

En tanto Rosalía tan pronto llamaba a Amparo para que le prestase algúnservicio de tocador, como la mandaba a la cocina para que la comida nose retrasase. Por no tener dos cuerpos, atendía difícilmente a cosas tandiversas. La señora, después de arreglarse el pelo, se había restregadomuy bien el cuello y los hombros con una toalla mojada, y luego empezócon esmero el aliño de su rostro, que en verdad no necesitaba de muchoarte para ser hermoso.

«Por Dios, hija, da una vuelta por allá... No, alcánzame antes ese lazoazul... Ve, corre pronto. Ya pueden poner la sopa. Comerás con nosotros;luego acuestas a los chicos y te vas».

Poco después Prudencia ponía la sopera humeante en la mesa del comedor,y los pequeños daban voces por toda la casa llamando a comer. Ellosfueron los primeros que tomaron asiento, metiendo mucha bulla; vinoluego D. Francisco, vestido ya y muy limpio, mas con el chaquetón decasa en vez de levita; siguiole Paquito leyendo un librejo, y por últimoapareció Rosalía.

«¡Qué guapa estás, mamá!».

—Silencio... os voy a dar azotes.

—Qué blanquita estás, mamá... ¡y qué rebonita!

Y era verdad. Rosalía, compuesta y emperifollada, no parecía la mismaque tan al desgaire veíamos diariamente consagrada al trajín doméstico,a veces cubierta de una inválida bata hecha jirones, a veces calzada conbotas viejas de Bringas, casi siempre sin corsé, y el pelo como si lahubiera peinado el gato de la casa. Mas en noches de teatro setrasformaba con un poco de agua, no mucha, con el contenido de losbotecillos de su tocador y con las galas y adornos que sabía ponerartísticamente sobre su agraciada persona. Tenía en tales casos másblanco el cutis, los ojos con cierta languidez, y lucía su bonito cuellocarnoso. Fuertemente oprimida dentro de un buen corsé, sucuerpo, ordinariamente flácido y de formas caídas, se trasfigurabatambién, adquiriendo una tiesura de figurín que era su tormento por unascuantas horas, pero tormento delicioso, si es permitido decirlo así.Presentose en el comedor con su peinador parecido a sobrepelliz, y no lefaltaba más que el vestido de color de caramelo para igualar a unaduquesa.

«¿Llegaremos tarde?»...—dijo, haciendo atropelladamente las cortasraciones de sus hijos y de Amparo.

—Creo que estaremos allí a la mitad del primer acto. Echan Dar tiempoal tiempo.

—De Pipaón de la Barca... digo, de Calderón. ¡Cómo tengo la cabeza! Aprisa, a prisa, comer a prisa... ¿Y Agustín?

—Se fue... Estábamos hablando de poner maestro de piano a la niña,cuando de repente, sin mirarme, dice: «Yo le compraré el piano a tu hijay le pagaré el maestro», y sin darme las buenas noches salió como unasaeta. Yo creo que Agustín no tiene la cabeza buena.

La comida era escasa, mal hecha, y el comer presuroso y sin amenidad.Antes de concluir, Rosalía se levantó de la mesa para darse la últimamano, y tras ella corrió Amparo, que casi casi no había comido nada. Semiraba y se remiraba la dama en el espejo de su tocador, manejando connerviosa presteza la borla de los polvos. Luego se puso elvestido, y concluida esta difícil operación, siempre quedaba un epílogode alfileres y lazos que no tenía fin.

«Ahora—dijo a Amparo—, acuestas a los niños y te vas a tu casa. No sete haga tarde... ¡Ah! Mañana me traes dos manojos de trencilla encarnaday no te olvides del cold-cream de casa de Tresviña... Te traes tambiéncuatro cuartos de raíz de lirio, y luego te pasas por la pollería y mecompras media docena de huevos... Vaya, no más».

Los chicos seguían enredando en el comedor.

«¿Qué ruido es ese? Paco, diles que si voy allá... A ver; el abrigo, losguantes, el abanico. Bringas, ¿te has arreglado?».

—Ya estoy pronto—dijo el padre de familia, que se acababa de enfundaren un gabán color de café con leche... ¿Será cosa de llevar paraguas? Lollevaremos por si acaso.

