—¿Ahora?, déjalo para mañana.
—Ahora mismo...
—¡Qué prisa! Lo mismo da un día que otro.
La infeliz parecía un tanto aliviada con la alegría de ver al cura.
«Ea—dijo Nones con mucho gracejo a los dos hermanos—, váyanse ahoraustedes dos a retozar por ahí fuera, que Celedonia y yo tenemos quehablar. Se le ha despejado la cabeza; aprovechémoslo».
XXXI
Los dos hermanos salieron para volver a la sala. Cuando en ellaentraron, la dama delante él detrás, mudo y con las manos cruzadas a laespalda, la mujer de caoba hizo un movimiento de susto y sorpresa,diciendo en el tono más desabrido que se puede oír:
«No me lo niegues ahora. He sentido bien clarito el ruido de faldas,como de una mujer que corre a esconderse».
—Ea, no tengo ganas de oírte... Déjame en paz...
No hallándose presente el padre Nones, que tanto le cohibía, elex-capellán contestó a su hermana con gesto y expresiones demenosprecio.
«Te digo que está aquí».
—Bueno, pues que esté... No se te puede sufrir... Le acabas lapaciencia a un santo.
Viendo que Marcelina se sentaba tranquilamente en el sofá, como personadispuesta a permanecer allí mucho tiempo, el endemoniado donPedro se amostazó, y con aquella prontitud de genio que le había sidotan perjudicial en su vida, agarró a la dama por un brazo y se losacudió, gritándole:
«Mira, hermana, plántate en la calle... Ea, ya se me subió la sangre ala cabeza, y no puedo aguantarte más».
—Me plantaré, sí señor, me plantaré—replicó la figura de caoba,levantándose tiesa—. Me plantaré de centinela hasta verla salir ycerciorarme de tus pecados.
D. Pedro le había vuelto la espalda. Ella le seguía con los ojos. Sucara, aquella tabla tallada por toscas manos, aquel bajo relieve sinarte ni gracia, no tenía expresión de odio, ni de cariño, ni de nada,cuando los labios de madera terminaron la visita con estas palabras:
«No me retiraré a mi casa hasta no saber a punto fijo si eres unperverso o si yo me he equivocado. Busco la verdad, bruto, y por laverdad ¿qué no haría yo? No quiero vivir en el error. Puesto que meechas de aquí, en la calle me he de apostar, y una de dos: o sale, encuyo caso la veré, o no sale, en cuyo caso no estará en su casa a lasocho, hora en que ha de ir a visitarla una persona que yo me sé... Comoeres tan mal pensado, crees que tengo la intención de ir con cuentos...¡Oh!, ¡qué mal me conoces!
De mi boca no saldrá una palabra que pueda ofender a nadie, ni aun a los más indignos; pecaminosos ydesalmados. No digo que sí ni que no; no quito ni doy reputaciones. Peroquiero saber, quiero saber, quiero saber...».
Repitiendo doce veces, o más, esta última frase, en la cual sintetizabasu curiosidad feroz, especie de concupiscencia compatible con susprácticas piadosas, salió pausadamente.
Cuando se oyó el golpe de la puerta, violentamente cerrada tras ella,Amparo salió de su escondite. Tenía los ojos extraviados y su palidezera sepulcral.
«No tengo salvación»—murmuró dejándose caer en el sofá.
El bárbaro la miró compasivo.
«¿Oíste lo último que dijo?».
—Sí... o no saldré, o me verá salir.
—Es capaz Marcelina de darse un plantón de toda la noche. La conozco.¡Si es de palo...! Si allí no hay alma, no hay más que curiosidadrabiosa. Se cortará una mano por verte salir. No la acobardarán el fríoni la lluvia, ni tu desesperación ni mi vergüenza.
Aquella casa irregular tenía una sola habitación con vistas a la callode la Fe. Era un cuartucho, situado al extremo del anguloso pasillo, lacual pieza servía a Polo de comedor durante el verano, por ser lo másfresco de la casa. En invierno estaba abandonada y vacía. Ambos fueronallá, recorriendo a pasitos muy quedos el pasillo, para que noles sintiera Nones; y por la estrecha ventana miraron a la calle.Estaban los vidrios empañados a causa del frío, y Amparo los limpió consu pañuelo. En la acera de enfrente y en el hueco de una cerrada puerta,junto a la botica, estaba Marcelina sentada, como los mendigos queacechan al transeúnte.
