Tormento by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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En el salón también había mucho que aplaudir. No se oían más que lasexpresiones:

«bonito, precioso, artístico». Amparo, más que cuadros,bronces y muebles, admiraba la grave figura de su futuro marido, en cuyorostro daba de lleno la luz que él mismo sostenía para alumbrar losobjetos. En su barba negra brillaban las manchas canosas como hiladaplata, y su tez amarillenta, bañada en viva luz, tomaba un caliente tonode terracotta, comparable a cosas indias, egipcias o aztecas. No sabíaella completar la comparación; pero sí que resultaba característico.Bien mirado, era Agustín un hombre guapo, con su mirar noble y leal, yaquella expresión tan suya, como de persona que está disimulando undolor. Amparo no se hartaba de mirarlo, considerándole como el máscabal, el más simpático y el más perfecto de los hombres en todossentidos. De buena gana se le hubiera colgado al cuello, expresando conuna flexión muy apretada de sus brazos la admiración, el cariño y la gratitud que hacia él sentía, pero esto era imposible aún, yse contentaba con añadir al coro general de alabanzas las fríaspalabras: «¡qué bonito!, ¡qué buen gusto!, ¡qué bien escogido todo!».

Aquello terminó al fin, y se retiraron las visitas. Rosalía se quejabade dolor de cabeza y de quebranto de huesos. Temía que le entraseerisipela. Amparo, al marcharse a su casa, acompañada por Caballerohasta la puerta de la calle, estaba como embriagada. La visita a sufutura vivienda había tenido la virtud de despejarle el cerebro,ahuyentando sus dudas y temores. Asombrábase de ser tan feliz y serecreaba en aquel olvido de sus penas que le había caído sobre elcorazón gota a gota como un bálsamo celestial. Pero este descanso erasólo burla horrorosa de su destino que le preparaba un rudo golpe. DoñaNicanora le entregó una carta que había traído el cartero del Interior.

XXVIII

¡Otra carta! Amparo creyó que se caía de lo alto de una gran torre, alver la aborrecida letra del sobre. Mirando y remirando su nombre, dudabadel testimonio de sus ojos. Padecía su espíritu tan raros trastornos quefácil era sospechar que le daban pesadillas despierta. ¿Leería la carta?Sí, sí, porque bien podía anunciar algo feliz como eldefinitivo alejamiento del enemigo; y si traía malas nuevas...

¡también,también leerla para evitar el peligro y parar los golpes! La carta erabreve:

«¡Ah!, pícara Tormento, ¿con que te casas?... Mi hermana me lo escribióal Castañar. Enterarme, perder todo lo que había ganado en salud y enjuicio fue una misma cosa. Si te digo que el cielo se me cayó encima tedigo poco. Todo lo olvidé, y sin encomendarme a Dios ni al diablo, mevine a Madrid, donde estoy dispuesto a hacer todas las barbaridadesposibles...».

No pudo acabar de leer y cayó en un largo paroxismo de ira y de terror,del cual hubo de salir sin más idea que la del suicidio. «Memataré—pensó—, y así concluirá este suplicio». Haciendo luegoesfuerzos por encender en su pecho la esperanza, como cuando se quierehacer revivir un moribundo fuego y se soplan las ascuas para levantarllama, empezó a discurrir argumentos favorables y a quitar al hecho todala importancia que podía. «Quién sabe—dijo—; por buenas quizás consigaque me deje en paz». Con la idea de que su enemigo iría a verla a sucasa cayó otra vez en la desesperación. ¡Qué horrible trance!... Élentrando por la puerta y ella arrojándose por la ventana... Se mudaría,se esconderla en el último rincón de Madrid... ¡Qué simpleza!

Si él nola encontraba allí; si D. José Ido no le daba razón de su paradero, labuscaría en casa de Bringas... Pensar que le veía entrar en lacasa de la Costanilla de los Ángeles era mil veces peor que pensar en elInfierno con todos sus horrores... ¿Qué haría entonces? Pues muysencillo: salirle al encuentro, ir en busca de él, decidida a vencer omorir. O conseguía que la dejase libre o se quitaba la vida. Estaresolución, valerosamente tomada, la sosegó un tanto, aunque la idea deir a la antipática vivienda de la calle de la Fe le repugnaba como elrecuerdo de haber bebido una pócima muy amarga. Pero ¿qué remedio...?Iría, sí, daría aquel paso peligroso, el último paso para salvarse omorir. El corazón le dijo: «Tú misma, con maña y arte, puedes hacerlecomprender su estúpida terquedad y apartarle del camino de lasbarbaridades.

