Era la noche del 10 de febrero de 1678.
Su excelencia se encontraba arrodillado en el escabel que un lego delconvento tenía cuidado de alistarle frente al altar de la Virgen. Apocos pasos de él, y de pie junto a un escaño se hallaban el secretarioy el capitán de la escolta.
A pesar de la semiobscuridad del templo, llamó la atención del último unbulto que se recataba tras las columnas de la vasta nave. De pronto, lamisteriosa sombra se dirigió con pisada cautelosa hacia el escabel delvirrey; y acogotando a éste con la mano izquierda, lo arrojó al suelo, ala vez que en su derecha relucía un puñal.
Por dicha para el virrey, el capitán era un mancebo ágil y forzudo, quecon la mayor presteza se lanzó sobre el asesino y le sujetó por lamuñeca. El sacrílego bregaba desesperadamente con el puño de hierro deljoven, hasta que, agolpándose los frailes y devotos que se encontrabanen la iglesia, lograron quitarle el arma.
Aquel hombre era Juan de Villegas.
Prófugo del presidio, hacía una semana que se encontraba en Lima; ydesde su regreso no cesó de acechar en el templo al virrey, buscandoocasión propicia para asesinarlo.
Aquella misma noche se encomendó la causa al alcalde don Rodrigo deOdría, y tanta fué su actividad que, ocho días después, el cuerpo deVillegas se balanceaba como un racimo en la horca.
—¡Lástima de pícaro!—decía al pie del patíbulo don Rodrigo a sualguacil—. ¿No es verdad, Güerequeque, que siempre sostuve que estebellaco había de acabar muy alto?
—Con perdón de usiría—contestó el interpelado—, que ese palo es depoca altura para el merecimiento del bribón.
CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL VIRREY «BRAZO DE PLATA»
(A Juana Manuela
Gorriti.)
Juzgamos conveniente alterar los nombres de los principales personajesde esta tradición, pecado venial que hemos cometido en La emplazada yalguna otra. Poco significan los nombres si se cuida de no falsear laverdad histórica; y bien barruntará el lector qué razón, y muy poderosa,habremos tenido para desbautizar prójimos.
I
En agosto de 1690 hizo su entrada en Lima el excelentísimo señor donMelchor Portocarrero Lazo de la Vega, conde de la Monclova, comendadorde Zarza en la Orden de Alcántara y vigésimo tercio virrey del Perú porsu majestad don Carlos II.
Además de su hija doña Josefa, y de sufamilia y servidumbre, acompañábanlo desde México, de cuyo gobierno fuétrasladado a estos reinos, algunos soldados españoles. Distinguíaseentre ellos, por su bizarro y marcial aspecto, don Fernando de Vergara,hijodalgo extremeño, capitán de gentileshombres lanzas; y contábase deél que entre las bellezas mexicanas no había dejado la reputaciónaustera de monje benedictino.
Pendenciero, jugador y amante de darguerra a las mujeres, era más que difícil hacerlo sentar la cabeza; y elvirrey, que le profesaba paternal afecto, se propuso en Lima casarlo desu mano, por ver si resultaba verdad aquello de estado mudacostumbres.
Evangelina Zamora, amén de su juventud y belleza, tenía prendas que lahacían el partido más codiciable de la ciudad de los Reyes. Su bisabuelohabía sido, después de Jerónimo de Aliaga, del alcalde Ribera, de Martínde Alcántara y de Diego Maldonado el Rico, uno de los conquistadores másfavorecidos por Pizarro con repartimientos en el valle del Rimac.
Elemperador le acordó el uso del Don, y algunos años después losvaliosos presentes que enviaba a la corona le alcanzaron la merced de unhábito de Santiago. Con un siglo a cuestas, rico y ennoblecido, pensónuestro conquistador que no tenía ya misión sobre este valle delágrimas, y en 1604 lió el petate, legando al mayorazgo, en propiedadesrústicas y urbanas, un caudal que se estimó entonces en un quinto demillón.
El abuelo y el padre de Evangelina acrecieron la herencia; y la joven sehalló huérfana a la edad de veinte años, bajo el amparo de un tutor yenvidiada por su riqueza.
Entre la modesta hija del conde de la Monclova y la opulenta limeña seestableció, en breve, la más cordial amistad.