«¡Qué horrible centinela!».
—Ahí se estará hasta mañana—dijo Polo. Dios la hizo así.
Volvieron a la sala. Al recorrer el pasillo, con paso de ladrones,oyeron el susurro de la voz de D. Juan Manuel y ahogados monosílabos dela enferma. Pasaron con grandísima cautela para no hacer ruido, éltratando de impedir que chillaran sus botas, ella recogiendo las faldaspara evitar el menor roce.
En la sala sentáronse el uno frente al otro, igualmente desalentados yabatidos. No acertaba ella a tomar una resolución ni él a proponerla. Lasucesión atropellada de tantas contrariedades habíala puesto a ella comoidiota, y en cuanto a Polo, únicamente daba señales de vida en latenacidad con que la miraba... ¡tan hermosa y para él perdida! Losjuicios del desgraciado varón oscilaban, con movimiento de péndulo,entre
el
bien
que
perdía
y
aquel
largo
viaje
que
iba
a
emprenderirrevocablemente.
«¿Qué hora es?»—preguntó Amparo cortando aquel silencio tristísimo.
—Las siete y media... casi las ocho menos veinte. Estás presa.
—¡No, por Dios!—exclamó ella levantándose inquieta—. Me voy. Que mevea...
Tengo mi conciencia tranquila.
Pero se volvió a sentar. Su falta de resolución nunca se manifestó comoentonces.
Pasó otro rato, todo silencio y ansiedad muda. Cuando menos lotemían ambos, apareciose en el marco de la puerta una figura altísima yvenerable, gran funda negra, cabellos blancos, mirada luminosa... Era elpadre Nones, que por gastar zapatos con suela de cáñamo, andaba sin quese le sintieran los pasos. La vista de este fantasma no les impresionómucho. Estaba ella tan agobiada, que casi casi entrevió en la presenciadel buen sacerdote un medio de salvación. El bruto no hizo movimientoalguno y esperó la acometida de su amigo, el cual, llegándose a éldespacio, le puso la mano en el hombro y se lo oprimió. Imposible decirsi fueron de terrible severidad o de familiar broma estas palabras deNones: «Tunante, así te portas...».
El flexible espíritu del clérigo nos autoriza a dudar del sentido de susfrases. Sin esperar respuesta, añadió: «No me la pegarás otra vez».
Pero lo más particular fue que soltándole el cuello, se puso delante deél, y haciendo con sus dos brazos un amenazador movimiento parecido alde los boxeadores, lo echó este réspice:
«Todavía, con mis años, yo tan viejo y tú con esa facha de matón...Todavía, amiguito, soy capaz de meterte el resuello en el cuerpo».
Nada de cuanto se diga del buen Nones en punto a formas extravagantes ya geniales raptos parecerá inverosímil. Los que han tenido la dicha deconocerle saben bien de lo que era capaz. Al verlo hacer cosas tanextrañas y al oírle, fue cuando Amparo tuvo el mayor miedo de su vida,pensando así: «Ahora vuelve contra mí y me echa un sermón que me mata».
Pero Nones se contentó con mirarla, como dicen que miraba Martínez de laRosa, con la diferencia de que Nones no usaba lentes.
Polo tomó a su amigo por un brazo, y sin decirle nada, le llevó a lointerior de la casa. Amparo comprendió que iban a mirar a la calle.Siguiéndoles de lejos por el pasillo, oyó las risas de D. Juan Manuel.Después, charlaron ambos largo rato. El que más hablaba era Polo, condesmayado y triste acento; pero no podía la joven oír lo que decían.Cerca de media hora duró aquel coloquio, y ella, ahogada por laimpaciencia, sentía permanecer allí y no se determinaba a salir. Enaquel largo intervalo llamaron a la puerta, y Amparo, en quien el miedode los males grandes había ahogado el de los pequños, abrió. Eran dosvecinas que venían a ver a Celedonia. Las tales pasaron, metiendo muchabulla, al cuarto de la enferma.