Tú, si no te aturdes, vencerás al monstruo, porque eres elúnico ser que en la tierra tiene poder para ello. Mas es necesario queestudies tu papel; es indispensable que midas bien tus fuerzas y sepasutilizarlas en el momento propicio. Esa fiera, que nadie puedeencadenar, sucumbirá bajo tu hábil mano, la atarás con una hebra de seday la rendirás hasta el punto de que se someta en todo y por todo a tuvoluntad». Aunque el corazón le dijera estas cosas consoladoras, todavíadudaba ella si salir o no al encuentro de la bestia. Miraba al retratode su padre, cuyos ojos parecían decirle:

«Tonta, si desde que entrastete estoy aconsejando que vayas, y no quieres comprenderlo...».Las caras de todos los estudiantes de Farmacia retratados en el cuadrogrande le decían lo mismo.

Otras soluciones se le ocurrieron: dar parte a la justicia, huir deMadrid, contar todo a Caballero... ¡Oh, si ella tuviera pecho para estoúltimo...! Lo demás era patraña.

Sobre todas las soluciones descollabala de matarse: esta si que era buena; pero antes de acometerla ¿no eraconveniente tratar de amansar al dragón y alcanzar de él, con buenaspalabras y algo de astucia, que se fuera a otras tierras y la dejaratranquila?

Decidido esto, quedaba la cuestión de oportunidad. ¿Iría aquella mismanoche o al día siguiente que era domingo? Prevaleció lo segundo, y sedio a pensar la mentira con que disculparía su ausencia de la casa deBringas. No podía hablar de enfermedad, porque entonces Caballerovendría a verla. Ocurriole decir que su hermana había desaparecido... y¿cómo dejar de averiguar su paradero? Lo primero era verdad, lo segundomentira. Por mucho que durase su visita, estaría de vuelta por la tarde,pues tenía que vestirse para ir al teatro. Caballero había quedado envenir a buscarla a las ocho.

Por fin llegó aquella mañana tan temible, y se puso en marcha después dealmorzar, vestida a lo pobre decente, con velo y guantes. No queríaaparentar riqueza ni tampoco abandono. Para ir pronto y evitarser vista, tomó un coche. Por el camino estudiaba su difícil papel y lassúplicas y razones con que se proponía domar al indomable y convencerledel gravísimo daño que la causaba. La base de su argumentación era:

«Oesto concluye para siempre, o me mato esta noche misma... lo hejurado... es hecho... paz o muerte».

Llegó. ¡Quién le había de decir que vería otra vez la horrible alambreray el patio surcado de arroyos verdes y rojos!... Cuando subía laescalera, dos mujeres bajaban diciendo: «No sale de la noche. Se mueresin remedio...». ¿De quién hablaban? ¿Sería él quien agonizaba? Haymuertes que parecen resurrecciones por la esperanza que entrañan en sufúnebre horror... La puerta estaba abierta. Entró Amparo paso a paso,temiendo encontrar caras extrañas, y llegó hasta la sala aquella, antesatestada de muebles y ahora casi vacía... A primera vista se echaba dever que por allí habían pasado los prenderos.

Dio la joven algunos pasos dentro de la sala y se detuvo esperando quesaliese alguien. Sentía movimiento y voces en lo interior de la casa. Derepente apareció él.

Estaba tan trasformado que casi no se le conocía alprimer golpe de vista, pues se había dejado la barba, que era espesa,fuerte y rizada, y la vida del campo había sido eficaz y rápido agentede salud en aquella ruda naturaleza. El semblante rebosaba vigor, y sus miradas tenían todo el brillo de los mejores tiempos. Vestíachaquetón de paño pardo y llevaba en la cabeza gorra de piel. Ambasprendas le caían tan bien, que casi le hermoseaban. Más bien que unhombre disfrazado, era un hombre que había soltado el disfraz,apareciendo en su propio y adecuado aspecto. Al ver a Amparito se alegrómucho; pero algo ocurría sin duda que le estorbaba expresar su contento.