—Vamos, vamos... ¡qué tarde es!... ¿Se olvida algo?

Y desde la puerta volvía presurosa.

«¡Jesús!, ya me dejaba los gemelos... Vamos... Abur, abur...».

VII

Iban a pie, porque los gastos de coche habrían desequilibrado elrigurosísimo presupuesto de D. Francisco, que a su cachazudo métododebía la ventaja de atender a tantas cosas con su sueldo de veintemil reales. En el teatro pasaba Rosalía momentos muy felices, gozando,más que en la función, en ver quién entraba en los palcos y quién salíade ellos, si había mucha o poca concurrencia, si estaban las de A o lasde B

y qué vestidos y adornos llevaban, si la marquesa o la condesahabían cambiado de turno. En los entreactos leía Bringas la Correspondencia, luego subía a este o el otro palco para saludar a talo cual señora, y Rosalía, desde su butaca, cambiaba sonrisas con susamigas. Era ella dama de buenas vistas, sin que llegara a ser contadaentre las celebridades de la hermosura; era simplemente la de Bringas,una persona conocidísima, entre vulgar y distinguida, a quien jamás lamaledicencia había hecho ningún agravio. Madrid, sin ser pequeño, loparece a veces (entonces lo parecía más) por la escasa renovación delpersonal en paseos y teatros. Siempre se ven las mismas caras, ycualquier persona que concurra con asiduidad a los sitios de públicadiversión, concluye por conocer en tiempo breve a todo el mundo.

A Rosalía le gustaba, sobre todas las cosas, figurar, verse entrepersonas tituladas o notables por su posición política y riquezaaparente o real; ir a donde hubiera bulla, animación, trato falaz ycortesano, alardes de bienestar, aunque, como en el caso suyo, estosalardes fueran esforzados disimulos de la vergonzante miseriade nuestras clases burocráticas. Era hermosa, y le gustaba ser admirada.Era honrada, y le gustaba que esto también se supiera.

Merece ser notado el heroísmo de los Bringas para presentarse en lasociedad de los teatros con aquel viso de posición social y aquel airede contento, como personas que no están en el mundo más que paradivertirse. Todo el sueldo del oficial segundo de la Comisaría de losSantos Lugares no habría bastado a aquel derroche de butacas, si estasse hubieran comprado en el despacho. Sobre que D. Francisco era hombrede probidad intachable, la índole de su destino no le habría permitidomanipularse un sobresueldo, como es fama que hacían los Peces otrosfuncionarios de la casta ictiológica. No, los Bringas iban al teatro,digámoslo clarito, de limosna. Aquellos esclavos de la áurea miseria no se permitían tales lujos sino cuando esta o la otra amiga de Rosalíales mandaba las butacas de turno, porque no podía ir aquella noche;cuando el Sr. de Pez o cualquier otro empleado pisciforme les cedía elpalquito principal. Pero eran tantas y tan buenas las relaciones de laventurosa familia, que los obsequios se repetían muy a menudo. Luego laliberalidad del primo Caballero aumentó estos zarandeos teatrales.

El desnivel chocante que se observa hoy entre las apariencias fastuosasde muchas familias y su presupuesto oficial, emana quizás de unsistema económico menos inocente que la maña y el arte ahorrativo delangélico Thiers y que la habilidad de Rosalía para explotar susrelaciones. Hoy el parasitismo tiene otro carácter y causas más dañadasy vergonzosas. Existen todavía ejemplos como el de Bringas, pero son losmenos. No se trate de probar que la mucha economía y un poco deadulación hacen tales prodigios, porque nadie lo creerá. Cuando algúnextranjero, desconocedor de nuestras costumbres públicas y privadas,admira en los teatros a tantas personas que revelan en su cara desdeñosauna gran posición, a tantas damas lujosamente adornadas; cuando oyedecir que a la mayor parte de estas familias no se les conoce más rentaque un triste y deslucido sueldo, queda sentado un principio económicode nuestra exclusiva pertenencia, al cual seguramente se le ha deaplicar pronto una voz puramente española, como el vocablo pronunciamiento, que está dando la vuelta al mundo y anda ya por losantípodas.