Desde la sala oyó Amparo luego la voz de Nones. Había vuelto al cuartode Celedonia y decía: «A ver cómo se arregla aquí un altarito, que levamos a traer a Dios esta noche... Aunque no se ha de morir, ni muchomenos, ella quiere recibir a Dios, y eso nunca está de más».
Cuando el ecónomo y su colega entraron de nuevo en la sala, este dijoque la centinela no se había movido de su sitio.
Tormento les miró a entrambos, revelando en sus ojos toda lairresolución, toda la timidez, toda la flaqueza de su alma, que no habíavenido al mundo para las dificultades.
«¡A la calle, a la calle!—le dijo Nones, tomando su enorme sombrero—.Aquí no hace usted falta maldita. Saldremos juntos; no tenga ustedmiedo».
Decía esto en el tono más natural del mundo, y volviéndose a Polo:
«Ten presente, badulaque, lo que va a entrar aquí esta noche. Muchojuicio,
¿estamos? Volveré dentro de media hora. ¡Y usted...!».
Al decir con tan bronca voz aquel y usted... encarándose con lamedrosa, esta creyó que se le caía el cielo encima; rompió a llorar comouna tonta.
«En fin, me callo—gruñó Nones, indicando a la joven que le siguiera—.Ya sé que hay arrepentimiento... ¡Y tú...!».
Al decir y tú... se encaró con Polo echándole miradas tanseveras, que este retrocedió.
«En fin, tampoco digo nada ahora—añadió el clérigo con calmamascullando las sílabas—. De ti me encargo yo... Vamos».
Nones y Amparo iban delante, detrás Polo alumbrando, porque la escaleraera como boca de lobo. La idea de que no la vería más puso al bárbaro ados dedos de hacer o decir cualquier disparate. Pero tuvo energía paracontenerse. La medrosa no volvió la cabeza ni una sola vez para ver loque detrás dejaba. Al llegar al primer peldaño, Nones echó miradasrecelosas a la empinada escalera. Viendo que la joven quería ir delantepara sostenerle, le dijo:
«No, puede usted agarrarse a mi brazo si quiere... Yo no me asusto denada».
Pero ella, atenta y respetuosa con la vejez, se puso a su lado,diciéndole:
«No, usted se apoyará en mí... Cuidado».
Y Nones, volviéndose para ver a su amigo que alumbraba, se echó a reír yno tuvo reparo en hacer esta observación:
«¡Vaya un cuadro!... ¿Estamos bonitos, eh?... Como que vamos ahora aCapellanes».
La risita hueca y zumbona se oyó hasta lo profundo de la escalera.
Cuando llegaron al portal, D. Juan Manuel dijo a Amparo en baja voz:«Allí está; no haga usted caso, no mire. Viniendo conmigo, no seatreverá a decirle una palabra».
Y en efecto, el pavoroso vigía no se movió; no hacía más que mirar.
Cuando dieron los primeros pasos en la calle, Nones, soltando toda suvoz áspera y ronca, echó primero una fuerte tos burlesca, y luego estafrase: «¡Vaya unos postes que se usan ahora...!».
En medio de su grandísimo sobresalto, Amparo no pudo menos de sonreír.Dio al clérigo la acera; pero este con galantería no la quiso tomar.Después habló en tono naturalísimo de cosas también muy naturales, comosi aquella compañía que llevaba fuera lo más corriente del mundo.
«Esa pobre Celedonia ¡qué mala está!... Ya se ve, con setenta y ochoaños... Yo también me voy preparando, y cada día que amanece se meantoja que ha de ser el último... ¡Dichoso aquel que ve venir la muertecon tranquilidad, y no tiene ni en su alma ni en sus negocios ningúncabo suelto de que se pueda agarrar ese pillete de Satanás! Trate ustedde arreglar su vida para su muerte... Abríguese bien, que hace frío...La acompañaré a usted hasta que encontremos un coche. Sí, lo mejor esque se meta en un simón... ¿Tiene usted dinero? Porque si no, le ofrezcouna peseta que traigo...».
—¡Oh!, muchas gracias, tengo dinero. Por allí viene un coche.
—¡Cochero!... Ea, con Dios. Salud, pesetas y buena conducta.Me voy a la parroquia para llevar el Viático a esa pobre... Buenasnoches.