«¿Ya estás aquí?—le dijo en voz baja—. Te esperaba... Contento metienes... La culpa es tuya. Hablaremos ahora y me explicarás tú...¿Qué?, ¿te asombras de mi figura? Tengo la facha de bárbaro más atrozque has visto en tu vida. ¿Me tienes miedo?».

—Miedo precisamente no... pero...

—Si estás temblando... Sosiégate; no me como la gente... Siéntate yaguárdame.

Salió de prisa y volvió a entrar al poco rato para revolver en uno delos cajones de la cómoda. Tres o cuatro veces le vio Amparo entrar ysalir llevando o trayendo alguna cosa, y no acertaba a explicarse elmotivo de estos viajes.

«Dispénsame—dijo en una de aquellas apariciones, sacando una sábana yrasgándola en tiras—. Al venir aquí me he encontrado a la pobreCeledonia tan perdida de su reuma, que me parece que se nos va...».

Oyéronse entonces claramente quejidos humanos, que anunciaban doloresmuy vivos.

«¡Pobre mujer!—dijo Polo—. No he querido mandarla al hospital. ¿Quiénha de cuidar de ella si yo no la cuido?».

En el rato que estuvo sola, Amparo creyó prudente cerrar la puerta de lacasa, pues con ella abierta, considerábase vendida en aquella mansión detristeza, miedo y dolor.

«Aquí estoy otra vez—dijo el tal, reapareciendo en la sala con unpuñado de algodón en rama que dejó sobre la cómoda—. No se puede mover.He tenido que darle una vuelta en la cama. Yo le doy las medicinas... Seresiste a tomar cosa alguna, como yo no se la dé. También le pongo lasvendas en las rodillas y unturas y cataplasmas...

Anoche no he pegadolos ojos. Ni un momento dejó de gritar y llamarme. Dos días hace quellegué, y aquí me tienes sin un momento de descanso. Pero estoy fuerte,muy fuerte... Verás...».

Para demostrar su fuerza, cogió a Amparo por la cintura, antes que ellapudiera evitarlo, y la levantó como una pluma.

«¡Ay!»—gritó ella al verse más cerca del techo que del suelo.

El atleta, con airoso movimiento de sus fortísimos brazos, la sentósobre su hombro derecho y dio algunos pasos por la habitación con tanpreciosa carga.

«No chilles, no hagas ahora la melindrosa, pues no es la primeravez...».

«¡Que me caigo!...».

—Tonta, caer no...—dijo el bruto depositándola con cuidado sobre elsofá. Ahora vengan las explicaciones. Estoy enojado, furioso. Cuando losupe me entraron ganas de venir a... no lo sé explicar, de venir acomerte. Después me he serenado un poco, y el amigo Nones me espetóanoche un sermón tan por lo hondo y me dijo tales razones, que casi casiestoy inclinado a conformarme con esta horrible lección que recibo de ladivina Providencia.

Amparo al oír esto, sintió en su alma grandísimo consuelo. La cosa ibapor buen camino.

«Debo confesar—añadió el bárbaro sentándose junto a ella—, aunque elalma se me despedace al decirlo, que el partido que se te presenta, estal, que despreciarlo...

vamos, no lo digo».

¡Y ella tan azorada! Creía que todo lo que hablara había de resultarinconveniente.

No tenía diplomacia; no era bastante maestra en laconversación para saber decir lo ventajoso y callar lo que leperjudicara. Polo siguió así:

«Cuando me pasó aquel primer arrebato de ira, tuve un pensamiento acercade ti y de tu boda, el cual pensamiento me sirve para consolarme a mí yal mismo tiempo para disculparte. Te lo explicaré. De tal modo meidentifico contigo, que he pensado lo mismo que has pensado tú alaceptar ese buen partido. Verás si acierto. Se te presenta un hombrehonrado y riquísimo , y tú, apreciando la cuestión con elcriterio corriente y vulgar, has dicho: '¿Yo qué puedo esperar delmundo? Miseria y esclavitud. Pues me caso y tendrá bienestar ylibertad'. Caballero, por lo que tiene y lo que no tiene, por su riquezay su hombría de bien, por su bondad y su candidez, es todo lo que podíasdesear. Te casas con él sin quererle».

