TRADICIONES PERUANAS
INDICE
EL JUSTICIA MAYOR DE LAYCACOTA
RUDAMENTE, PULIDAMENTE, MAÑOSAMENTE
LA GATITA DE MARI-RAMOS QUE HALAGA CON LA
COLA Y ARAÑA CON LAS MANOS
NADIE SE MUERE HASTA QUE DIOS QUIERE
EL FRAILE Y LA MONJA DEL CALLAO
TRES CUESTIONES HISTORICAS SOBRE PIZARRO
CRÓNICA QUE TRATA DE CÓMO EL VIRREY POETA ENTENDÍA LA JUSTICIA
Esta tradición no tiene otra fuente de autoridad que el relato delpueblo. Todos la conocen en el Cuzco tal como hoy la presento. Ningúncronista hace mención de ella, y sólo en un manuscrito de rápidasapuntaciones, que abarca desde la época del virrey marqués de Salinashasta la del duque de la Palata, encuentro las siguientes líneas:
«En este tiempo del gobierno del príncipe de Squillace, murió malamenteen el Cuzco, a manos del diablo, el almirante de Castilla, conocido porel descomulgado».
Como se ve, muy poca luz proporcionan estas líneas, y me afirman que enlos Anales del Cuzco, que posee inéditos el señor obispo de Ochoa,tampoco se avanza más, sino que el misterioso suceso está colocado enépoca diversa a la que yo le asigno.
Y he tenido en cuenta para preferir los tiempos de don Francisco deBorja; y Aragón, no sólo la apuntación ya citada, sino la especialísimacircunstancia de que, conocido el carácter del virrey poeta, son propiasde él las espirituales palabras con que termina esta leyenda.
Hechas las salvedades anteriores, en descargo de mi conciencia decronista, pongo punto redondo y entro en materia.
I
Don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache y conde deMayalde, natural de Madrid y caballero de las Ordenes de Santiago yMontesa, contaba treinta y dos años cuando Felipe III, que lo estimaba,en mucho, le nombró virrey del Perú. Los cortesanos criticaron elnombramiento, porque don Francisco sólo se había ocupado hasta entoncesen escribir versos, galanteos y desafíos. Pero Felipe III, a cuyo regiooído, y contra la costumbre, llegaron las murmuraciones, dijo:—Enverdad que es el más joven de los virreyes que hasta hoy han ido aIndias; pero en Esquilache hay cabeza, y más que cabeza brazo fuerte.
El monarca no se equivocó. El Perú estaba amagado por flotasfilibusteras: y por muy buen gobernante que hiciese don Juan de Mendozay Luna, marqués de Montesclaros, faltábale los bríos de la juventud.Jorge Spitberg, con una escuadra holandesa, después de talar las costasde Chile, se dirigió al Callao. La escuadra española le salió alencuentro el 22 de julio de 1615, y después de cinco horas de reñido yferoz combate frente a Cerro Azul o Cañete, se incendió la capitana, sefueron a pique varias naves, y los piratas vencedores pasaron a cuchilloa los prisioneros.
El virrey marqués de Montesclaros se constituyó en el Callao paradirigir la resistencia, más por llenar el deber que porque tuviese laesperanza de impedir, con los pocos y malos elementos de que disponía,el desembarque de los piratas y el consiguiente saqueo de Lima. En laciudad de los Reyes dominaba un verdadero pánico; y las iglesias no sólose hallaban invadidas por débiles mujeres, sino por hombres que, lejosde pensar en defender
como
bravos
sus
hogares,
invocaban
la
proteccióndivina contra los herejes holandeses. El anciano y corajudo virreydisponía escasamente de mil hombres en el Callao, y nótese que, según elcenso de 1614, el número de habitantes de Lima ascendía a 25.454.
Pero Spitberg se conformó con disparar algunos cañonazos que le fuerondébilmente contestados, e hizo rumbo para Paita.