XXXII
Cuando Amparo llegó a su casa, díjole doña Nicanora que a las ocho habíaestado un señor... aquel señor, y que cansado de tirar de la campanillase había marchado. A la joven no le cogió esto de nuevo; lo temía; masno fue por eso menor su disgusto.
¿Qué pensaría de ella su novio? Enaquel momento, quizás él y Rosalía estarían hablando de ella en el palcodel teatro. ¿Qué dirían? Felizmente podría explicar su ausencia con lamentira de perseguir sin descanso a su hermana para traerla al buencamino. Toda la noche la pasó en un estado de agitación que no puedenapreciar sino los que se hallen en trance parecido. Ya no le quedabaduda de que sobrevendrían catástrofes y de que el asunto de sucasamiento iba a tener un mal desenlace. Pero no se le ocurría medioalguno para evitarlo. El gran recurso de la explicación franca conCaballero parecíale, no sólo más difícil cada vez, sino tardío, y comotal, ocasionado a traer sobre ella el desprecio antes que el perdón. Loque había oído a Doña Marcelina era motivo para enloquecer. En sudelirio, pensaba que al día siguiente la tal señora de palo iba a salirpor las calles pregonando un papel con la historia toda deAmparito, como los que cantando venden los ciegos con relatos decrímenes y robos.
Ya era de día cuando la venció el sueño. Durmió algunas horas, ymientras arregló su casa y se dispuso para salir, dieron las once de lamañana. Había hecho propósito de ir a la Costanilla de los Ángeles,porque si no iba, las sospechas de la Pipaón serían mayores...¿Encontraría a Caballero en la casa?... ¿Encontraría a Doña Marcelina,que ya estuvo el día anterior tomando vino y bizcochos? Estospensamientos le quitaban las ganas de ir; pero ¡Dios poderoso!, si noiba... Valor, y adelante.
Cuando entró en la casa, estaba como los sonámbulos, a causa de losdisgustos y la falta de sueño. No se enteraba de lo que oía; susmovimientos eran cual los de un autómata.
«Chica—le dijo la dama—. Estás hoy más seria que un ajusticiado.Parece que no has dormido en toda la noche. ¿Y qué?... ¿encontraste alfin a la buena pieza de tu hermana? Como no estabas en tu casa cuandoAgustín fue a buscarte, supongo que la correría de anoche ha sidolarguita».
Estas frases podían ser dichas sin mala intención; pero a la joven leparecieron astutas y picarescas. Disculpose como pudo, embarullándose, yexplicando de la manera más incoherente su malestar y los motivos de suinsomnio. Lo que más le llamaba la atención era que tal señora estaba enojada, antes bien, de muy buen humor y casi gozosa.
«Pues yo me levanté muy temprano—dijo Rosalía con la satisfaccióníntima de quien da felices noticias—. He estado toda la mañana en laBuena Dicha... Mira, haz el favor de ir a la cocina y lavarme estos dospañuelos».
Tiempo hacía que a la Emperadora no se le mandaban tales cosas. Cuandovolvió de desempeñar aquel encargo, díjole la Bringas:
«Hoy tengo costura larga. Estoy decidida a reformar la falda del vestidode baile...
Veo que estás como asustada... Sosiégate, mujer; no correrála sangre al río».
Cada una de estas oscuras frases era para la medrosa como puñalada.Almorzaron en silencio, pues aunque Rosalía intentaba amenizar el actocon las agudezas que le sugería su inexplicable regocijo, D. Franciscoestaba más serio que un funeral.
Amparo observó en la fisonomía de subondadoso protector una tristeza que la aterraba. Varias veces hubo dedirigirle ella la palabra sin obtener de D. Francisco una contestación.Ni siquiera la miró una sola vez. Esto llegábale al alma, confirmándolaen la sospecha de que se acercaba la hora de su desventura.
«Estos días—le dijo Rosalía cuando se quedaron solas—, es precisoapretar de firme. Toda la falda ha de quedar adornada mañana... No te distraigas, no hagas la preciosita. Hoy no viene Agustín.Hija, como te cree tan ocupada por esas calles buscando con candil a tuhermana, él también se va de paseo. Es natural».