Esto no va con los pobres y menguados Bringas, que por no bajar un ápicede la línea social en que estaban, sabían imponerse sacrificiosdomésticos muy dolorosos.

En el verano del 65, recién abierto elferrocarril del Norte, la familia no consideró decoroso dejar de ir aSan Sebastián. Para esto D. Francisco suprimió el principio enlas comidas durante tres meses, y el viaje se realizó en Agosto, porsupuesto consiguiendo billetes gratuitos. Por no poder sostener doscriadas, el santo varón se embetunaba todas las mañanas sus propiasbotas, y aun es fama que se atrevió a componerlas alguna vez,demostrando así su prurito económico como su saber en toda clase deartes. Rosalía barría y arreglaba su cuarto. Cuando Amparo dio en ir ala casa, esta la peinaba, y antes la propia señora se arreglaba elcabello, pues Bringas declaró guerra a muerte a los gastos de peinadora.Las comidas eran por lo general de una escasez calagurritana, por cuyomotivo estaban los chicos tan pálidos y desmedrados.

D. Francisco erahombre que si veía en la calle un tapón de corcho o un clavo en buenestado, se bajaba a cogerlo, si iba solo. Las hojas blancas de lascartas que recibía servíanle las más de las veces para escribir lassuyas. Tenía un cajón que era la sucursal del Rastro, y no había cosavieja y útil que allí no se encontrara. No estaba suscrito a ningúnperiódico, ni en su vida había comprado un libro, pues cuando Rosalíaquería leer alguna novela, no faltaba quien se la prestase. Y la mismaescuela económica era tan bien aplicada al tiempo, que a Bringas nuncale faltaba el necesario para cepillar su ropa y quitarle el lodo a lospantalones. Cuando Prudencia estaba muy afanada con la comida yel lavado de la ropa, el jefe de familia, acudiendo a la cocina enmangas de camisa, no se desdeñaba de aviar las luces de petróleo o dehacer la ensalada; y en días de limpieza, él mismo ponía las cenefas depapel picado en la cocina. Saca a relucir indiscretamente estas cosillasel narrador para que se vea que si aquella pareja sabía explotar a lasociedad, no dejaba de hacerse merecedora, por su arreglo sublime, delas gangas que disfrutaba.

VIII

Tres noches después, el primo repitió el obsequio de las butacas; peroRosalía vaciló en aceptarlas, porque al pequeñuelo le había entrado unatos muy fuerte y parecía tener algo de fiebre. A todo el que a la casallegaba, decía la señora: «¿Qué le parece a usted, tendrádestemplanza?». Y a su marido le preguntaba sin cesar: «¿Qué hacemos,vamos o no al teatro?». El amor a las pompas mundanas no excluía en ladescendiente de los Pipaones el sentimiento materno, por lo cual,después de muchas dudas, resolvió no salir aquella noche. Pero despuésde las seis estaba el chiquitín tan despejado que ganó terreno laopinión contraria, y con ingeniosas razones Rosalía la hizo prevaleceral fin.

«Bien, iremos, aunque no tengo ganas de salir de casa—dijo, preparandosus atavíos—. Pero tú, Amparo, te quedas aquí esta noche. Nome fío de Calamidad.

Quedándote tú, voy tranquila. Se te arreglará tucama en el sofá del comedor, donde dormirás muy ricamente como aquellasnoches, ¿te acuerdas?... cuando Isabelita estuvo con anginas. Fíjatebien en lo que te digo. Le das el jarabe antes de que se duerma y sidespierta, otra cucharadita».

No dejemos pasar, ya que se habla de medicinas, un detalle de bastantevalor que puede añadirse a los innúmeros ejemplos de la sabiduríavividora de los Bringas.

Aquella feliz familia traía gratis losmedicamentos de la botica de Palacio, por gracia de la inagotablemunificencia de la Reina. Sin más gasto que un bien cebado pavo porNavidad, les visitaba en sus indisposiciones uno de los médicosasalariados de la servidumbre de la casa Real.