Evangelina tuvo así motivopara encontrarse frecuentemente en palacio en sociedad con el capitán degentileshombres, que a fuer de galante no desperdició coyuntura parahacer su corte a la doncella; la que al fin, sin confesar la inclinaciónamorosa que el hidalgo extremeño había sabido hacer brotar en su pecho,escuchó con secreta complacencia la propuesta de matrimonio con donFernando. El intermediario era el virrey nada menos, y una joven biendoctrinada no podía inferir desaire a tan encumbrado padrino.
Durante los cinco primeros años de matrimonio, el capitán Vergara olvidósu antigua vida de disipación. Su esposa y sus hijos constituían toda sufelicidad: era, digámoslo así, un marido ejemplar.
Pero un día fatal hizo el diablo que don Fernando acompañase a su mujera una fiesta de familia, y que en ella hubiera una sala, donde no sólose jugaba la clásica malilla abarrotada, sino que, alrededor de unamesa con tapete verde, se hallaban congregados muchos devotos de losculbículos. La pasión del juego estaba sólo adormecida en el alma delcapitán, y no es extraño que a la vista de los dados se despertase conmayor fuerza. Jugó, y con tan aviesa fortuna, que perdió en esa nocheveinte mil pesos.
Desde esa hora, el esposo modelo cambió por completo su manera de ser, yvolvió a la febricitante existencia del jugador.
Mostrándosele la suertecada día más rebelde, tuvo que mermar la hacienda de su mujer y de sushijos para hacer frente a las pérdidas, y lanzarse en ese abismo sinfondo que se llama el desquite.
Entre sus compañeros de vicio había un joven, marqués a quien los dadosfavorecían con tenacidad, y don Fernando tomó a capricho luchar contratan loca fortuna. Muchas noches lo llevaba a cenar a la casa deEvangelina y, terminada la cena, los dos amigos se encerraban en unahabitación a descamisarse, palabra que en el tecnicismo de losjugadores tiene una repugnante exactitud.
Decididamente, el jugador y el loco son una misma entidad. Si algoempequeñece, a mi juicio, la figura histórica del emperador Augusto esque, según Suetonio, después de cenar jugaba a pares y nones.
En vano Evangelina se esforzaba para apartar del precipicio aldesenfrenado jugador. Lágrimas y ternezas, enojos y reconciliacionesfueron inútiles. La mujer honrada no tiene otras armas que emplear sobreel corazón del hombre amado.
Una noche la infeliz esposa se encontraba ya recogida en su lecho,cuando la despertó don Fernando pidiéndole el anillo nupcial. Era ésteun brillante de crecidísimo valor. Evangelina se sobresaltó; pero sumarido calmó su zozobra, diciéndola que trataba sólo de satisfacer lacuriosidad de unos amigos que dudaban del mérito de la preciosa alhaja.
¿Qué había pasado en la habitación donde se encontraban los rivales detapete? Don Fernando perdía una gran suma, y no teniendo ya prenda quejugar, se acordó del espléndido anillo de su esposa.
La desgracia es inexorable. La valiosa alhaja lucía pocos minutos mástarde en el dedo anular del ganancioso marqués.
Don Fernando se estremeció de vergüenza y remordimiento.
Despidióse elmarqués, y Vergara lo acompañaba a la sala; pero al llegar a ésta,volvió la cabeza hacia una mampara que comunicaba al dormitorio deEvangelina, y al través de los cristales vióla sollozando de rodillasante una imagen de María.
Un vértigo horrible se apoderó del espíritu de don Fernando, y rápidocomo el tigre, se abalanzó sobre el marqués y le dió tres puñaladas porla espalda.
El desventurado huyó hacia el dormitorio, y cayó exánime delante dellecho de Evangelina.
II
El conde de la Monclova, muy joven a la sazón, mandaba una compañía enla batalla de Arras, dada en 1654. Su denuedo lo arrastró a lo másreñido de la pelea, y fué retirado del campo casi moribundo.Restablecióse al fin, pero con pérdida del brazo derecho, que hubonecesidad de amputarle. El lo substituyó con otro plateado, y de aquívino el apodo con que, en México y en Lima lo bautizaron.
El virrey Brazo de plata, en cuyo escudo de armas se leía este mote: Ave María gratia plena, sucedió en el gobierno del Perú al ilustre donMelchor de Navarra y Rocafull. «Con igual prestigio que su antecesor,aunque con menos dotes administrativas—dice Lorente—, de costumbrespuras, religioso, conciliador y moderado, el conde de la Monclovaedificaba al pueblo con su ejemplo, y los necesitados le hallaronsiempre pronto a dar de limosna sus sueldos y las rentas de su casa».