Más tarde la volvió a mandar a la cocina, y ella, dando ejemplo dehumildísima sumisión, obedecía sin chistar. Una de las muchas órdenesque lo dio fue esta:
«Haz una taza de tila y tráetela para acá».
Cuando Amparo trajo la taza y la presentó a la dama, esta, sonriendo conmalicia, la dijo:
«Si es para ti...».
—¡Para mí!
—Sí, tómatela para que se te aplaquen esos nervios... Me parece que nodebes andar en misterios conmigo... Haremos todo lo posible para que elbuenazo de Agustín no sepa nada. Esto, como cosa pasada y muyvergonzosa, debe quedar en el secreto de la familia.
—¿Qué?—murmuró la Emperadora como un muerto que habla...
—No querrás que te lo cuente yo, bobona... Pero si te empeñas enello...
Amparo cayó redonda al suelo, como si recibiera en la sien un tiro derevolver. La taza se hizo pedazos, y el agua de tila se vertió sobre labata de Rosalía.
«¿Ataquitos de nervios?—dijo esta—. Mira cómo me has puesto la bata.Pero qué,
¿te desmayas de veras o es comedia?... Amparo, Amparito,por Dios, hija, no nos des un disgusto... Yo no he de decir nada...¡Niña, por Dios!»
La joven, recobrándose, se incorporó. Su tribulación se resolvía en unllorar seco y convulsivo. Sollozos y ayes la sofocaban; pero sus ojospermanecían secos.
«Eso se te pasará llorando. Expláyate, desahógate...—le dijo Rosalía—.Vale más que te levantes, hija, y pases al gabinete. Te echarás en elsofá...».
La ayudó a levantarse, y ambas pasaron al gabinete.
«Acuéstate, descansa un ratito, y llora todo lo que quieras. Pondré estatoalla en la cabecera del sofá para que no me lo mojes con tuslágrimas... ¿Qué tal? ¿Te encuentras mejor?... Ya no se usan síncopes.Es de mal gusto... ¿Quieres que te deje sola un momento? ¿Quieres unpoco de agua?».
Le prodigaba, justo es decirlo, los mayores cuidados. Después la dejósola, porque había entrado alguien. Lo que Amparo pensó y sintió enaquel rato en que estuvo sola no es para contado. Toda su alma eravergüenza; vergüenza sus ideas, y el horrible calor de su piel y de surostro, vergüenza también. Desde el gabinete oía las voces confusas dela Bringas y del visitante, que sonaban en la inmediata sala. Era elseñor de Torres. ¿De qué hablarían? De ella quizás.
Cuando la dama volvió, el estado moral de Amparo era el mismo. Creeríaseque después de aquella crisis se había quedado paralítica y con eljuicio nublado. No se movía del sofá, no daba señales de entender lo quese le decía, y sólo contestaba con miradas ansiosas.
«¿Te ha pasado ya el sofoco?—le dijo Rosalía, inclinándose ante ella—.Comprendo que la cosa no es para menos. Debiste tener valor desde elprimer momento para decir la verdad a ese ángel y sacarle de su engaño.Ahora sería muy expuesto que hablaras con él de esos horrores. No leconoces bien. Es el hombre más rigorista, más enemigo de enredos... Paraél todo ha de ser en regla, todo muy conforme a la moral. Y con lo estátan ciego por ti, si hablas y le quitas la venda, creo que será como sile dieras un pistoletazo...».
Ninguna contestación, como no fuera con los ojos.
«¿Por qué me miras así?... ¿Has perdido el uso de la palabra?... ¿Teencuentras mejor?... Con que fíjate bien en lo que te digo. Lo mejor quepuedes hacer ahora es callar, que nosotros procuraremos que eseinocentón no sepa nada... ¿Qué se va a remediar con el escándalo?... Yno temas que Doña Marcelina te venda. Es una señora excelente y muypiadosa, incapaz de hacer daño a nadie, ni aun a sus enemigos. Y
siquisiera, hija, bien podría hundirte... porque... no tealteres otra vez; si te sofocas me callo».
Las miradas de Amparo revelaban pavor semejante al de aquel a quienapuntan con un arma de fuego.