Los chicos se durmieron después de mucha bulla y jarana, y a las nueve ymedia de la noche todo era silencio y paz en la casa. Cansada deltrabajo de aquel día, sentose Amparo junto a la mesa del comedor, dondehabía quedado la lámpara encendida, y se entretuvo en hojear unvoluminoso libro. Era la Biblia, edición de Gaspar y Roig, con láminas.Habíala regalado a nuestro D. Francisco un amigo que se fue a Cuba, yconstituía, con el Diccionario de Madoz, toda la riqueza bibliográficade la casa, fuera de los libros de Paquito el orador. Más atendía alas láminas que al texto la fatigada joven; pasaba hojas y más hojascon perezoso movimiento, y así trascurrió algún tiempo hasta que lacampanilla de la puerta anunció una visita... Amparo pensaba quiénpudiera ser, cuando se presentó Caballero dándole las buenas noches entono muy afectuoso.

«¿Fueron al teatro?—preguntó con sorpresa sentida o estudiada, que estono se puede saber bien—. Esta tarde les vi inclinados a no ir. Por esohe venido. ¿Y el nene?».

—Sigue bien; no tiene nada... Me he quedado aquí para que Rosalíapudiera salir tranquila.

—Más vale así. Pues señor...—murmuró Agustín, dejando capa ysombrero—. Este comedor está abrigadito. ¿Qué lee usted?

Amparo alargó sonriendo el libro.

—¡Ah!... buena cosa... Yo tengo una edición mejor... ¿A ver esa lámina?Un ángel entre dos columnas rodeado de luz... ¿Qué dice? Y he aquí unvarón cuyo aspecto era como el de un bronce. Bien, eso está bien.

La fisonomía del salvaje era poco accesible generalmente a lasinterpretaciones del observador; pero el observador en aquel caso ymomento se podía haber arriesgado a dar a la expresión de aquel rostrola versión siguiente: «Ya sabía yo que esos majaderos estaban en elteatro y que la encontraría a usted solita».

«Pues señor...».

Y no salía de esto, si bien tenía fuerte apetito de hablar, de deciralgo. Solo ante ella, sin temor de indiscretos testigos, el hombre mástímido del mundo iba a ser locuaz y comunicativo. Pero las burbujas deelocuencia estallaban sin ruido en sus morados labios, y...

«¿A ver esa lámina?... Dice ¿Quién es este que viene de Edón?... Puesseñor...».

La dificultad en estos casos es hallar un buen principio, dar con laclave y fórmula del exordio. ¡Ah!, ya la había encontrado. Los negrosojos de Caballero despidieron fugitivo rayo, semejante al que precede ala inspiración del artista y del orador. Ya tenía la primera sílaba ensu boca, cuando Amparo, con franco y natural lenguaje que él no habríapodido imitar en aquel caso, le mató la inspiración.

«Diga usted, D. Agustín, ¿cuántos años estuvo usted en América?».

—Treinta años—replicó el tal, descansando de sus esfuerzos deiniciativa parlante, porque es dulce para el hombre de pocas palabrascontestar y seguir el fácil curso de la conversación que se le impone—.Fui a los quince, más pobre que la pobreza. Mi tío estaba establecido enel Estado de Tamaulipas, cerca de la frontera de Texas. Pasé primerodiez años en una hacienda donde no había más que caballos y algunosindios.

Después me fijé en Nueva León, hice varios viajes a la costa delPacífico, atravesando la Sierra Madre. Cuando murió mi tío meestablecí en Brownsville, junto al río del Norte, y fundé una casaintroductora con mis primos los Bustamantes, que ahora se han quedadosolos al frente del negocio. Yo he venido a Europa por falta de salud ypor tristeza... ¡Oh!, es largo de contar, muy largo, y si usted tuvierapaciencia...

—Pues sí que la tendré... Habrá usted pasado muchos trabajos y tambiéngrandes sustos, porque yo he oído que hay allá culebras venenosas yotros animaluchos, tigres, elefantes...

—Elefantes no.

—Leopardos, dragones o no sé qué, y sobre todo unas serpientes demuchas varas que se enroscan y aprietan, aprietan... Jesús, ¡quéhorror!... ¿Y piensa usted volver allá?—prosiguió, sin dar tiempo a queCaballero diera explicaciones sobre la verdadera fauna de aquel