Tormento tuvo ya las palabras en la boca para protestar con toda sualma; pero el miedo la hizo enmudecer y se tragó la protesta.

«Esta es mi idea—prosiguió él—, idea que me consuela y que te disculpaa mis ojos.

Háblame con franqueza. ¿No es verdad que no le quieres nipizca?».

Indignada, habría respondido ella con vehemencia lo que su corazón ledictaba; pero su pánico aumentó en un grado tal, que la cohibía yaplastaba, cual si se transfiriera al orden material por enorme carga dehierro puesta sobre su cuerpo. Al propio tiempo hizo este raciocinio:«Si digo la verdad, si digo que quiero mucho al que va a ser mi marido,este bárbaro se pondrá furioso. Conozco su mal temple y el peligro deirritar su amor propio. Lo más prudente será echarle una mentira muygorda, muy gorda, una mentira que me desgarra las entrañas, pero quepodrá salvarme».

«Le quieres ¿sí o no?»—preguntó la fiera impaciente y con brutalcuriosidad.

Tormento dijo: No. Y lo dijo con la boca y con la cabeza,enérgicamente, como los niños que hacen sus primeros ensayos en lahumana farsa. Al decirlo, todo su ser se rebelaba contra tan atrozfalsedad, y los labios que tal pronunciaron habían quedado sensiblementeamargos. Acercó más el bruto su silla. Ella no podía retirarse, porqueestaba en el sofá, sentada de espaldas a la ventana. De buena gana sehabría incrustado en la pared o tabique para huir de la amenaza cariñosade aquella rural figura, que le era ya tan repulsiva. Ver acercarse elpaño pardo, la barba bronca y la gorra de piel de conejo, era como veral demonio que se le iba encima.

«Ya me lo figuraba yo—indicó Polo tomándole una mano, que ella quiso yno pudo retirar—. Conozco al consabido; le he visto una vez. Es unpobre hombre, de buen natural, pero de cortos alcances. Le manejaráscomo quieras, si eres lista, le gobernarás como se gobierna a un niño yharás en todo tu santísima voluntad».

La intención que estas palabras revelaban, no se ocultó a la infelizjoven, que tuvo más miedo. Pero en las naturalezas sometidas a rudísimaspruebas acontece que el peligro sugiere el recurso de la salvación, yque del exceso de pavura surge el rapto de valor, por la ley de lasreacciones. Comprendiendo, pues, Tormento, por aquel indicio de lasideas y palabras de su enemigo que este quería conducirla auna solución criminal y repugnante, sintió estremecimientos de sudignidad y protestas de la innata honradez de su alma. Miró al bruto, ytan odioso le parecía, que entre morir luchando y el suplicio de verle ytratarle prefirió lo primero. Herida de su propio instinto como de unlátigo, se levantó bruscamente, y sin disimular su ira habló así:

«En fin... ¿esto se acaba o no? He venido para saber si me dejastranquila o quieres concluir conmigo».

—Calma, calma, niña—murmuró Polo palideciendo—. Ya sabes que de mí noconsigues nada por malas. Por buenas, todo lo que quieras...

Tormento hizo un esfuerzo para tener prudencia, tacto, habilidad.Enjugándose las lágrimas que acudieron a sus ojos, dijo:

«Tú no puedes querer que yo sea una desgraciada; debes desear que yo seauna mujer buena, digna, honrada. Has hecho cosas malas; pero no tienesmal corazón; debes dejarme en paz, no perseguirme más, marcharte aFilipinas como pensabas y no acordarte nunca del santo de mi nombre».

—¡Oh!, pobre Tormento—exclamó él con honda amargura—. Si eso pudieraser tan fácilmente como lo dices... Has dicho que no soy un perverso.¡Qué equivocada estás!

Allá en aquellas soledades, varias veces estuvetentado de ahorcarme de un árbol, como Judas, porque yotambién he vendido a Cristo. A veces me desprecio tanto que digo: «¿nohabrá un cualquiera, un desconocido, un transeúnte que, al pasar junto amí, me abofetee?». Y te hablaré con franqueza. Mientras fui hipócrita yreligioso histrión y no tuve ni pizca de fe. Después que arrojé lacareta, creo más en Dios, porque mi conciencia alborotada me lo revelamás que mi conciencia pacífica. Antes predicaba sobre el Infierno sincreer en él; ahora que no lo nombro, me parece que si no existe, Diostiene que hacerlo expresamente para mí. No, no, yo no soy bueno. Tú nome conoces bien. ¿Y qué me pides ahora? Que te deje en paz... ¿Para quéme mirabas cuando me mirabas?