En los quince años y cuatro meses que duró el gobierno de Brazo deplata, período a que ni hasta entonces ni después llegó ningún virrey,disfrutó el país de completa paz; la administración fué ordenada, y seedificaron en Lima magníficas casas. Verdad que el tesoro público noanduvo muy floreciente; pero por causas extrañas a la política. Lasprocesiones y fiestas religiosas de entonces recordaban, por sumagnificencia y lujo, los tiempos del conde de Lemos. Los portales, consus ochenta y cinco arcos, cuya fábrica se hizo con gasto de veinticincomil pesos, el Cabildo y la galería de palacio fueron obras de esa época.
En 1694 nació en Lima un monstruo con dos cabezas y rostros hermosos,dos corazones, cuatro brazos y dos pechos unidos por un cartílago. De lacintura a los pies poco tenía de fenomenal, y el enciclopédico limeñodon Pedro de Peralta escribió con el título de Desvíos de lanaturaleza un curioso libro, en que, a la vez que hace una descripciónanatómica del monstruo, se empeña en probar que estaba dotado de dosalmas.
Muerto Carlos el Hechizado en 1700, Felipe V, que lo sucedió,recompensó al conde de la Monclova haciéndolo grande de España.
Enfermo, octogenario y cansado del mando, el virrey Brazo de plata instaba a la corte para que se le reemplazase. Sin ver logrado estedeseo, falleció el conde de la Monclova el 22 de septiembre de 1702,siendo sepultado en la Catedral; y su sucesor, el marqués de CasteldosRíus, no llegó a Lima sino en junio de 1707.
Doña Josefa, la hija del conde de la Monclova, siguió habitando enpalacio después de la muerte del virrey; mas una noche, concertada yacon su confesor, el padre Alonso Mesía, se descolgó por una ventana ytomó asilo en las monjas de Santa Catalina, profesando con el hábito deSanta Rosa, cuyo monasterio se hallaba en fábrica. En mayo de 1710 setrasladó doña Josefa Portocarrero Lazo de la Vega al nuevo convento, delque fué la primera abadesa.
III
Cuatro meses después de su prisión, la Real Audiencia condenaba a muertea don Fernando de Vergara. Este desde el primer momento había declaradoque mató al marqués con alevosía, en un arranque de desesperación dejugador arruinado.
Ante tan franca confesión no quedaba al tribunal másque aplicar la pena.
Evangelina puso en juego todo resorte para libertar a su marido de unamuerte infamante; y en tal desconsuelo, llegó el día designado para elsuplicio del criminal. Entonces la abnegada y valerosa Evangelinaresolvió hacer, por amor al nombre de sus hijos, un sacrificio sinejemplo.
Vestida de duelo se presentó en el salón de palacio en momentos dehallarse el virrey conde de la Monclova en acuerdo con los oidores, yexpuso: que don Fernando había asesinado al marqués, amparado por laley; que ella era adúltera, y que, sorprendida por el esposo, huyó desus iras, recibiendo su cómplice justa muerte del ultrajado marido.
La frecuencia de las visitas del marqués a la casa de Evangelina, elanillo de ésta como gaje de amor en la mano del cadáver, las heridas porla espalda, la circunstancia de habérsele hallado al muerto al pie dellecho de la señora, y otros pequeños detalles eran motivos bastantespara que el virrey, dando crédito a la revelación, mandase suspender lasentencia.
El juez de la causa se constituyó en la cárcel para que don Fernandoratificara la declaración de su esposa. Mas apenas terminó el escribanola lectura, cuando Vergara, presa de mil encontrados sentimientos, lanzóuna espantosa carcajada.
¡El infeliz se había vuelto loco!
Pocos años después, la muerte cernía sus alas sobre el casto lecho de lanoble esposa, y un austero sacerdote prodigaba a la moribunda losconsuelos de la religión.
Los cuatro hijos de Evangelina esperaban arrodillados la postrerabendición maternal. Entonces la abnegada víctima, forzada por suconfesor, les reveló el tremendo secreto:—El mundo olvidará—lesdijo—el nombre de la mujer que os dió la vida; pero habría sidoimplacable para con vosotros si vuestro padre hubiese subido losescalones del cadalso. Dios, que lee en el cristal de mi conciencia,sabe que ante la sociedad perdí mi honra porque no os llamasen un díalos hijos del ajusticiado.
CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL VIGÉSIMONONO VIRREY DEL PERÚ
I
El que hubiera pasado por la plazuela de San Agustín a la hora de lasonce de la noche del 22 de octubre de 1743, habría visto un bulto sobrela cornisa de la fachada del templo, esforzándose a penetrar en él poruna estrecha claraboya. Grandes pruebas de agilidad y equilibrio tuvosin duda que realizar el escalador hasta encaramarse sobre la cornisa, yel cristiano que lo hubiese contemplado habría tenido que santiguarsetomándolo por el enemigo malo o por duende cuando menos. Y no seolvide que, por aquellos, tiempos, era de pública voz y fama que, enciertas noches, la plazuela de San Agustín era invadida por unaprocesión de ánimas del purgatorio con cirio en mano. Yo ni quito nipongo; pero sospecho que con la república y el gas les hemos metido elresuello a las ánimas benditas, que se están muy mohinas y quietas en elsitio donde a su Divina Majestad plugo ponerlas.
El atrio de la iglesia no tenía por entonces la magnífica verja dehierro que hoy la adorna, y la policía nocturna de la ciudad estaba enabandono tal, que era asaz difícil encontrar una ronda.
Los buenoshabitantes de Lima se encerraban en casita a las diez de la noche,después de apagar el farol de la puerta, y la población quedabasumergida en plena tiniebla, con gran contentamiento de gatos ylechuzas, de los devotos de la hacienda ajena y de la gente dada aamorosas empresas.
El avisado lector, que no puede creer en duendes ni en demonioscoronados, y que, como es de moda en estos tiempos de civilización,acaso no cree ni en Dios, habrá sospechado que es un ladrón el que seintroduce por la claraboya de la iglesia.
Piensa mal y acertarás.
En efecto. Nuestro hombre con auxilio de una cuerda se descolgó altemplo, y con paso resuelto se dirigió al altar mayor.
Yo no sé, lector, si alguna ocasión te has encontrado de noche en unvasto templo, sin más luz que la que despiden algunas lamparillascolocadas al pie de las efigies, y sintiendo el vuelo y el graznarfatídico de esas aves que anidan en las torres y bóvedas. De mí sé decirque nada ha producido en mi espíritu una impresión más sombría y solemnea la vez, y que por ello tengo a los sacristanes y monaguillos enopinión, no diré de santos, sino de ser los hombres de más hígados de lacristiandad.
¡Me río yo de los bravos de la Independencia!
Llegado nuestro hombre al sagrario, abrió el recamarín, sacó la Custodiaenvolvió en su pañuelo la Hostia divina, dejándola sobre el altar ysalió del templo por la misma claraboya que le había dado entrada.
Sólo dos días después, en la mañana del sábado 25, cuando debía hacersela renovación de la Forma, vino a descubrirse el robo. Habíadesaparecido el sol de oro, evaluado en más de cuarenta mil pesos, ycuyas ricas perlas, rubíes, brillantes, zafiros, ópalos y esmeraldaseran obsequio de las principales familias de Lima. Aunque el pedestalera también de oro v admirable como obra de arte, no despertó la codiciadel ladrón.
Fácil es imaginarse la conmoción que este sacrilegio causaría en eldevoto pueblo. Según refiere el erudito escritor del Diario de Lima,en los números del 4 y 5 de octubre de 1791, hubo procesión depenitencia, sermón sobre el texto de David: Exurge, Domine, et judicacausam tuam, constantes rogativas, prisión de legos y sacristanes, ycarteles fijando premios para quien denunciase al ladrón. Se cerraronlos coliseos y el duelo fué general cuando, corriendo los días sindescubrirse al delincuente, recurrió la autoridad eclesiástica altremendo resorte de leer censuras y apagar candelas.
Por su parte el marqués de Villagarcía, virrey del Perú, había llenadosu deber, dictando todas las providencias eme en su arbitrio estabanpara capturar al sacrílego. Los expresos a los corregidores y demásautoridades del virreinato se sucedieron sin tregua, hasta que a finesde noviembre llegó a Lima un alguacil del intendente de Huancavelica donJerónimo Solá, ex consejero de Indias, con pliegos en los que éstecomunicaba a su excelencia que el ladrón se hallaba aposentado en lacárcel y con su respectivo par de calcetas de Vizcaya. Bien dice elrefrán que entre bonete y almete se hacen cosas de copete.
Las campanas se echaron a vuelo, el teatro volvió a funcionar, losvecinos abandonaron el luto, y Lima se entregó a fiestas y regocijos.