Peralta en su Limafundada, y el conde de la Granja, en su poema de Santa Rosa, traendetalles sobre esos luctuosos días. El sentimiento cristiano atribuye laretirada de los piratas a milagro que realizó la virgen limeña, quemurió dos años después, el 24
de agosto de 1617.
Según unos el 18 y según otros el 23 de diciembre de 1615, entró en Limael príncipe de Esquilache, habiendo salvado providencialmente, en latravesía de Panamá al Callao, de caer en manos de los piratas.
El recibimiento de este virrey fué suntuoso, y el Cabildo no se paró engastos para darle esplendidez.
Su primera atención fué crear y fortificar el puerto, lo que mantuvo araya la audacia de los filibusteros hasta el gobierno de su sucesor, enque el holandés Jacobo L'Heremite acometió su formidable empresapirática Descendiente del Papa Alejandro VI (Rodrigo Borgia) y de SanFrancisco de Borja, duque de Gandía, el príncipe de Esquilache, comoaños más tarde su sucesor y pariente el conde de Lemos, gobernó el Perúbajo la influencia de los jesuítas.
Calmada la zozobra que inspiraban los amagos filibusteros, don Franciscose contrajo al arreglo de la hacienda pública, dictó sabias ordenanzaspara los minerales de Potosí v Huancavelica, y en 20 de diciembre de1619 erigió el tribunal del Consulado de Comercio.
Hombre de letras, creó el famoso colegio del Príncipe, para educación delos hijos de caciques, y no permitió la representación de comedias niautos sacramentales que no hubieran pasado antes por su censura. «Deberdel que gobierna—decía—es ser solícito por que no se pervierta elgusto».
La censura que ejercía el príncipe de Esquilache era puramenteliteraria, y a fe que el juez no podía ser más autorizado. En la plévadede poetas del siglo XVII, siglo que produjo a Cervantes, Calderón, Lope,Quevedo, Tirso de Molina, Alarcón y Moreto, el príncipe de Esquilache esuno de los más notables, si no por la grandeza de la idea, por lalozanía y corrección de la forma. Sus composiciones sueltas y su poemahistórico Nápoles recuperada, bastan para darle lugar preeminente enel español Parnaso.
No es menos notable como prosador castizo y elegante. En uno de losvolúmenes de la obra Memorias de los virreyes se encuentra la Relación de su época de mando, escrito que entregó a la Audiencia paraque ésta lo pasase a su sucesor don Diego Fernández de Córdova, marquésde Guadalcázar. La pureza de dicción y la claridad del pensamientoresaltan en este trabajo, digno, en verdad, de juicio menos sintético.
Para dar una idea del culto que Esquilache rendía a las letras, nos serásuficiente apuntar que, en Lima, estableció una academia o club literario, como hoy decimos, cuyas sesiones tenían lugar los sábados enuna de las salas de palacio. Según un escritor amigo mío y que cultivóel ramo de crónicas, los asistentes no pasaban de doce, personajes losmás caracterizados en el foro, la milicia o la iglesia. «Allí asistía elprofundo teólogo y humanista don Pedro de Yarpe Montenegro, coronel deejército; don Baltasar de Laza y Rebolledo, oidor de la Real Audiencia;don Luis de la Puente, abogado insigne; fray Baldomero Illescas,religioso franciscano, gran conocedor de los clásicos griegos y latinos;don Baltasar Moreyra, poeta, y otros cuyos nombres no han podidoatravesar los dos siglos y medio que nos separan de su época. El virreylos recibía con exquisita urbanidad; y los bollos, bizcochos de garapiñachocolate y sorbetes distraían las conferencias literarias de susconvidados.
Lástima que no se hubieran extendido actas de aquellassesiones, que seguramente serían preferibles a las de nuestrosCongresos».
Entre las agudezas del príncipe de Esquilache, cuentan que le dijo a unsujeto muy cerrado de mollera, que leía mucho y ningún fruto sacaba dela lectura:—Déjese de libros, amigo, y persuádase que el huevo mientrasmás cocido, más duro.