Ante esta pregunta, el espanto de la medrosa subió un punto más. Lascosas que por su mente pasaron habríanle producido una muerte fulminantesi el cerebro humano no estuviera construido a prueba de explosiones,como el corazón a prueba de remordimientos.

«¿Para qué me miraste?—repitió el bruto con la energía de la pasión,sostenida por la lógica—. Tu boca preciosa ¿qué me dijo? ¿No lorecuerdas? Yo sí. ¿Para qué lo dijiste?».

Ante esta lógica de hachazo, la mujer sin arranque sucumbía.

«Las cosas que yo oí no se oyen sin desquiciamiento del alma. Y ahora,¿lo que tú desquiciaste quieres que yo lo vuelva a poner comoestaba?...».

Ella se echó a llorar como un niño cuando le pegan. Durante un rato nose oyeron más que sus sollozos y los lejanos ayes de Celedonia. Polocorrió al lado de la enferma.

«Pero yo—dijo volviendo poco después, apresurado—, recojo para mí todala culpa.

Tengo sin duda la peor parte; pero me la tomo toda. Yo faltémás que tú, porque engañé a los hombres y a Dios».

Tormento le miró más suplicante que airada; le miró como el cordero alcarnicero armado de cuchillo, y con lenguaje mudo, con los ojos nadamás, le dijo: «Suéltame, verdugo».

Y él, interpretando este lenguaje rápida y exactamente, respondió, nocon miradas sólo, sino con palabras enérgicas: «No, no te suelto».

Poseída ya de un vértigo, la infeliz se lanzó al pasillo para buscar lapuerta y huir.

¡Horrible pánico el suyo! Pero si corrió como una saeta,más corrió Polo, y antes que ella pudiera evadirse, cerró la puerta conllave y guardó esta.

Amparo dio un chillido.

«Suéltame, suéltame»—gritó oprimiéndose contra la pared, cual siquisiera abrir un hueco con la presión de su cuerpo, y escapar por él.

Polo la tomó por un brazo para llevarla otra vez adentro. Desasiéndose,corrió ella hacia la sala. Ciega y desesperada, iba derechahacia la entreabierta ventana para arrojarse al patio. El cerró laventana.

«Aquí... ¡prisionera!»—murmuró con rugido.

Dejose caer Amparito en el sofá, y hundiendo la cara en un cojincilloque en él había, se clavó los dedos de ambas manos en la cabeza.

XXIX

Largo rato trascurrió sin que se moviera. De pronto oyó estas palabras,pronunciadas muy cerca de su oído:

«Ya sabes que por malas nada, por buenas todo. Quieres tratarme como aperro forastero y eso no es justo... Aunque procure contenerme, no podréevitar un arrebato, y haré cualquier barbaridad».

La situación deplorable en que la joven se hallaba y el temor a lacatástrofe trabajaron en su espíritu, infundiéndole algo de lo que notenía, a saber: travesura, tacto. La vida hace los caracteres con suacción laboriosa, y también los modifica temporalmente o los desfiguracon la acción explosiva de un caso terrible y anormal.

Un cobarde puedellegar hasta el heroísmo en momentos dados, y un avaro a la generosidad.Del mismo modo aquella medrosa, aguijada por el compromiso en queestaba, adquirió por breve tiempo cierta flexibilidad de ideas y algunas astucias que antes no existían en su carácter franco yverdadero. «Por este camino—pensó—no conseguiré nada... Si yo supieralo que otras mujeres saben, si yo acertara a engañarle, prometiendo sindar y embaucándole hasta rendirle... Haremos un ensayo».

«¡Qué manera más extraña de querer!—dijo incorporándose—. Parecenatural que a los que queremos, deseemos verles felices... digo,tranquilos. No comprendo que se me quiera así, haciéndome desgraciada,indigna, miserable, para que me desprecie todo el mundo. ¡Pobre de mí!No puedo alzar mis ojos delante de gente, porque me parece que todos mevan a decir: 'te conozco, sé lo que has hecho'. Quiero salir de talsituación, y este egoísta no me deja».