II
Ciñéndonos al plan que hemos seguido en las TRADICIONES, viene aquí acuento una rápida reseña histórica de la época de mando delexcelentísimo señor don José de Mendoza Caamaño y Sotomayor, marqués deVillagarcía, de Monroy y de Cusano, conde de Barrantes y Señor de VistaAlegre, Rubianes y Villanueva vigésimonono virrey del Perú por sumajestad don Felipe V, y que, a la edad de sesenta años, se hizo cargodel gobierno de estos reinos en 4 de enero de 1736.
El marqués de Villagarcía se resistió mucho a aceptar el virreinato delPerú, y persuadiéndolo uno de los ministros del rey para que norechazase lo que tantos codiciaban, dijo:
—Señor, vueseñoría me ponga a los pies de Su Majestad, a quien venerocomo es justo y de ley, y represéntele que haciendo cuentas conmigomismo, he hallado que me conviene más vivir pobre hidalgo que morir ricovirrey.
El soberano encontró sin fundamento la excusa, y el nombrado tuvo queembarcarse para América.
Sucediendo al enérgico marqués de Castelfuerte, la ley de lascompensaciones exigía del nuevo virrey una política menos severa. Así, afuerza de sagacidad y moderación, pudo el de Villagarcía impedir quetomasen incremento las turbulencias de Oruro y mantener a raya alcuzqueño Juan Santos, que se había proclamado Inca.
No fué tan feliz con los almirantes ingleses Vernon y Jorge Andson, quecon sus piraterías alarmaban la costa. Haciendo grandes esfuerzos eimponiendo una contribución al comercio, logró el virrey alistar unaescuadra, cuyo jefe evitó siempre poner sus naves al alcance de loscañones ingleses, dando lugar a que Andson apresara el galeón de Manila,que llevaba un cargamento valuado en más de tres millones de pesos.
Bajo su gobierno fué cuando el mineral del Cerro de Pasco principió aadquirir la importancia de que hoy goza, y entre otros sucesos curiososde su época merecen consignarse la aurora boreal que se vió una noche enel Cuzco, y la muerte que dieron los fanáticos habitantes de Cuenca alcirujano de la expedición científica que a las órdenes del sabio LaCondamine visitó la América. Los sencillos naturales pensaron, al verunos extranjeros examinando el cielo con grandes telescopios, que esoshombres se ocupaban de hechicerías y malas artes.
A propósito de la venida de la comisión científica, leemos en unprecioso manuscrito que existe en la Biblioteca de Lima, titulado Viajeal globo de la luna, que el pueblo limeño bautizó a los ilustresmarinos españoles don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa y a los sabiosfranceses Gaudin y La Condamine con el sobrenombre de los caballerosdel punto fijo, aludiendo a que se proponían determinar con fijeza lamagnitud y figura de la tierra.
Un pedante, creyendo que los cuatrocomisionados tenían la facultad de alejar de Lima cuanto quisiesen lalínea equinoccial, se echó a murmurar entre el pueblo ignorante contrael virrey marqués de Villagarcía, acusándolo de tacaño y menguado; puespor ahorrar un gasto de quince o veinte mil pesos que pudiera costar laobra, consentía en que la línea equinoccial se quedase como se estaba ylos vecinos expuestos a sufrir los recios calores del verano. Trabajilloparece que costó convencer al populacho de que aquel charlatán ensartabadisparates. Así lo refiere el autor anónimo del ya citado manuscrito.
Después de nueve años y medio de gobierno, y cuando menos lo esperaba,fué el virrey desairosamente relevado con el futuro conde de Superundaen julio de 1745. Este agravio afectó tanto al anciano marqués deVillagarcía, que regresando para España, a bordo del navío Héctor, murióen el mar, en la costa patagónica, en diciembre del mismo año.
III
Lucas de Valladolid era un mestizo, de la ciudad de Huamanga, queejercía en Lima el oficio de platero. Obra de sus manos eran las mejoresalhajas que a la sazón se fabricaban. Pero el maestro Lucas pecaba degeneroso, y en el juego, el vino y las mozas de partido derrochaba susganancias.
Los padres agustinos le dispensaban gran consideración, y el maestroLucas era uno de sus obligados comensales en los días de mantel largo.Nuestro platero conocía, pues, a palmos el convento y la iglesia,circunstancia que le sirvió para realizar el robo de la Custodia, talcomo lo dejamos referido.
Dueño de tan valiosa prenda, se dirigió con ella a su casa, desarmó elsol, fundió el oro y engarzó en anillos algunas piedras. Viendo laexcitación que su crimen había producido, se resolvió a abandonar laciudad y emprendió viaje a Huancavelica, enterrando antes en la faldadel San Cristóbal una parte de su riqueza.