Esquilache, al regresar a España en 1622, fué muy considerado del nuevomonarca Felipe IV, y murió en 1658 en la coronada villa del oso y elmadroño.
Las armas de la casa de Borja eran un toro de gules en campo de oro,bordura de sinople y ocho brezos de oro.
Presentado el virrey poeta, pasemos a la tradición popular.
II
Existe en la ciudad del Cuzco una soberbia casa conocida por la del Almirante; y parece que el tal almirante tuvo tanto de marino, comoalguno que yo me sé y que sólo ha visto el mar en pintura. La verdad esque el título era hereditario y pasaba de padres a hijos.
La casa era obra notabilísima. El acueducto y el tallado de los techos,en uno de los cuales se halla modelado el busto del almirante que lafabricó, llaman preferentemente la atención.
Que vivieron en el Cuzco cuatro almirantes, lo comprueba el árbolgenealógico que en 1861 presentó ante el Soberano Congreso del Perú elseñor don Sixto Laza, para que se le declarase legítimo y únicorepresentante del Inca Huáscar, con derecho a una parte de las huaneras,al ducado de Medina de Ríoseco, al marquesado de Oropesa y varias otrasgollerías.
¡Carillo iba a costarnos el gusto de tener príncipe en casa!Pero conste, para cuando nos cansemos de la república, teórica opráctica, y proclamemos, por variar de plato, la monarquía, absoluta oconstitucional, que todo puede suceder, Dios mediante y el trotecitotrajinero que llevamos.
Refiriéndose a ese árbol genealógico, el primer almirante fué don Manuelde Castilla, el segundo don Cristóbal de Castilla Espinosa y Lugo, alcual sucedió su hijo don Gabriel de Castilla Vázquez de Vargas, siendoel cuarto y último don Juan de Castilla y González, cuya descendencia sepierde en la rama femenina.
Cuéntase de los Castilla, para comprobar lo ensoberbecidos que vivían desu alcurnia, que cuando rezaban el Avemaría usaban esta frase: SantaMaría, madre de Dios, parienta y señora nuestra, ruega por nos.
Las armas de los Castilla eran: escudo tronchado; el primer cuartel engules y castillo de oro aclarado de azur; el segundo en plata, con leónrampante de gules y banda de sinople con dos dragantes también desinople.
Aventurado sería determinar cuál de los cuatro es el héroe de latradición, y en esta incertidumbre puede el lector aplicar el mochueloa cualquiera, que de fijo no vendrá del otro barrio a querellarse decalumnia.
El tal almirante era hombre de más humos que una chimenea, muy pagado desus pergaminos y más tieso que su almidonada gorguera. En el patio de lacasa ostentábase una magnífica fuente de piedra, a la que el vecindarioacudía para proveerse de agua, tomando al pie de la letra el refrán deque agua y candela a nadie se niegan.
Pero una mañana se levantó su señoría con un humor de todos los diablos,y dió orden a sus fámulos para que moliesen a palos a cualquier bicho dela canalla que fuese osado a atravesar los umbrales en busca delelemento refrigerador.
Una de las primeras que sufrió el castigo fué una pobre vieja, lo queprodujo algún escándalo en el pueblo.
Al otro día el hijo de ésta, que era un joven clérigo que servía laparroquia de San Jerónimo, a pocas leguas del Cuzco, llegó a la ciudad yse impuso del ultraje inferido a su anciana madre.
Dirigióseinmediatamente a casa del almirante; y el hombre de los pergaminos lollamó hijo de cabra y vela verde, y echó verbos y gerundios, sapos yculebras por esa aristocrática boca, terminando por darle una soberanapaliza al sacerdote.
La excitación que causó el atentado fué inmensa. Las autoridades no seatrevían a declararse abiertamente contra el magnate, y dieron tiempo altiempo, que a la postre todo lo calma. Pero la gente de iglesia y elpueblo declararon excomulgado al orgulloso almirante.
El insultado clérigo, pocas horas después de recibido el agravio, sedirigió a la Catedral y se puso de rodillas a orar ante la imagen deCristo, obsequiada a la ciudad por Carlos V.