D. Pedro dio un gran suspiro.

«¿Egoísta yo? ¿Y lo que tú haces es abnegación? Yo soy pobre, él esrico. ¿No es eso lo mismo que decir: 'yo, yo y siempre yo'? Bueno es quenos sacrifiquemos los dos, pero ¡que me sacrifique yo solo y tútriunfes...! Bien veo lo que tú quieres: casarte y ser poderosa, y queel mismo día de la boda, yo me pegue un tiro para que todo quede ensecreto».

—No, no quiero eso.

Amparo sintió que se afinaban más sus agudezas y aquel saber decomedianta que le había entrado. Comprendió que un lenguaje ligeramentecariñoso sería muy propio del caso.

«No, no quiero que te mates. Eso me daría mucha pena... Pero sí quieroque te vayas lejos, como pensabas y te aconsejó el padre Nones. No puedehaber nada entre nosotros, ni siquiera amistad. Alejándote, el tiempo teirá curando poco a poco, sentirás arrepentimiento sincero, y Dios teperdonará, nos perdonará a los dos».

Profundamente conmovido, el bárbaro miraba al suelo. Creyendo enprobabilidades de triunfo, la cuitada reforzó su argumento... llegóhasta ponerle la mano en el hombro, cosa que no hubiera hecho pocoantes».

«Hazlo por mí, por Dios, por tu alma»—le dijo con dulce acento.

—Eso, eso—murmuró Polo lúgubremente sin mirarla—. Yo todos lossacrificios, tú todos los triunfos... ¿Sabes lo que te digo? Que esehombre me envenena la sangre... le tengo atragantado. Se me figura quele vas a querer mucho en cuanto vivas con él; y esto me subleva, mequita el valor de marcharme; esto me pone furioso y me incita a ser másmalo todavía.

Levantose, y dando paseos de un ángulo a otro de la sala, exclamó conangustiada voz:

«Dios, Dios, ¿por qué me diste las fuerzas de un gigante y me negaste lafortaleza de un hombre? Soy un muñeco indigno forrado en la musculaturade un Hércules».

Y parándose ante ella le dijo en tono más familiar:

«Te juro, Tormentito, que si me marcho, como deseas, a Filipinas, y mevoy sin retorcerle el pescuezo a ese tu marido, debes tenerme por santo,pues victoria mayor sobre sí mismo no la ha alcanzado jamás ningúnhombre. Y yo quisiera hacerte el gusto en esto, quisiera dejarte a tusanchas; pero ni tú con tus ruegos, ni Nones con sus consejos loconseguirán de mí. De bárbaro a santo hay mucho camino que andar, yyo... empiezo bien, pero a la mitad me faltan fuerzas, y... ¡atrásbárbaro, atrás!».

Amparo sintió frío sudor en su rostro. No había remedio para ella, y lasolución negativa y terminante se apoderó de su mente.

«Estoy decidida, decidida... Ya sé lo que tengo que hacer».

—¿Qué?

—No me puedo casar... ¡Imposible, imposible!... ¿Pues qué?, ¿así sepasa por encima de una falta tan grave? Mi conciencia no me permiteengañar a ese hombre de bien... Ya sé lo que tengo que hacer. Ahoramismo voy a mi casa; le escribo una carta, una carta muy meditada,diciéndole: «no me puedo casar con usted por esto, por esto y por esto».

—Siempre se te ocurre lo peor—indicó Polo con aparente tranquilidad—.Me parece tu plan muy absurdo... No, ya no tienes más remedio queapechugar con él. Negarte ahora, después de haber consentido y de habercallado por tanto tiempo tus escrúpulos, sería una deshonra.No, no cásate... No demos ahora un escándalo.

La relajación que se desprendía de este plural no demos hirió tanto ala joven, que desconcertada y transida de horror, no supo qué decir. Élno le dio tiempo a reflexionar sobre aquel mal cubierto propósito,siguiendo así:

«Comprendo que esto debe concluir; comprendo que yo debo sacrificarme...porque soy el más criminal. ¿Pero tú no te sacrificarás también unpoquito?».

—¿Yo, cómo?—preguntó ella sin comprender.