La esposa del intendente Solá era limeña, y a ésta se presentó elmaestro Lucas ofreciéndole en venta seis magníficos anillos.
En uno deellos lucía una preciosa esmeralda, y examinándola la señora, exclamó:«¡Qué rareza! Esta piedra es idéntica a la que obsequié para la Custodiade San Agustín».
Turbóse el platero, y no tardó en despedirse.
Pocos minutos después entraba el intendente en la estancia de su esposa,y la participó que acababa de llegar un expreso de Lima con la noticiadel sacrílego robo.
—Pues, hijo mío—le interrumpió la señora—, hace un rato que he tenidoen casa al ladrón.
Con los informes de la intendenta procedióse en el acto a buscar almaestro Lucas; pero ya éste había abandonado la población. Redobláronselos esfuerzos y salieron inmediatamente algunos indios en todasdirecciones en busca del criminal, logrando aprehenderlo a tres leguasde distancia.
El sacrílego principió por una tenaz negativa; pero le aplicarongarrotillo en los pulgares o un cuarto de rueda, y canto de plano.
Cuando el virrey recibió el oficio del intendente de Hancavelicadespachó para guarda del reo una compañía de su escolta.
Llegado éste a Lima, en enero de 1744, costó gran trabajo impedir que elpueblo lo hiciese añicos. ¡Las justicias populares son cosa rancia porlo visto!
A los pocos días fué el ladrón puesto en capilla, y entonces solicitó lagracia de que se le acordasen cuatro meses para fabricar una Custodiasuperior en mérito a la que él había destruido. Los agustinosintercedieron y la gracia fué otorgada.
Las familias pudientes contribuyeron con oro y nuevas alhajas, y cuatromeses después, día por día, la Custodia, verdadera obra de arte, estabaconcluída. En este intervalo el maestro Lucas dió en su prisión tanpositivas muestras de arrepentimiento que le valieron la merced de quese le conmutase la pena.
Es decir, que en vez de achicharrarlo como a sacrílego, se le ahorcó muypulcramente como a ladrón.
RUDAMENTE, PULIDAMENTE, MAÑOSAMENTE
CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL VIRREY AMAT
I
En que el lector hace conocimiento con una hembra del coco, deRechupete y Tilín
Leonorcica Michel era lo que hoy llamaríamos una limeña de rompe yrasga, lo que en los tiempos del virrey Amat se conocía por una mocitadel tecum y de las que se amarran la liga encima de la rodilla.Veintisiete años con más mundo que el que descubrió Colón, colorsonrosado, ojos de más preguntas y respuestas que el catecismo, nariz deescribano por lo picaresca, labios retozones, y una tabla de pecho comopara asirse de ella un náufrago, tal era en compendio la muchacha.Añádase a estas perfecciones brevísimo pie, torneada pantorrilla,cintura estrecha, aire de taco y sandunguero, de esos que hacenestremecer hasta a los muertos del campo santo. La moza, en fin, no era boccato di cardinale, sino boccato de concilio ecuménico.
Paréceme que con el retrato basta y sobra para esperar mucho de esapieza de tela emplástica, que
era
como
el
canario
que
va
y
se
baña,
y
luego
se
sacude
con arte y maña.
Leonorcica, para colmo de venturanza, era casada con un honradísimopulpero español, más bruto que el que asó la manteca, y a la vez másmanso que todos los carneros juntos de la cristiandad y morería. Elpobrete no sabía otra cosa que aguar el vino, vender gato por liebre yganar en su comercio muy buenos cuartos, que su bellaca mujer seencargaba de gastar bonitamente en cintajos y faralares, no para másencariñar a su cónyuge, sino para engatusar a los oficiales de losregimientos del rey. A la chica, que de suyo era tornadiza, la habíaagarrado el diablo por la, milicia y... ¡échele usted un galgo a suhonestidad! Con razón decía uno:—Algo tendrá, el matrimonio, cuandonecesita bendición de cura.
El pazguato del marido, siempre que la sorprendía en gatuperios y juegosnada limpios con los militares, en vez de coger una tranca yderrengarla, se conformaba con decir:
—Mira, mujer, que no me gustan militronchos en casa y que un día mepican las pulgas y hago una que sea sonada.
—Pues mira, ¡arrastrado!, no tienes más que empezar—
contestaba lamozuel