Terminada su oración, dejóa los pies del Juez Supremo un memorial exponiendo su queja y demandandola justicia de Dios, persuadido que no había de lograrla de los hombres.Diz que volvió al templo al siguiente día, y recogió la querellaproveída con un decreto marginal de Como se pide: se hará justicia. Yasí pasaron tres meses, hasta que un día amaneció frente a la casa unahorca y pendiente de ella el cadáver del excomulgado, sin que nadiealcanzara a descubrir los autores del crimen, por mucho que lassospechas recayeran sobre el clérigo, quien supo, con numerosostestimonios, probar la coartada.
En el proceso que se siguió declararon dos mujeres de la vecindad quehabían visto un grupo de hombres cabezones y chiquirriticos, vulgoduendes, preparando la horca; y que cuando ésta quedó alzada, llamaronpor tres veces a la puerta de la casa, la que se abrió al terceraldabonazo. Poco después el almirante, vestido de gala, salió en mediode los duendes, que sin más ceremonia lo suspendieron como un racimo.
Con tales declaraciones la justicia se quedó a obscuras y no pudiendoproceder contra los duendes, pensó que era cuerdo el sobreseimiento.
Si el pueblo cree como artículo de fe que los duendes dieron fin delexcomulgado almirante, no es un cronista el que ha de meterse enatolladeros para convencerlo de lo contrario, por mucho que la gentedescreída de aquel tiempo murmurara por lo bajo que todo lo acontecidoera obra de los jesuítas, para acrecer la importancia y respeto debidosal estado sacerdotal.
III
El intendente y los alcaldes del Cuzco dieron cuenta de todo al virrey,quien después de oír leer el minucioso informe le dijo a su secretario:
—¡Pláceme el tema para un romance moruno! ¿Qué te parece de esto, mibuen Estúñiga?
—Que vuecelencia debe echar una mónita a esos sandios golillas que nohan sabido hallar la pista de los fautores del crimen.
—Y entonces se pierde lo poético del sucedido—repuso el de Esquilachesonriéndose.
—Verdad, señor; pero se habrá hecho justicia.
El virrey se quedó algunos segundos pensativo; y luego, levantándose desu asiento, puso la mano sobre el hombro de su secretario:
—Amigo mío, lo hecho está bien hecho; y mejor andaría el mundo si, encasos dados, no fuesen leguleyos trapisondistas y demás cuervos deTemis, sino duendes, los que administrasen justicia. Y con esto, buenasnoches y que Dios y Santa María nos tengan en su santa guarda y noslibren de duendes y remordimientos.
CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL DECIMOCUARTO VIRREY DEL PERÚ
(Al doctor Ignacio
La-Puente.)
I
En una tarde de junio de 1631 las campanas todas de las iglesias de Limaplañían fúnebres rogativas, y los monjes de las cuatro órdenesreligiosas que a la sazón existían, congregados en pleno coro, entonabansalmos y preces.
Los habitantes de la tres veces coronada ciudad cruzaban por los sitiosen que, sesenta años después, el virrey conde de la Monclova debíaconstruir los portales de Escribanos y Botoneros, deteniéndose frente ala puerta lateral de palacio.
En éste todo se volvía entradas y salidas de personajes, más o menoscaracterizados.
No se diría sino que acababa de dar fondo en el Callao un galeón conimportantísimas nuevas de España, ¡tanta era la agitación palaciega ypopular! o que, como en nuestros democráticos días, se estaba realizandouno de aquellos golpes de teatro a que sabe dar pronto término lajusticia de cuerda y hoguera.
Los sucesos, como el agua, deben beberse en la fuente; y por esto, convenia del capitán de arcabuceros que está de facción en la susodichapuerta, penetraremos, lector, si te place mi compañía, en un recamarínde palacio.