—No despidiéndome como se despide a un perro. Hace poco dijiste que noquieres a tu novio. Si deseas que yo te obedezca en esto de quitarme deen medio, no me hagas creer que tampoco me quieres a mí, porque entonceslo echaré todo a rodar. Si te conviene que yo tenga fuerzas para eseacto heroico que me exiges, dámelas tú.

—¿Yo?, ¿cómo?

Amparo le habría dado un bofetón de muy buena gana.

«¡Así!...—gritó el bruto con salvaje ímpetu de amor, estrechándola ensus brazos—.

Si me dices que quieres a ese pelele más que a mí... ahoramismo, ahora mismo, ¿ves?, te voy apretando, apretando hasta ahogarte.Te arranco el último suspiro y me lo bebo».

Y conforme lo decía lo iba haciendo, iba oprimiendo más y más,hasta que Tormento, sofocada y sin respiración, dio un grito: «¡ay...que me ahogas!...».

«Concédeme un día, un día nada más. Yo te doy una vida entera detranquilidad y no te pido más que un día».

Pero ella, sofocadísima, sacaba los últimos restos de su aliento paradecir: «no».

«¡Sí!»—gritaba él con brutal anhelo.

—Que no.

—¡Un día!

—Ni un minuto.

—¡Ah... perra!

Frenético aflojó los brazos... Era aquello un ataque de insano furorespasmódico...

Amparo saltó despavorida, buscando la salida otra vez. Nohallándola y recorriendo toda la casa, fue a dar al cuarto donde estabala enferma. Aquel sitio la pareció lugar sagrado, donde podía disfrutarel derecho de asilo. Arrimose al único rincón libre que en la habitaciónhabía, y esperó. Los labios de la enferma balbucieron algo, entre quejay curiosidad. Pero Tormento nada decía, se había quedado sin palabra.Poco después entró él.

«¿Qué tal, Celedonia?».

—Ahora dormía un poquito; pero me han despertado con el ruido... ¡Quécosas!...

¡retozando aquí!...—tartamudeó la enferma, despabilándose ymirando a las dos personas que en su presencia estaban—.¡Retozando aquí!... ¡Dónde y cuándo se les ocurre pecar!... ¡a la verade una moribunda...!

—Si no pecamos, tonta, viejecilla—dijo Polo con cariño—. ¿Quierestomar algo?

—Quiero pensar en mi salvación... Condénense ustedes si gustan; pero yome he de salvar... Me muero, me muero... Mande recado al padre Nones ydéjese de retozos.

—Ya vendrá Nones, ya vendrá. Pero no estás tan mal. El médico dijo estatarde que eso se te pasará.

—Tan lila es el médico como usted... Perdido, sin vergüenza... quiteallá; no me toque... Me parece ver al Demonio que me quiere llevar...

—¿Bromitas tenemos?—dijo Polo, arropándola—. Pues mira, te voy aponer otra vez las bayetas calientes. ¿Tienes dolores?

—Horr...rrorosos...

—Tormentito, vas a ir a la cocina a calentar las bayetas. Debe de haberlumbre.

Viejecilla, no seas mal agradecida, ya ves que esta pobre vienea cuidarte. ¿No ves que es un ángel?

—¿Ángel?—murmuró la anciana, mirando a ambos con extraviados ojos—.De las tinieblas, sí. Buenos están los dos. Pero no me llevarán, no mellevarán... Que venga el padre Nones, que venga pronto.

Amparo fue a la cocina. No podía negarse a prestar un servicio tan fácily tan cristiano al mismo tiempo. Entre tanto, el bruto atendíaa remover el dolorido cuerpo de la enferma, a mudarle los trapos yvendas que envolvían sus hinchadas piernas.

Mostraba en ello unadelicadeza y una habilidad como sólo las tienen las madres y losenfermeros que se habitúan a tan meritorio oficio.

«Ahora te voy a dar una taza de caldo»—le dijo; y corriendo a lacocina, mandó a Tormento que lo calentase.

Aplicadas sobre aquel pobre cuerpo las bayetas, amén de unturas varias yalgodones, el bárbaro le dio el caldo acompañando su acción de palabrasmuy tiernas: «Vamos, poco mal y bien quejado. Ahora te vas a dormir tanricamente. ¿No tienes ganas? Haz un esfuerzo;