«No me mires así que me causas miedo... ¿Quieres al fin la taza detila?... Pues te decía que Doña Marcelina tiene dos cartas, dospapeluchos que escribiste a cierto sujeto... Pero puedes estar segura deque no los mostrará a nadie. Es señora de mucha delicadeza. ¿Por quécierras los ojos, apretando tanto los párpados?... No seas así; no temasnada. Para que lo sepas, la misma señora de Polo me ha dicho a mí queantes se dejará hacer trizas que enseñar a nadie los talesdocumentitos... Y lo creo. No le gusta a ella indisponer a laspersonas... ¿Qué?... ¿se te ocurre llorar ahora? Eso, eso te sentarábien».
La infeliz derramaba pocas y ardientes lágrimas, que con dificultadsalían de sus ojos enrojecidos. Rosalía llevó su bondad hasta tomarleuna mano y acariciársela. En aquella hora de angustias, tuvo la pecadoramomentos de cruel desesperación, y otros en que, como distraída de supena, se fijaba en cosas extrañas a ella, o cuya relación con ella eramuy remota y confusa. Esta discontinuidad de la fuerza o vehemencia escondición del humano dolor, pues si así no fuera, ningún temperamento loresistiría.
Observaba a ratos Amparo lo guapa y lo bien puesta queestaba Rosalía dentro de casa.
Este fenómeno iba en aumentocada día, y en aquél, el peinado, la bata, el ajuste de cuerpo y todo lodemás revelaban un esmero rayano en la presunción. Como en esto delobservar se va siempre lejos, sin pensarlo, la desdichada notó también,al través de aquel velo espeso y ardiente de su aflicción, que sobre lapersona de Rosalía lucían algunos objetos adquiridos para ella, para lanovia.
«¿Qué miras?—le dijo la de Bringas—, ¿te has fijado en esta sortijaque Agustín compró para ti?... No creas que soy yo de las que seapropian lo ajeno. El primo me dijo ayer que podía tomarla para mí...».
La novia no respondió nada. Accidentes de tan poca importancia nosolicitaban su atención sino en momentos brevísimos. La dama no seapartaba de ella, temerosa de que la acometiera otro desmayo. Cuandomenos lo pensaba, Amparo se incorporó diciendo:
«Quiero irme a mi casa».
—Gracias a Dios que recobras la palabra. Pensé que te habías vueltomuda... No creas, ha habido casos de perder las personas la voz, cuandono el juicio, por un bochorno grande. ¿De veras que te quieres ir?... Nome parece mal. Eso es; te vas a tu casita y te metes en la cama, a versi descansas. Tendrás quizás un poco de fiebre.
Amparo se levantó con dificultad.
«¿Quieres que vaya Prudencia contigo?».
—No... Puedo andar sola...
—¡Bah!... si no tienes más que miedo... ¿Necesitas algo?
—No, gracias...
—De seguro irá Agustín a verte en cuanto sepa que estás mala... Veremoscomo me arreglo yo sola para acabar mi vestido. No te preocupes de esto,ni hagas un esfuerzo para venir mañana si no te encuentras bien. Traeréuna costurera...
Ayudola a ponerse el mantón y el velo, y parecía que la empujaba cual siquisiera verla salir lo más pronto posible.
«Sal por la sala—le dijo cariñosa—. Naturalmente, no querrás que tevea Prudencia, ni Paquito y Joaquín que andan por los pasillos...Adiós».
Bajó Amparo paso a paso la escalera. No le faltaban fuerzas para andar,pero temía caerse en la calle, y no se separaba de las casas parasostenerse en la pared en caso de que se le mareara la cabeza.
«Si este malestar que siento—pensaba—, si este horrible frío, si esteacíbar que tengo en la boca fueran principio de una enfermedad de lacual me muriera, me alegraría... Pero no quiero morirme sin poderledecir: 'No soy tan mala como parece'».