Hallábanse en él el excelentísimo señor don Luis Jerónimo Fernández deCabrera Bobadilla y Mendoza, conde de Chinchón, virrey de estos reinosdel Perú por S. M. don Felipe IV, y su íntimo amigo el marqués deCorpa. Ambos estaban silenciosos y mirando con avidez hacia una puertade escape, la que al abrirse dió paso a un nuevo personaje.
Era éste un anciano. Vestía calzón de paño negro a media pierna, zapatosde pana con hebillas de piedra, casaca y chaleco de terciopelo,pendiendo de este último una gruesa cadena de plata con hermosísimossellos. Si añadimos que gastaba guantes de gamuza, habrá el lectorconocido el perfecto tipo de un esculapio de aquella época.
El doctor Juan de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, encalidad de médico de la casa del virrey, era una de las lumbreras de laciencia que enseña a matar por medio de un récipe.
—¿Y bien, don Juan?—le interrogó el virrey, más con la mirada que conla palabra.
—Señor, no hay esperanza. Sólo un milagro puede salvar a doñaFrancisca.
Y don Juan se retiró con aire compungido.
Este corto diálogo basta para que el lector menos avisado conozca de quése trata.
El virrey había llegado a Lima en enero de 1639, y dos meses más tardesu bellísima y joven esposa doña Francisca Henríquez de Ribera, a la quehabía desembarcado en Paita para no exponerla a los azares de unprobable combate naval con los piratas. Algún tiempo después se sintióla virreina atacada de esa fiebre periódica que se designa con el nombrede terciana, y que era conocida por los Incas como endémica en el vallede Rimac.
Sabido es que cuando, en 1378, Pachacutec envió un ejército de treintamil cuzqueños a la conquista de Pachacamac, perdió lo más florido de sustropas a estragos de la terciana. En los primeros siglos de ladominación europea, los españoles que se avecindaban en Lima pagabantambién tributo a esta terrible enfermedad, de la que muchos sanaban sinespecífico conocido, y a no pocos arrebataba el mal.
La condesa de Chinchón estaba desahuciada. La ciencia, por boca de suoráculo don Juan de Vega, había fallado.
—¡Tan joven y tan bella!—decía a su amigo el desconsolado esposo—.¡Pobre Francisca! ¿Quién te habría dicho que no volveríais a ver tucielo de Castilla ni los cármenes de Granada?
¡Dios mío! ¡Un milagro,Señor, un milagro!...
—Se salvará la condesa, excelentísimo señor—contestó una voz en lapuerta de la habitación.
El virrey se volvió sorprendido. Era un sacerdote, un hijo de Ignacio deLoyola, el que había pronunciado tan consoladoras palabras.
El conde de Chinchón se inclinó ante el jesuíta. Este continuó:
—Quiero ver a la virreina, tenga vuecencia fe, y Dios hará el resto.
El virrey condujo al sacerdote al lecho de la moribunda.
II
Suspendamos nuestra narración para trazar muy a la ligera el cuadro dela época del gobierno de don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera, hijo deMadrid, comendador de Criptana entre los caballeros de Santiago, alcaidedel alcázar de Segovia, tesorero de Aragón, y cuarto conde de Chinchón,que ejerció el mando desde el 14 de enero de 1629 hasta el 18 del mismomes de 1639.
Amenazado el Pacífico por los portugueses y por la flotilla del pirataholandés Pie de palo, gran parte de la actividad del conde de Chinchónse consagró a poner el Callao y la escuadra en actitud de defensa. Envióademás a Chile mil hombres contra los araucanos, y tres expedicionescontra algunas tribus de Puno, Tucumán y Paraguay.
Para sostener el caprichoso lujo de Felipe IV y sus cortesanos, tuvo laAmérica que contribuir con daño de su prosperidad.
Hubo exceso deimpuestos y gabelas, que el comercio de Lima se vió forzado a soportar.
Data de entonces la decadencia de los minerales de Potosí yHuancavelica, a la vez que el descubrimiento de las vetas de Bombón yCaylloma.
Fué bajo el gobierno de este virrey cuando, en 1635, aconteció la famosaquiebra del banquero Juan de la Cueva, en cuyo Banco—diceLorente—tenían
suma
confianza
así
los
particulares como el Gobierno.Esa quiebra se conmemoró, hasta hace poco, con la mojiganga llamada Juan de la Cova, coscoroba.
El conde de Chinchón fué tan fanático como cumplía a un cristiano viejo.Lo comprueban muchas de sus disposiciones.
Ningún naviero podía recibirpasajeros a bordo, si previamente no exhibía una cédula de constancia dehaber confesado y comulgado la víspera. Los soldados estaban tambiénobligados, bajo severas penas, a llenar cada año este precepto, y seprohibió que en los días de Cuaresma se juntasen hombres y mujeres en unmismo templo.
Como lo hemos escrito en nuestro Anales de la Inquisición de Lima, fuéésta la época en que más víctimas sacrificó el implacable tribunal de lafe. Bastaba ser portugués y tener fortuna para verse sepultado en lasmazmorras del Santo Oficio.
En uno solo de los tres autos de fe a queasistió el conde de Chinchón
fueron
quemados
once
judíos
portugueses,acaudalados comerciantes de Lima.
Hemos leído en el librejo del duque de Frías que, en la primera visitade cárceles a que asistió el conde, se le hizo relación de una causaseguida a un caballero de Quito, acusado de haber pretendido sublevarsecontra el monarca. De los autos dedujo el virrey que todo era calumnia,y mandó poner en libertad al preso, autorizándolo para volver a Quito ydándole seis meses de plazo para que sublevase el territorio;entendiéndose que si no lo conseguía, pagarían los delatores las costasdel proceso y los perjuicios sufridos por el caballero.
¡Hábil manera de castigar envidiosos y denunciantes infames!
Alguna quisquilla debió tener su excelencia con las limeñas cuando endos ocasiones promulgó bando contra las tapadas; las que, forzoso esdecirlo, hicieron con ellos papillotas y tirabuzones. Legislar contralas mujeres ha sido y será siempre sermón perdido.
Volvamos a la virreina, que dejamos moribunda en el lecho.
III
Un mes después se daba una gran fiesta en palacio en celebración delrestablecimiento de doña Francisca.
La virtud febrífuga de la cascarilla quedaba descubierta.
Atacado de fiebres un indio de Loja llamado Pedro de Leyva bebió, paracalmar los ardores de la sed, del agua de un remanso, en cuyas orillascrecían algunos árboles de quina. Salvado así, hizo la experiencia dedar de beber a otros enfermos del mismo mal cántaros de agua, en los quedepositaba raíces de cascarilla.
Con su descubrimiento vino a Lima y locomunicó a un jesuíta, el que, realizando la feliz curación de lavirreina, prestó a la humanidad mayor servicio que el fraile que inventóla pólvora.
Los jesuítas guardaron por algunos años el secreto, y a ellos acudíatodo el que era atacado de terciana. Por eso, durante mucho tiempo, lospolvos de la corteza de quina se conocieron con el nombre de polvos delos jesuítas.
El doctor Scrivener dice que un médico inglés, Mr. Talbot, curó con laquinina al príncipe de Condé, al delfín, a Colbert y otros personajes,vendiendo el secreto al gobierno francés por una suma considerable y unapensión vitalicia.
Linneo, tributando en ello un homenaje a la virreina condesa deChinchón, señala a la quina el nombre que hoy le da la ciencia: Chinchona.
Mendiburu dice que, al principio, encontró el uso de la quina fuerteoposición en Europa, y que en Salamanca se sostuvo que caía en pecadomortal el médico que la recetaba, pues sus virtudes eran debidas a pactode dos peruanos con el diablo.
En cuanto al pueblo de Lima, hasta hace pocos años conocía los polvos dela corteza de este árbol maravilloso con el nombre de polvos de lacondesa.[1]
EL JUSTICIA MAYOR DE LAYCACOTA
CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL DÉCIMONONO VIRREY DEL PERÚ
(Al doctor don José
Mariano Jiménez.)
I