Encerrada en su casa, acostosevestida en su lecho y se arropó con todo lo que halló a mano. ¡Qué fríoy que calor al mismo tiempo!... No le quedaba duda de queRosalía, de un modo o de otro, habría de hacer que alguien llevara elcuento a Caballero. Aunque sencilla y bastante cándida, no lo era tantoque creyese en las hipócritas expresiones de la orgullosa señora. Que elignominioso escándalo venía era cosa evidente. Pero si él la visitaba,si lo pedía explicaciones, si ella se las daba y a su doloridoarrepentimiento correspondía con la indulgencia precursora del perdón...¡Oh!, ¡qué cosa tan difícil era esta! Aquel hombre, con ser tan bueno,no podría leer en su alma, porque para estas lecturas los únicos ojosque no son miopes son los de Dios.
Amparo tenía ya poca esperanza de remedio; pero aún contaba con queCaballero viniese a verla... Seguramente, en aquel trance no podría elladisimular más y la verdad se le saldría de la boca. Si por el contrarioAgustín no iba, era señal de que le habrían dicho cualquier atrocidady... Toda aquella tarde aguardó la infeliz Emperadora, contando eltiempo. Pero llegó la noche y Agustín no fue.
«Sin duda ha estado esta tarde en casa de Rosalía—pensaba ella,tiritando y con la cabeza desvanecida—. Si no viene, es porque noquiere verme más».
XXXIII
«Porque no quiere verme más—repetía con vivísimo dolor—. ¡Quévergüenza! No hay para mí más remedio que morir. ¿Cómo tendré valor parapresentarme delante de gente?».
La noche la pasó en febril insomnio, sin tomar alimento, llorando aratos, a ratos lanzando su imaginación a los mayores extravíos. Al díasiguiente acarició de nuevo su alma las esperanzas de que Agustínviniera. Contando las horas, se dispuso para recibirle. Pero las horasno se daban a partido y con pausa lúgubre trascurrieron sin que nadiellegase a la pobre casa. Ni el señor con su respetuoso cariño, ni elcriado con algún recado o cartita; nadie, ¡ni siquiera un recado deRosalía para ver cómo estaba!...
Cada vez que sentía ruido en laescalera, temblaba de esperanza. Pero la fúnebre soledad en que estabano se interrumpió en aquel tristísimo día. Para que fuera más triste, niun momento dejó de llover. Amparo creía que el sol se había nublado parasiempre, y que aquella líquida mortaja que envolvía la Naturaleza eracomo una ampliación de la misma lobreguez de su alma.
Por la tarde ya no discurría sino deliraba. Ya no sentía frío sino unardor molestísimo en todo su cuerpo. Iba de una parte a otra de lacasa con morbosa inquietud; y en ocasiones veía los objetos delrevés, invertidos. Hasta el retrato de su padre tenía la cabeza haciaabajo. Las líneas todas temblaban ante sus ojos doloridos y secos, y lalluvia misma era como un subir de hilos de agua en dirección del cielo.Vistiose entonces con lo mejor que tenía, comió pan seco y se mojórepetidas veces la cabeza para calmar aquel fuego. Perdida todaesperanza y segura de su vergüenza, pensó que era gran tonteríaconservar la vida y que ninguna solución mejor que arrancársela porcualquiera de los medios que para ello se conocen. Pasó revista a lasdiferentes suertes de suicidio: el hierro, el veneno, el carbón,arrojarse por la ventana. ¡Oh!, no tenía ella valor para darse unapuñalada y ver salir su propia sangre.
Tampoco se encontraba con fuerzaspara dispararse una pistola en las sienes. Los efectos seguros einsensibles del carbón la seducían más. Según había oído decir, lapersona que se sometía a la acción de aquel veneno, encerrándose con unbrasero sin pasar y cuidando de que no entrara aire, se dormíadulcemente, y en aquel sueño delicioso se quedaba sin agonía... Bien;elegía resueltamente el carbón... Pero muy pronto variaron suspensamientos. La desesperada tenía un arma eficaz y de fácil manejo...Acordose de ella mirando el retrato de su padre, que se había vuelto aponer derecho. Cuando el buen portero de la Farmacia estuvo enfermo de aquel mal que le acabó, fue molestado de una tenaz neuralgiaque no cedía a la belladona, ni a la morfina. Para calmar sus horriblesdolores y proporcionarle descanso, Moreno Rubio recetó un medicamentomuy enérgico, de uso externo y que se administraba en paños empapadossobre la frente. Al dar la receta, el médico había dic